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Goce tóxico, contrapeso del adicto

05/03/2018- Por Laura Ciancaglini - Realizar Consulta

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La droga es una costumbre gozosa de fugarse de la vida alienada, alienándose en otro consumo personal de delectación perfecta y solitaria. En uno de fusión absoluta con un Todo imposible de vaciar. Si el adicto, el toxicómano, goza y en su goce encuentra lo pactado con lo eterno voraz, con la instantaneidad de los milagros, como quería Proust, quizá no tengamos allí, no sólo a un paciente sino tampoco a un ser que sufra… La droga no es causa de deseo sino de goce; se constituye en un objeto de demanda perentoria y en una coincidencia con la pulsión de muerte en la cancelación del Otro… Lo mortífero del goce es aquella caída por la desmesura y lo innombrable…

 

 

 

                  

 

 

 

  Si hablamos desde el sujeto del enunciado podríamos creer que pierde importancia el hecho de que la droga fluya por los cauces de una legalidad a media luz, que la convierte en una mercancía más de nuestra cultura. Constituida previamente en un sitio de anclaje gozoso para un Sujeto, cuya economía libidinal corre el riesgo de encerrarse en un círculo mortal, -mortal pero no mortífero aún-, la droga (cocaína, marihuana, ácido lisérgico, heroína, psicofármacos, hongos, alcohol, etc.), es rica para el adicto que entrega su ser en su diversidad.

 

  Vale decir que la pretensión imaginaria de persuadir a la Opinión Pública de su influencia amenazadora no hará otra cosa que distraer la atención de su estatuto de objeto de goce del Sujeto consumidor, quien encuentra su efecto como tal durante el estado de estupefacción.

 

  Cuando decimos que la droga es para el adicto el objeto de goce, buscamos cuestionar al mismo tiempo que lo sea como objeto causa de deseo. Esto significa que la droga no concierne al Sujeto de la palabra pero sí al Sujeto del Goce, justamente porque permite un goce sin necesidad de pasar por el campo del Otro.

 

  Entonces, la droga no es causa de deseo sino de goce; se constituye en un objeto de demanda perentoria y en una coincidencia con la pulsión de muerte en la cancelación del Otro. O sea, como acceso directo a un gozar, en el que no intervendrá de ningún modo posible el cuerpo del Otro como sexual.

 

  Un goce cínico, como lo llamaría Miller, un goce que tampoco pasa por lo fálico-masturbatorio. Siendo que el goce es aquello que se ubica más allá del Principio de Placer, como satisfacción exagerada que se resuelve en pulsión de muerte. Lo mortífero del goce es aquella caída por la desmesura y lo innombrable, que bucea en lo más oculto de un deseo negado a ser destinatario y redentor del goce de un Otro en su caída.

 

  Deberíamos investigar un poco qué cosa es esto del goce autoerótico, siendo que el gozar del adicto no pasa más que por su propio cuerpo, en un rechazo al hecho de que su goce pueda ser metaforizado por el goce del cuerpo del Otro. El mandato superyoico es el de gozar, un imperativo que trasciende el síntoma, y justamente la droga no se tramita como oferta de goce. El gozar mandado por el Superyó apelará a un goce imposible como lo contrario a la funcionabilidad eficaz de aquella salida intempestiva del Edipo freudiano.

 

  Entonces, si el Superyó obliga al goce, en la neurosis será objeto y causa de deseo y la culpa es el camino para eludir el imperativo, incluyendo su presión como un "aspecto" más dentro del fantasma, y haciéndole perder todo su vigor. Sin embargo, no estaremos seguros del modo en que incide el Superyó en este goce autoerótico del adicto, siendo que no se tratará de una demanda al Otro a partir de la culpa, generándose en lo opuesto a su interdicción sino haciendo siempre un rodeo completo alrededor del Otro.

 

  “La droga es riquísima, es mi cuerpo el que entra adentro de la merca o el fumo, y no al revés". Albertina habla con el contorno de su estar sentada o acostada antes que con la voz o lo que dice; es una estudiante de medicina de 26 años, hija de un médico cirujano.Cuando tomo merca y después la bajo con alcohol estoy en un limbo, después me agarra la culpa y me doy asco, pero mientras la tomo no me importa nada, sólo existo yo en ese lugar y en ese minuto. Me preparo para ese momento y voy escondiendo el "papel" en distintos rincones de mi cuarto, le robo a mi papá una botella de vino blanco para más tarde. En cambio, cuando quemo un porro me hago melancólica, pienso en la injusticia del mundo y esas cosas; es gracioso cómo soy dos minas distintas, según lo que consuma, pero el porro también es rico aunque sea otra cosa."

 

  En el ritual preparatorio se vislumbra el atisbo de lo que será el goce en un hundimiento del ser, colmándolo sólo en un estado clandestino. En Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad (1905), Freud define autoerotismo como una situación en la que la pulsión no se dirige hacia otras personas sino que se satisface en el propio cuerpo, y agrega que el objeto de la pulsión cede su lugar al órgano que es su fuente. Esta teoría del autoerotismo se vincula con la contingencia del objeto de la pulsión sexual.

 

  A partir de “Tres ensayos… ”, el autoerotismo se definirá como la actividad de las pulsiones parciales, la excitación sexual que nace y se satisface en el mismo lugar, en cada zona erógena aislada (placer de órgano). Al hablar de autoerotismo no hacemos todavía referencia a una imagen unificada del cuerpo ni a un Yo, que caracteriza al narcisismo primario. Luego, el goce fálico coordinará el par placer-displacer entre el significante, las significaciones y lo significable que es el cuerpo.

 

  Durante la abstinencia, la droga conlleva un goce autoerótico, en tanto oficia de suplente físico de algo psíquico ausente. De acuerdo con esto se inventa una nueva función de órgano o un circuito pulsional diferente para lograr una supresión del dolor psíquico que produce esta ausencia. Esto nos recuerda a las reproducciones alucinatorias del objeto en la remota infancia, en  las  que a  partir de la identidad de percepción se buscaba recobrar un objeto de satisfacción en una invención primera del deseo. Del mismo modo, se conservaría alucinatoriamente el tóxico como órgano ausente (miembro fantasma) que restablecería un objeto alucinatorio en períodos de abstinencia, dejando a buen resguardo de toda diferencia el cuerpo del Sujeto.

 

  Es decir, que la temporalidad y las temperaturas en el cuerpo parecen un continuum, en el que cualquier clase de diferenciación queda excluída de forma inexorable. Sin embargo, el fracaso del cumplimiento satisfactorio que permite en forma instantánea el tóxico, no posibilita su reproducción alucinatoria mucho más que en la ilusión fantasmática de un órgano suspendido que se disuelve como entidad, en tanto desvalimiento, ante la ausencia real de ese tóxico.

 

  Albertina habla de sus noches solitarias frente a la ventana de su cuarto. Litiga con su padre por un lugar de independencia económica que nunca llega porque "...mi viejo no me deja laburar, dice que termine la carrera, primero”. Su padre es el jefe de servicio de un hospital metropolitano, erotizado por Albertina en su función autocrática. Cuando discuten son ambos fragorosos y temperamentales. Ella luego viene a consulta con una pesantez, traducida en culpa verbal por haber consumido después de la disputa.

 

  Según su relato, corre a su dormitorio y cierra con llave la puerta, baja la persiana, tapa el teléfono con alguna ropa, le quita la batería al celular, y después de este ritual "snifa" cocaína y se tira a mirar el techo un rato antes de salir a la calle. Ante la pregunta de la analista del por qué de esos movimientos preparatorios, responde: "No sé por qué lo hago pero siempre hago lo mismo, es como si quisiera desligarme del  mundo porque perdí algo que solamente puedo encontrar si no me conecto". Después de la cama, mirando un techo fijo, pareciera que la fase de salir a la calle es ese paso de reestablecimiento fantasmático que ofrece la sustancia, recobrándola de aquello más intocable de su vacío de lugar.

 

  En síntesis, cuando la droga no está el cuerpo demanda la restitución de un órgano que ligue las excitaciones, y se introduce en un registro alucinatorio, en el que el tóxico se convierte en una especie de miembro fantasma que ha sido mutilado en otro lugar. Fuera de incluirse en las cadenas significantes, el cuerpo del Sujeto se zambulle ahora en el goce inusitado de esta aventura desmesurada y fútil. A la vez, diferir se le hace impostergable al Sujeto adicto, lo cual se expresa en sus permanentes puestas en acto de la demanda de satisfacción y en su incapacidad para tolerar esperas.

 

  El acting-out del toxicómano, como llamado al Otro en el momento de su "tocar fondo", evidenciará una vez más en el neurótico la vacilación de un fantasma que lo obliga a huir de ese goce autoerótico, del que a su vez podrá servirse para conformar al mandato superyoico. Romper con el matrimonio de su cuerpo y la "cosita hace-pipí" significará, en todo caso, romper con la factibilidad de goce que pide el Superyó, en tanto goce imposible de retomar.

 

  Escuchar el discurso social sobre las toxicomanías equivale a aceptar a la droga como flagelo disociante de un mundo de representaciones. Este discurso gazmoñeril apunta a la condena de una autodestrucción desvastadora de la droga en el individuo que la consume. Ahora bien, el trabajo clínico con adictos agrega cosas al resultado final del deterioro físico y psicológico.

 

  Pareciera que la palabra está ocupada por una presencia alucinatoria del cuerpo. Y justamente, la perentoriedad de una narcotización de ese cuerpo estaría funcionando como dispositivo de emergencia para restaurar cierto equilibrio. En la neurosis, el farmakon (el tóxico) ofrecerá un órgano suplementario fálicamente que restablece la ilusión de un narcisismo sin fisuras. Una mónada absoluta sin puertas ni ventanas al Otro.

 

  Este goce autoerótico atañe a aquello que facilita al adicto el viaje contrario a lo que pide el Superyó, pero a la vez lo ubica en la fase definitiva de no acordar en la inmediatez con su capricho. La inscripción de la metáfora paterna le permitirá hacer una transacción compensatoria en su fantasmática, gracias a la sustancia que lo salva de enfrentarse con lo nefasto de un retorno a la fusión fálica.

 

  En cambio, en el psicótico, el tóxico ocuparía -como objeto parche- un sitio como restitución alucinatoria de una zona que se vierte en el goce sin medida. Aquí, la droga es una suplencia de algo que precisa ser cosido y remendado en ese ser. Es en este sentido que la droga devuelve un equilibrio al adicto psicótico, en tanto se mantiene vigente -gracias a su efecto fantasmático- todo el orden de autoconservación y armonía compensatoria de un agujero siempre insalvable.

 

  En la psicosis, la forclusión del Nombre-del -Padre hace quedar a expensas del imperativo descarnado de goce que se presenta más allá del Otro. Si la droga es mortal y mortífera, nos conviene entonces adherir a lo dicho por Lacan, aquello de que no existe otro goce más que el de morir. El goce tóxico, que hace fracasar su bonhomía e introduce al Sujeto en lo mortífero, es un goce que revierte su costura y hace las veces de huida de su propio seno para no quedarse pulsando lo negado. En su lugar, cuando la droga satisface, estamos ante lo incurable. Lo incurable como lo arrancado de una demanda analítica que presuma su cuidado.

 

  “Yo no me la creo esa de que estamos todos enfermitos, para mí la droga no es una enfermedad, la enfermedad es mi viejo y el pánico que le tengo todavía, la enfermedad es otra cosa”, aclara Albertina, cada vez que puede verse enfrentada a un reclamo posible (pero no efectivo puesto que nadie sabe nada de su consumo).

 

 

  La construcción neoliberal admite al adicto como alguien que se ubica dentro del campo del Otro, con pesarosas dificultades de adaptación pero con un mínimo potencial para buscar reinsertarse. Esta prerrogativa no se concede al discurso de la psicosis, aunque en muchos casos el tóxico sirva de suplencia fálica en la ausencia de castración simbólica, y la droga le permita al psicótico ser reconocido por el Otro, al menos como un drogadicto.

 

  Si hablamos de legalización de la droga, su efectividad se consolidará, simplemente por estar incluida en el circuito constante de los medios de producción. Esta visión será la apropiada siempre que revisemos los avatares del tránsito de la coca al clorhidrato, bajo la lupa del concepto marxista de alienación de la cosa y de sí.

 

  Es aquí, donde no sólo podemos detener la mirada en la relación peculiar del trabajador con el objeto que va produciendo, sino también en la salida posible del campo del Otro, en la multiplicidad de categorías con que estos trabajadores se presentan y contribuyen al universo de la toxicomanía. Vale decir, que si la alienación del obrero en su producto final significa que éste se convierte en algo extraño a él -al igual que su propio trabajo-, esta “pérdida” del objeto daría cuenta de la naturalización masiva de los medios de producción de narcóticos y la subsiguiente circulación en el mercado.

 

  Legalizar un objeto de consumo implicaría su incorporación al campo del discurso social, al dominio del Otro, del lenguaje. El narcotráfico se manifiesta en círculos soterrados que consiguen instituirse en virtud de lo subrepticio. Esto se hace perdurable en su poderío no figurante en el campo del Otro, revelando mediante su inasibilidad simbólica la imprecisión de aquello no sancionado aún por ordenamientos significantes.

 

  Podríamos preguntarnos si el narcotráfico será o no una organización perseguible y execrable, o por el contrario, un factor estructurante de nuestro sistema político y económico. En derredor de la disputa social sobre la legalización de la droga, se va manteniendo firme la maquinaria que reproducen cada día los condicionamientos para perfeccionar dispositivos represivos y justificar de esa manera la presencia de numerosos actores sociales: policías, jueces, abogados, psiquiatras, psicólogos, asistentes sociales, médicos, farmaceutas, laboratorios químicos, y especialmente, políticos que implican la atenuación del problema en sus plataformas electorales y planes de gobierno.

 

  En cuanto a la despenalización de su uso, la droga tendría un nombre pasible de ser pronunciado, más allá del lugar de objeto de goce que su sentido preanuncia como mercancía apetecible por quienes la necesitan. Convertida así en un bien con un valor de cambio, a ojos vistas su valor de uso permanecerá congelado en la instancia solitaria de su goce. Un goce que no se aglutina en razón de lo que por fuera prohíbe la Cultura, sino precisamente por aquello que fracasa, en términos de rebeldía ante lo que ha sido instituido como imposible de darse.

 

  La "hostilidad cultural" se hace, entonces, poderío hegemónico y arbitrario en cada sujeto. Y la resolución a este posible conflicto es siempre el síntoma. La drogadependencia no puede ser considerada como una respuesta a la resistencia ejercida contra los antojos superyoicos. Las toxicomanías no se constituyen en un síntoma cultural sino más bien en una impiadosa queja.

 

  Si las histéricas decimonónicas de Freud nos estaban contando algo de la moral victoriana con sus parálisis y cegueras repentinas, los sujetos adictos a las drogas nos vienen a decir algo también sobre lo que vamos edificando y demoliendo como sociedad.

 

  Una delicada paciencia se requiere para interpretar este grito de legiones de personas que eligen anegar sus conciencias en opiáceos y estimulantes. Y que el Superyó juegue un papel preponderante en la distribución más o menos adecuada de eficientes preventivos al delito y lo sancionado como criminal, no significa que el toxicómano se exponga a estos dictados fallidos, ni que sus puestas en acto hablen de esta rebelión. Por el contrario, lo superyoico en él estará vislumbrado como aquel baluarte suspendido en su ejecución ordenadora, por un goce extremo que lo distraiga de lo lícito.

 

  Lacan dijo algo sobre la ruptura con la cosita de “hacer pipí”, y nunca más se preocupó por el tema de las drogas, mientras Freud había dicho que la adicción era una satisfacción ilimitada. Ahora bien, en el complejo de castración, el niño se presenta a la madre como si fuera él mismo el falo, de modo que podría identificarse con la madre como portadora del falo, con el falo mismo o con él como portador de ese falo. De esta forma le garantiza a la madre que puede colmarla, no solamente como hijo sino en relación a aquello que le falta.

 

  Esto se convierte en un factor estructurante del psiquismo del Sujeto, siendo que por ejemplo, en derredor de esta situación se puede llegar a articular la relación del fetichista con su objeto. El complejo de castración no hace otra cosa que trasladar al plano imaginario todo aquello que se juega en relación al falo. El padre introduce aquí el orden simbólico a partir de su ley, y este orden intervendrá lo imaginario. Freud habla del Superyó como heredero del Edipo, en tanto el sujeto -ahora deseante- se subyuga ante una doble orden: no matar al padre y no ofrecerse ya como objeto de goce materno.

 

  En las psicosis, el niño se convierte en un elemento pasivo que se expone a las significaciones del Otro, quedando pendiente del Otro, de su ojo y su mirada. En la neurosis, en cambio, la angustia surge cuando el Sujeto se encuentra despegado de su existencia y cuando se ve a sí mismo a punto de quedar atrapado en la imagen de un otro que lo sostiene desde lo imaginario.

 

  Mi vieja y mi hermana me detestan, viven envidiándome. No soporto que estén controlando todo el día lo que hago o dónde voy. Yo quisiera no darles bola pero ellas siempre me ganan. Es como si estuviera tironeada entre el malhumor y los gritos de mi viejo y el espionaje de ellas”. Albertina dice y recupera lo no dicho en el acto de volver la espalda a esa oscura demanda de un Otro que la acucia. El padre es el padre destemplado y nunca conformado por nada, un padre hecho a la medida de todo lo burlado en cosas guardadas bajo llave y escondrijos.

 

  La droga podría volverse un sucedáneo de la angustia de castración, en tanto permite al Sujeto el abandono de su goce fálico-masturbatorio para ignorar al Otro en su propia satisfacción, y cuando esta desconsideración neurótica del Otro se reduce a un invento apremiante para resistir la amenaza superyoica. Como solución de compromiso, el adicto neurótico sustituirá el cumplimiento adeudado con el superyó por uno menos tortuoso que le permita estabilizar nuevamente su fantasma aterido, y sin sostenimiento favorable ante estas oscuras e insobornables exigencias.

 

  En la psicosis la droga se hace suplencia, y desde esta cobertura ortopédica esquivará con cierto éxito la demanda a cielo abierto de un superyó despiadado que responderá oficiando de usina de aquellos fenómenos elementales característicos de la estructura.

 

  Siempre que lo gozable venga de la mano de lo no autorizado tendrá en sí mismo la costura de lo acontecido en un sitio imposible de tocar, aún con la certidumbre de que el tono de la circunstancia nos deje ver de más cerca lo mirado: el goce. Mirar ese goce no tiene un nombre ni una marca que nos haga recobrar su memoria en algún lado. ¿El goce tanático infame, deslumbrante, sin umbrales ni juicios, sin esperanza de alcanzar un fin, el goce desesperado?, ¿Cuál goce?

 

  Que el orden social haga del mundo un cerco político, significa que todos nosotros viviremos conforme a cumplir o renegar estos referentes impuestos desde antes de nacer. El Superyó se encarga de atentar contra nuestra duda: malo, bondadoso, idílico o implacable, podrá ser tomado como llave maestra de nuestra permanente domesticación como cultura, o como aquel circuito de sombras bien defendidas de la claridad, que nos acomoda en la diversidad de lo prohibíble o permitido. Quizá, considerar esta acepción nos restrinja a la hora de comprender qué implicancia puede tener el Superyó en el consumo de estupefacientes.

 

  Podremos aducir que la droga no es un flagelo como quieren los gobiernos, sino una costumbre gozosa de fugarse de la vida alienada, alienándose en otro consumo personal de delectación perfecta y solitaria. En uno de fusión absoluta con un Todo imposible de vaciar. Si el adicto, el toxicómano, goza y en su goce encuentra lo pactado con lo eterno voraz, con la instantaneidad de los milagros, como quería Proust, quizá no tengamos allí, no sólo a un paciente sino tampoco a un ser que sufra.

 

  Si la Cultura lo constriñe a ser el portador grotesco de su propio malestar, estaremos no ante un síntoma o una novedosa estructura clínica sino delante de un enigma más de la sinrazón de un sistema que nos quiere adictos babeantes detrás de monitores.

 

 

 

Nota: el material desarrollado, respeta la lógica de los casos, pero porta las transformaciones necesarias para sostener la discrecionalidad y reserva correspondientes a cada abordaje clínico.

 


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