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Tanteos teóricos: orígenes de las adicciones

30/03/2019- Por Laura Ciancaglini - Realizar Consulta

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La autora valiéndose de las conceptualizaciones de Winnicott, Casas y Bowlby, analiza la drogodependencia en la adolescencia. Es su hipótesis, que en esta segunda etapa (adolescencia) ocurre una re significación de los espacios transicionales y de individuación de la primera infancia, pero con una simbolización perturbada, de lo que trasunta al objeto. Y se pregunta ¿cómo influye el mundo contemporáneo en esta perturbación?

 

 

           *

 

 

 

  En las comunidades terapéuticas la concepción de las drogodependencias se vincula principalmente con la palabra “flagelo”, palabra transparente en términos de precipitar en ella un sentido unívoco de catástrofe exterior. Devastación organizada por el narcotráfico y la condena por la degradación social del individuo consumidor de drogas.

 

  Generalmente, en estas instituciones la repetición de las consignas por castigo y recompensa pretendería instaurar una legalidad aparentemente “destartalada” en los pacientes consumidores, que a su vez suelen infringir la mayor parte de las reglas de convivencia, y se encuentran estrechamente asociados a la delincuencia juvenil.

 

  Este paradigmático enfoque de las rehabilitaciones establecidas funcionalmente para los adolescentes toxicómanos, ha fracasado en la recuperación, puesto que los pacientes que egresan son minoritariamente reinsertados en la sociedad como individuos aptos para trabajar y producir. Por el contrario, las reincidencias en el consumo de estupefacientes manifiestan la dificultad de la remisión adictiva en una población que aún no ha ingresado ni siquiera a las filas del mercado laboral.

 

  Estos tratamientos en comunidades terapéuticas que son, de alguna manera, las instituciones que se hacen cargo del problema del consumo de drogas y alcohol de los adolescentes en todo el mundo occidental, no tienen ni siquiera estadísticas que den cuenta de los éxitos o fracasos en la recuperación. Suele hablarse en los pasillos de un 4% de recuperación, pero de un modo intuitivo o superficial.

 

  Desde otra perspectiva, el psicoanálisis ha hecho diferentes acercamientos al drama del toxicómano, siempre tomando en cuenta los diferentes avatares que pudieron haberse desarrollado en su organización psíquica como sujeto.

 

  Nuestra lectura apunta a discernir y despejar algunos de estos interrogantes fundamentales, referidos al consumo de drogas y relacionando la formación ‒en la primera infancia‒ de determinados espacios psíquicos que son básicos para la diferenciación del individuo como ser separado de un otro semejante.

 

  Se intenta crear un periplo desde aquella construcción mítica, inferida como un lugar de establecimiento de pautas lúdicas y simbólicas, que más tarde darán origen a lo “cultural” (vocación, creatividad artística y científica, inclinación religiosa, etc.) hasta la manera peculiar, en la que un sujeto adicto a las drogas ha instituido ese lugar, como única vía de restablecer contacto con el mundo.

 

  Se barajan hipótesis principales que, planteadas como problemáticas siempre abiertas a novedosas y constantes transformaciones, serán requeridas para contribuir a esclarecer la enigmática organización psicológica de las toxicomanías. Y esto en desmedro de la pasividad simplista de seguir considerándolas nada más que un “flagelo” de la sociedad contemporánea.

 

  Es fundamental el planteamiento del objetivo de determinar en qué medida los fenómenos transicionales, descriptos y explicados por Winnicott, se vinculan con capacidades funcionales perturbadas durante el desarrollo de la personalidad de los adolescentes de nuestra cultura. Capacidades que se transformarían ulteriormente en espacios adecuados para el manejo funcional y simbólico de la realidad. Este conflicto podría ser causante y promotor de las adicciones en una etapa posterior del desarrollo.

 

  Dicho autor se refiere a la primera experiencia cultural, cuya manifestación es el juego, y al lugar de ubicación de esta experiencia cultural temprana y creadora en un espacio potencial existente entre el individuo y el ambiente que lo rodea. Entonces, en cada sujeto la utilización de este espacio potencial la determinan las experiencias vitales que aparecen en las primeras etapas de la vida.

 

  Desde que nace, el bebé vive experiencias intensas en el espacio potencial que existe entre el objeto subjetivo y el objeto percibido en forma objetiva, entre las extensiones del yo y el no yo. Dicho espacio se encuentra, entonces, ‒dice Winnicott‒ en el juego recíproco entre la existencia del Yo y la existencia de objetos y fenómenos excluidos del control omnipotente del Yo.

 

  Todos los bebés tienen en ese espacio sus propias experiencias favorables o desfavorables. Y, puesto que la dependencia del ser humano de otro semejante que lo cuide y lo alimente alcanza su grado máximo en esta etapa, el espacio potencial se dará solamente en relación con un sentimiento de confianza por parte del bebé. O sea, una confianza vinculada a la confiabilidad de la figura materna o de los factores ambientales (o los sustitutos de la madre).

 

  Esta prueba de confiabilidad comenzará a ser introyectada por el bebé. Y en ella, el sujeto hace pasar de forma fantaseada, del “afuera” al “adentro”, objetos y cualidades inherentes a estos objetos.

 

  Para estudiar el juego y la vida cultural ulterior del sujeto es preciso examinar el destino del espacio potencial que existe entre un bebé y la figura materna falible. Figura que será adaptativa gracias al amor prodigado como persona que encarnará esta función fundamental para contribuir al desarrollo de tal espacio.

 

  Winnicott aclara que la zona intermedia de experiencia, no discutida respecto de su pertenencia o no a una realidad interna o exterior (compartida), constituye la mayor parte de la experiencia del bebé y se conserva a lo largo de su vida en las intensas experiencias que corresponden a las artes y a la religión, a la vida imaginativa y a la labor científica creadora. Llama a esta zona intermedia objetos y fenómenos transicionales, y agrega que pertenecen al reino de la ilusión, que constituye la base de iniciación de la experiencia.

 

  Esa primera etapa del desarrollo es posibilitada por la capacidad especial de la madre para adaptarse a las necesidades de su hijo, con lo cual le permite forjarse la ilusión de que lo que él cree existe en la realidad. Paulatinamente, esta madre ‒si es una madre “suficientemente buena” (esto significa, que no es buena en términos morales o afectivos sino en la posibilidad que tiene de conferir al hijo ese lugar de desarrollo psíquico)‒, irá decepcionando esta confianza omnipotente del bebé en un interjuego dialéctico de ilusión-desilusión para una apropiada constitución de un Yo frente al mundo de los objetos.

 

  Lo transicional no es el objeto. El objeto representa la transición del bebé, de un estado de fusión con la madre a otro estado de relación con ella como algo separado, y de ella como alguien exterior a él mismo.

 

  El autor se abstiene de utilizar la conceptualización freudiana del tipo de relación narcisista, concepto que ha sido desarrollado por Freud en “Introducción al Narcisismo”, en 1915. Desde este punto de vista, Freud afirma que la etapa narcisista es aquella en la que el niño se toma a sí mismo como objeto de amor antes de elegir objetos exteriores a él.

 

 

  Myrta Casas dice que las creencias y la ilusión son parte natural del proceso de subjetivación, donde el saber parcial del niño alude a una no disponibilidad para resolver y asimilar algunos enigmas básicos, como el de la concepción, por ejemplo. Entonces, la sexualidad constitutiva del inconsciente tiene un lado inaprehensible, que es productor de enigmas y convocador de respuestas en el niño al principio de la vida.

 

  Las respuestas a los enigmas en los primeros años de la vida se convierten en verdaderas teorías sexuales infantiles. Allí las creencias dominan la escena, haciéndose imprescindibles como organizadoras de subjetividad; creencias que reclaman por un tiempo figuraciones de omnipotencia mágica y completud, recalando en las conocidas figuras de reyes, magos, héroes, etc., pero siempre a través de los cuentos que los adultos narran a los niños, emergen verdades o desilusiones que  habilitan un trabajo sobre la ausencia para que ésta se vuelva tolerable.

 

  Esto es lo que permite el espacio transicional, en tanto facilita que la madre se aleje, y se establezca al mismo tiempo un lugar de re-creación lúdica de la realidad para poder internalizar psíquicamente los objetos circundantes como objetos del mundo y su contorno.

 

  Entre la ilusión, conducida siempre por los deseos inconscientes, y la desilusión, es donde puede darse el espacio y el tiempo necesarios para el trabajo de la sublimación, que implica un continuo proceso de sustitución de objetos amorosos por otros de la cultura. Esto es lo propio de la creatividad del ser humano.

 

  Casas dice que es indudable que la adolescencia vuelve a constituir una encrucijada visible de re significaciones de subjetividad en acto. Esto significa que los actos se imponen a la palabra oral o escrita, y estaría dando cuenta de una perturbación más o menos acendrada de ese proceso de subjetivación primera, dada por los primeros espacios transicionales.

 

 

  A partir de esto, podríamos indagar acerca de las tendencias al llamado “pasaje al acto” del adolescente drogodependiente.

 

  El adolescente habla con su cuerpo desde la resistencia del dolor y sus umbrales. La respuesta familiar y social puede aliviar o trastocar este espacio de pérdidas y re significaciones, haciéndolo derivar en la dependencia del objeto. La droga constituiría de este modo un paradigma de la impugnación al otro, pues se trata de una denuncia a un semejante que no cumple sus funciones (madre, padre, etc.).

 

  Vale decir, la sociedad que representa las funciones parentales es la misma que provee al adolescente adicto el objeto mortífero de su adicción.

La persistencia de la creencia obtura todo trabajo de duelo, en relación a la pérdida de los primeros objetos amados, como ilusión de la continuidad del mismo cuerpo. Esto implica un trastorno en la posterior simbolización, que conduce a un predominio del acto por sobre la palabra, dando lugar a actuaciones auto o heterodestructivas y a adicciones de cualquier tipo.

 

  Es como si se asistiera a una especie de detención en la simbolización, donde se reclaman continuamente objetos de la realidad, porque las modalidades icónicas o indiciales (fácticas) de la simbolización se sueltan de sus amarras simbólicas.

 

  Aquí mismo podríamos introducir un nuevo concepto, en cuanto se refiere a las condiciones fetichistas de los objetos, siendo que el término “fetiche” nos ayuda a entender, tal vez, esa fijación al objeto de la droga como representativo de otro orden aún no prefigurado en el psiquismo conciente.

 

  Las ideas de Bowlby sobre el apego se oponen frontalmente a las tesis freudianas sobre el papel determinante de la sexualidad en la fijación del objeto, siendo el apego independiente de ella y no impulsado por el deseo sexual sino por una motivación propia.

El apego depende de esquemas internos (working models) y no de la subjetividad o lo intrapsíquico. O sea, Bowlby no centra su estudio en la complejidad de la estructura motivacional, que dentro del sujeto determina su búsqueda de relación con el objeto externo. El habla de sistemas motivacionales que movilizan al psiquismo.

 

  El objeto del apego es aquel que permite obtener un sentimiento de seguridad ‒auto conservación‒, como podría comprobarse en la relación del fóbico con su acompañante, o el del adicto con su objeto droga.

 

  El objeto del apego puede ser el que contribuye a la regulación psíquica del sujeto a disminuir su angustia, a organizar su mente, a proveer un sentimiento de vitalidad, de entusiasmo.

Y el sentimiento de desvitalización, de vacío, de aburrimiento ante la ausencia del objeto del apego hace que se lo busque compulsivamente. Podríamos vincular al apego con ese espacio matriz de todos los espacios transicionales ulteriores que vayan dándose a lo largo de la vida, específicamente durante la adolescencia.

 

 

Conclusiones

 

  En este período, la adolescencia, existe una reedición de los espacios transicionales a partir de cierta “ensayística” del mundo adulto a través del cigarrillo, la cerveza, la barra de amigos, etc., en un creciente fracaso de la segunda Individuación, al decir de Peter Blos. Y esto sucede debido al alarmante perfil expulsivo del mundo contemporáneo, que relega a los adolescentes al ocio y al tedio más improductivo.

 

  Podría decirse que la sociedad no oficia de “madre suficientemente buena” en lo más mínimo, puesto que, además de no poder integrar a las nuevas generaciones al mercado laboral y estudiantil, prodiga la droga, que mantiene fusionado al adolescente con aquella ilusoria corporeidad que en realidad nunca tuvo.

 

  La adolescencia podría ser considerada la etapa más propicia para el desarrollo de las drogodependencias gracias a una re significación de los espacios transicionales y de individuación en las primeras etapas de la vida psíquica infantil. Pareciera que se halla momentáneamente perturbada cierta simbolización de lo que trasunta al objeto.

 

  Se podría hablar de transición hacia una etapa de maduración ulterior, que está atravesada por esta característica fundamental, y que forma parte del desarrollo evolutivo del ser humano.

 

  La drogodependencia surge cada vez más temprano en los adolescentes, cuya estabilidad emocional se ve afectada por la situación económica y familiar. Ante la adversidad del medio ambiente y las condiciones de precariedad afectiva y económica, es preciso poner en juego diversas herramientas simbólicas que se encuentran perturbadas por la etapa del desarrollo, y acentuadas frente a las exigencias del mundo exterior.

 

  El objeto droga ocupa el lugar de aquello que no ha sido debidamente tramitado en el psiquismo del sujeto consumidor. Existiría, entonces, una convergencia entre los aspectos deficitarios de la personalidad del toxicómano adolescente y las circunstancias grupales-familiares (actuales), que favorecerían la búsqueda de un sostenimiento emocional a través del consumo de la droga.

 

  Partimos de la base de que el objeto transicional es aquel objeto que posibilita el pasaje de un estado fusional con la madre a la percepción de ella como objeto diferenciado del sujeto, y hacia una relación de objeto propiamente dicha.

 

  En función de esta concepción, podemos formular que la relación del sujeto adolescente consumidor de drogas con su objeto adictivo, es un sustituto de aquel espacio potencial, no tramitado psíquicamente como objeto de transición hacia un desarrollo ulterior de la personalidad.

 

  La causa de esta sustitución estará dada por una perturbación en la constitución del mundo simbólico de todos los objetos. Esto nos hará presumir una distorsión de lo vincular, en desmedro de su propio cuerpo, ofrecido también como objeto de flagelación y desgaste gracias a una primacía fundamental del acto por sobre la palabra oral y escrita.

Y este acto predominante en su cotidianidad, dará cuenta de una deficitaria instauración de los avatares simbólicos durante los espacios transicionales de la primera infancia.

 

  El objeto droga se ubicaría en relación a esta fallida estructuración de dichos espacios, como una suplencia funcional de aquello que no ha podido separarse y sin embargo no comparece más que como una ausencia dolorosa. En ese caso, la droga reemplazaría la contundencia de una madre, que Winnicott denomina “no suficientemente buena”, por ser la que obstaculiza el proceso de individuación en el niño, impidiéndole la frustración cabal de su omnipotencia creadora del objeto.

        

  Dentro del campo de estudio de las drogodependencias, quedará como alternativa inteligente trabajar desde una postura teórica que desubique como “flagelos” a los tóxicos en general, dándoles en cambio un lugar dentro de las sobre determinaciones psíquicas de cada sujeto.

 

 

Imagen*: Ilustración de Jean-Francois Martin para “Drogadictos”

Nació en París, en 1967. Es ilustrador en libros y medios.  Integra el colectivo de diseñadores gráficos 2 oeufs baconp’tites patates. En 2011 ganó el premio “Bologna Ragazzi Award”, categoría fiction, para las ilustraciones del libro Fables d’Esopes.

 

 

 


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