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De las caritas al semblante: pasaje de una supervisión en un acompañamiento escolar

17/07/2018- Por Mariano Feldman - Realizar Consulta

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“De los encuentros nadie sale ileso”, nos dice Mariano Feldman en este texto. Ésta es justamente la orientación para pensar un dispositivo de supervisión. Para orientarse en los procesos de inclusión es preciso supervisar aquello que ocurre en la escuela. Pero no se trata de la realidad. ¿Qué se supervisa? ¿Cuál es el material de la supervisión? El relato, las palabras, el silencio: se trata de un discurso. En tiempos de imperio de la técnica, volver al discurso permite subjetivar la práctica profesional, humanizar el lazo y animarnos a la incertidumbre.

 

 

 

                          

 

 

“Cada partenaire tiene, por una parte, que poder autorizarse en nombre propio y por otra, que seguir una estrategia común con el colectivo al que pertenece.

Eso significa que, para operar, el partenaire tiene que estar a la escucha del significante o de los significantes del sujeto para retomarlos inmediatamente y estar pendiente de hacerlos más complejos, multiplicarlos, jerarquizarlos, es decir, darles un orden que tenga el mismo valor que lo simbólico.

Es lo que Virginio Baio llama ‘salir al encuentro del sujeto’”.

                                                               Bruno de Halleux

 

 

  Con el presente trabajo voy a intentar dar cuenta de una orientación que venimos transitando un grupo de profesionales inscriptos en la práctica del psicoanálisis, a favor de la inclusión escolar de niños y adolescentes. Es la orientación por el lazo social.

 

  En la modalidad de trabajo del colectivo que conformamos, uno de los dispositivos que constituyen un pilar sine qua non de la inclusión escolar es el dispositivo de la supervisión. La supervisión no la entendemos como un espacio que responde a una urgencia si la hay, ni a un control gerencial de la práctica de otro.

 

  La entendemos como un espacio sistematizado, donde el AE (acompañante externo) o el MI (maestro integrador) pueda pensar su propia posición, ubicar las coordenadas singulares de cada proceso de inclusión, los modos de aprendizaje y de incluirse de un niño, y las resistencias o las condiciones favorables de la escena en la que se desea la inclusión.

 

  Es un espacio “tercero” donde se intenta un efecto de descaptura de la multiplicidad de demandas de las cuales es objeto un AE o un MI. Esas demandas son constantes, algunas más ruidosas, otras más sordas, siempre sobredimensionadas.

 

  La mayoría de estas demandas son de difícil lectura, gran peso para los actores e innegables efectos. “Que aprenda, que aprenda rápido, que aprenda lo que aprenden los demás, que no corra, que corra, que suelte ese juguete, que comparta, que no moleste, que se haga amigos, que respeten la diferencia, que no se note, que trabaje, etc.”

   

  Esas demandas, siempre presentes, tendrán un espacio para ser alojadas en el espacio de supervisión y, con un poco de suerte, se redireccionarán para ponerlas a trabajar y evitar responderlas automáticamente con costos tanto para el acompañante como para el niño.

 

  Ese redireccionamiento no puede ser pensado sin las coordenadas de la inclusión, esto es: ¿dónde queremos incluir al niño?

 

  La inclusión no es a un grupo ni a una escuela, ni al logro de ciertos aprendizajes, sino a una escena escolar. Obviamente con un grupo y en una escuela, pero ni al grupo ni a la escuela, ni que aprenda lo mismo que los otros ni que se haga amigos simplemente.

  

  Es a una escena donde el niño es uno entre otros, participa de los aprendizajes, y es alumno de su maestra. Quizás, no todo el tiempo, ni de la misma manera, ni con los mismos tiempos ni siempre compartiendo el mismo espacio. Esa escena es un destino.

 

  Por lo tanto, la inclusión no tendrá que ver con que esté en la institución, ni con el vínculo con tal o cual actor, ni con el buen vínculo solamente con sus compañeros, sino a la escena que entrecruza de manera particular docentes, compañeros, aprendizajes, espacios, tiempos y sobre todo la complejidad de un lugar vacío que le permita al niño ir ocupándolo a su modo.

 

  Por lo tanto, como esa escena no es una escena que está “dada naturalmente”, habrá entonces que construirla. Esa construcción implica una lectura que es solo posible con distancia y en un espacio tercero. Uno de esos espacios privilegiados es la supervisión.

     

  La presente viñeta es en el marco de la supervisión de una AE que estaba acompañando la inclusión de un niño de 8 años en un 2do. grado de una escuela de la provincia de Buenos Aires.

 

 

La viñeta: D. no trabaja    

 

  D. es un niño “dócil” según las maestras y la AE, tiene posibilidades de incluirse en escenas de juego con sus compañeros, pero por ahora solo por un rato. Muy integrado en las clases de educación física hasta que en algún juego “pierde”, se angustia y rompe en llanto buscando a la AE. A esta altura del año con menor dramatismo, pero siempre con la misma lógica e idéntica dirección.

 

  D. tiene importantes dificultades para aprender y una distancia considerable con sus compañeros, pero “el tema”, coinciden las maestras, la directora y la AE, es que trabaja muy poco, y cuando no va la AE, menos todavía. La primera lectura de la escuela es que el problema es que la AE viene pocos días.

 

  Ubicamos en supervisión esta primera demanda e intentamos pensar la posición de la AE ya que no planteaba “la escuela quiere...” sino que traía como propia la preocupación por “el poco trabajo del niño”. Varias cuestiones a desandar en la supervisión: ¿Qué implica trabajar? ¿Con qué recursos cuenta? ¿Qué se le demanda a D? ¿Quién es el sujeto de la enunciación cuando se plantea que no trabaja?

 

  Después de intentar abrir algunas preguntas intentando dialectizar la frase “no trabaja”, en las siguientes supervisiones el tema se silenció. Aparecieron en el relato de la AE pasajes de la vida escolar sin mucho peso, anécdotas desarticuladas y la “noticia” de que D. estaba trabajando un poco más.

  

  Trataré de relatar los efectos del hecho de haber quedado tomada la AE por una demanda de la escuela y una maniobra posible

 

 

Caras, caritas, caretas, semblantes

 

  Las TCC (terapias cognitivo–conductuales) proponen distintas técnicas estandarizadas, prometiendo “científicamente” la modificación de una conducta si el protocolo es correctamente administrado. La particularidad que tienen estas técnicas es que omiten al lazo entre los sujetos como una de las variables a tener en cuenta. Así, si uno es prolijo con las instrucciones, cualquiera podría administrar a cualquiera que responda al perfil.

 

  Respecto de estas técnicas, es muy común, observar en las escuelas la utilización de sellitos con caritas tristes y alegres. En las librerías se venden como “caritas” o “sellitos” motivacionales para niños.

    

  Una de estas caritas, actividades o técnicas, había usado la AE para ponerlo a trabajar a D. Pero la AE lo abre recién cuando esto falla.

 

  En su relato, contaba que hace varios días le venía proponiendo a D. que si trabajaba bien le ponía un sellito con cara alegre, y si no quería trabajar le ponía un sellito con cara triste. Cuando llegaran a los 20 sellitos alegres iba a tener un premio, un alfajor o un chocolate.

 

  Un día la AE me llama angustiada porque D se desbordó, rompió su cuaderno y estalló en llanto. Cuando nos juntamos, comenta la “técnica” que había utilizado los días previos y sin entender porqué, el día que se aproximaba un “festejo” por llegar a los 20 sellitos, frente al regalito que había elegido, la escena fue diametralmente opuesta a la esperada.

 

  “¿Qué falló?” Se pregunta la AE

  “¿Por qué no me lo había contado antes?”, me pregunté yo.

 

 

Alojar el desencuentro

 

  Ambas preguntas tienen puntos de contacto.

La pregunta por la falla estaba asociada a la sorpresa por la caída de la eficacia Watsoniana del par castigo-recompensa. ¿Por qué se desborda el niño si logra ese premio prometido?

 

  Es una pregunta difícil de responder, pero si podemos arribar a que la lógica que se ponía en juego en esos términos, en definitiva era la del acompañante. Dicho por ella, su “premio” cotidiano era ver trabajar a D., sobre todo porque calmaba las miradas que la escuela tenía hacia ella.

 

  ¿Entonces por qué D. parecía acceder a esta “negociación”? Posiblemente no por los mismos motivos que la AE, ni la misma lógica. El juego de las caritas se transformó durante muchos días en un punto de encuentro privilegiado entre la AE y el niño. El lazo se afianzó allí.

 

  D. esperaba encontrarse con la AE a sellar caritas en su cuaderno mientras jugaban a imitar a los sellitos. Poco importaba sello verde o sello rojo, llegar a los 20 o realizar la tarea. La actividad de los sellitos también era una buena excusa para atraer compañeros a su cuaderno.

 

  Una cuestión es ubicar a los sellitos como motivación para satisfacer la demanda de la escuela y otra es entender que lugar ocupó contingentemente ese objeto para ese niño, como recurso para jugar con otros, convocar a la AE y a los compañeros.

 

  Dos tareas distintas, ¿dos escenas distintas? Más allá de la pregunta, algo del lazo se consolidaba en ese andar.

 

  En la supervisión decidí alojar esa actividad, intentado reenviarla hacia la lógica del niño, e introduciendo la pregunta respecto de por qué no se había abierto el tema en supervisiones anteriores. Quizás, como dije anteriormente, parte de la respuesta tenga la misma lógica.

 

  ¿Por qué una AE abriría una técnica y una propuesta claramente conductista a un supervisor cuya formación y escucha explícitamente tiene que ver con el psicoanálisis?

 

  Porque no se había construido algo del orden del lazo, de la transferencia, porque la supervisión era al principio un espacio “obligatorio” en el marco de la institución. Porque todavía era un uno a uno, entre dos personas. Posiblemente, si la cosa hubiese quedado entre dos, el malestar por no seguir la “línea” de la institución recaería completamente en ella a modo de regaño. Cuestión por supuesto a evitar.

 

  No estaba armado entonces el dispositivo de la supervisión, tarea que lleva tiempos lógicos y tiempos cronológicos. Había habido un par de supervisiones, pero el lazo no se armó hasta que el dispositivo no pudo alojar esa dimensión de lo imposible que todo encuentro produce como resto.

 

  La orientación por el lazo implica lecturas que atraviesan a los distintos dispositivos puestos en juego para la inclusión de un niño. El aula, la relación con la AE, vectores institucionales y el dispositivo de la supervisión.

 

  Los lazos hay que soportarlos, implican la incertidumbre inherente al encuentro con el otro. Y no cualquier otro, es otro siempre con demandas imposibles de satisfacer en su totalidad. Si no hay dispositivos que alojen esas demandas, las alojaran las personas con lo (mucho o poco) que cuenten.

 

  Todos en el fondo sabemos que, de los encuentros, nadie sale ileso. Por eso tan tentadora la oferta de las TCC: técnicas sin sujeto, que pueden eximir al técnico de las vicisitudes del desencuentro.

 

  En ese sentido cuando la AE trajo la técnica, la maniobra fue transformarla en recurso. Rechazarla fuera del lazo transferencial posiblemente hubiese sido rechazarla a ella misma. En ese acto estuvo la apuesta de alojarla, y en ese alojamiento, la posibilidad de que lo que D. no pueda, también tenga lugar.

 

 

Nota: el material desarrollado, respeta la lógica de los casos, pero porta las transformaciones necesarias para sostener la discrecionalidad y la reserva correspondientes a cada abordaje clínico.

 


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