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Enfermedades de Cuerpo Presente

30/04/2018- Por Leonardo Leibson - Realizar Consulta

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¿Por qué asociar una enfermedad orgánica/somática con algo de lo psíquico/psico? Porque la experiencia muestra casos de curación o mejoría de esas enfermedades orgánicas/somáticas mediante intervenciones psico, vale decir, mediante intervenciones que no apelan más que a la dimensión de la palabra, más allá o más acá de fármacos y de prácticas médicas. Algo del lenguaje interviene en la deriva de un síntoma, en la mejoría o en el empeoramiento… ¿Cuál es la incidencia de la palabra sobre lo somático, de qué manera puede enfermar y de qué manera puede sanar?

 

 

 

                      

                               “Apolo fragmentado”, Marta Minujin*

 

 

 

  “Freud nos enseña que hay enfermedades que hablan”, escribe Lacan al inicio de uno de sus comentarios sobre el caso Dora. El paradigma es la histeria, desde ya. Pero también se incluyen la neurosis obsesiva, las fobias y, por supuesto, las psicosis.

 

  En todas ellas, el síntoma es metáfora de algo que no anda y que se marca en el cuerpo, de diversas maneras. Ese cuerpo, en estos casos, se va disolviendo en el decir analizante, se ausenta aunque no desaparece, se altera, se juega en la transferencia para terminar descubriéndose subjetivo y deseante.

 

  Pero hay otras enfermedades, las que no hablan. O al menos las que parecen que les cuesta mucho hablar porque el cuerpo allí, en vez de dsesdibujarse, se vuelve presente con una consistencia tal que parece inutilizar la posibilidad de cualquier palabra. Son esos cuerpos que muchas veces generan la más fuerte resistencia del analista.

 

  Sin embargo, la experiencia muestra que hay un decir, emplazado inicialmente en un conjunto de signos casi mudos (y de ahí la errónea percepción de que no habría palabra allí). Ese decir, a construir -como en cualquier análisis- se nutre de lo que se va tejiendo transferencialmente, en el cuerpo a cuerpo del análisis que en estos casos toma una relevancia particular.

 

  Vaya un ejemplo para ir planteando el tema.

Un hombre joven, llamémoslo C., que ha pasado recientemente por un complejo, costoso y penoso tratamiento médico del que no sabía antes de empezar si iba a salir con vida o no -y que en ese momento se empieza a revelar como habiendo sido eficaz, lo que significaba que su vida podría continuar o mejor dicho ser retomada, dice en una de sus sesiones: “tengo claro que a mí la enfermedad me salvó la vida”.

 

  Fuera de contexto, esa afirmación tan contundente podría sonar descabellada o delirante. Esa enfermedad que le habían diagnosticado no mucho tiempo atrás y que había sido el motivo del tratamiento mencionado, ponía seriamente en riesgo su vida. Pero no era un delirio sino una gran verdad lo que decía. Para entenderlo, tenemos que agregar el contexto de esta frase.

 

  Fue a partir de la enfermedad y de lo que esta motivó que empezó un análisis. En parte por sugerencia de su médico tratante, en parte por su propia aunque oscura convicción de que algo de lo que le estaba pasando podría tener relación con otras cosas que le sucedían.

 

  No sabía con cuáles ni por qué, pero, en buena medida por estar informado gracias a su entorno que incluía fragmentos de “cultura psi”, intuía que eso podía ser importante. Y que entender o despejar esas conexiones podría colaborar en el proceso de curación que estaba decidido a encarar, aun cuando todavía no sabía concretamente hasta dónde podía exigirle eso.

 

  En ese análisis, al tiempo, se empezó a perfilar su situación en relación a la madre y también a quien era su pareja. Había cierta correlación entre ambas, dado que su posición con respecto a ellas era no tanto de sumisión como de seguimiento. Su madre, una mujer poderosa y reconocida dentro de ciertos ámbitos profesionales, lo había ayudado fuertemente en su carrera, abriendole puertas e indicándole los pasos más convenientes para su futuro.

 

  De esa mano habían llegado algunos logros y éxitos profesionales, que, empero, no le dejaban el sedimento necesario como para seguir su camino independientemente de ella. Más aún, los intentos por buscar oportunidades y avances por su cuenta fracasaban casi inexorablemente, sin que pudiera encontrar razones claras para ello, dado que su desempeño en los trabajos que su madre le gestionaba era, habitualmente, brillante y aplaudido.

 

  Su pareja, paralelamente, parecía bregar en sentido contrario. Lo alentaba a ser independiente, a buscar otros caminos, a lanzarse sin apoyos. Eso terminaba ejerciendo una presión casi intolerable sobre C.

 

  También le insistía acerca de la imperiosa necesidad de que tuvieran hijos, alegando que dado que ella ya no era tan joven sumado a la enfermedad de él, volvían urgente la decisión que C. no podía sentir que estuviera en condiciones de tomar. Más presiones que se sumaban a las otras.

Sin embargo C. estaba convencido de que él ya no dependía tanto de su madre, y que su relación era un sostén amoroso y vital para él.

 

  Los acontecimientos se precipitaron cuando los primeros tratamientos, menos invasivos, no fueron eficaces y se planteó la necesidad de una intervención mucho más agresiva y compleja. Esto generó dudas, temores, incertidumbres.

 

  La vacilación se planteó finalmente no tanto a propósito de qué tratamiento hacer sino dónde, con quiénes y en qué tiempos. C. tenía una idea bastante sólida de lo que él prefería pero tanto su madre como su pareja disentían con él y también entre ellas.

 

  La escena clave -para su vida y en su análisis- fue cuando contó que unos días atrás se había generado una discusión muy tensa entre su madre y su pareja acerca del futuro tratamiento, discusión que subió rápidamente de tono y se convirtió en una pelea a los gritos entre ellas.

 

  Le pregunté en ese momento qué había hecho él. Su respuesta fue que mientras ambas se peleaban a los gritos, él permanecía hundido en un sillón, con madre y pareja cada una a un lado suyo, paralizado, escuchando alternadamente a ambas mujeres sin poder meter una palabra ni un movimiento.

 

  Aunque fuera una obviedad, le señalo que se trataba de su tratamiento, en definitiva de su propia posibilidad de sobrevida. Asiente con amargura pero insiste en que no pudo decir nada en ese momento. Como en tantos otros, agregamos entre los dos.

 

  La ocurrencia que surgió allí fue que C. no podía distinguir lo propio de lo ajeno. Las opiniones ajenas que afectaban directa y brutalmente sobre lo que podía ser su futuro y su vida le resultaban incontestables.

 

  Era evidente que él quedaba en manos de ambas, a la postre equivalentes y empatadas en su furia por ver cuál de las dos disponía sobre su cuerpo, aunque fuera sobre sus despojos. Dicho así suena tal vez demasiado fuerte, desproporcionado. Pero su relato transmitía esa especie de violencia y, valga el término, desmadre de la situación.

 

  Luego de este relato y esa intervención C. pudo ir desplegando en su análisis lo que le pasaba con esas mujeres. El lugar que tenía junto a su madre, lo que de eso se reproducía en la relación de pareja. Y, sobre todo, la posbilidad, no contemplada realmente por él hasta ese momento, de plantear y decir lo suyo, de sostener no sólo su opinión sino que esa opinión podía valer mucho más que las de ellas por el simple hecho de ser suya, la de quien estaba comprometido con su vida y su padecer.

 

  Para abreviar, digamos que C. decidió cómo, cuándo, y con quiénes haría su tratamiento. Gestionó personalmente algo que parecía imposible: que su cobertura médica pagara la casi totalidad del mismo.

 

  Se entregó a un tratamiento que demandó varios meses de intervenciones, internaciones, y padecimientos de muchas índoles. Con el agregado de que la chance que le daban de éxito distaba mucho de ser alentadora. Pero nadie hablaba de caminos alternativos.

 

  El hecho, como se dijo al principio, es que los resultados fueron muy buenos. La enfermedad dejó de avanzar primero y fue remitiendo lentamente, al punto que un tiempo después pudo retomar su vida cotidiana.

 

  Entretanto, lo acompañé en varios tramos de su tratamiento médico, cuando las circunstancias lo permitían, yendo a visitarlo al lugar donde estaba internado, manteniendo las charlas que él pedía y siguiendo con él los caminos o laberintos por los que andaba.

 

  Algo que surgió, a poco de empezar a vislumbrar que el tratamiento podría ser eficaz, fue una especie de optimismo anticipado y desmedido, resumido en la frase: “ya está”. Como que ya había pasado todo, que podía volver al punto anterior al tratamiento, casi como que todo eso no había ocurrido.

 

  Curiosamente, cada vez que entraba en esos estados de “ya está”, algo señalaba que la amenaza de la enfermedad seguía allí. Algún valor de laboratorio que no encajaba del todo, alguna molestia corporal extraña, alguna novedad inesperada en su estado transmitida por el médico.

 

  Esto dio la oportunidad de cuestionar el “ya está”. Y, sobre todo, de articularlo con su posición pasiva y de sometimiento a los decires de sus mujeres, madre y pareja, las cuales lo inundaban con un optimismo exacerbado.

 

  O sea, poder cuestionar no sólo lo que ellas decían sino especialmente su modo, el de él, de quedarse escuchando, paralizado y perdiendo de vista que tenía algo o mucho para decir. Como en la escena de la pelea que había descripto, poder levantarse de ese sillón y tomar la palabra, o simplemente alejarse de allí, irse por su lado, literalmente hablando.

 

  Por eso llegó a decir que la enfermedad le había salvado la vida. No sólo la vida orgánica, que en verdad había puesto severamente en cuestión. Sino su vida como sujeto deseante que ya venía seriamente puesta en entredicho por la posición que, sin saberlo, sostenía en la vida.

 

  La enfermedad, su presencia que no cesaba por el hecho del éxito del tratamiento (debía someterse a controles periódicos por el riesgo de recidivas), se convirtió en un recordatorio de la importancia de sostener la diferencia entre lo propio y lo ajeno. Entre otras cosas, la diferencia entre un cuerpo propio y los cuerpos ajenos, por más próximos que estuvieran, por más amantísimos que pudieran ser.

 

  ¿Por qué asociar una enfermedad orgánica/somática con algo de lo psíquico/psico? Sencillamente, porque la experiencia muestra casos de curación o mejoría de esas enfermedades orgánicas/somáticas mediante intervenciones psico, vale decir, mediante intervenciones que no apelan más que a la dimensión de la palabra, más allá o más acá de medicamentos, intervenciones quirúrgicas u otras prácticas médicas.

 

  Lo psico de lo psicosomático tiene que ver con que algo del lenguaje interviene en la deriva de un síntoma, en la mejoría o en el empeoramiento. Porque si la palabra interviene, es porque puede hacerlo en ambas direcciones. De donde tenemos que interrogarnos por cuál es la incidencia de la palabra sobre lo somático, de qué manera puede enfermar y de qué manera puede sanar.

 

  Tratándose además de síntomas somáticos, donde la vida puede estar en juego, darle relevancia a la idea de sanación o curación aparece de un modo más pregnante. También más evidente, porque el síntoma somático es más visible, recortable, medible, identificable. No porque el síntoma llamado psíquico no pueda serlo, pero seguramente es menos objetivable que el somático.

 

  Ahí se abre la brecha entre lo psíquico y lo somático. Correspondiente a la que existe entre la medicina y el psicoanálisis. Donde lo que mide, fotografía, registra, objetiviza lo somático, apenas da una pálida sombra acerca de lo psíquico.

 

  Y donde seguramente no es cuestión de que tendrán que venir mejores aparatos y métodos de registro. Sino de que hay una constitución distinta y heterogénea entre la objetividad médica y la subjetividad que toma forma y existencia en el decir y la escucha.

 

  La cuestión es saber si hay diferencia entre los síntomas psicosomáticos y los psíquicos a secas. Y si la hay, por dónde pasa, en qué consiste.

 

 

Nota* 1: la imagen pertenece a la escultura en bronce patinado de la artista plástica argentina Marta Minujin.

 

Nota 2: el material desarrollado, respeta la lógica del caso, pero porta las transformaciones necesarias para sostener la discrecionalidad y reserva correspondientes a cada abordaje clínico.

 

 


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