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Embestidas al abordaje clínico

29/08/2017- Por Marcela Altschul - Realizar Consulta

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Los niños incomodan, las conductas infantiles interpelan y demandan tiempo, tolerancia, plasticidad. Pero algunas miradas ofrecen soluciones rápidas: si el niño es inquieto, ha de ser hiperkinético; si se distrae porque es curioso y se interesa por lo que sucede a su alrededor, padece un trastorno de déficit atencional; si pelea por defender su deseo o hace berrinches, tiene trastorno desafiante oposicionista, y podríamos continuar la lista… Por eso trabajamos artesanalmente, para ofrecer un espacio de organización y desarrollo de recursos plásticos, creativos, que instalen el juego como herramienta esencial que habilite el armar pensamiento y escribir una historia propia.

 

 

 

                                  

            “RITALIN! Mucho más fácil para la crianza de los niños”

 

 

Hace un tiempo que nos bombardean con campañas de difusión y escuchamos hablar de nuevos hallazgos, de congresos y jornadas de divulgación que prometen ofrecer “descubrimientos científicos novedosos”, y, muchas veces, junto a ello, ofertas de protocolos y materiales que alimentan la ilusión de resolver las dificultades que incomoden en la escuela o la vida familiar, social.

Se da por tierra con la relevancia de los aspectos socio-histórico-culturales (comprendiendo en ello, lo familiar y vincular) para otorgarle una fuerza determinante a los factores orgánicos, esencialmente, neurológicos. Desde esta perspectiva, se encuentra el fundamento para nominar los síntomas como aspectos disminuidos en el rendimiento infantil, y que, según plantean, resultarían agrupables, dando lugar a trastornos y/o síndromes. Esta línea desdibuja la subjetividad y la posibilidad de integrar la historia propia de cada niño, para que el niño pase a ser un trastorno, en tanto conjunto de dificultades que son vistos como causa de comportamientos “inadecuados” en el medio.

Este conjunto de dificultades, se considera la evidencia de un desorden o falencias orgánicamente justificables (aunque en la mayoría de los casos no exista certeza científica observable y corroborable). Es un problema “del” niño y nada pueden ni deben trabajar sus figuras de crianza para acompañar el proceso terapéutico. Para ello, se supone, existen profesionales poseedores de un saber hegemónico que se harán cargo de lo necesario, ya sea desde la intervención terapéutica o la medicación. Esto resulta un gran alivio para gran parte de las familias consultantes.

Introduzco el término “hegemónico” a partir del modo en que estas tendencias terapéuticas se autonominan “superadoras” de cualquier otra mirada e irrumpen descalificando cualquier otra concepción. A diario padecemos el accionar de profesionales que, convencidos de su superioridad (lo cual no los exime de estar cometiendo una falta de ética), muchas veces por indicación de un pediatra o neurólogo, toman en diagnóstico o tratamiento a chiquitos que se encuentran trabajando con colegas de otras orientaciones, sin siquiera comunicarse previamente con ellos. Muchos parecerían considerar que nada de lo trabajado desde el abordaje psicoanalítico podría aportar a su incuestionable saber.

Pero más grave aún es que someten a los niños y familias a situaciones de confrontación enloquecedoras. Exponer a un niño a dos terapias diametralmente opuestas, sin considerar que el psiquismo es uno solo (o al menos, eso intentamos lograr) resulta iatrogénico. Pensar en la superposición de un tratamiento cognitivista conductual o neurocognitivo con uno clínico, con basamento psicoanalítico, es seguir desconociendo la complejidad del proceso subjetivo dando por tierra con el sujeto en cuestión. Un costo demasiado alto e injustificable para un niño que lo único que pide, a través de su síntoma, es que se lo ayude.

Detrás de este movimiento que arrasa con toda propuesta que se base en la complejidad de la constitución psíquica y la importancia de lo vincular en el desarrollo, nos encontramos con un despliegue político y económico solventando la difusión y apoyo a estas modalidades, imponiéndose de modo arrollador frente a todo pensamiento que difiera.

 

 

Haciendo un poco de historia

 

Los avances en el campo de la neurología son esenciales en muchos aspectos, pero la intromisión de profesionales de esta rama, en la educación y la salud mental son sumamente preocupantes. Sin ir más lejos, ningún psicoanalista ni docente osaría diagnosticar un trastorno neurológico, pues, a título de qué los neurólogos están interviniendo, por ejemplo, en el diseño de la currícula de programas educativos, formando docentes o definiendo procedimientos propios de la salud mental?

La fundamentación que da origen a estas escuelas terapéuticas se presenta como novedosa, basada en descubrimientos recientes a partir de investigaciones científicas facilitadas por tecnología de última generación, cuando en realidad existen desde hace décadas. Por supuesto que el avance tecnológico y científico resulta innegable, y es apasionante, pero en términos terapéuticos, lo único novedoso es la suma de datos que abona teorías preexistentes.

De hecho, el psicólogo ruso Iván Pavlov, en cuyos principios se basan dichas tendencias, vivió entre el año 1849 y 1936. Como resulta evidente, fue contemporáneo de Sigmund Freud (1856-1939). Las escuelas conductuales nacieron y crecieron en paralelo con el psicoanálisis. Nada tienen de novedosas para plantearse como alterativas originales y superadoras.

Y si nos atrevemos a bucear en la historia, podríamos encontrar antecedentes escalofriantes que pudieron haber dado fundamento a dichas miradas, que se remontan a la Edad Media, época poco feliz en lo que a la infancia concierne.

El filósofo inglés John Locke (1632-1704) introducía la imagen del recién nacido como una “tábula rasa”. Al pensar a todo niño diagnosticable y tratable, a partir de una sumatoria de conductas observables, agrupables, sin importar su historia ni el contexto en el que nació y vive, desde protocolos universales, podríamos vincularlo con este concepto. Con el agravante de que Locke se refería a los recién nacidos. A diferencia de ello, desde esta perspectiva se estaría suponiendo que todo niño, por el sólo hecho de presentar determinados síntomas, responderá al mismo estímulo terapéutico, como si se tratase de una tábula particular y universal a todos quienes padecen determinado trastorno o síndrome.

En esta etapa, podríamos sumar la mirada de Pierre de Bérulle (1575-1629), seguidor del pensamiento de Santo Tomás de Aquino, quien aseveraba que No hay peor estado, más vil y abyecto, después del de la muerte, que la infancia.

Los niños incomodan, las conductas infantiles interpelan y demandan tiempo, tolerancia, plasticidad. Pero algunas miradas ofrecen soluciones rápidas: si el niño es inquieto, ha de ser hiperkinético; si se distrae porque es curioso y se interesa por lo que sucede a su alrededor, padece un trastorno de déficit atencional; si pelea por defender su deseo o hace berrinches, tiene trastorno desafiante oposicionista, y podríamos continuar la lista.

 

 

Winnicott profético

 

Desde la mirada psicoanalítica contemporánea, André Green, en su libro Jugar con Winnicott, habla de un Winnicott “profético”, que continuando con el desarrollo de la escuela psicoanalítica, hacia mediados del siglo XX, planteaba su preocupación del siguiente modo:

“Veo también el peligro de que se eluda el lado penoso de las nuevas perspectivas: que haya intentos de soslayarlo, que se reformule la teoría, sobreentendiendo que la afección psiquiátrica no es resultado del conflicto emocional, sino de la herencia, de la constitución, del desequilibrio hormonal y de un manejo inadecuado y confuso”.

Vale la pena leer la conclusión de Green a partir de dicha reflexión:

“Aunque en esa época Winnicott no podía tener conocimiento de las neurociencias ni de las ciencias cognitivas, y aunque estas palabras todavía no existían, él ya las intuía. Lo suyo era la anticipación basada en la hipótesis de una regresión inevitable tras el insoportable avance que se había producido en el campo del pensamiento”.

Podemos ver desde una mirada histórica de la cultura, que cuando surgen nuevas escuelas e ideologías, que implican un cambio de paradigma que afecta la vida de millones de sujetos, suelen surgir corrientes de resistencia que trabajan fuertemente para frenar el cambio. Sin duda el pensamiento freudiano revolucionó la mirada acerca de la constitución subjetiva, los efectos simbólicos de los vínculos y el desarrollo infantil, impactando fuertemente en la vida cotidiana.

En respuesta, tal como percibía Winnicott, se fortaleció una corriente organicista preexistente, con una perspectiva reduccionista en relación a la mirada de la complejidad que subyace al psicoanálisis. Una corriente que intenta simplificar la percepción y devolver la ilusión de calma que ofrece el creer saber qué le pasa a cada niño y cómo se puede resolver.

En paralelo, no resulta inofensiva la difusión masiva de esta línea que copta padres desprevenidos, quienes a su vez, orientan a otros padres en un saber incuestionable. Pocas semanas atrás, en el pasillo de una escuela, una madre le explicó a la mamá de Hernán, de seis años: “¡Pero ustedes empezaron todo al revés! Lo primero que tenés que hacer es ir al neurólogo. Él te dice si hay que medicarlo y con quién debés llevarlo a tratamiento”. La madre de Hernán estaba enojada conmigo porque no se lo había informado oportunamente.

Estas corrientes han encontrado una población entusiasta ante dichas promesas, en tiempos de inmediatez, sin disponibilidad para los avatares y la complejidad de lo infantil, con poca tolerancia a lo que difiere del deseo y la necesidad de los adultos. Padres apurados por que la infancia pase rápido, de modo de “liberarse” de la incomodidad, creyendo que con el transcurso de los años, esto “pasará”. Escuchamos pedidos tales como los de una pareja de padres de un niño de 4 años, demandando ayuda. La madre, tras un rato de entrevista, expresó: “Mirá, la verdad es que yo necesito que crezca rápido. No lo aguanto más”.

Tras estas propuestas, se desmiente el reconocimiento de que la niñez se trata de una etapa con características y necesidades particulares. Se desmiente la importancia de las vivencias, la experimentación, el juego. Se niega el hecho de que los efectos de un proceso de entrenamiento resultarían diferentes a una terapéutica basada en el juego, lenguaje inicial esencial en el desarrollo de recursos propios, que habilitarán de modo creativo los procesos de aprendizaje.

Es indudable de que tras un proceso de entrenamiento protocolarizado también se verán efectos, pero al no reconocer el proceso subjetivo, el niño se pierde para pasar a ser un objeto de intervención. El entrenamiento le permitirá afrontar situaciones similares a las trabajadas con el terapeuta, con cierto éxito, pero al momento de enfrentar desafíos semejantes, esos recursos, al no ser propios, resultan intransferibles. Esto responde a que lo que se desplegó fue un proceso a fuerza de reiteración que no habrá generado aprendizaje ni saber, sino ejercitación basada en el esquema estímulo-respuesta.

Esencialmente, el resultante de estos tratamiento son niños/objetos de intervención, sometidos a un proceso des-subjetivante, que tras transitar un tratamiento, se encuentran en un estado de mayor precariedad y vulnerabilidad que antes de comenzarlo.

Entre tanto, esta tendencia que se presenta como “más efectiva, económica y rápida”, sigue creciendo, generando importantes ganancias a obras sociales, a algunos profesionales inescrupulosos y otros que, si cabe la expresión, se sumaron a la ola inocentemente, sin dimensionar lo que implica. Otros tantos, continuamos trabajando artesanalmente, para ofrecer un espacio de organización y desarrollo de recursos plásticos, creativos, que instalen el juego como herramienta esencial que habilite el armar pensamiento y escribir una historia propia.

 

 

Bibliografía

 

André Green, Jugar con Winnicott, Amorrortu editores, Buenos Aires, 2007.

 

 


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