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"En-red-dados"

30/06/2018- Por Isela Segovia - Realizar Consulta

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El enjambre digital está constituido por individuos aislados. Este homo digitalis es el sujeto neoliberal; lo que caracteriza la actual constitución social es la soledad, la atomización, según Han… Los medios digitales, las redes sociales, parecerían ofrecer una libertad y comunicación ilimitadas. Todo podría ser encontrado, compartido, dicho. Por supuesto, no es más que una ilusión… ¿Estamos frente al “gran Otro digital”? ¿El sujeto ha quedado reducido a datos?… Quién se entrega a las redes: ¿ayuda a construir y sostener al poder que lo domina? ¿Tiene margen para que el hacer lazo con otros alumbre cuestionamientos efectivos frente a una tecnología subyugante creada para lo contrario?

 

 

 

 

                                 “Caída en picada” Black Mirror*

 

 

  Un grupo de adolescentes sentados juntos en la sala de la casa durante una fiesta familiar; nadie habla, miran concentrados la pantalla de su teléfono celular. Un adulto les pregunta: “¿por qué no platican?” Uno de ellos responde, sin quitar la vista de la pantalla: “estamos jugando”.

 

  Se trata de un videojuego que permite la intervención casi ilimitada de jugadores que pueden encontrarse en diferentes latitudes. Estos chicos, juntos en el mismo espacio físico, mantienen una interacción mediada por un aparato en donde la comunicación verbal directa no es necesaria.

 

  El teléfono celular ha dejado de ser exclusivamente un medio de comunicación a distancia. Un smartphone es un multitask: cámara digital, fuente de búsqueda de información, reproductor/grabador de música y video, una herramienta de trabajo, una conexión con redes sociales…

 

  Cualquier sujeto puede “documentar” su vida diaria y compartirla con otros en “tiempo real”. Esto permite que cualquier sujeto deje de ser tan sólo un espectador para convertirse en un “reportero” de acontecimientos de mayor o menor importancia. Además, puede llevarse, literalmente, a cualquier parte y usarse en todo momento.

 

  Vivimos en la era de la “pantalla global”, de acuerdo con Gilles Lipovetsky, pues “el nuevo siglo es el siglo de la pantalla omnipresente y multiforme, planetaria y multimediática.”[1] Y esto tiene y tendrá un efecto en nuestra relación con el mundo y con los otros, con el cuerpo propio y de los otros, con eso llamado cultura.

 

  Las redes sociales son “un grupo de aplicaciones disponibles en Internet, construidas y basadas tecnológica e ideológicamente en la Web 2.0 que permiten la creación y el intercambio de contenido generado por el usuario”.[2] Su surgimiento se remonta a la segunda mitad de la década de los años 90 del pasado siglo; las redes más exitosas, pues cuentan con millones de usuarios, son Facebook y Twitter fundadas en 2004 y en 2006 respectivamente.

 

  Es decir, en menos de 25 años han transformado el escenario de la comunicación, la información y la conexión entre sujetos. No sólo es la lectura e intercambio de contenidos, es la creación de contenidos lo que hace de ellas una plataforma altamente compleja y difícil de controlar, hasta cierto punto.

 

  Podemos pensar que pasamos de la “aldea global”, conceptualizada en 1964 por Marshall McLuhan, que remitía al impacto de los medios de comunicación audiovisual en la vida cotidiana, y que rompía con el predominio de la comunicación escrita, a lo que Byung-Chul Han llama “el enjambre digital”.

 

  Mientras que la escritura impresa supone un autor que redacta un contenido que implica un esfuerzo leerlo, con quien no hay contacto y no siempre es conocido de forma inmediata, los medios audiovisuales parecieran acercarnos a espacios y tiempos lejanos, como si el mundo se redujera de tamaño. Estos han sido formadores de opinión, de percepción, creadores de deseos y necesidades, de lo cual los espectadores no se percatan.

 

  Algo equivalente pasa con el medio digital mediante el que somos “programados” y en el cual el filósofo coreano observa un cambio de paradigma: “… hoy nos encontramos en una nueva crisis, en una transición crítica, de la cual parece ser responsable otra transformación radical: la revolución digital. De nuevo, una formación de muchos asedia a las relaciones dadas de poder y de dominio. La nueva masa es el enjambre digital. Este muestra propiedades que lo distinguen radicalmente de las formaciones clásicas de los muchos, a saber, de las masas.”[3]

 

  No se trata de una masa porque no hay algo que congregue y unifique; el enjambre digital está constituido por individuos aislados. Este homo digitalis es el sujeto neoliberal; lo que caracteriza la actual constitución social es la soledad, la atomización, al reducirse los espacios de acción común, según Han.

 

  Individuos aislados que se conectan entre sí a través de aparatos electrónicos. No obstante, pertenecer a una red, tener amigos y seguidores tiene un valor subjetivo, sobre todo para los más jóvenes, los así llamados “nativos digitales”. La interconexión crea un imaginario: un sentido de “comunidad”, una “comunidad virtual”.

 

  Aun cuando a algunos de esos contactos virtuales no se les conozca nunca, se les imaginariza; se les dota de una historia a partir de un perfil; se intercambia con ellos significantes, mensajes que llegan a un destino y que también son recibidos en forma invertida; hay discurso que crea un lazo social.

 

  El sujeto se muestra como en ninguna otra parte, dice de sí más de lo que cree, se expone ante esos otros que pueden “calificar” sus actividades y sus “estados”; espera ser reconocido mediante un “me gusta”. El primer episodio (“Caída en picada”) de la tercera temporada de la serie británica Black Mirror retrata muy bien cómo la vida de la protagonista depende del estatus en las redes sociales.

 

  Ser ignorado puede ser insoportable. Ser criticado, agredido, cuestionado, puede resultar demoledor, más aún cuando para algunos la mayor parte de su contacto con otros se produce en el espacio virtual.

 

  Los medios digitales, las redes sociales, parecerían ofrecer una libertad y comunicación ilimitadas. Todo podría ser encontrado, compartido, dicho. Esto, por supuesto, no es más que una ilusión, pues como apunta Lacan, no todo puede decirse, hay un límite del lenguaje.

 

  Apretar un botón, eliminar contenidos o imágenes, bloquear o eliminar contactos, elegir entre una serie de opciones, navegar por el ciberespacio, crea un imaginario de poder. El homo digitalis no necesita más que un aparato electrónico para creer que “domina” el mundo.

 

  Pero esa ilusión de lo ilimitado se convierte, según Han, en control y vigilancia totales: “También los medios sociales se equiparan cada vez más a los panópticos digitales que vigilan y explotan lo social de forma despiadada. Cuando apenas acabamos de liberarnos del panóptico disciplinario, nos adentramos en uno nuevo aún más eficiente.”[4]

 

  La arquitectura carcelaria, el panóptico, ideada por Bentham a finales del siglo XVIII, tenía como objetivo permitir a su guardián, resguardado en una torre central, observar a todos los prisioneros, recluidos en celdas individuales alrededor de la torre, sin que estos pudieran saber en qué momento eran observados. El efecto más importante era estar en una permanente visibilidad lo que garantizaría el funcionamiento automático del poder.

 

  Foucault se ocupa del tema en 1975 (Vigilar y castigar); en el panóptico encuentra una técnica moderna de observación que trasciende y llega hasta la escuela, la fábrica, el hospital y el cuartel, con lo que traza un esquema de la “sociedad disciplinaria”.

 

  Antes el poder se encontraba en una sola persona, la única encargada de ejercer las leyes y hacerlas cumplir. En este modelo disciplinario moderno, el ejercicio del poder no tiene rostro, porque cualquier persona puede ser un representante del poder central para vigilar a los demás.

 

  A diferencia de los reclusos del panóptico de Bentham, Han señala que los habitantes del panóptico digital “se comunican intensamente y se desnudan por su propia voluntad. Participan de forma activa en la construcción del panóptico digital. La sociedad del control digital hace uso intensivo de la libertad. Es posible solo gracias a que, de forma voluntaria, tienen lugar una iluminación y un desnudamiento propios.

 

  El Big Brother digital traspasa su trabajo a los reclusos. Así, la entrega de datos no sucede por coacción, sino por una necesidad interna. Ahí reside la eficiencia del panóptico.”[5]

 

  El Big Data –concentración de datos personales–, es una forma de control muy eficiente pues permite conocer información y patrones de comportamiento y de consumo, por lo que todos somos clientes, consumidores potenciales y de facto.

 

  En el caso de los presos del panóptico había un resquicio: el pensamiento, el cual no puede ser observado externamente. La óptica digital, en cambio, “posibilita la vigilancia desde todos los ángulos. Así, elimina los ángulos muertos.

 

  Frente a la óptica analógica, perspectivista, puede dirigir su mirada incluso hacia a la psique.”[6] Cada que oprimimos el botón para decir “me gusta”, cada que realizamos una búsqueda en la Internet, dejamos una “huella”, un historial que delata filias y fobias.

 

  ¿Estamos frente al gran Otro digital? ¿Es este un gran Otro sin tachadura? Pareciera que el sujeto ha quedado reducido a datos, o al menos resultan ser tan valiosos que pueden ser robados y su posesión supone un enorme poder. Recordemos el escándalo causado recientemente por la empresa Cambridge Analytica y la sustracción de datos de alrededor de 80 millones de usuarios de Facebook para influir en la elección estadounidense y, al parecer, lograr el triunfo de Trump mediante un algoritmo.

 

  La ciencia ha excluido al sujeto a lo largo del tiempo; colocarlo en el centro ha sido la apuesta del psicoanálisis. Como señala Lacan: “al sujeto abolido de la ciencia da la iluminación necesaria para formular en su verdadera medida el dramatismo de Freud: regreso de la verdad al campo de la ciencia, con el mismo movimiento con que se impone en el campo de su praxis: reprimida, retorna.”[7]

 

  Influir y manipular a los sujetos en el medio digital es totalmente posible. Así como ha sido posible vigilarlo, coaccionarlo y reprimirlo en todas las épocas, es parte del juego del poder. Pero siempre hay algo que resiste, eso inconsciente que Freud asegura es indomeñable, un real inapresable ni por el propio sujeto. Lo que no puede sustraerse del sujeto es su propia verdad, su propio deseo, del que nada sabe.

 

  El sujeto aislado de la era digital busca, sin embargo, reunirse, conectarse. De tanto en tanto, las redes sociales han sido el medio para romper el aislamiento y lanzar a los sujetos a las calles en busca de un “espacio de acción común”.

 

  Cito sólo dos ejemplos mexicanos: el movimiento #YoSoy132 que en 2012 congregó a estudiantes universitarios de escuelas privadas y públicas en contra del candidato que ahora ocupa la presidencia (hasta el 30 de noviembre de 2018), lo cual evidenció que los jóvenes de esas edades no son ajenos a los intereses políticos. Y el sismo del 19 de septiembre de 2017, donde, de nuevo, los jóvenes fueron los protagonistas activos y creativos, dispuestos a ayudar a desconocidos en situación de emergencia. Pero como si de una ola se tratara, pasado el suceso se retrae…

 

  El sujeto de la era digital busca también ser reconocido, ser amado por otros. En esa demanda de amor dirigida a un Otro virtual, se exhibe diluyendo los límites entre lo privado y lo público, se vulnerabiliza y en ocasiones se vuelve objeto de agresión y violencia. La violencia verbal (y gráfica) puede ser tan demoledora como la física y llevar a la disolución del sujeto.

 

  El nivel de violencia que corre por las redes es enorme. El odio al otro, al que se considera diferente o despreciable ahora cuenta con un vehículo instantáneo y eficaz, pues ya no es necesario el encuentro cara a cara con ese otro: se le puede odiar y agredir a distancia. La compleja pero inevitable convivencia con el semejante, fuente constante del malestar señalado por Freud en 1929, no se resuelve, aunque encuentra un espacio dónde colocarse.

 

  En el mundo que recrea Her, la película de Spike Jonze, Theodore es un sujeto solitario que atraviesa un duelo; su empleo consiste en escribir hermosas cartas de amor para otros. Tras algunos intentos fallidos para poder relacionarse, adquiere un Sistema Operativo Informático (OS1), “intuitivo”, con quien puede comunicarse oralmente.

 

  Es la voz de Samantha, en tanto objeto a, lo que hace sucumbir al protagonista en un enamoramiento profundo. Samantha parecía ser la amiga y la amante ideal: presente, una compañera inteligente, agradable y divertida, dispuesta a escuchar y a decir aquellas palabras que hicieron sentir a Theodore que su vida tenía un sentido y era alguien singular.

 

  Pero este objeto de amor virtual se va; como toda historia de amor tiene que terminar… Ante la dificultad y el riesgo que plantea la relación con el otro, una máquina, un software, sería quizá lo más cercano a la perfección, lo más cercano a la ausencia de la falta, o al menos en apariencia sería la oferta, la alternativa a la soledad…

 

  Freud señala que el hombre habría desplazado a la ciencia el ideal colocado previamente en sus dioses, acercándose tanto al logro de ese ideal que ha devenido casi un dios él mismo: “El hombre se ha convertido en una suerte de dios-prótesis, por así decir, verdaderamente grandioso cuando se coloca todos sus órganos auxiliares; pero estos no se han integrado a él, y en ocasiones le dan todavía mucho trabajo.”[8]

 

  La ciencia, la tecnología, completamente integradas a la vida cotidiana, no son un garante de felicidad.

 

  Enredados, o en-red-dados podríamos decir, en lo que la era digital nos impone. Eso que la ciencia suprime y que retorna, se escucha en la clínica psicoanalítica en el discurso de los analizantes la cual, desde su invención, propone un espacio para decir ese malestar.

 

  En estos tiempos de la primacía de lo inmediato, pero que además es efímero, de imperativos gozosos pues hay que ser felices, jóvenes, saludables y exitosos, no han modificado sustancialmente lo que el sujeto en análisis demanda: ser mirado, reconocido, escuchado, pero es el lugar donde se encontrará con su verdad y su deseo.

 

 

Nota*: imagen del primer capítulo de la tercera temporada de la serie Black Mirror (“Nosedive”). La protagonista porta en su nombre “Lacie” el anagrama de “Alice”, por Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll.

 



[1] Lipovetsky, Gilles. La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hipermoderna. Barcelona, Anagrama, 2009, pág. 10.

[2] Según Kaplan y Haenlein, citados en: Sotelo, Rafael. Redes sociales: ¿de dónde vienen y cómo han llegado hasta aquí? Publicado el 1 de septiembre de 2016. [https://blog.elogia.net/historia-redes-sociales-origen/].

[3] Byung-Chul, Han. En el enjambre. Barcelona, Herder, 2014, pág. 26.

[4] Byung-Chul, Han. Psicopolítica. Barcelona, Herder, 2014, pág. 21.

[5] Ibíd., pág. 21.

[6] Ibíd., pág. 86.

[7] Lacan, Jacques. “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. En Escritos 2, México, Siglo XXI, 1991, pág. 778.

[8] Freud, Sigmund. “El malestar en la cultura”. En Obras Completas, Bs. As., Amorrortu, 1976, Tomo XXI, pág. 90.


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