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La mascarada del psicoanálisis

09/03/2019- Por Sofía Rutenberg - Realizar Consulta

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El presente escrito surge de la lectura “La femineidad como máscara”, de Joan Rivière, y tiene el propósito de situar algunos inconvenientes clínicos de considerar a la mujer como falo. Además, dar cuenta que la mascarada enmascara una relación de poder entre los géneros que se encuentra inclusive dentro del propio psicoanálisis.

 

 

 

      

 

 

"Ese proceso de formación de significados exige que las mujeres reflejen ese poder masculino y que confirmen en todas partes la realidad de la autonomía ilusoria de ese poder”.

 

                                                          Judith Butler, El género en disputa

 

 

  Para Simone de Beauvoir el deber de toda mujer consiste en representar. Representan un papel, un personaje para la sociedad con el fin de exteriorizar la situación social del hombre (su fortuna, nivel de vida, clase social, esfera a la que pertenece); y al mismo tiempo como un modo de consumar su narcisismo, de sentir incluso que existen, que tienen algún valor y que son alguien para el otro.

 

  Es decir, le permite expresar su ser, e incluso tener una propiedad. La sociedad exige a las mujeres que se hagan objeto erótico, plantea la autora, porque la esclavitud a las modas tiene la finalidad de separarla de su trascendencia y trabar sus proyectos. De este modo, el indumento tiene diferentes connotaciones, como mostrar la sofisticación, la elegancia, el estilo, disfrazar el cuerpo, moldearlo, etc.; pero siempre y cuando se trate de entregarlo a las miradas.

 

  En 1929, Joan Rivière publicó La femineidad como máscara, con el fin de demostrar que las mujeres que aspiran a la masculinidad, utilizan la femineidad como máscara para evitar la angustia y las represalias de los hombres. No casualmente, para desarrollar su tesis, la autora se ocupa de lo que ella llama “un tipo particular de mujer intelectual”. Es decir, para Rivière, la inteligencia en una mujer es una aspiración masculina y, por lo tanto, cualquier mujer que quiera desarrollarse en ese aspecto teme el castigo de las figuras paternas.

 

  De este modo, toma como ejemplo a una paciente quien luego de una demostración pública de su capacidad intelectual (se dedicaba a un trabajo de tipo propagandístico que consistía principalmente en hablar y escribir), caía presa de un terror espantoso por el castigo que le impondría su padre por haberle robado el pene y haberlo castrado.

 

  Así, la paciente tenía la idea recurrente de que había hecho algo inapropiado y se obsesionaba con una doble necesidad de afirmación que la llevaba compulsivamente a buscar atención en los elogios de uno o varios hombres. Por un lado, la afirmación directa de su actuación mediante cumplidos. Por otro lado, la afirmación indirecta mediante las atenciones sexuales de estos hombres.

 

  El hallazgo de Rivière es fundamental para ubicar el temor que sienten las mujeres cuando se expresan de cualquier modo que sea considerado una “cualidad masculina”, en tanto lo que se pone en juego es la idea −inconsciente− de que están robando algo que le pertenece al hombre, que es inapropiado o desubicado.

 

  Ahora bien, ¿por qué cuando la mujer desea algo que se supone masculino es interpretada desde la envidia y la usurpación del falo? Para Rivière la femineidad heterosexual completamente desarrollada está basada en recibir… el pene, el semen, el hijo del padre. Es decir, la aceptación de la castración con humildad y de la admiración de los hombres.

 

  Además, para la autora “la capacidad de sacrificio, devoción y abnegación denota el esfuerzo para restituir y reparar, ya sea a las figuras maternas o paternas, lo que les ha sido robado”[i]

En este sentido, resulta fundamental situar que la actividad que realizaba la paciente, a saber, hablar y escribir, son ocupaciones −incluso en la actualidad− que se suponen masculinas.

 

  La serie Thehandmaid’s tale lo evidencia muy bien en la escena en la cual las esposas caen en la cuenta de que sus hijas mujeres iban a ser analfabetas, dado que ellas habían aprendido a leer y escribir previo al régimen, pero ahora estaba prohibido para todas las mujeres y, por lo tanto, sus hijas directamente no iban a aprender jamás la lectura y la escritura.

Así, una de las esposas decide leer delante de los hombres, para defender a las hijas y pedir que puedan aprender a leer y escribir. Pero no sólo recibe la negativa, sino que además como castigo le cortan un dedo.

 

  Sin irnos tan lejos, las histéricas de Freud no estudiaban, no tenían profesiones, y los intereses de Dora por la sexualidad, el cuerpo y los libros de fisiología fueron y son interpretados como intereses hacia una mujer, es decir, como un interés bisexual. A nadie se le ocurrió que Dora podría querer ser una médica. Además, el argumento es que la lectura de Freud requiere de la contextualización, como si las mujeres hubieran querido estudiar, saber, leer y aprender recién en la posmodernidad.

 

  Podríamos decir que al mismo tiempo que Rivière describe una situación clínica recurrente −y más aún en nuestro tiempo− que tiene que ver con la incomodidad de la inteligencia en las mujeres, tanto para ellas mismas como para los hombres, degrada el ejercicio del poder femenino y rechaza el sentimiento de superioridad de su paciente rebajándola a un “carácter megalómano”.

 

  A su vez, sitúa que su paciente buscaba indirectamente el reconocimiento del pene. Dicho reconocimiento, dice la autora, significa afirmación, autorización e incluso amor, y la convierte en un ser superior. Sin embargo, consideramos que es el reconocimiento del saber –que implica el ejercicio de un poder− lo que buscaba esta mujer. En tanto el poder es masculino, el saber sin autorización por parte de un hombre puede implicar una represalia para esa mujer[ii].

 

  De este modo, lo que queda enmascarado es el propio psicoanálisis: al mismo tiempo que la autora da cuenta del deseo de poder en las mujeres, lo interpreta desde el robo o la usurpación al padre. En este sentido, la autora es quien apacigua a los lectores, analistas y a todo el corpus psicoanalítico mayoritariamente masculino en 1929. Es como si les dijera a los hombres del psicoanálisis: “tranquilos, no quiero asustarlos, mi paciente no quiere los poderes del falo que siempre será de ustedes”.

 

  Siguiendo esta línea, la autora se pregunta ¿cómo distinguir la genuina femineidad de la máscara?, y responde que no existe dicha distinción porque considera que son la misma cosa. Agrega que la femineidad existe “hasta en la mujer más homosexual”[iii], pero que en su paciente la femineidad no era el desarrollo principal sino un recurso para eludir y evitarse la angustia.

 

  Una vez más, enmascara al psicoanálisis porque primero nos dice que la femineidad y la máscara son lo mismo, pero luego aclara que la femineidad está en todas las mujeres, hasta en las homosexuales −que, dicho sea de paso, nos da a entender que es sinónimo de mujer poco femenina o marimacho−.

 

  Ahora bien, lo que no nos dice es que la femineidad y la máscara en todo caso son lo mismo porque la femineidad supone no tener rasgos masculinos, o en palabras de Simone de Beauvoir, no se nace mujer sino que es un devenir, un punto de llegada. En este sentido, decimos que la máscara y la femineidad son lo mismo, porque una mujer para ser mujer y por lo tanto femenina tiene que borrar todo lo masculino −cuestión que además reniega de la tesis freudiana de la bisexualidad constitutiva−.

 

  Tiene que eliminar  lo competente, lo viril, lo agresivo, la fuerza, y encarnar ese papel que representa al hombre para hacerse desear a través del indumento y los disfraces. Podríamos agregar incluso que toda mujer es una travesti, por el hecho de que la forma y la imagen que toma una mujer requiere las diversas máscaras para constituirse como tal.

 

  Las máscaras son variadas, es decir, para acceder a la verdadera femineidad las mujeres tienen que ser el falo y, por lo tanto, disfrazar su poder. En tanto poseedores del pene, los hombres han ocupado y ejercido el poder como naturalmente propio a su género y han asignado −condenado− a las mujeres al lugar de ser y representar. Esto, además, advirtiendo que si una mujer tiene −lo que sea− es porque se lo robó al hombre. Y si tiene, lo tiene que ocultar.

 

  Al contrario de lo que plantea Lacan, quien considera que ser el falo implica “rechazar una parte esencial de la femineidad”[iv], consideramos que para enmascarar la falta en el otro las mujeres tienen que rechazar lo que se considera masculino y ser ellas mismas el objeto que enaltezca, realce y exalte al hombre. En muchos casos se trata de representarlos, pero en muchos otros se trata de rebajarse, inferiorizarse, debilitarse, suavizar sus proezas, menospreciarse y desvalorizarse para ser el falo del otro.

 

  Según Lacan, la mujer “es por lo que no es por lo que pretende ser deseada al mismo tiempo que amada”[v]. Es decir, por su falta en ser puede ser lo que le falta al otro. El problema aquí es naturalizar que no tener pueda implicar muchas veces ser un objeto degradado, y sobre todo reducido al deseo del otro.

 

  En este sentido, ser el falo es la posición de la mujer en la relación sexuada, es decir, no es la identificación a un lugar, sino “el complemento del deseo masculino”[vi] y por lo tanto la representación del deseo masculino. Por eso, el deseo de la paciente de Rivière es interpretado como la necesidad de que los hombres la reconozcan, pero su deseo no tiene lugar en el análisis para ser reconocido por la propia paciente.

 

  Como decíamos más arriba, la máscara enmascara el poder de las mujeres y toma diferentes formas en las cuales la mujer se hace-ser lo que le falta al Otro, pero sobre todo es lo que al Otro lo vuelve superior y lo apacigua: la pobre, la tonta, la que no sabe, la que no puede trabajar, la que no puede ganar dinero, la hipersumisa, la virgen, la buena, la madre, la triste, la impotente, la frígida, la súper calentona que sube sus fotos a las redes sociales para disculparse con los hombres por tener cultura, inteligencia y autonomía, es decir, la mascarada que convierte el miedo a la represalia del hombre por tener el falo, en seducción y coqueteo.

 

  Una de las formas de la mascarada que trabaja Colette Soler es la mascarada masoquista, que al contrario de la mascarada que juega con lo bello para recubrir la falta, hace ostentación de la falta o del dolor de la falta, es decir, el reverso del objeto agalmático. Para la autora, esta forma de la mascarada fomenta falsas debilidades.

 

  Soler escribe un caso en el que la mujer disimulaba el dinero que ganaba teniendo dos cuentas bancarias, una que el marido conocía y otra que ocultaba. De este modo, lo que la paciente hacía era dejar el saldo en rojo de la cuenta que el marido conocía, lo cual generaba un motivo de vigilancia por parte del marido y de disputas cotidianas.

 

  Ahora bien, para la autora, la lógica de la mascarada es “una adaptación inconsciente, si se puede decir así, a la implicación de la castración en el campo del amor. A partir del momento en que el rasgo de la castración imaginaria es una de las condiciones de la elección de objeto en el hombre, todo ocurre como si la adivinación del inconsciente impusiera un casi cálculo: si ama a los pobres, entonces hagamos el papel de pobre[vii].

 

  A partir de esto, surge preguntarnos ¿por qué las mujeres solo pueden relacionarse si se posicionan en un lugar de sostén de la superioridad del hombre, haciéndose las pobres en algún aspecto? ¿Será que únicamente como objeto rebajado puede gustarle al otro? Es significativo el lugar del dinero, no sólo en este caso, sino en general, porque el dinero es equivalente a poder y el poder es… masculino.

 

  Pareciera que la mascarada masoquista hace lazo a través del dolor, de ser para el otro “la pobrecita”, porque el dolor o la falta de dinero atrae a muchos hombres, tal como lo describió Freud en 1910[viii]: les permite cumplir la fantasía de rescatar a la amada. De este modo, los hombres se sienten superiores, siempre y cuando la mujer se sienta en inferioridad de condiciones y requiera ser salvada.

 

  Acceder al poder implica para una mujer el miedo al castigo, y el temor de no ser amada. Por esto en la mascarada no se trata de una simulación sino de complacerse en el papel de representar lo Otro, aunque esto implique el dolor y el sacrificio verdadero.

 

  En este sentido, es necesario hacernos la pregunta sobre lo que el psicoanálisis enmascara por asignar a las mujeres el lugar de la complacencia y la máscara como propias de una naturaleza, en la cual son lo que le falta al otro, o en otras palabras: “si no sos, parecé”.



[i]Rivière. J. (1929). La femineidad como máscara. International journal of Psycho-Analysis, X Pág. 226.

[ii]No se trata aquí de decir lo que tendría que haber hecho la analista ni marcar sus errores, sino que la intención es utilizar el caso para relanzar una pregunta clínica, es decir, por qué la paciente de Joan Riviére se halla impotente y necesita saber qué objeto es para los otros como condición para saber.

[iii]Ibíd., pág. 221.

[iv]Lacan. J, "La significación del falo", Escritos 2, Siglo XXI, pág. 661.

[v]Ibíd.

[vi]Soler, C. (2015 -2004- ). Lo que Lacan dijo de las mujeres. Paidós: Buenos Aires (Pág. 73).

[vii]Ibíd., Pág. 93.

[viii]Freud, S. (1910). “Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre (Contribuciones a la psicología del amor, I)”. Obras Completas, Vol. XI. Amorrortu Editores, Bs. As.

 


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