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Contar para contar

29/04/2017- Por Carlos Gutiérrez - Realizar Consulta

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El cuestionamiento a la cifra de treinta mil desaparecidos tiene alcances políticos, éticos y subjetivos sin que puedan desligarse unos de otros. Ese cuestionamiento conforma una práctica negacionista que ataca un término insoslayable de la búsqueda. La precaria posibilidad del duelo queda aún más comprometida cuando se horada el valor significante de esa cifra.

 

 

 

                            

 

 

  La discusión acerca del número de detenidos-desaparecidos durante la dictadura cívico-militar no es nueva pero en el último tiempo ha tenido un énfasis que no deja de agitarse. Ocho mil o treinta mil, parecen ser los términos que dividen los campos.

  Recordemos una obviedad: los genocidios se llevan muy mal con la contabilidad precisa de las víctimas. No obstante, las cifras aparecen y despliegan un campo de sentido acerca de la magnitud de la catástrofe. Algunas de ellas son emblemáticas: seis millones, un millón, treinta mil, cuatrocientos. No están tomadas al azar, claro: seis millones de judíos exterminados por los nazis, un millón y medio de armenios asesinados por los turcos, treinta mil detenidos-desaparecidos por la dictadura en Argentina, cuatrocientos niños apropiados y desaparecidos por esa misma dictadura. Las cifras son redondas. Esa medida global despierta sospechas en los necios quienes las cuestionan vistiendo la suspicacia de sentido común para afirmarse. ¿Pero quién ha dicho que el sentido común sirve para pensar?

  Las cifras de esas calamidades históricas han sido siempre terreno de disputa entre historiadores de la mayor honestidad intelectual. Y son también objeto de manipulación grosera. Los negacionistas del exterminio nazi llevan la delantera en este asunto y hacen cálculos extravagantes para disminuir a cero el número de las víctimas. Así, Paul Rassinier, el más destacado entre ellos y luego de curiosas cuentas, niega que Hitler haya exterminado a seis millones (“la impostura más trágica y macabra de todos los tiempos”, afirma). En cambio, contabiliza el número de judíos que se habrían salvado (precisamente en los países arrasados por las tropas SS) en… ¡3.268.471![1] Finalmente los negacionistas del exterminio nazi admiten los muertos pero sólo para dar el paso decisivo: las cámaras de gas jamás existieron y las muertes las produjo el tifus. Al cabo, no fueron los nazis, fueron los piojos.

  Ahora puede medirse el título de nuestro texto: lejos de toda tautología, contar los muertos es un modo de contar la historia. Y, como puede verse, la historia de las masacres se cuenta con cifras redondas y se las niega con maniobras contables disfrazadas de falso afán de precisión.

  El modo de contar la historia tiene alcances subjetivos relevantes porque es la manera de dar continuidad a la existencia de muchos (y a la comunidad misma) bajo las coordenadas que ubican al hecho criminal en su lugar de crimen: el recuerdo de las víctimas, el conocimiento de lo sucedido y el pedido de castigo para los culpables. El castigo del crimen es la recomposición del lazo social que la ley pone en acto con su fallo. En esta dirección, las prácticas negacionistas provocan un daño que es imprescindible destacar.

  Las distintas masacres de nuestra historia han tenido un destino de sombras: el sordo exterminio de la población negra bajo los estragos de la fiebre amarilla y como carne de cañón en la guerra de la Triple Alianza (nadie se pregunta por qué casi no hay población negra en nuestro país); el exterminio de los pueblos originarios (cubiertos bajo el manto eufemístico y celebrado de “Campaña del desierto”); los asesinados durante la Semana Trágica de 1919 (“nada conmemora en la CGT a los obreros de Vassena.”[2]) y la matanza de la “Patagonia trágica” de 1922. Este oscuro inventario tiene como saldo histórico una deuda que consiste en el silenciamiento y la contorsión de los hechos para acomodarlos a intereses de los mismos que ejecutaron esas acciones. Ese saldo es el de un duelo pendiente.

  Contar es un modo de narrar. Y vaya si lo sabía Rodolfo Walsh. Su carta pública a la junta militar del 24 de marzo de 1977 saca cuentas y denuncia con numerosas cifras el exterminio en marcha por aquella época. ¿Alguien querrá quitar el valor de verdad de esa carta revisando esos números? ¿Qué arrojaría una pesquisa de esa índole cuando esa carta fue uno de los gritos públicos más poderosos sobre lo que la dictadura le hacía a los argentinos?

  Recientemente, el cuestionamiento a la cifra de treinta mil ha sido pronunciado por Darío Lopérfido, quien inició una secuencia que no parece haberse detenido. Y si bien sus palabras fueron severamente atacadas por negar esa cifra, no se ha reparado suficientemente en lo que agregó a su negación: “No tengo ningún problema en decirlo: en Argentina no hubo treinta mil desaparecidos. Fue una mentira que se construyó en una mesa para obtener subsidios.”

  Sus declaraciones fueron inaugurales de una operación en marcha a la que bautizaremos con su nombre aunque constituye una política de Estado del gobierno de Macri (no interesa si organizada o espontánea). Se sumaron luego a esas declaraciones las de Fernández Meijide que se mantuvo firme en las 7.954 de la CONADEP que integró. Luego Avruj, Secretario de DD.HH., indicó que el número de la CONADEP asciende a 8.460… Dejemos aquí esta enumeración de nombres y cifras de calculadora para detenernos en lo que queremos acentuar.

  La operación Lopérfido ataca al número treinta mil porque constituye socialmente un emblema que denuncia el genocidio. Y lo ataca para situarlo en el peor de los lugares. Durante mucho tiempo, distintas organizaciones sostenían un lema acerca de sus compañeros perdidos: “la sangre derramada no será negociada”. Una ética en acto sostenía como inaceptable aquella imposible equivalencia. Pero Lopérfido pretende echar por tierra esa posición de hierro y hacer creer que la búsqueda se ha vuelto ahora una excusa para obtener fondos; que los familiares han transformado su lucha en un instrumento con fines recaudatorios. De este modo, lo que está en juego en la operación es el descrédito de la historia narrada bajo el número treinta mil. En los familiares de los detenidos-desaparecidos, ese descrédito tiende a conmover fantasmas de encuentro y a convocar presencias espectrales.

  Atacar la cifra es atacar esa historia misma para construir otra en su lugar (la de “memoria completa”, el relevo retórico de la teoría de “los dos demonios”). Reemplazar treinta mil por 7.954 u 8.460 es una operación negacionista que si bien admite la masacre quiere desentenderse de todo aquello que no sea la lista-CONADEP y quiere detener la historia en lo que produjo esa base documental: el enjuiciamiento a un grupo reducido de responsables.[3]

  La dictadura militar, en su retirada, intentó borrar los registros de sus crímenes. El Gral. Bignone, su último presidente, mandó a quemar los archivos que registraban los nombres de los que faltan. Pero al menos en una ocasión un alto funcionario de aquel régimen hizo una clara referencia a lo que tanto ocultaron. El Ministro del Interior de aquella dictadura dice haber confeccionado una lista de desaparecidos y da un número que, suponemos, ya no sorprenderá al lector:

Ceferino Reato: ¿Cuántos nombres había?

Harguindeguy: Alrededor de ocho mil.[4]

 

  ¿Y de dónde surge el dato que da el dictador? Bueno, vaya pregunta, seguramente de sus propios archivos. Pues no; la hipocresía indolente del criminal le hace decir lo siguiente: “Se recopilaron los pedidos por personas desaparecidas (…) La compilación de todos esos datos era la lista que yo tenía.”[5]

  El escritor Martín Kohan lo ha puesto en evidencia: la cifra de treinta mil es una cifra abierta que se postula ante una tarea de muerte clandestina que impide dar con un número certero. Harguindeguy juega cruelmente con esa incertidumbre: contabiliza las denuncias para ocultar el número de los que él y los suyos mataron en secreto.

  En este contexto, atacar la cifra de treinta mil para reemplazarla por ocho mil denuncias es reunirse en un lugar al que concurren muchos cuyas intenciones son múltiples: ninguna de ellas contribuye a construir la historia sino a negarla.

  La reducción de treinta mil a la lista-CONADEP es la artimaña negacionista que busca retroceder a un momento histórico y detenerse en él. Intenta desentenderse de todas las denuncias posteriores y que aún hoy siguen presentándose. Desentenderse también de todos los procesos judiciales contra los represores iniciados en 2005. Desentenderse de la admisión del propio ejército de haber matado a 22.000 personas (que consta en archivos desclasificados por los EE.UU.)[6] En esa desestimación, nada menos que el Presidente de la Nación (recordemos que el Estado es el responsable del genocidio) produce un avance en la operación Lopérfido llevándola a su extremo: “Fue lo peor que nos pasó en nuestra historia. No pasa por un número, es algo horrible que pasó. (…) No tengo idea. Es un debate en el que yo no voy a entrar… si fueron nueve mil o treinta mil, si son los que están anotados en un muro o son muchos más. Me parece que es una discusión que no tiene sentido.”[7] Una frase que completa la operación hasta el borramiento mismo del número considerándolo irrelevante.

  Pero treinta mil no es sólo un emblema histórico (y como tal aglutinador de iniciativas políticas diversas). Es un significante insoslayable para la operación del duelo. Recordemos qué piensa Lacan al respecto. Luego de señalar que el duelo es el reverso de la forclusión dice: “El trabajo del duelo es primeramente una satisfacción dada a lo que se produce de desorden en razón de la insuficiencia de los elementos significantes, para hacer frente al agujero creado en la existencia.”[8] Y mucho más claramente para aquello que enfatizamos en este escrito: “En efecto, no hay nada significante que pueda colmar esta agujero en lo real si no es la totalidad del significante. El trabajo del duelo se realiza a nivel del Logos, digo Logos para no decir grupo o comunidad, aún cuando el grupo o la comunidad culturalmente organizados sean sus soportes.”[9] Es precisamente ese soporte el que desaparece cuando la negación toma lugar.

  La cifra treinta mil es un significante que carece de referente. No remite a ninguna totalidad que como tal es imposible. Es el significante que motoriza una búsqueda, la de aquellos que no han dejado de buscar y para quienes su familiar desaparecido es uno y no treinta mil. Sin embargo, es esta cifra la que causa a cada familiar en el trayecto hacia el reencuentro deseado, aunque sea bajo la forma de la información más dolorosa que se entrevé y que el amor no admite sin embargo. Atacar ese significante es un ataque a la búsqueda misma y a la precaria posibilidad del duelo.

  Treinta mil es un significante como lo es también memoria, verdad y justicia: el anudamiento en un sintagma de términos inabarcables pero que articulados hacen un lazo que encierra en su centro el nombre que falta.

 

 



[1] Vidal Naquet, P., “Un Eichmann de papel”, en Los asesinos de la memoria, Siglo XXI, 1994, México DF, p. 59.

[2] Luis Bisserier “El terror”, Conjetural, Revista Psicoanalítica Nº 16, agosto 1988, pág. 87.

[3] Recordemos que el juicio a las juntas militares fue "tolerado" por las Fuerzas Armadas pero no la acusación penal al conjunto del aparato represivo: el alzamiento carapintada de abril de 1987 fue una reacción ante eso. La ley de Obediencia Debida surgida tras el alzamiento agregó sólo otro puñado de responsables los jefes de zona y subzona de la geografía represiva y dejó por fuera a la enorme mayoría de represores.

[4] Reato, C., Disposición final, Sudamericana, Bs. As., p. 103.

[5] Op. cit., p. 102.

[6] Ver diario La Nación del 24 de marzo de 2006: http://www.lanacion.com.ar/791532-el-ejercito-admitio-22000-crimenes.

[7] Reportaje concedido al portal de noticias BuzzFeed. Ver video en https://www.youtube.com/watch?v=JTVDUyMLKwk

[8] Lacan, J., “Hamlet, un caso clínico”, en Lacan Oral, Xavier Bóveda Ediciones, Bs. As., 1983, pág. 106.

[9] Op. cit., pág 106.


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