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¿Por qué llamar “enfermedades” o “problemas psicológicos” de la infancia a lo que en realidad es sufrimiento infantil?

01/09/2020- Por Humberto Rojas González - Realizar Consulta

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El autor nos abre a una perspectiva de re-encuentro con la infancia. Es necesario revisar discursos, saberes e interpretaciones sobre lo que les pasa a los niños y niñas desde una mirada adultocéntrica. Hay que renunciar a esa mirada lejana, borrosa, que no nos deja reconocer el sufrimiento infantil. Apostar al encuentro, partiendo de la distancia: aquello que los adultos no podemos leer del mundo infantil es la marca de un desencuentro con nosotros mismos.

 

                

 

                                 Fotografía “Una mirada”. Por Crysthian Lapsus*.

 

 

 

“Pero, ¿qué significa que Hans al anochecer exteriorice el miedo de que el caballo entra en la pieza? Una tonta idea angustiada de un niño pequeño, se dirá. Pero la neurosis no dice nada tonto, como tampoco lo dice en sueño. Insultamos siempre que no comprendemos algo. Es un modo de facilitarse la tarea”.

 

      Freud. “Análisis de la fobia de un niño de cinco años”.

                                                                              

 

  La niñez es un tema en el que sucede lo mismo que con el amor. La psicología ha hecho innumerables estudios, investigaciones, descubrimientos y hallazgos durante mucho tiempo. Las universidades se llenan de conferencias, las tiendas nos venden un sinfín de libros, discos o manuales que nos indican recomendaciones prácticas, tareas, técnicas y consejos para hacer funcionar los diferentes aspectos de ambas partes del ser humano.

 

  Podemos encontrar libros para padres de familia donde nos recomiendan intervenciones pedagógicas muy al estilo de “hágalo usted mismo” y desde la comodidad de su casa. Palabrería que va desde cómo hablar correctamente sobre sexualidad con nuestros hijos, tareas o dinámicas para organizar su día o incluso cursos prácticos para padres sobre cómo educar por competencias a niños exitosos y felices.

 

  Una angustia generalizada por la niñez se percibe en todos lados. Experiencias realmente preocupantes nos dicen que algo pasa. Situaciones que van desde los suicidios infantiles, la indiferencia por el aprendizaje, la violencia contra el prójimo que se ha manifestado en los llamados “niños sicarios”, pero también niños que no hacen contacto con los demás, que parecen vivir en su propio mundo, no miran, no interactúan, no hablan, solo deambulan de un lado a otro sin hacer relación con nada.

 

  Tampoco podemos olvidar los índices cada vez más extendidos de anorexias infantiles en niñas muy pequeñas o depresiones muy dramáticas que van desde la abulia (falta de ganas o voluntad para moverse e iniciar algo) a la apatía más trasgresora e incómoda.

 

  Por último, uno de los ejemplos más alarmantes: niños que no juegan. Decir esto parece de una simpleza insultante, pero en realidad, pensemos, ¡niños que no juegan! Esto es verdaderamente alarmante al igual que adultos que no pueden jugar con niños.

 

  El escenario es por lo tanto preocupante. Los niños son preocupación de las ideas más generalizadas en nuestra sociedad. Una preocupación muy sospechosa y en ocasiones frívola y dañina que basa su intención en las necesidades de los adultos. Una preocupación constante en su tono más angustiado que se expresa en la súplica de los padres que nos consultan: “por favor, ayúdeme, no sé qué hacer con mi hijo/a, no lo/a entiendo, no puedo con él/ella, la/o desconozco”.

 

  Estamos entonces ante un escenario que nos muestra por primera vez en la historia un mecanismo donde los padres de los niños colocan el saber en otra parte. Esto no era así. Fuera lo que fuera, siempre había un saber predominante de los padres hacia los hijos. Escuchábamos a las abuelas decir, “pues será lo que diga el doctor, pero yo sé que tiene mi hija”. Esto en definitiva ya no es así. Estamos ante la cara más cruel del desconocimiento, lo contrario justamente al reconocimiento.

 

  Tomando en cuenta que la contradicción es una condición interna de toda identidad, entonces, ¿a qué nos referimos? ¿Y si los llamados “problemas psicológicos” o “desórdenes mentales” de los niños no son tal cosa, sino simplemente la forma que toma y se manifiesta en su existencia lo no reconocido en el mundo del adulto?

 

“Pero, ¿qué significa que Hans al anochecer exteriorice el miedo de que el caballo entra en la pieza? Una tonta idea angustiada de un niño pequeño, se dirá. Pero la neurosis no dice nada tonto, como tampoco lo dice en sueño. Insultamos siempre que no comprendemos algo. Es un modo de facilitarse la tarea”[1]

 

  Llamamos adultocentrismo a una posición dominante que hace de una preocupación por la infancia una exclusión constante a partir de desconocer en el niño lo no reconocido en el adulto (justamente eso que Freud entiende como un “insulto”). A fuerza de no poder reconocer lo insoportable en él mismo, lo problemático, lo traumático, es decir, la parte reprimida en la  posición adultocentrista, o sea lo infantil tal cual, es que el adulto termina desconociendo lo propio en los niños.

 

  Es muy dramático escuchar a madres y padres de familia que después de un tiempo de trabajo pueden darse cuenta que la angustia en sus hijos que aparece en las noches como terrores nocturnos no es más que la angustia de ellos mismos ante lo sexual, correlato de su propia infancia que se esfuerza en desconocer.

 

  ¿Cómo se relaciona lo desconocido en el adulto y lo no reconocido en el niño? El mundo adultocentrista quiere que los niños funcionen a imagen y semejanza. Se les pide tener la sensatez y la inteligencia emocional (tan de moda) de los adultos. Se les demanda de igual forma que acepten a raja tabla las normas y reglas que rigen a los adultos.

 

  Clasificamos y diagnosticamos su necesidad de ser escuchados. Damos medicamentos con el objetivo de lograr la funcionalidad esperada por la demanda adultocentrista que rige la vida del progreso y el crecimiento. De tal manera que podemos encontrar cursos de lengua extranjera para maternal uno, pequeños que apenas comienzan con su lengua materna ya están atrapados por el marco de la demanda adultocentrista del progreso a través del aprendizaje.

 

  ¿Y si eso que desconocemos en los niños, su comportamiento insoportable, sus terrores nocturnos, su falta de mirada ante los demás, su apatía para aprender, no son más que expresiones del sufrimiento infantil? Entonces lo desconocido en el niño por el adulto y la ideología adultocentrista no es más que lo no reconocido en el mismo mundo de la adultez. El sufrimiento de la infancia es la adultez.

 

“Se transforma en la manera de instituir al otro como irreconocible o desechar algún aspecto de nosotros mismos que depositamos en el otro, a quien luego condenamos. Niega lo que ese Yo tiene de común con quien es juzgado. Purga y externaliza la propia opacidad. Infringe una violencia en nombre de la ética”.[2]

 

  Tenemos que decir aquí lo mucho que ha contribuido la psicología al hacernos creer que la vida son etapas bien demarcadas por las cuales solo transitamos de una a otra en periodos progresivos hasta llegar a la muerte. Lo cual hace de la vida un trayecto mecánico y automático, además de pusilánime y aburrido.

 

  Niñez, adolescencia, adultez y vejez son los marcos que asigna la psicología con tiempos y acontecimientos. De tal modo para la psicología niñez y adultez son dos ámbitos separados. Sin embargo lo que nos encontramos en el sufrimiento infantil y que aparece de tantas formas en nuestra sociedad como lo decíamos con los ejemplos anteriores, no es más que lo no reconocido en el adulto y que a fuerza de no reconocerlo lo ve aparecer en el niño para terminar desconociendo lo que él mismo produce.

 

  Lo que reconocemos de la adultez (madurez, sensatez, lógica, principio de realidad, pensamiento abstracto, etc.) existe a fuerza de desconocer lo infantil. No habría características de la adultez sin desconocimiento de lo infantil.

 

  Así, el sufrimiento infantil no es más que lo no reconocido en el adultocentrismo, lo cual sería lo contrario, si quisiéramos comenzar por reconocer que no hay adulto sin lo infantil, que la historia es la niñez, que el deseo y sus problemas se inmortalizan en la infancia, que las pasiones más destructivas, ambivalentes y caprichosas se cosechan cuando somos niños, y que, por último, todo esto habita en el adulto como lo no reconocido. Lo infantil que desconocemos en nosotros a fuerza de no reconocerlo es lo que nos encontramos en los niños y que tanto “problema” nos causa.

 

  Desconocemos en los niños lo que ha sido imposibilidad en nuestro reconocimiento. ¿Qué vemos en la mirada de un niño que mira el vacío? ¿Un niño puede mirar en nosotros lo que a fuerza de desconocerlo no podemos mirar? ¿Cómo reconocer lo infantil en nosotros a partir de la mirada de un niño?

 

  De tal forma el objetivo es reconocer a los niños, mirar su sufrimiento no como disfuncionalidades ni déficits, sino como esa parte que somos nosotros mismos en ellos, y esa parte que son ellos en nosotros mismos.

 

  La tarea con padres es borrar esa brecha que no deja reconocernos a nosotros mismos en los niños, recuperar con los maestros que están a cargo de ellos la conexión que les hace cohabitar en una relación más allá de contenidos educativos y aprendizajes esperados. Reconocernos en los niños para recuperar la infancia.

 

 

Imagen*: Muestra de un proyecto titulado “Reconociéndonos en otra mirada” que se llevó a cabo en las escuelas de educación primaria que atiende la Unidad de Servicios de Atención a la Educación Regular (USAER 13L) ubicada en La Mira, Michoacán. México. Un pueblo costero en el que Crysthian Lapsus (fotógrafo) y Humberto Rojas González (psicoanalista) pasaron una cálida semana prestándose a ser Otra mirada.

 

 

Referencias

 

Freud. S. “Análisis de la fobia de un niño de cinco años”. Obras Completas. Amorrortu. Buenos Aires. 2006.

Butler, J. Mecanismos psíquicos de poder. Ediciones Cátedra. Madrid. 2001.

Lacan, J. Seminario XVII. El reverso del psicoanálisis. Paidós. Buenos Aires. 2009



[1] Freud. S. “Análisis de la fobia de un niño de cinco años”. Amorrortu. Buenos Aires. 2006.

[2] Butler, J. Mecanismos psíquicos de poder. Ediciones Cátedra. Madrid. 2001.

 


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