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El masoquismo femenino es un fantasma masculino

16/12/2018- Por Marcela Bianchi - Realizar Consulta

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La afirmación de que exista un masoquismo femenino queda en la cuenta de un fantasma masculino; fantasma que es el encuentro de un sujeto deseante con su objeto de deseo. La idea de un masoquismo femenino habla del lugar donde el deseo del hombre ubicó a la mujer… Valga esta lectura psicoanalítica y fundamentada para pensar y cuestionar los puntos de forzamiento en la teoría, amparados por una visión masculina de la posición femenina, sostenida habitualmente por analistas hombres y mujeres.

 

 

 

                              

                           Ilustración para Venus in furs de “Sardax”*

 

 

Una introducción al goce femenino o goce suplementario

 

 

1. El origen de una clasificación

 

  Cuando el psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing publicó en 1886 Psychopathia Sexualis (Psicopatía del sexo) –primer libro íntegramente dedicado a las perversiones sexuales–, presentó bajo el término “masoquismo” a aquella perversión en donde las emociones sexuales de un individuo se hallan dominadas por la idea de encontrarse completa e incondicionalmente entregado a la voluntad de una persona de sexo opuesto, a quien atiende como si fuese su dueño y señor, sufriendo de parte de este menoscabos, vejaciones y humillaciones. El masoquista –refiere–, se deleita imaginando situaciones de esta naturaleza, y a veces procura llevarlas al terreno de la realidad.

 

  La denominación “masoquismo” deriva del apellido del austriaco Leopold von Sacher-Masoch; profesor de historia, periodista y literato; que en ocasiones idealizó en sus obras el comportamiento retratado por Krafft-Ebing. Su libro más reconocido en ese género y que le granjeara un lugar en el texto del psiquiatra, La Venus de las pieles,[1] grafica lo que fuera a su debido tiempo vivencia del autor; incluida la firma de un contrato de esclavitud y el fetiche de las pieles.

 

  El personaje de Severino von Kusiemski expresa: “-Si es que no puedo gozar plena y enteramente la dicha del amor, necesito apurar la copa de los sufrimientos y de las torturas, ser maltratado y engañado por la mujer amada, cuanto más cruelmente, mejor. ¡Es un verdadero goce!” (p. 64); “– […] el dolor posee para mí un encanto raro […] nada enciende más mi pasión que la tiranía, la crueldad y, sobre todo, la infidelidad de una mujer hermosa.” (pp. 75-76)

 

  Sus ideas se van tornando en la novela súplica dirigida al personaje femenino, Wanda von Dunajew, a quien le implora tenga ese proceder hacia él: “-Es que aunque abuses, estaré siempre enamorado de ti, te honraré, te adoraré cada vez más […]. Cuando me maltratas […] me quemas la sangre y embriagas mis sentidos. […]” (p. 127); “-[…] bien sabes tú que yo no conozco mayor delicia que servirte, ser tu esclavo, y que todo lo daría por esa voluptuosidad, incluso mi vida.” (p. 136)

 

  La dama en cuestión se niega por bastante tiempo, entre enamorada y angustiada, a encarnar ese lugar que él le ofrece: “-Pero Severino –replicó Wanda casi enfadada–, ¿me cree usted capaz de maltratar a un hombre que me ama como usted y al que también yo amo?” (p. 65).

 

  Hasta que la insistencia excitada de él comienza a convencerla: “-Tengo miedo de no poderlo hacer; pero lo ensayaré por ti, bien mío, a quien amo como nunca amé a ninguno.” (p. 82); pese a que al principio guardaba cierto pudor y vacilación: “-Olvide usted la odiosa escena de ayer –dice con voz temblorosa–. Me presté a su loca manía. Seamos razonables y felices; amémonos, y dentro de un año seré su mujer.” (p. 89); “-Te amo, Severino […] y creo que nunca podré amar más a nadie. ¿Quieres que seamos razonables?” (pp. 112-113)

 

  Pero dada la inutilidad de estos ruegos, Wanda gradualmente va venciendo su amor hacia él, y vira a una posición entre gozosa y pedagógica; giro que se inicia al plantear una exigencia: firmar dos documentos. El primero, un contrato –hasta ahí, verbal– de sumisión, en el que Severino debe reconocer por escrito tanto que es su voluntad ser esclavo de Wanda como que, desde ese momento, pierde sus derechos a ser amante de ella y su nombre propio (pasando a llamarse Gregorio); comprometiéndose asimismo a que, una vez liberado, no apelará a venganza alguna.

 

  En ese documento Wanda asentará que lo adquiere como propiedad para maltratarlo a su antojo, y se obligará al uso de las pieles con la mayor frecuencia posible. El segundo escrito debía ser una nota manuscrita de puño y letra de Severino en el que se figurara un suicidio: “Cansado de las decepciones de un año de existencia, pongo fin libremente a mi vida inútil.” (pp. 137-138).

 

  Él, aunque tembloroso y vacilante, acepta firmar ambos títulos, sellándose así un trato que decididamente vuelve objeto a Severino, tanto como corrupta de espíritu a Wanda.

 

  El collar de rasgos que desde esa rúbrica pasa a conformar el vínculo es limitado; como siendo una única escena, monótona, invariable, reiterada vez tras vez: ser flagelado y avergonzado por una mujer que –con gran insistencia– se cree, se espera, se desea… llegue a traicionarlo; consumándose entonces el contrato de esclavitud con esa partenaire ideal que reúne las tres anheladas características: bella, cruel e infiel.

 

  Equilibrio que se mantiene hasta que Wanda conoce efectivamente a un hombre al que desea; que le resulta hermoso, varonil, fuerte, llevándola a decir: “-¡Sí! ¡Dios sea alabado! ¡Basta de esclavos! ¡Un amo! La mujer necesita amo, y lo adora.” (p. 195); y a dirigirse a Severino con una de las frases más sádicas del relato: “-Podría castigarte a latigazos, pero prefiero responderte. […]” (p. 197); mostrando en el desenlace su costado sanguinario: hacerlo azotar hasta la extenuación por su Adonis, para luego… abandonarlo por este nuevo amor, este hombre de verdad.

 

“Y comenzó a descargar sobre mí el látigo, tan despiadada, tan espantosamente, que yo saltaba a cada golpe con todo mi cuerpo. […] Hubo un momento en que pensé vengarme, matarla. Pero recordé el contrato. Tenía que cumplir mi palabra a regañadientes”. (pp. 210-211)

 

  Resulta evidente en la narración que el más cruel con Severino es Severino mismo, el que cumple desde una voluntad oscura, arbitraria, aquel siniestro contrato. Sin embargo, su conclusión de esta experiencia toma nota muy tangencialmente de ello al afirmar:

 

“La moraleja es que, tal como la naturaleza la ha creado y como el hombre en la actualidad la trata, la mujer es enemiga del hombre, pudiendo ser su esclava o su déspota, pero jamás su compañera. Solo cuando el nacimiento haya igualado a la mujer con el hombre, mediante la educación y el trabajo; cuando, como él, pueda mantener sus derechos, podrá ser su compañera. En la actualidad, o somos el yunque o el martillo. Yo fui un burro al hacerme esclavo de una mujer, ¿comprendes? Esa es la moraleja: el que se deja dar de latigazos, lo merece”. […] (p. 214)

 

  Casi una ley moral.

La lección que el personaje dice haber conseguido de este suceso de su vida es plasmada desde una identificación femenina. Denuncia la inexistencia de dos sujetos en una relación, la falta de complementariedad, el tratamiento de uno de los integrantes de la pareja como objeto; se queja ante la diferencia sexual cultural de su época, siendo casi un llamamiento al feminismo y la igualdad; se lamenta por una sentida pérdida de la ilusión de haber estado en el camino de lograr una compañera, y remata su moraleja con una sentencia que habla de un castigo, un golpe bien recibido. Su responsabilidad, la única en este asunto según sus palabras, es haber sido un burro.

 

  Nada dice de haberse ofertado al maltrato, de haberlo suplicado, de haberse sometido, de haber gozado. Y por sobre todo, niega que la compañera que él esperaba no fuera la de la igualdad, sino la que diera los golpes, una que lo acompañara en su fantasma.

 

 

2. El masoquismo como perversión y el masoquismo femenino en Freud

 

  En “El problema económico del masoquismo” (1924)[2], Freud retoma la tarea iniciada en “«Pegan a un niño» Contribución al conocimiento de la génesis de las perversiones sexuales” (1919)[3]: explicar la existencia de la aspiración masoquista en la vida pulsional de los seres humanos; aspiración que no se condice con la finalidad del principio de placer: “Si dolor y displacer pueden dejar de ser advertencias para constituirse, ellos mismos, en metas, el principio de placer queda paralizado, y el guardián de nuestra vida anímica, por así decir, narcotizado.” (p. 165)

 

  Afirma que el masoquismo se ofrece a nuestra observación en tres figuras: como condición de la excitación sexual, como expresión de la naturaleza femenina y como norma de la conducta en la vida; por lo que distingue un masoquismo erógeno, uno femenino y uno moral.

 

  El masoquismo primario, erógeno, el gusto de recibir dolor que acompaña siempre a la libido a lo largo de su desarrollo, se halla en la base de las otras dos formas de masoquismo: el femenino y el moral.

El masoquismo moral sitúa los efectos del sentimiento inconsciente de culpa, la satisfacción presente en la necesidad de castigo.

 

  Ahora bien, pese a que existe una categoría en donde Freud utiliza la voz “femenino”, no debe suponerse que busca con ella definir algo propio de las mujeres. Allí explica:

 

“De esta clase de masoquismo en el varón (al que me limito aquí, en razón del material disponible) nos dan suficiente noticia las fantasías de personas masoquistas (y a menudo por eso impotentes), que o desembocan en el acto onanista o figuran por sí solas la satisfacción sexual”. […] (p. 167)

 

  Freud define, bajo el nombre de masoquismo femenino, a la perversión: sujetos que fantasean o realizan la escenificación de unas fantasías donde golpizas, tormentos, sometimiento y denigración hacen a su contenido; siendo su más fácil interpretación que quieren ser tratados como niñitos desvalidos, dependientes; y, por sobre todo, díscolos; pero donde cierta elaboración de esas fantasías le indica a Freud que colocan a los actores en contextos propios de la feminidad: ser castrados, ser poseídos sexualmente o estar pariendo; motivo por el cual son para él expresión de la naturaleza femenina.

 

  Es desde allí que surge la denominación elegida; aunque en verdad –dice–, “muchísimos de sus elementos apuntan a la vida infantil” (p. 168), y no por fuerza a la vida femenina.

 

  Como se dijo, el masoquismo erógeno en que se funda esta perversión toma prestados los distintos revestimientos psíquicos del desarrollo libidinal: la angustia de ser devorado por el animal totémico (representación del padre), proviene de la organización oral primitiva; el deseo de ser golpeado por el padre (con las nalgas como parte preferida del cuerpo), de la fase sádico-anal; la castración –si bien luego desmentida–, es sedimento del estadio fálico; y ser poseído sexualmente o estar pariendo –rasgos femeninos–, deriva de la organización sexual definitiva. (pp. 170-171) A su criterio, todos se prestan al gusto por el dolor.

 

  Resulta difícil a esta altura no tomar nota del prejuicio existente en Freud al llamar a esta perversión “masoquismo femenino”. En verdad, él dibuja regresiones a diferentes momentos del desarrollo libidinal. Pero le da nombre solo en base a una: la organización sexual definitiva femenina.

 

  Sobre el final de este artículo, aclara:

 

[…] sabemos que el deseo de ser golpeado por el padre, tan frecuente en fantasías, está muy relacionado con otro deseo, el de entrar con él en una vinculación sexual pasiva (femenina), y no es más que la desfiguración regresiva de este último. (p. 175)

 

  Esta sustitución regresiva de una modalidad de goce, de “ser amado” a “ser golpeado”, es traída por Soler[4] para subrayar la heterogeneidad en Freud entre feminidad y masoquismo. Que haya habido regresión quiere decir que hubo un cambio real en el inconsciente; tal el caso del masoquismo. En cambio, en la feminidad hallamos en juego a la represión, que borra un deseo de la escena pero lo mantiene idéntico a sí mismo en el inconsciente.

 

  Para Soler, la referencia a lo femenino en el masoquismo busca indicar que, en su génesis, aspirar a ser golpeado por el padre es expresión de un deseo de ser la mujer del padre, desfigurado por regresión; mientras que la organización sexual definitiva femenina no se consigue por regresión. (p. 86)

 

  En “Sobre la sexualidad femenina” (1931)[5], Freud trae la expresión “masoquismo femenino” nombrando un ensayo de Hélène Deutsch; trabajo del cual, sin embargo, destaca la admisión que hace la autora de la actividad fálica en la muchacha y la intensidad de la ligazón-madre (Vol. 21, p. 243); sin subrayar la idea que ella desarrolla sobre el masoquismo femenino mismo.

 

  En la Conferencia 32ª “Angustia y vida pulsional” (1933)[6], al presentar la pulsión de destrucción como supuesto al que el psicoanálisis arribó a partir de la apreciación de fenómenos de sadismo y masoquismo, ubica al sadismo como aquel cuya satisfacción sexual se anuda a la condición de que el objeto sexual padezca dolores, maltratos y humillaciones; y al masoquismo, como teniendo por necesidad ser ese objeto maltratado; a lo que acota:

 

“Saben también que cierto ingrediente de ambas aspiraciones es acogido en la relación sexual normal, y que las designamos como perversiones cuando refrenan a las otras metas sexuales y las remplazan por sus propias metas. Por otra parte, difícilmente se les escape que el sadismo mantiene un nexo más íntimo con la masculinidad, y el masoquismo con la feminidad, como si existiera aquí un secreto parentesco, si bien debo decirles enseguida que no hemos avanzado por este camino”. […] (pp. 96-97)

 

  Este planteo sí asocia masoquismo y feminidad. A diferencia de 1924, Freud no dice aquí que el modo que tiene una patología de dar expresión a la naturaleza femenina sea el masoquismo, sino que afirma un íntimo vínculo entre masoquismo y feminidad; pese a lo cual –indica–, no fue ese el camino que siguió en su investigación el psicoanálisis.

 

  Asevera asimismo, unas líneas más adelante, que tanto sadismo como masoquismo son fenómenos harto enigmáticos para la teoría de la libido; y que muy especialmente lo es el masoquismo; concluyendo su idea con esta frase:

 

“[…] además, todo es como debe ser si lo que constituyó la piedra del escándalo para una teoría está destinado a proporcionar la piedra angular de la teoría que la sustituya.” (p. 97) ¿Es el masoquismo esa piedra del escándalo?

 

  Finalmente, en la Conferencia 33ª “La feminidad” (1933)[7], mientras intenta diferenciar masculino de femenino, sin hallar cabal respuesta ni en lo anatómico, ni en lo psicológico, ni en lo zoológico; y desaconsejando asociar pasivo con femenino y activo con masculino, por no aportar este tipo de nexo ningún discernimiento nuevo; trae la conjunción entre constitución psíquica y sociedad:

 

“Su propia constitución le prescribe a la mujer sofocar su agresión, y la sociedad se lo impone; esto favorece que se plasmen en ella intensas mociones masoquistas, susceptibles de ligar eróticamente las tendencias destructivas vueltas hacia adentro. El masoquismo es entonces, como se dice, auténticamente femenino. Pero si […] se topan ustedes con el masoquismo en varones, ¿qué otra cosa les resta sino decir que estos varones muestran rasgos femeninos muy nítidos?” (pp. 107-108)

 

  En un particular anudamiento entre constitución subjetiva y sociedad, Freud justifica el masoquismo en las mujeres por la búsqueda de ligar eróticamente pulsiones agresivas vueltas sobre la propia persona; búsqueda de obtener un sentido sensual de eso que, de lo contrario, solo resultaría ser autodestrucción; búsqueda de que el más allá se inscriba bajo la égida del principio del placer.

 

  Sin embargo, llama la atención tanto el “como se dice” que aparece en esta referencia (y que aparentaría mostrar que no es exactamente Freud quien afirma la existencia de un masoquismo propio de la mujer), como la última reflexión de esta cita, en donde Freud da un salto y en lugar de generalizar la erotización de pulsiones agresivas cuando son vueltas sobre la persona propia, califica a la perversión masoquista de poseer “rasgos femeninos”; quedando así las mociones masoquistas como carácter general de la feminidad y el “masoquismo femenino” como definición de la perversión.

 

  El que Freud plantee esto bajo la pregunta: “¿qué otra cosa les resta…?”, parece ser más un índice de una asociación propia que de una justificación; incluso de cierto prejuicio; semejante a lo que ocurriera en “El problema económico del masoquismo”, donde viendo que los rasgos preponderantes de esa patología tenían un sólido asidero en lo infantil, aun así elegía llamarlo “masoquismo femenino”.

 

  Ahora, es de remarcar que en los trabajos donde Freud presentó sus ideas conclusivas sobre los derroteros de la niña (tanto en “Sobre la sexualidad femenina” como en “La feminidad”), el masoquismo no fue una coordenada de su exposición, utilizando otros ejes para su ubicación y definición.

 

  En cambio, los psicoanalistas post-freudianos llevaron adelante de manera taxativa esta inversión de términos, haciendo del masoquismo un carácter de lo femenino. Ya no era lo femenino lo que definía al masoquismo, sino el masoquismo lo que caracterizaba a lo femenino.

 

  Como explica Soler[8], hallaron como respuesta a la pregunta del Maestro “¿Qué quiere la mujer?” un: ella quiere sufrir. Leyeron la posición de un sujeto que se ofrece como objeto en paralelo con la escenificación irónica masoquista “Haz de mí lo que quieras”; cuando en verdad las mujeres deploran a gritos lo que la alienación propia de su posición las lleva a soportar (p. 83).

 

  Cuestión esta última que Lacan expresa en el Seminario 14 La lógica del fantasma [1967][9] –al ubicar que el masoquismo no forma parte de la naturaleza femenina–, diciendo: “La mujer no tiene ninguna vocación para cumplir ese rol, es lo que da valor a la empresa masoquista.”

 

 

3. Masoquismo y masoquismo femenino en Lacan

 

  La primera objeción de Lacan a esta lectura post-freudiana surge en el Seminario 5 Las formaciones del inconsciente (1957-58)[10], donde refiere:

 

“Se dice habitualmente en el análisis que la relación con el hombre supone por parte de la mujer cierto masoquismo. […] No porque los masoquistas manifiesten en sus relaciones con su pareja ciertos signos o fantasmas de una posición típicamente femenina, la relación de la mujer con el hombre es, inversamente, una relación masoquista.

 

La noción de que en las relaciones del hombre con la mujer, la mujer es alguien que recibe golpes, muy bien puede ser una perspectiva del sujeto masculino en su interés por la posición femenina. Pero no basta con que el sujeto masculino perciba según ciertas perspectivas, las suyas o las de su experiencia clínica, algún vínculo entre la toma de posición femenina y determinado significante de la posición del sujeto más o menos relacionado con el masoquismo, para que haya ahí efectivamente una posición constitutivamente femenina. (p. 256)

 

  La crítica que Lacan realiza aquí es doble: por un lado, desaprueba emparentar la fantasmática de tipo femenina que puede jugar con su partenaire un sujeto masoquista con el vínculo que una mujer pueda tener con un hombre; por el otro, cuestiona el asimilar la perspectiva de un sujeto masculino en su interés por la posición femenina (interés que, él remarca, puede ser personal ó analítico), con la constitución de la feminidad.

 

  Ambas críticas se dirigen al mismo punto: un hombre pensando a una mujer, queriendo hacer las veces de ella, o a partir de escuchar ciertos significantes de ella, es solo eso: un hombre que piensa a una mujer; y no una mujer.

 

  Se deja oír bastante en este planteo un cuestionamiento a los analistas hombres y a su concepción de lo femenino, al tomar ellos cierto significante de la posición masoquista y extrapolarlo, sin más, a la idea de la posición femenina. Para Lacan, algo fracasa en la comprensión que el sujeto masculino (incluido el sujeto analista) realiza de la mujer.

 

  Dos años más tarde, en Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina[11], justamente en el apartado donde trabaja los desconocimientos y prejuicios, afirma que con el tema del masoquismo femenino se promueve una pulsión parcial (pregenital o no, regresiva en su condición), al rango de polo de la madurez genital.

 

  Que tal masoquismo no puede relacionarse con la pasividad y sí con una función idealizante, la que salta a la vista por mantenerse indiscutida la temática pese a la acumulación analítica de los efectos castradores, devoradores, dislocadores y sideradores de la actividad femenina; todos ellos efectos de sentido contrario a lo que se promueve. Y agrega: “¿Podemos confiar en lo que la perversión masoquista debe a la invención masculina para concluir que el masoquismo de la mujer es una fantasía del deseo del hombre?” (p. 709)

 

  Tal como lo recordaba Soler, Lacan explica el error o el prejuicio en el que se cae al pensar la sexualidad femenina como masoquista, dado que el masoquismo (a diferencia de la feminidad), implica una regresión y habla de una función idealizante puesta en juego para pensar el papel de una mujer, mientras que la mujer, en verdad, vivencia “los efectos castradores, devoradores, dislocadores y sideradores de la actividad femenina”: no hay ninguna idealización de su papel en esta constitución.

 

  Es la invención masculina la que participa en la perversión masoquista (vale decir: un hombre que supone a una mujer); por lo que Lacan plantea la posibilidad de que la misma inventiva sea la que construye una fantasía desiderativa en el hombre: la mujer masoquista. En ambos casos se trataría del sujeto masculino, de sus ficciones y fantasías. La diferencia radicaría en el papel que se atribuye el sujeto masoquista y aquel que se imputa el hombre, en la fantasía, ante la mujer.

 

  Ya comprometido en trabajar el fantasma y su fórmula, Lacan, busca en el Seminario 10 La angustia (1962-63)[12] situar los ejes que le permitan precisar ese objeto al que sólo podemos cercar contorneándolo; objeto causa del deseo, objeto del cual la angustia es su única traducción subjetiva.

 

  Bajo la pregunta: “¿Acaso el objeto del deseo está delante?” (p.114), deslinda la intencionalidad de una noesis, de un pensamiento, que siempre se dirige a algo (lo que indica que su objeto se halla delante) del objeto del deseo, el cual, en una metáfora comparativa, ubica detrás del deseo, causándolo.

 

  Esto lo lleva a interrogar el deseo sádico y el deseo masoquista.

 

  Del primero, dice: “No es tanto el sufrimiento del otro lo que se busca en la intención sádica como su angustia. (…)” (p. 117). Busca su angustia; aquella que se produce en el límite exacto en que surge en el sujeto una división, una hiancia, entre su existencia de sujeto y lo que puede sufrir en su cuerpo.

 

  Esto recuerda la diferencia entre el fantasma neurótico y el fantasma perverso:

      $ & a               a & $

 Neurosis             Perversión

  El sádico, ubicado en el lugar izquierdo (que no deja de ser el lugar de sujeto, pero que él ocupa como a), suscita la división del sujeto, su angustia. Cuestión esta que, haciendo un paréntesis, nos debe llevar a reflexionar a los analistas, dado su parentesco con la posición del agente y el otro en el discurso analítico.

 

  Retomando, Lacan señala que también hay intención en la posición masoquista, pero ella apunta a identificarse, a encarnarse en el objeto común, objeto de intercambio, de mercado, objeto del que se habla en un contrato; siéndole imposible al sujeto captarse como objeto a.

 

  Estas palabras nos retrotraen al relato de Sacher-Masoch: el modo de entregarse ese sujeto a esa mujer. Un esclavo, por ejemplo, no deja de ser un objeto de la demanda, por eso se puede firmar un contrato sobre él. El masoquista, en su intento de ser objeto, llega al objeto chatarra, pero no al objeto causa.

 

  Sin embargo, aun así, la fórmula perversa del fantasma también se confirma en este caso. Solo cabe recordar la angustia de Wanda ante Severino, la división que él le suscitaba, sus ruegos para no ejecutar ese papel, hasta que ella decide jugar ese lugar perverso… por un tiempito, el que soportó.

 

  Todo esto, además, nos recuerda que nunca puede ser un perverso la pareja de otro perverso. El partenaire siempre debe conservar la capacidad de angustiarse, de dividirse, sino no se consigue el efecto deseado. Como ese chiste que relata Lacan en su Seminario 5[13]:

 

“(…) Se trata de la chanza que sin duda todos ustedes conocen, llamada del masoquista y el sádico –Hazme daño, le dice el primero al segundo, quien le contesta -No.” (p. 72)

 

  Para Lacan ambos, sadismo y masoquismo, revelan el vínculo de la angustia con el objeto en tanto que cae: el sadismo, llevando a primer plano la angustia y ocultando el objeto; el masoquismo, llevando a primer plano el objeto común y ocultando la angustia.

Pensado desde la fórmula del fantasma, el sádico ilumina el lugar dado a su pareja de $ y oculta su lugar de a, mientras que el masoquista ilumina su lugar de a, mientras vela el lugar de $ asignado al partenaire.

 

  En este contexto, Lacan arriba a una fórmula: “(…) reconocerse como objeto de deseo (incluso más adelante llega a especificar “del propio deseo”) es siempre masoquista” (p. 118); algo que la perversión masoquista solo puede lograr en la escena misma, en el acto, y en tanto objeto común.

 

  Pero atendamos también a las diferencias que ya podemos establecer entre el objeto causa y este objeto común con el que busca identificarse el sujeto masoquista. En el objeto causa de deseo no hay intención o voluntad, ni un ideal que le sirva de orientador. Como se dijo, no es un objeto que se halle delante, sino detrás, causando.

 

  Tampoco se ofrece como mercancía o como algo a contratar, por lo que su destino no es ser basura. Este objeto se puede ubicar como resto de una operación, pero es un residuo esencial a la trama, por lo que halla en ella su sostén; de modo que se diferencia del objeto que cae, el que pensamos como objeto de la angustia.

 

  Así, deslindamos: por una parte, el objeto causa de deseo; por otra, un objeto de goce con valor de uso.

Lacan también critica aquí las categorías de masoquismo erógeno, femenino y moral, al impresionar como “(…) aquí tienen un vaso, la fe cristiana y la baja de Wall Street.” (p. 119); no permitiendo esa clasificación una fórmula más unitaria del masoquismo. Y señala que lo que permite apreciar la posición masoquista es que cuando deseo y ley se hallan juntos, el deseo del Otro hace la ley; y el efecto, es la función de deyecto del sujeto masoquista.

 

“Es nuestro objeto a, pero bajo la apariencia de lo deyectado, echado a los perros, a los despojos, a la basura, al desecho del objeto común […].” (p. 120)

 

Lo que enmascara el masoquista con su fantasma de ser el objeto del goce del Otro (que es su propia voluntad de goce), es la búsqueda de la respuesta del Otro a esa caída del sujeto en su miseria final: él busca la angustia del Otro. (p. 178)

 

  ¿Y qué busca el sujeto deseante? Proponerse como deseante –indica Lacan–, es proponerse como falta de a; vía que abre la puerta al goce del ser y que representa, en el encuentro con la mujer, una exigencia de a, lo que desencadena la angustia del Otro (mujer), por hacerla a, “(…) por cuanto mi deseo lo aíza, por así decir.” (p. 195)

 

  El modo que halla la mujer de superar la angustia que le produce esta exigencia es explicada por Lacan a través de un aforismo: “Sólo el amor permite al goce condescender al deseo” (p. 194). La mujer condesciende al deseo de un hombre gracias al amor-sublimación; supera su angustia por amor. Pero, es de remarcar, en este tránsito la mujer (a diferencia del masoquista), no se propone como objeto sino que haya esa exigencia al entrar en vínculo con el deseo de un hombre.

 

  Finalmente, afirma que si ubicamos al masoquismo en unidad con la ocultación, por el goce del Otro (o el goce atribuido al Otro), de “una angustia que se trata indiscutiblemente de despertar”, veremos que el masoquismo femenino cobra un sentido muy distinto, bastante irónico, y otro alcance. “Dicho alcance sólo es posible atraparlo si se capta que es preciso plantear en su principio que el masoquismo femenino es un fantasma masculino.” (p. 207)

 

  Lacan sitúa la posición femenina como inversa a la posición masoquista; transformando en una ironía el hablar de masoquismo femenino. Mientras el sujeto masoquista busca despertar la angustia del Otro, la mujer hace de Otro aizado en el fantasma masculino, lo cual desencadena su propia angustia. El masoquista va tras la división subjetiva de su partenaire.

 

  La mujer, en cambio, vivencia esa división, y solo consigue superar su propia angustia de ser aizada gracias al amor. Ubicando el lugar de la angustia en cada caso, Lacan logra diferenciar perversión de feminidad.

 

  Entonces, diferenciada la mujer del masoquista, la afirmación de que exista un masoquismo femenino queda en la cuenta de un fantasma masculino; fantasma que es el encuentro de un sujeto deseante (y por tal, masculino) con su objeto de deseo. La idea de un masoquismo femenino habla del lugar de a donde el deseo del hombre ubicó a la mujer.

 

  Ahora, esto también nos indica que la presencia de la mujer en ese fantasma tiene una calidad muy distinta a la del sujeto deseante: posicionarse como objeto de deseo del partenaire no habla de una posición subjetiva femenina, sino de un lugar en la pareja sexual en la que es el otro, el hombre, quien es el sujeto deseante.

 

  Sin embargo al año siguiente, en su Seminario 11 Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (1964)[14], retoma esta temática sumándole una novedosa particularidad. Para comenzar, trabajando cómo se presenta la actividad-pasividad en la relación sexual y en el amor, Lacan arriba al sado-masoquismo –del que aclara que no debe tomarse al pié de la letra en su referencia a la realización propiamente sexual–; y expresa:

 

“Es cierto que en la relación sexual entran en juego todos los intervalos del deseo. La eterna pregunta que se formula en el diálogo de los amantes es ¿Qué valor tiene para ti mi deseo? Pero el presunto valor, por ejemplo, del masoquismo femenino, como suele llamarse, habría que someterlo a un serio examen. Forma parte de ese diálogo que, en muchos puntos, podría definirse como un fantasma masculino. Muchas cosas hacen pensar que el sostenerlo implica una complicidad de parte nuestra.” […] (p. 200)

 

  Complicidad de los analistas, entonces, el seguir sosteniendo que exista en verdad un masoquismo femenino. Lacan subraya que no es de eso de lo que se trata en la mujer; aunque –insinúa–, cabría la posibilidad de que exista cierto consentimiento de parte de ellas en que así sea hablada su sexualidad, cierta adhesión a que su goce ingrese al diálogo entre los sexos como masoquista; lo que conduce a Lacan a finalizar su idea dirigiendo ahora su cuestionamiento a las mujeres analistas:

 

[…] “Llama mucho la atención que las representantes de ese sexo en los círculos analíticos estén especialmente dispuestas a sustentar la creencia basal en el masoquismo femenino. Hay sin duda allí un velo que tapa los intereses de ese sexo y que convendría no alzar demasiado aprisa.” […]. (p. 200)

 

  Novedosa lectura. El masoquismo femenino pasa ahora a ser un velo de las mujeres, tiene una finalidad, responde a ciertos intereses. Pero, ¿cuáles son esos intereses que este velo cubre; intereses propiamente femeninos?

 

  Responder esta pregunta llevó a Lacan a realizar una tarea de limpieza a lo largo de su enseñanza, despejando lo que sería el campo propio de la feminidad de aquellos que ocupan la maternidad, la histeria y el fantasma masculino todos ellos teorizados gradualmente como vinculados por un tipo de goce: el goce fálico; y su labor obtuvo por resultado situar un goce distinto, que escapa a la simbolización, al que llama goce femenino o goce suplementario.

 

  El silencio reinante en las mujeres analistas (y en las mujeres en general) sobre este goce, con el correr de los Seminarios dejó de ser formulado por Lacan como cuestionamiento a las féminas para pasar a ser rasgo del propio goce, surgiendo como goce mudo, del que no hay saber, goce-enigma que la posición masculina se halla imposibilitada de conocer y que para la posición femenina es indecible.

 

  Con lo que arribamos a una paradójica coyuntura, y es que el único goce que puede hacer entrar en el discurso a este goce silente; esto es, el goce fálico, al no poderlo conocer, nombre como nombre al goce femenino, lo estará diciendo mal.

 

  Y uno de los modos de decirlo mal, sin duda, es llamarlo masoquismo femenino.

 

 

Imagen*: “Sardax” es el seudónimo de una artista inglesa que ha ilustrado esta versión contemporánea del libro del austriaco Leopold von Sacher-Masoch.



[1] Sacher-Masoch, Leopold von. La Venus de las pieles. Unilibro S.A., Barcelona, 1978. (Trabajo original publicado en 1870)

[2] Freud, Sigmund. “El problema económico del masoquismo”. En: Sigmund Freud Obras Completas. Traducción de J. L. Etcheverry. Vol. 19 (2ª ed.) Amorrortu, Buenos Aires, 1984.

[3] Freud, Sigmund. “«Pegan a un niño» Contribución al conocimiento de la génesis de las perversiones sexuales”. En: Sigmund Freud Obras Completas. Traducción de J. L. Etcheverry. Vol. 17 (2ª ed.) Amorrortu, Buenos Aires, 1986.

[4] Soler, Colette. Lo que Lacan dijo de las mujeres. Paidós, Buenos Aires, 2006.

[5] Freud, Sigmund. “Sobre la sexualidad femenina”. En: Sigmund Freud Obras Completas. Traducción de J. L. Etcheverry. Vol. 21 (2ª ed.) Amorrortu, Buenos Aires, 1986.

[6] Freud, Sigmund. Conferencia 32ª “Angustia y vida pulsional”. En: Sigmund Freud Obras Completas. Traducción de J. L. Etcheverry. Vol. 22 (2ª ed.) Amorrortu, Buenos Aires, 1986.

[7] Freud, Sigmund. Conferencia 33ª “La feminidad”. En: Sigmund Freud Obras Completas. Traducción de J. L. Etcheverry. Vol. 22 (2ª ed.) Amorrortu, Buenos Aires, 1986.

[8] Soler, Colette. Lo que Lacan dijo de las mujeres. Paidós, Buenos Aires, 2006.

[9] Lacan, Jacques. Seminario 14 La lógica del fantasma. Inédito. Clase del 31 de mayo de 1967.

[10] Lacan, Jacques. El Seminario Libro 5 Las formaciones del inconsciente. Paidós, Buenos Aires, 1999.

[11] Lacan, Jacques. “Ideas directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina”. En Escritos 2. Siglo XXI, Buenos Aires, 2003.

[12] Lacan, Jacques. El Seminario Libro 10 La Angustia. Paidós, Buenos Aires, 2006.

[13] Lacan, Jacques. El Seminario Libro 5 Las formaciones del inconsciente. Paidós, Buenos Aires, 1999.

[14] Lacan, Jacques. El Seminario Libro 11 Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Paidós, Buenos Aires, 2003.

 


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