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Richard Rorty o: un Freud reinventado

04/08/2017- Por Carmen González Táboas - Realizar Consulta

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El aniversario del nacimiento de Sigmund Freud me sugirió, en su homenaje, una lectura. Hubo un filósofo norteamericano que creyó comprender la teoría de Freud, e incidió notablemente en el panorama del psicoanálisis en la América del Norte: Richard Rorty (1931-2007). Es interesante ver, desde Freud, los esfuerzos de Rorty por volver fácil y comprensible la teoría freudiana; facticidad liberal que refleja la del Imperio americano.

 

 

 

                    

 

 

  Freud no se interesó en la lingüística Saussure porque llevaba el siglo XIX en la suela de sus zapatos. Encontrar la sexualidad infantil en la raíz inconsciente de los síntomas y pretender que se accedía a ella por la palabra, hacía del psicoanálisis una teoría sospechada de anti científica. Fue un combate difícil durante el cual Freud soportó dolorosos rechazos. La formalización (la escritura lógica del discurso analítico) vendría de Lacan, después de dedicar varios años a lo que llamó “retorno a Freud”. Si Lacan no fue sin su deseo de darle a la teoría de freudiana “el relámpago que ella necesita”[1], en cambio, Rorty no fue sin soñar su propia versión de lo que llamó “la psicología moral de Freud”, acomodada a su pragmatismo y a su idea de la modernidad y de la pos modernidad.

  Rorty dedicó años a la lectura de los filósofos, de lo cual extrajo el convencimiento de que “la filosofía es ineficaz para tratar con nazis y otros matones”. ¿Se puede confiar en otra cosa que en la decencia y la tolerancia de los otros? Entonces, ¿qué utilidad tiene el psicoanálisis? Rorty lo considera un síntoma de la modernidad en un horizonte inevitablemente kantiano. Kant reintrodujo la libertad en la subjetividad y mostró “que somos capaces de decidir, de construir una subjetividad que tiene otra perspectiva que la de las leyes naturales”[2]. Esa construcción de la subjetividad que le atribuye al psicoanálisis solo sería posible, dice, en los lugares donde tiene cabida el factum de la libertad.

 

 

I. Rorty domestica la invención freudiana

 

  Sin embargo, ¿basta el factum mismo para decidir el destino del psicoanálisis en una cultura? Dependerá del modo como aquel sea en cada caso concebido por esta. Rorty reinventa la invención de Freud. Hombre de su tiempo, Freud confiaba en la labor científica, “que no es una ilusión; como sí lo es creer que podemos obtener en otra parte cualquiera lo que la ciencia no nos puede dar”[3]. Freud le ofreció al psicoanálisis el fundamento de una teorización esencial. Con Lacan, el psicoanálisis, que no es una ciencia ni lo será, fue un alumno de la ciencia porque de ella recibía los medios para atravesar el ruido de las palabras, no las palabras, como tales. Nada humano es sin ellas. Freud había visto rasgarse el muro del lenguaje. La religión institucionalizada le parecía la actualización, en la colectividad humana, de la neurosis infantil, es decir, un modo de relación al Padre ligado al complejo de Edipo, aunque  pensaba con cierto optimismo que “a la larga, nada logra resistir a la razón y a la experiencia, y la religión las contradice demasiado a ambas”[4] como para perdurar; creyó que la religión no prevalecería. Esta posición atrajo a Rorty, fuertemente identificado con la cultura norteamericana actual. Ahora los sermones, dice Rorty, son otros y se propalan por otros medios.

  Cree que, en efecto, desde hace mucho tiempo los hombres necesitaban venerar algo que estaba más allá del mundo visible; desde el siglo XVIII quisieron reemplazar el amor a Dios por el amor a la verdad y al mundo descubierto por la Ciencia, pero más tarde el amor a sí mismos se volvió veneración a la propia profundidad espiritual o a la humana naturaleza poética. “La línea de pensamiento común a Blumenberg, Nietzsche, Freud y Davidson sugiere que estamos intentando llegar al punto donde ya no veneramos nada, en el que a nada tratamos como a una cuasidivinidad, en el que tratamos a todo, –nuestro lenguaje, nuestra conciencia , nuestra comunidad- como producto del tiempo y del azar”[5].

 

 

Un pragmatismo sin reparos

 

  Rorty sabe que el psicoanálisis investiga los caminos ocultos que van “del niño al adulto o de los padres al niño”, pero no se trata de un arte de continuidades. Para Rorty el psicoanálisis es un arte de la contingencia, aunque reconoce que esta no es una idea freudiana, sino bloomiana[6], del Bloom de The anxiety of influence[7]. Allí encuentra lo que necesita para acercarse, a su modo, a las discontinuidades de la teoría frudiana, y para dejar afuera lo que considera ideas continuistas. Digamos que ignora el esfuerzo teórico de Freud. Para el Bloom que cita Rorty, “los críticos en lo profundo de su corazón aman las continuidades, pero el que sólo puede vivir con continuidad no puede ser un poeta”[8]. Y así como la crítica literaria consiste en encontrar los caminos secretos que van de un poema a otro, el psicoanálisis debe encontrar los caminos secretos y discontinuos que tramaron la particular existencia de los humanos. Dicho así, la cosa se presenta sencilla y aceptable. Si no fuera porque en ningún momento Rorty abandona su pragmatismo sin reparos y esa liviana ambigüedad que le permite transformar las cosas a su manera.

  Una vez esbozados los términos, veamos lo que Rorty llama “la psicología moral de Freud”[9]. El camino que emprende para llegar a ella se sirve del fragmento final de un poema de Philip Larkin[10], desde el cual registra la tensión entre el intento de alcanzar la poética creación de sí por medio del reconocimiento de la contingencia, y la exigencia opuesta y filosófica de alcanzar la universalidad en alguna continuidad; tensión reconocible desde Hegel y Nietzsche. He aquí el poema:

 

Y una vez que has recorrido la extensión de tu mente, lo que gobiernas es tan claro como un registro de cargas/ No debes pensar que alguna otra cosa existe/ ¿Y cuál es el beneficio? Sólo que, con el tiempo, identificamos a medias las ciegas marcas/ que todas nuestras acciones llevan…/ podemos hacerlas remontar a su origen. Pero confesar/en aquel descolorido atardecer en que nuestra muerte empieza/ lo que era/ difícilmente satisfaga, / porque se aplicó sólo a un hombre/ una vez, / y, a ese hombre, agonizante.

 

 

Las ciegas marcas (y el poeta, del así fue, al así lo quise)

 

  Rorty cree que las creaciones y las palabras propias construyen “el yo de uno”. Cualquiera que pasa su vida intentando formular su propio registro de cargas, es decir, “las formas distintivas de la propia distintividad” temerá más que a la muerte que esa distintividad se pierda, que no se patentice ante los otros, que se diluya después. El poeta le presta a Rorty materia poética para su idea del lenguaje, y particularmente la de la contingencia del yo. Los lenguajes son hechos, son productos. La realidad suele ser indiferente a las descripciones que de ella hacemos, y la verdad misma es propiedad de las entidades lingüísticas; se desprende de las proposiciones. El yo no es “expresado” adecuadamente o no por un léxico, sino “creado” por el uso de un léxico. Sin embargo, dice el poema, en aquel atardecer en que la muerte empieza, algo que solo le sirvió a un hombre una vez, difícilmente satisfaga; sabe a poco.

  Rorty se apoya en Nietzsche: sólo los poetas saben apreciar la contingencia. El resto está condenado “a insistir en que sólo hay un registro de cargas, una sola descripción verdadera de la condición humana, que nuestras vidas tienen un único contexto universal”[11]. Para Nietzsche  su propia redención pasaba por recrear un “fue”, convertirlo en un “así lo quise”, lo que solo puede enunciar el poeta. Pero el pathos de la finitud es ineliminable. Invitados a inventar el nuevo léxico, sabemos que “ningún proyecto de creación de sí dejará de ser marginal y parasitario”[12]. Ese ser de deseo se señala ficcionalmente en el “así lo quise”, y conduce a Freud convocado como creador de ficciones y de metáforas.

 

 

Un simple recambio de metáforas   

 

  Las nuevas metáforas apenas pueden ser “habitantes inhabituales del lenguaje habitual”, lo cual permite interactuar con los otros socialmente; así que el lenguaje no siendo medio de representación ni de expresión, opera como el más potente medio de la interacción social. Para Bloom (en Agon, citado por Rorty) Freud-el-creador-de-metáforas es ineludible; para Bloom, la de Freud “más aún que la de Proust”, fue “la mentalidad mitopoética de nuestra era, fue tanto nuestro teólogo y nuestro filósofo moral cuanto nuestro psicólogo y principal hacedor de ficciones, el moralista que contribuyó a desdivinizar al yo haciendo remontar la conciencia a sus orígenes; para Freud la vida humana es la elaboración de una complicada fantasía personal”.  Rorty se mantiene cerca de “la pista Bloom”, para quien, en última instancia, la cultura occidental actual ha pasado a ser una cultura “literaria” y el psicoanálisis, con su religión y su filosofía pragmáticas, solo uno de sus fragmentos[13].  

  Así como Bloom desdiviniza el poema, y Nietszche la verdad, Freud desdiviniza la conciencia. En todos los casos, postula Rorty, “la estrategia es siempre la misma; consiste en colocar un tejido de relaciones contingentes, una trama que se dilata hacia atrás y hacia adelante a través del pasado y del futuro, en lugar de una sustancia formada, unificante, presente, completa en sí misma, de una cosa que puede ser vista constante y totalmente”[14]. Más parece que ese tejido de “relaciones” contingentes, que se dilata hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, es el movimiento del lenguaje en su inagotable combinatoria, condensación y desplazamiento en los términos de Freud, donde irrumpe el trabajo inconsciente bajo las formas del sueño, el lapsus o el acto fallido. Más aún, la del síntoma. (¿Ha leído Rorty a Freud?)

 

 

El freudiano “grano del ser”

 

  El tejido de relaciones contingentes que afecta al yo, -como se ve en “Psicopatología de la vida cotidiana”- ese yo no es, en efecto, “una cosa completa que pueda ser vista constante y totalmente”. Si por una parte se presenta consolidado por la serie de sus identificaciones, ellas lo sujetan a ese freudiano “grano del ser” que no es, precisamente, ni visible ni unificante en el sentido rortyiano de lo “completo en sí mismo”. Lo que le da al yo su impronta viene de otra parte, de su raíz pulsional, puesto que no podría provenirle de su constitutivo estatuto de espejismo. Lacan habló de la sustancia gozante. Freud no habló de sustancia, pero habló de la ubicuidad de la libido y de la satisfacción de la pulsión, (Trieb), no “instinto”, para referirse a la especificidad no instintual de la sexualidad humana. Paul-Laurent Assoun señala que el término del pre romanticismo alemán, Trieb, fue empleado por Nietzsche cuando se había generalizado su uso literario por el Sturm und Drang[15]. La idea lo emparentaba con el Lebenstrieb, el instinto de vida wagneriano, la sustancia cósmica en su unidad y su potencia, cuyo carácter fundamental era la necesidad.

  No será la dirección que tomará Freud, quien se aleja de su contemporáneo Nietzsche para adoptar el modelo fisicalista forjado desde Helmoltz hasta Brücke: “el instinto se encuentra estrechamente inserto en el sistema material de fuerzas que define al organismo”[16]. El Trieb nietzscheano-wagneriano era en el hombre participación de una efusión cósmica, mientras la idea freudiana es la de una “función” que actúa en una naturaleza material e incompleta, en este caso la naturaleza humana, única que inscribe una falta, función del “complejo de castración” que Freud someterá a una ardua investigación, descriptiva y positiva. En “El yo y el ello”, el yo freudiano (el yo afectado) muestra formar parte de un inextricable nudo con el ello y el superyó. De “gran depósito de libido” que es el ello, la libido fluye al yo por medio de las identificaciones. Por otro lado, el superyó se produce como una diferenciación en el interior mismo del yo, para acosarlo. He ahí el terreno donde lo inexorable de la repetición se presenta y la pulsión (pulsión de muerte) libra sus combates.

 

 

Con Rorty, hacia una feliz recreación de sí mismo

 

  Estas faústicas profundidades freudianas son reemplazadas rápidamente por Rorty. No le dice demasiado la idea freudiana de lo no unificado del psiquismo, de lo inexorable o “demoníaco” (en el sentido del daimon griego que actúa en los hombres pero viene de los dioses) de una repetición, placer más allá del principio de placer. Es una idea, una teoría mental, como tantas otras a las que puede poner a un costado sin mayores problemas.    Cuando Rorty  afirma que Freud recusa toda necesidad, es decir, que nada hay que impida una feliz recreación de sí mismo,  se olvida de lo esencial. Rorty obvia demasiadas cosas. Se dirige a Freud desde sus constituídos  pre-juicios que pueden resumirse en dos: uno, hacer del psicoanálisis una narratología lexicográfica; dos, comprender a Freud sin someterse a la disciplina de una “lectura” de Freud. La construcción de un léxico nuevo bastaría para indicarle a uno que no es ni una réplica ni una copia, que no es un límbico ser de léxico.

  Freud habría puesto fin a la oposición surgida en los tiempos de Kant, entre romanticismo y moralismo, volviendo el sentido moral tan individual como las creaciones del poeta moral contingente y privada que no le debe nada a los principios universales, lo que le ofrece a Freud un honroso lugar cerca de Proust, Nabokov, Newton y Darwin, Hegel y Heidegger, y de algunos más. Los grandes filósofos de nuestro tiempo han intentado una ruptura con Platón, concibiendo la libertad como reconocimiento de la contingencia. Entre filósofos en cierto modo antifilosóficos, Freud incluido, las metáforas de los unos se regocijan de la vecindad de las de los otros.

 

 

Una moral más abarcadora y accesible

 

  Del ensayo de Freud sobre Leonardo da Vinci, Rorty recorta el lugar donde dice que desde el encuentro del óvulo y el espermatozoo, todo en la vida humana es azar, y que, como Leonardo lo vislumbró, la naturaleza está “llena de innumerables causas que nunca entran en la experiencia”. Según Rorty, los seres humanos son una de esas causas que sí lograron abrirse camino hacia la experiencia; pero para los hombres existe lo reprimido, el conjunto de las innumerables contingencias que intervinieron en la formación de la conciencia  y que nunca llegarán a la experiencia; lo cual puede explicar que una mujer sea una buena madre y al mismo tiempo la más cruel guardiana de un campo de concentración.

 

  En tren de “explicar”, es fácil reducir la cuestión a una moral que ensancha sus márgenes, gracias a Freud, para reconocer “la peculiar idealidad” de acontecimientos que “ejemplifican”, “pongamos por caso, la perversión sexual, la crueldad extrema, la obsesión ridícula, el delirio maníaco. Freud nos permite entender cada uno de ellos como el poema privado del perverso, del sádico o del lunático, cada uno de ellos tan ricamente tejido y tan perfumado de recuerdos morales como nuestra propia vida. Nos permite ver lo que la filosofía moral describe como extremo, inhumano e innatural, como cosas no separadas de nuestras actividades”[17]. No olvidemos que Rorty no solo le extrae al yo su sustancia, también se la extrae a la posición de Freud, al separarla de su fuente en la experiencia. Para Rorty parece no existir la división subjetiva ni el sujeto capaz de volverse sobre sus actos.

 

 

La pragmática freudiana es ética

 

  Miller muestra el alcance de la pragmática freudiana: “¿Por qué Freud encuentra, por todos lados, la función del sentimiento de culpa? El sentimiento de culpa es el pathos de la responsabilidad; la patología de la responsabilidad ética”[18], un afecto del sujeto como sujeto ético, en el que se sostiene su juicio íntimo, su lugar social, la validez de los pactos, la regularidad de los intercambios, el funcionamiento de las instituciones. (El canalla no es responsable de nada, no es deudor, ni culpable). En cambio, del lado de la pulsión el sujeto se ve pasivamente sometido  a un imperativo del cual, o no se defiende (se hace instrumento del goce, a la manera sadeana), o si bien lo rechaza no puede defenderse, enfrentado a eso que sólo querría evitar; pero el mal encuentro se repite. Es el caso que Freud cita: la tragedia de Tancredo en La Jerusalén libertada, de Tasso. Sin saber, Tancredo mata a su amada oculta bajo una armadura del enemigo; desesperado, el héroe huye al temible bosque encantado donde derriba un árbol con su espada. El árbol sangra, otra vez, Clorinda cuya dulce y dolorida voz oye; le ha dado muerte por segunda vez. La romántica pieza, donde la fatalidad se abate dos veces sin que nada pueda evitarla, le parece a Freud el mejor ejemplo de la pulsión de muerte que se patentiza en la repetición. En la muda y nuda repetición de lo insabido.

  Sin embargo, al sujeto se le puede abrir la vía del deseo; porque si el goce es imperativo, “el deseo, sí, es una interrogación; el deseo, sí, confluye con el discurso”[19]. El deseo, sí, le ofrece al hablanteser la posibilidad de rechazar el goce mortificante, al construir su pregunta, y buscar su salida. No es este el Freud ético que le interesa a Rorty, cuya versión de la fantasía inconsciente freudiana le sugiere ver la vida como un poema, como algo capaz de revestirse de sus propias metáforas. Solo que, dice, en algunos casos, bastará una obsesión privada, elemento crucial en la percepción de sí, para que uno se vea vil, ridículo o fuera de lugar ante los otros. En    otros casos, por obra de la contingencia, la obsesión privada da lugar a una metáfora para la cual se halla aplicación en la sociedad; entonces se habla de genialidad. Freud abundaría en redescripciones que admiten prestidigitaciones, dice Rorty, en torno al mismo hecho. Siempre es posible un léxico más. El de Freud aporta elementos como, por ejemplo, “infantil”, o “sádico”, “obsesivo”, o “complejo de Edipo”.

 

 

Creación narrativa, modos alternativos de adaptación

 

  Gracias a estas “creaciones”, ya estamos listos “para esbozar una narración de nuestro propio desarrollo, de nuestra lucha moral individual, cuyo tejido es mucho más fino, y está hecha mucho más a la medida de nuestro caso individual que el léxico moral que nos ofrece la tradición filosófica”[20]. La psicología moral de Freud nos permite, siempre según Rorty, ver la ciencia y la poesía, la genialidad y la psicosis, la moralidad y la prudencia, no como productos de facultades distintas sino como modos alternativos de adaptación. Para Rorty, pese a Fromm y a Marcuse, la psicología moral freudiana no sería útil para definir metas sociales o criterios universales del bien o la felicidad; “su única utilidad radica en su capacidad de apartarnos de lo universal y hacer que nos dirijamos a lo concreto, a las contingencias de nuestro pasado individual, a las ciegas marcas que nuestras acciones llevan”[21]. Ni superhombre ni imperativo categórico; Freud quiere “deshacerse de la última ciudadela de la necesidad”[22].

  No resulta difícil demostrar la tontería de tal afirmación; pronto Freud se vió confrontado a un inédito campo de fuerzas, al encastillamiento de la libido, a los efectos negativos de los tratamientos, al imperativo categórico de cierta satisfacción libidinal. Se ve el problema. Rorty menciona las ciegas marcas con una soltura que desconoce ese abismo; tendría que detenerse en “Más allá del principio del placer” (1920), para anoticiarse de que lo demoníaco de la compulsión a la repetición busca un placer que ya no es placer. “Placer para un sistema, pero displacer para otro”, dice Freud. El principio de placer es vencido por “otras fuerzas”[23].

 

 

¿Interpretarnos a nosotros mismos?

 

  Para Rorty, en cambio, se trata de un Freud pragmático que se aleja de Platón y de Kant, para proponer un retorno a lo particular. Aferrados a ciertas decisivas contingencias de nuestro pasado “seremos capaces de hacer de nosotros mismos algo que valga la pena, crear un yo presente al que podamos respetar”[24]. Freud nos enseña entonces “a interpretarnos a nosotros mismos”. Se trata de comprender, con esta suerte de preceptor Freud, “la complejidad, inventiva y sutileza” de nuestras estrategias inconscientes. Una marca, para Rorty, se puede tratar por medio de la reinvención e incluir en una narración, con espíritu de juego e ironía.

  La primera identificación  es concebida por Freud como in-corporación, como algo que literal y materialmente es preciso tragarse, para que sea posible la entrada en el lenguaje; lo in-corporado es lo simbólico que agujerea lo viviente, resta, rechaza, reprime, recorta vida, sin lo cual sería imposible engancharse en la cultura, entrar por sus carriles, ser civilizado por ella. 

  En esa doble operación primordial (afirmación y rechazo) se constituye la negación, que “permite cierto grado de independencia con respecto a las consecuencias de la represión”[25]. En su trabajo sobre la negación, de 1925, Freud señala que “una representación o un pensamiento pueden abrirse paso, bajo la condición de ser negados”[26]. (¿Qué otra cosa sino mi miedo es lo que te declaro cuando te digo “no es que te tenga miedo”?) Gracias a la negación, algo de lo rechazado encuentra la forma de retornar. El inconsciente no es una bolsa de gatos; es aquello que le falta al saber, que impone otra lógica que la del principio de placer. Represión originaria quiere decir que para el ser que habla hay lo que de sí está excluido de su saber, pero que le vuelve, lo determina, lo agita. El síntoma insiste y se repite.

 

 

De cómo borrar el inconsciente freudiano

 

  Es por demás evidente que Rorty no ha leído en realidad a Freud, que construye a un Freud que no existió ni existe. Pues su metapsicología no sirve a su ideal de “librarse de las paradojas”, como si eliminadas “las paradojas del idealismo” no quedaran otras. Se trata de un “uso” rortiano de Freud por lo menos problemático. El inglés Lancelot Law-White, un antifreudiano furioso, autor en los años cincuenta de un libro sobre la idea del inconsciente antes de Freud, tuvo una mejor intuición del asunto; pensó que la idea del inconsciente freudiano bastaba para “socavar los cimientos tradicionales de Europa y de Occidente”[27]. La idea le parecía “anticlásica, antieuropea, y antiilustración”. Freud, “el genio del antagonismo psíquico”, introducía en el mundo el elemento pulsional, perturbador y alarmante; era “el desorden freudiano”. En 1967 Lacan preguntaría: “¿Qué es el inconsciente? La cosa todavía no ha sido comprendida”[28].

  Las posiciones más habituales y menos ilustradas con respecto a lo inconsciente son de rechazo; “no creo en esas cosas”, se rechaza algo vago e impreciso. No se sabe muy bien qué. Rorty retrata a un Freud el creador de un léxico nuevo, sin haber tropezado con el tratado sobre el sentido (Deutung) de los sueños. Para Freud la función general y propia del sueño es la de ser “el guardián y el servidor del dormir”. El relato (fragmentario o retocado en la narración del soñante) es lo único que queda de ellos, pero es el “texto sagrado e intangible” que va a conducir a “la zona larvaria” donde los deseos infantiles reprimidos se defienden, “invencibles como los titanes de la leyenda”.[29] La “asociación libre” freudiana deja que la palabra responda, en el dispositivo que responde a la transferencia analítica, lo que yo no sabía que sabía, a condición de que haya analista.   Leamos a Freud: “Allí donde la investigación analítica tropieza con la libido encastillada en sus escondites, tiene que surgir un combate. Todas las fuerzas que han motivado la regresión de la libido se alzarán en calidad de resistencias contra la labor analítica”.[30] Porque ella se dirige “al ombligo del sueño”, a ese borde, a ese límite. Freud inauguró una práctica; llegado al elemento demoníaco de la repetición, se le plantearon nuevos problemas. Freud murió, Lacan iba a retomar el surco que quedaba abierto.

 

 

 

II. El Dr. Freud se psicoanaliza

 

  Como infatigable lector que era, las fuentes de investigación freudianas fueron múltiples. Pero una, decisiva sobre todas, fue la que llamó él mismo su “autoanálisis”, hasta que se dio cuenta de que eso no existía; se había tratado de otra cosa. Pero no casualmente pudo publicar, justo al final de su insólita aventura, el libro de la Deutung (o Interpretación) de los sueños. ¿Qué le sucedió al joven neurólogo judío residente en Viena, discípulo de Breuer, a partir del encuentro con su colega, el Dr. Wilhelm Fliess? Puesto que se trata de mi homenaje a Freud, no quiero dejar de asomarme a esa travesía de su espíritu, de la que testimonian las cartas que dirigió al Dr. Wilhelm Fliess entre 1887 y 1904[31]. Mezcla de hipótesis científicas y vivencias íntimas y familiares, un día las cartas se volvieron el dramático registro del inconsciente de Freud. ¿Quién era Fliess? Un berlinés próspero con prestigio social, otorrinolaringólogo, invitado por Breuer a un curso dictado por Freud sobre anatomía del sistema nervioso. Pronto Fliess y Freud trabaron amistad. Breuer, el maestro, había descubierto el método catártico en estado hipnótico; su discípulo se enfrentaba a la pregunta sobre la causa de los fenómenos histéricos.

  En efecto, en un célebre caso de histeria (el de Ana O.)[32], Breuer había quedado atrapado en los efectos del amor de transferencia, y casi tuvo que huir de su paciente. Freud tuvo la evidencia de la causalidad sexual de la neurosis histérica, lo cual abría un campo nuevo que lo colmaba de angustia. Cuando era adolescente Sigmund había soñado ser de los que vienen a perturbar el sueño del mundo... como Bismark, o Napoleón o Aníbal, y ahora se encontraba lleno de ideas nunca antes vistas, de dudas, de hijos y de problemas económicos ante el brillante Fliess. Tenían 29 y 31 años respectivamente. Dice O. Mannoni: “cada uno era como el yo del otro y es este tipo de identificación la que en principio los reunió”[33]; ese año Fliess publicaba “Las neurosis nasales reflejas”, y Freud “El mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos”, y cada uno le suponía al otro el saber que cada uno creía que le faltaba.

 

 

Un depositario de la angustia que nada sabe de la angustia

 

  Pero el angustiado es Freud, y va a hacer de Fliess el depositario de lo que la angustia que lo aqueja por querer alcanzar la tierra incógnita del inconsciente; hasta imagina en Fliess una persona talentosa y fascinante; hasta manifiesta en una carta su alegría por intuir “un suelo común para el trabajo entre nosotros”. Sin embargo no había nada de eso. Fliess no pasaba de ser un conversador amigo de afirmaciones dogmáticas, poco riguroso, con pretensiones de innovador en el campo de la psicobiología. Sus “investigaciones” sobre las neurosis nasales y otras terminaron en una delirante numerología mística digna de la baja Edad media. En 1894 las cartas de Freud muestran una relación transferencial de la cual Fliess no intuye nada. Durante años, las cartas de Freud se incrementaron; era a la vez el descubridor del psicoanálisis y el analizante, y estaba solo. Un día escribe: “Cuando por casualidad no me domina la angustia, me siento capaz de enfrentarme a los demonios del infierno. Tú, ni siquiera sabes lo que es la angustia”.

  La angustia es el precio que Freud paga por su fáustico deseo. En la Traumdeutung, hará suyas las palabras del poeta Virgilio: “si no puedo doblegar a los dioses celestes, agitaré a los del infierno”. La tarea es ímproba e inédita; los hallazgos en el  autoanálisis parecen surgir con  los impasses angustiosos de su investigación[34]. Una crisis cardíaca con depresión del ánimo lo encuentra sumido en el atolladero de su “Proyecto de una psicología para neurólogos”. Sueña el célebre sueño “de la inyección de Irma”[35], llave de acceso a su propio inconsciente, pues sin vacilar se vuelve ahí su propio caso; afronta, dice Lacan, una rememoración “no de realidad, sino de verdad”[36]. El joven Dr. Freud, en los vacilantes inicios de una práctica casi desconocida, tuvo noticias de que Irma, su paciente y amiga de la familia, no había mejorado. Perturbado, Freud sueña; el sueño desembocaba en una visión horrible de la garganta infectada de Irma. Freud no se despierta; el sueño sigue con la inentendible fórmula química de cierta “solución”.  Freud quiere la solución; más aún, sin saber que lo hace, dice Lacan, busca una formalización.

 

 

Muerte de Jacob, su padre. Fin de la transferencia con Fliess

 

  Este sueño anima la corriente del autoanálisis en las cartas. Después de la muerte de Jacob, su padre, escribe sobre su sentimiento de desolador desarraigo. Padece. Sueña. Sin embargo, en medio de sus malestares, un mes después surge como una luminaria la carta conocida como la número 52 (según la colección de 1950)[37]. En ella Freud concibe una inscripción, una escritura en el origen del sistema inconsciente, arcaica, fuera de toda representación, y luego la memoria: “Lo esencialmente nuevo de mi teoría es entonces la tesis de que la memoria no existe de manera simple sino múltiple, registrada en diferentes variedades de signos (...) No sé cuántas de estas inscripciones existen”.[38] Todo para Freud comienza a retrotraerse a los primeros años de su vida, hacia lo que más tarde llamará “el trauma sexual”. Escribe en la carta 52: “Los accesos de llanto y los accesos de vértigo están dirigidos a ese otro prehistórico que nunca pudo ser igualado”. Pero ese otro ¿es también “el agente patógeno del trauma de seducción”? ¿Entonces son los padres los agentes del trauma psíquico? Freud está perplejo. La marcha es penosa, hasta que lo descubre: el neurótico goza con la fantasía (de la escena de seducción u otras), su “teatro privado”, territorio resguardado “a la manera de los parques naturales”.

  Fliess siente por todas esas historias (las de Freud y los casos clínicos que Freud febrilmente interroga) un invencible rechazo. No le interesa. Freud lo sospecha; sueña con Fliess y le escribe “mi sueño reúne todo el enojo que siento en mi inconsciente contra ti, como si siempre pretendieras algo especial”. ¿Qué es eso “especial” que Freud espera que Fliess espere de él? Esa es la lectura del neurótico Freud: “¿qué más tendría que hacer para satisfacerte?”. Lo cual no excluye que hubiera algo “especial” que Fliess necesitaba: librarse del lugar transferencial que le había tocado en la marcha demoledora de la investigación que Freud no vacilaba en hacer pasar por sí mismo.

 

 

Lo que Freud no sabe y su deseo inconsciente le dicta

 

  A Freud se le revela la naturaleza de las neurosis. Se abre el texto de las significaciones reprimidas del inconsciente, la clave de los sueños y de los síntomas. Se le revelan los deseos de muerte de los hijos contra los padres. Sigue soñando. Se sigue angustiando. A cada paso, “más oscuridad. Estoy en un período de parálisis intelectual. No comprendo nada. El principal paciente que me ocupa soy yo mismo”. “Creo estar encerrado en un capullo; sabe Dios qué clase de bestia saldrá de él”.[39] La fantasía inconsciente, la función del sueño, la psicopatología de la vida cotidiana, los recuerdos encubridores; Freud avanza.   Edipo y Hamlet se le presentan como paradigmas. Vacila. Duda. ¿Le interesa a Fliess el manuscrito del capítulo VII de la Traumdeutung?[40] Se lo envía; “todo esto fue anotado como el inconsciente me lo dictó”. Le ha sucedido, dice, lo que a Itzig, el jinete dominguero. “-¿Itzig, hacia dónde cabalgas? -¡No lo sé!, pregúntale al caballo”. En 1898   

  Freud viaja a Orvieto en cuya catedral vio los grandiosos frescos del pintor Lucas Signorelli[41] sobre el juicio final. A partir del olvido del nombre del artista (Signor-Herr) Freud, conmocionado, escribe su precioso texto sobre “el olvido de nombres propios”, del que su autoanálisis recibe inesperada luz; él mismo se ha visto confrontado al par “sexualidad y muerte”.

  La relación con su amigo Fliess se desmorona. Pero Freud ya no es el mismo. Siente los efectos de la experiencia ética a la que no se ha rehusado. No se ha rehusado a saber sobre su falta ni sobre su goce. Le escribe a Fliess: “Una cosa he aprendido, una cosa que hace de mí un anciano, si lo poco que avancé me demandó tanto tiempo, esfuerzos y errores, ¿cómo puede creer alguna vez creer que alcanzaría una comprensión de la totalidad del acontecer psíquico?”.

  Más tarde, en 1915, le escribirá al pastor Pfister que el análisis no marcha a menos que el paciente baje de las abstracciones a los detalles. “Es necesario ser allí sin escrúpulos, exponerse, ofrecerse a los leones, traicionarse, conducirse como un artista que compra los colores con el dinero de la familia y quema los muebles para calefaccionar al modelo”. Sabe de qué habla. Ha pasado, pese a Fliess, por una experiencia a la que Lacan no llamó el análisis original. “El análisis original sólo podrá ser el segundo, al constituír la repetición que del primero hace acto.”

 

 

 

III. Lo que Rorty se rehusó a saber

 

  Una vuelta más para acercar al lector al tipo de elaboración que Freud emprende en su metapsicología; es una muestra del talento de Freud, del estilo de su investigación, muy ajeno a la idea rortiana que le atribuye un talento “mitopoético”. ¿Qué significa metapsicología? Es el término creado por Freud para designar los frutos de su indetenible esfuerzo de investigación teórica; entre los trabajos de 1915 se encuentra “La represión”.   

  Para Freud, los inconscientes procesos primarios constituyen “el grano del ser”, son las huellas mnémicas que rasgan la unidad de lo viviente, que trazan y trozan las zonas erógenas y constituyen el trauma de la especie; “lo inaprehensible y no inhibible por los (tardíos) procesos secundarios”. No es algo que esté al alcance, no es el inventario de las cargas en la simplificada versión de Rorty.  En efecto, Freud necesita postular, por una parte, la represión originaria de “un representante psíquico de la pulsión” (Repraesentanz).   

  Algo permanecerá exterior a la conciencia, “inmutable y en actividad”, y formará retoños al ligarse a otras representaciones inocuas, sobre las cuales ejerce su atracción “en las sombras”[42]. La función de la represión secundaria es dar caza a esos retoños para repelerlos a su vez: o bien los reenvía a las sombras, o bien los desfigura, o bien les crea eslabones de representaciones que son “las ocurrencias que escucha el analítico”, juego de sustituciones a distancia de aquel exterior, enigmático e inalcanzable representante psíquico.

 

 

Sobre los afectos y sobre uno muy particular: la angustia

 

  Pero el fáustico Dr. Freud avanza más y establece un nuevo destino de la pulsión. El monto de afecto “corresponde a la pulsión en tanto ésta se ha separado de la representación y ha encontrado una expresión proporcionada a su cantidad, en procesos que devienen registrables para la sensación como afectos”. Se trata de los afectos desplazados, desamarrados, irrepresibles, que van a la deriva. Irrumpen y desorientan, pues su excesiva magnitud no guarda relación con suceso alguno. La angustia es otro asunto; su irrupción señala el fracaso de la represión. “La angustia es el único afecto que no engaña”, afirma Lacan[43], pero no se podrá con ella, dice Freud, a menos que su ambigüedad encuentre en el análisis la vía del síntoma.  Las interrogaciones de Freud no se detienen. El problema de la práctica analítica es el del acceso al representante de lo inaccesible. Podemos decir, “a los signos de goce”[44].

  Jamás alejado de la experiencia, Freud no retrocede ante una economía pulsional a cuyo servicio están, de modo diferente, los síntomas y los sueños. Mucho antes de concebir los términos de la metapsicología, había localizado los pensamientos del sueño (ocultos resortes del sueño que burlan la censura) literalmente prensados, sustraídos los nexos lógicos de su sintaxis. Son “fragmentos que se dan vuelta, se hacen añicos y vuelven a soldarse como témpanos a la deriva”. Lo mismo sucede con los síntomas, más onerosos que los sueños o los lapsus porque el sujeto los padece. ¿Qué saber es el saber del psicoanálisis? Rorty no se equivoca cuando piensa que Freud nos aparta de lo universal y nos lleva hacia lo concreto; se equivoca cuando refiere eso “concreto” al freudismo “inserto en el sentido común de la cultura contemporánea”; a esa clase de freudismo que supuestamente permite librarse sin obstáculos del “remordimiento de la conciencia” por el sencillo trámite de interpretar la reaparición de la culpa en términos de “impulsos sexuales infantiles reprimidos”, dejando todo muy bien acomodado en las cabezas, sin que sea necesario pagar el precio de implicarse uno. No será Rorty quien vaya al encuentro del rechazado Freud de 1920, el que dijo: “Creíamos que el psicoanálisis era un arte de interpretar. Pero no”. No lo es. No se trata de la interpretación infinita. Porque hay el goce, eso que, en términos de Freud, insiste y se repite pues “no cesa nunca de aspirar a su total satisfacción”. Lacan llama ahí a otra operación, la del acto analítico.

  El texto freudiano de 1920, “Más allá del principio de placer”, se cierra con la curiosa cita de un dicho popular: “Si no se puede avanzar volando, bueno es progresar cojeando”. Freud se burla de sus propios avances especulativos en un texto mayor donde la teoría sufre un giro inédito.

 

 

La puerta del mito es para nosotros la buena puerta

 

  No es extraño que, como muchos otros contemporáneos suyos, el pragmático Rorty no se haya interesado en Lacan, un lejano francés casi ilegible. Pero Lacan realizó el pasaje del mito freudiano a la estructura de lenguaje del mito. Es posible, lo hace Miller, decir de Freud que fue “un mitólogo, un mitómano y un mitógrafo” [45], porque no se trata de oponer los mitos a realidad. Es necesario saber que el mito designa y enseña sobre lo que hay de más real. El analista lo sabe, ésa es la diferencia. Mientras analice no podrá expulsar los mitos ni los sueños, tampoco dejará que eso continúe así, “lo cual implicaría un esquema grosero y absurdo” pues esa puerta, la puerta del mito, la puerta abierta por el genio de Freud, “es para nosotros la buena puerta”[46], la que un análisis debe franquear.

  En cambio el filósofo (como el pragmático e irónico Rorty) preserva la ficción, el orden de las ficciones, pero cortado del goce que da cuerpo a esas ficciones[47]. Si los semblantes se vacían en una idea de comunidad meramente lexical, mental, (rortiana), que ignora las paradojas del goce, y si (correlativamente) se expanden los bizarros goces que escapan a las mediaciones de las ficciones (jurídicas, políticas, institucionales u otras) ¿qué clase de lazo social sería posible? ¿Qué se puede esperar de una ficción vacía? Naturalizada la portación de armas, se pueden esperar sangrientas matanzas de uno que se imaginó protagonista de un film espectacular.

 


 

 

 



Notas

 

[1] Lacan, J., “De un designio”, Escritos 1, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 350.

[2] Alemán, J., “Presentación” en Lakant, Buenos Aires, Tres Haches, 2000, p. 16.

[3] Ibid., p. 99.

[4] Ibid., p. 98

[5] Rorty, R., Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona, Paidós, 1996, p. 42. 

 

[6] ¿Quién es Harold Bloom, repetidas veces citado por Rorty? Autor de varios libros, profesor en Yale, nacido en New York en 1930, Bloom -además de ser un notable crítico literario- es un estudioso de la cábala, el gnosticismo y  del sufismo, y decididamente se ha servido de este  bagaje para hacer su crítica de  la contemporaneidad. Bloom ha afirmado que el gnosticismo cátaro,  devastado por la inquisición medieval, no fue el último gnosticismo: subsiste y goza de buena salud en los Estados Unidos de América. “Nuestra religión estadounidense, ya sea autóctona, católica romana o protestante tradicionalista, es más una amalgama gnóstica que un cristianismo doctrinal histórico de tipo europeo, aunque muy pocos parecen darse cuenta o quizás son muchos los que prefieren ignorarlo”.[6] Pero las principales  manifestaciones  de esa amalgama circulan por fuera de las iglesias; son legión, por ejemplo, “los compañeros de viaje de la nueva era (new age)”, que creen tener un ángel propio que se encarga de ellos.

[7] Bloom, H, The anxiety of influence, Oxford, University Press, 1973.

[8] Ibid., p. 78.

[9] Rorty, R.,  Contingencia, ironía y solidaridad, op. cit., p. 54.

[10] Ibid., p. 43.

 

[12] Ibid., p. 60.

[13] Bloom, H.,  La religión americana,  Buenos Aires, Taurus/Alfaguara, 2009  El libro, aparecido en Nueva York en 1992, ha merecido una justa crítica. Se le advierte en la nota (Revista “Ñ”, 2/5/2009) que los evangélicos norteamericanos  no nacen con la Reforma luterana,  sino en el siglo XIII con  “el evangélico” J. Wicliff, el primero en traducir la Biblia al inglés. Tiempos a los que me refiero brevemente en los capítulos  7 y 9.

[14] Rorty, R.,  Contingencia, ironía y solidaridad, op. cit., p. 61.

[15] “Tormenta e impulso”, es el nombre de un movimiento literario surgido en Alemania  a fines del siglo XVIII, del cual  procede el romanticismo. Se  abandonan  las formas clásicas para volver la mirada a la Edad media, hacia las raíces míticas del pueblo alemán.

[16] Rorty, R.,  Contingencia, ironía y solidaridad, op. cit., p. 102.

[17] Ibid., p. 58.

[18] Miller, J.-A., “Patología de la ética” en Lógicas de la vida amorosa, Buenos Aires, Manantial, 1991, p. 72.

[19] Ibid., p. 74.

[20] Rorty, Richard, Contingencia, ironía y solidaridadop. cit., p. 52.

[21] Ibid., p. 53.

[22] Ibid., p. 55.

[23] Freud, S., “Más allá del principio de placer” (1920), Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1968, Vol. I, p. 1098.

[24] Rorty, R., Contingencia, ironía y solidaridad, op. cit., p. 53.

[25] Freud, S.,  “La Negación” (1925), Obras Completas, op. cit., Vol. II, p.1134.

[26] Ibid.

[27] Law Whyte, L.,  El inconsciente antes de Freud, México, J. Mortiz, 1963, p. 98.

[28] Lacan, J., “La equivocación del sujeto supuesto saber” (1967) en Momentos Cruciales de la experiencia analítica, Buenos Aires, Manantial, 1987, p. 25.

[29] Freud, S.,  “La interpretación de los sueños” (1900), Obras Completas, op. cit., Vol. I.

[30] Freud, S., “La dinámica de la tranferencia” (1912), Obras Completas, op. cit., Vol. II, p. 415.

[31] Freud, S., Cartas a Wilhelm Fliess (1887-1904), Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1986.

[32] Se trata del caso de Berta Pappenheim, tratada por Joseph Breuer con el método hipnótico.

[33] Mannoni, O.,  “El análisis original” en  La Otra escena, Buenos Aires, Amorrortu,  1979, p. 91.

[34] Ibid.

[35] Freud, S., “La interpretación de los sueños” (1900), O.C, vol. I,  op. cit., p. 309.

[36] Lacan, J., Seminario 2,  El yo en la teoría de Freud (1954-1955), Buenos Aires, Paidós, 1992,  p. 245 y ss.

[37] Freud, S., Cartas a Wilhelm Fliess (6/12/1896), Obras completas, op. cit., p. 218.

[38] Ibid.

[39] Freud, S., Cartas a Wilhelm Fliess (22/6/ 1897), Obras completas, op. cit., p. 272.

[40] “La interpretación de los sueños”.

[41] Freud, S., “Olvido de nombres propios” (1904), Obras completas, op. cit., Vol. I, p. 629.

[42] Freud, S., “La represión” (1915), Obras completas, op. cit., Vol. I, p. 1045.

[43] Lacan, J.,  Seminario 10, La angustia, 14/11/62,  op. cit.

[44] Freud, S., “Lo inconsciente” (1915), Obras completas, op. cit., Vol. I, p. 1051.

[45] Miller, J.A., “Un divertimento sobre el privilegio” en Uno mas uno, Nº 5, Buenos Aires, abril de 2000.

[46] Lacan, J., Séminaire VIII, Le transfert, op. cit., p. 375.

[47] Ibid.


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