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La literalidad

18/07/2017- Por Nahuel Krauss - Realizar Consulta

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El humor, lejos de ser lo opuesto al sentimiento penoso, trágico, en el sentido de lo contrario, es lo que se opone a ello. Un modo entre otros de arreglárselas, sin lugar a dudas más digno y menos cobarde que la actitud certera y resignada de quien se aferra a una verdad sin esperanza.

 

 

 

              

 

 

  El primer paciente que llamó a mi teléfono lo único que supo decir fue que no sabía qué hacer, su mujer se acostaba con otro y lo había abandonado. Se lo escuchaba desarmado, como si apenas enterado de lo sucedido hubiese agarrado el primer panfleto de atención psicológica que encontró bajo su puerta. Acordé un horario pero nunca se presentó a la entrevista. Muy diferente fue la reacción de un joven actual, que hace no mucho tiempo se presentó en mi consultorio con una escena comparable a la comentada. Su novia le había sido infiel. Al preguntar cómo lo supo, respondió que la cajita de preservativos estaba abierta y había solo dos. Estaba seguro de haber comprado una nueva hace días y no haberla abierto. Respondí que al menos se habían acostado una sola vez, a lo que el joven, entre risas, agregó: “¡o cuatro!”.

 

  Ninguno merecería comentario si no fuese por la distancia que separa ambos modos de situarse ante un hecho comparable. El primero, al borde del derrumbe por perder el amor de su mujer o vaya uno a saber que... No tuve la oportunidad de escucharlo más que en aquel llamado, pero si hiciésemos el ejercicio de imaginarlo no tardaríamos en percibirlo como lo que vulgarmente se conoce como un “pollerudo”. Un hombrecito contenido en las faldas de su esposa, tan temida como idealizada, anotando en su cuenta las quejas que aquella arroja al pasar, haciéndose cargo de la totalidad de sus insatisfacciones, o castigándose con la literalidad con la que escucha y se identifica a los reproches que recibe[1] en tal o cual discusión. En fin, que nada podamos saber de ello no significa que dicha figura no encarne una posición típica de gran cantidad de hombres.

  El segundo, ante una situación comparable a la anterior, reacciona con una humorada que lo deja como un mortal más entre otros, burlándose de lo que en el caso anterior se presentaba de modo apocalíptico, y sumando el placer de la risa a sí mismo y su analista.

 

  Estos dos fragmentos presentados, sumado a la imposibilidad de debatir sobre determinados problemas actuales, me empujó a detenerme en ese sutil fenómeno al que Freud apenas le dedicó un breve artículo, pero cuya importancia en modo alguno considero que deba menospreciarse, me refiero al humor. Asimismo, tanto Freud como Lacan han dado vía libre para avanzar en la investigación sobre el superyó[2], cuya comprensión limitaríamos reduciéndolo a una mera instancia psíquica, y que atravesará silenciosamente el presente trabajo.[3]

 

 

  Mark Twain, cuyos textos sirven de ejemplo en la recta final del libro de Freud sobre el chiste, quizás esté en lo cierto al afirmar que el problema del humor sea que no se lo toma en serio. Recuerdo una profesora de mis años universitarios a la que escuché decir que a dicho libro Freud nunca tendría que haberlo escrito, y que no valía la pena leerlo. El humor toma allí el valor de “defensa principal” frente al “sentimiento penoso”, al ser considerado como “la principal de estas funciones de defensa, que -a diferencia de la represión- desprecia sustraer a la atención el contenido de representaciones ligado al afecto doloroso, y de este modo, domina al automatismo defensivo” y agrega que “Para conseguirlo, encuentra además el medio de despojar de su energía a la preparada producción de displacer y la convierte en placer sometiéndola a la descarga”

  A diferencia de la represión y el constante esfuerzo psíquico que exige invertir en su mantenimiento, el humor transforma situaciones penosas en descargas placenteras. Si el aparato psíquico freudiano es un constante transformador de cantidades en cualidades, el humor habrá de ser un recurso invaluable en lo que a la realización de dicho fin refiere.

 

  En “Lo perecedero”, Freud narra su caminata por un campo floreado acompañado por un joven poeta con quien conversaba sobre la belleza que los rodeaba. En cierto momento, el poeta expresa su lamento por el carácter perecedero de lo bello. Con una resignación comparable a aquella a la que el melancólico lo enfrenta, Freud le da la razón. No obstante, le aclara que su pesimismo desconoce que es justamente la posibilidad de que la belleza perezca lo que da a lo bello su condición de tal:

“(…) le negué al poeta pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización. Por el contrario, ¡es un incremento de su valor! La cualidad de perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo. Las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso”

 

  Luego de los intentos persuasivos de Freud hacia su amigo, y ya abatido por su pesimismo, afirma: “Sin duda, la rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido, debe haberles malogrado el goce de lo bello”. El poeta se rebeló al duelo, y no fue gratuito. Su certeza de lo perecedero le arrebató el placer del recorrido. Freud se opone a la rebeldía de su compañero, concluyendo que un duelo imposible le ha impedido la posibilidad de disfrutar de nuevos objetos, y agregando que “el duelo, por más doloroso que sea, se consume espontáneamente. Una vez que haya renunciado a todo lo perdido se habrá agotado por sí mismo y nuestra libido quedará nuevamente en libertad de sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más valiosos que aquéllos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y que conservemos nuestra vitalidad”[4].

 

  Estamos situados en un texto publicado entre 1915 y 1917. Freud tenía sesenta años, pero su noción de juventud en modo alguno parecía responder a un criterio cronológico, exceptuando el caso en que refiere al “joven” poeta que lo acompañaba. Los modos de hablar dicen más de la edad mental que un riguroso test de Binet[5].

  Retomando, es necesario diferenciar al trabajo de duelo, su tiempo de comprender, del duelo en tanto tal. Afirmar que este “se consume espontáneamente” es situarlo en un momento de concluir. Un niño llorará mientras en su horizonte considere la posibilidad de que sus padres compren la golosina que le fue negada. Pasado un tiempo, el llanto cederá. Esto supone que a veces al niño haya que dejarlo llorar, colmar su berrinche le arrebataría el tiempo en que la perdida se reconoce. En otros términos, el duelo en tanto trabajo opera en el tiempo que se introduce entre una pérdida y otra, ya que el objeto ha de perderse dos veces. Con una pérdida tenemos la melancolía. El duelo supone una segunda perdida.

  Ahora, ¿Cómo puede Freud asumir una postura tal ante la crudeza de la vida, estando en plena guerra mundial, y con sus tres hijos en el campo de combate? En efecto, es lamentándose por la gran guerra, por la cruda desnudez pulsional, pero (aun así…) con ilusiones, como concluirá su texto.[6]

  Por otro lado ¿Quién se atrevería a discutir a la verdad que el poeta padece? Ante una postura tal no parece haber argumento alguno. Llamaré a esta discapacidad del sujeto, en tanto cancelación de la metáfora y radical ausencia del don del humor[7], lo literal.

 

  En su breve artículo titulado “El humor”, Freud se detiene en la reacción del condenado a muerte que, el lunes en que será ejecutado, exclama: “¡Bonita manera de arrancar la semana!”. En otra humorada similar, otro condenado a muerte, horas antes del cadalso, pide una bufanda para cuidarse de un posible catarro. En ambos casos, el condenado actúa como hubiese una próxima semana.

  Lo cómico, la ironía, el humor, el chiste, etc… La dificultad de cernir dicho campo obliga a Freud a hacer distinciones de las que en varios pasajes confiesa quedar insatisfecho. Podríamos rápidamente ordenar el problema en cantidad de personajes necesarios para los diferentes géneros y en instancias psíquicas intervinientes. En el chiste se necesitan tres elementos. Quien lo cuenta, su destinatario, y como tercero, el Otro social, comunidad de lenguaje compartido y condición necesaria para la sanción del chiste. Es un hecho corriente que chistes de diferentes parroquias no causen gracia en otras. No sucede lo mismo con lo cómico, más cerca del humor, al que su funcionamiento queda reducido a dos. En el efecto cómico prevalece el cuerpo, la torpeza, e incluso la ingenuidad, entre otras variantes. Alcanza el punto donde la imagen del otro trastabilla, por lo que narcisismo e imagen del cuerpo son sus coordenadas rectoras. El primero es obra del inconsciente del Witz y los retruécanos[8]. El segundo deja al yo-narcisismo en primera instancia. El humor, por último, no requiere más que una sola persona, y es definido como “la contribución a lo cómico por la mediación del superyó”. El superyó deja de ser aquí el amo severo y cruel que castiga al yo con exigencias paradójicas, que lo empuja a la satisfacción de mandatos imposibles, etc., y pasa a ser el encargado de permitir una distancia ante el sentimiento trágico de la vida. En efecto, ¿No es el humor negro el humor en su extrema potencia? A diferencia del libro sobre el chiste, donde habitan refinados ejemplos tomados de la literatura de Heine y Victor Hugo, aquí se apoya en el humor de cadalso, el de un simple condenado a muerte que con una antífrasis sorprende a su interlocutor. Por otro lado, Freud no duda en referirse al humor como un “don”, destacando un carácter sublime que al chiste nunca le fue atribuido. Y a diferencia del chiste, en donde lo que se ahorra es un gasto de inhibición (el placer de un decir que, por ejemplo, sería condenado socialmente si no fuese por el disfraz del chiste), en el humor, el ahorro es de un sentimiento. El sentimiento trágico del poeta ante el cual Freud se rebela, o la inminencia de la muerte ante la cual el condenado ríe.[9]

 

  Un niño golpea su frente contra la punta angulada de una mesa. Si el rostro del adulto se desdibuja y expresa preocupación el pequeño rompe en llanto y gritos de dolor. Diferente es la reacción cuando el adulto reacciona, al menos simuladamente, con risas o gestos despojados de preocupación. Si en un momento de la obra freudiana el superyó mostraba su cara cruel, severa, ahora se pronuncia al estilo de un “no es para tanto…”. En su seminario sobre la psicosis, Lacan afirma que “un sujeto normal se caracteriza precisamente por nunca tomar del todo en serio cierto número de realidades cuya existencia reconoce”, para luego agregar que vivimos rodeados de realidades amenazantes de las que no dudamos. Es tan cierto esto último como el hecho de que la vida sería insoportable ante dichas certezas. ¿Una cierta felicidad en la ignorancia se hace necesaria? El problema será donde recae dicha ignorancia. Puede ignorarse lo que lleva a la vida, o lo que se la lleva.

 

  La discapacidad literal consiste en una relación al lenguaje que rechaza el lazo con el otro. El literal suele ignorar que no se puede vivir sin ilusiones y desconocer que él lo hace. Por esto, en “El humor”, Freud dice que “el superyó, cuando produce la actitud humorística, no hace sino rechazar la realidad y servir a una ilusión”. La ilusión no es una mentira en la que caerían quienes tienen creencias, mitos, relatos, situando del otro lado a los astutos que conocen bien de que se trata el asunto. No se reduce al sostenimiento de garantías. Sino que refiere a la función del objeto perdido, el duelo ante el cual el poeta se rebela. Dicho duelo quiebra las certezas, instaura la duda, y la posibilidad de la creencia. Hay que tomar el termino ilusión en el sentido de “El porvenir de una ilusión”, que lo escribió el mismo año que “El humor”. En aquel texto dice que el rechazo de la realidad nos reconcilia con el dolor de la vida. Es un rechazo de la realidad no “patológico”. Al contrario. Funda la necesidad del relato, la verosimilitud en oposición a la verdad plena, la posibilidad de dudar, y olvida así la aplastante exigencia de certeza:

“Llegamos así al resultado singular de que precisamente aquellas tesis de nuestro patrimonio cultural que mayor importancia podían entrañar para nosotros, y a las que corresponde la labor de aclararnos los enigmas del mundo y reconciliarnos con el dolor de la vida, son las que menos garantías nos ofrecen. Si un hecho tan indiferente para nosotros como el de que las ballenas sean animales vivíparos, y no ovíparos, fuera igualmente difícil de demostrar, no nos decidiríamos nunca a creerlo” (Freud S. “El porvenir de una ilusión”)

 

  Es posible que un literal tomara lo dicho hasta el momento como una especulación apoyada en la teoría de un viejo escandaloso y provocador como Sigmund Freud. Un literal exige pruebas de lo dicho, ya que, como las abejas, le es insoportable el hecho de que la palabra no coincida con la cosa. Reacciona ante la introducción de una incongruencia en su discurso con la agresividad con las que aquellas tratarían a la abeja chistosa si en su danza les dijese que el alimento esta para otro lado. Dicha abeja, bromeó Masotta alguna vez, no tardaría en ser asesinada. Encarnaría en el código el elemento disruptivo a segregar, la puesta en crisis de ese frágil sistema en que se sostiene a falta de otro, y del que es incapaz de tomar distancia.

 

  En su estudio titulado “Comprehension of humorous and non-humorous materials by left and right brain-damaged patients. Brain and Cognition”, los neuropsicólogos, Bihrle, Brownell, Powelson y Gardner, evaluaron las consecuencias de lesiones en el hemisferio derecho cerebral. Dichas lesiones interferían en aspectos narrativos del lenguaje. Se constataron dificultades significativas para captar el sentido humorístico de ciertos enunciados. Los pacientes evaluados advertían incongruencias en los relatos, pero se veían llevados a explicarlas mediante la racionalización de enunciados y justificación de los elementos que no cuadraban. Los autores describen en estos sujetos un grado de rigidez que no los hace permeables a las agudezas e interpretaciones en los relatos, rechazo de significados metafóricos, tendencia a la literalidad, imposibilidad de extraer moralejas, de hacer inferencias a partir de la diversidad de información a la que son sometidos, e insensibilidad ante matices emocionales. Podemos preguntarnos incluso, teniendo en cuenta los datos ofrecidos por el estudio realizado bajo la seriedad de científicos estadounidenses, que registro del otro en tanto otro puede tener alguien de dichas características. Como si la presencia de lo otro, de la diferencia, lo heteros, no tuviese otro destino más que la segregación, la anulación inmediata mediante explicitas agresiones o chicanas de bajo precio.

 

  Nos es difícil deducir de dichos sujetos, carentes del don del humor, el don de la creencia. Nociones que en su lógica se asemejan, en tanto ponen al duelo en práctica. Asimismo, Jacques Lacan, en una entrevista, expande el alcance de la spaltung freudiana al considerarla la base misma de “lo que hay de mas fundamental en el hombre”, a saber, la creencia. No adentraré en dicha temática. Carlos Quiroga ha realizado un trabajo riguroso sobre el tema en el seminario central del Centro de Lecturas: debate y transmisión, de publicación inédita. También, un abordaje de dicha temática puede encontrarse en algunos pasajes del libro de Lidia Ferrari sobre La diversión en la crueldad: Psicoanálisis de una pasión argentina. Me limitaré a situar los puntos de articulación entre la capacidad de creer y el don del humor, ese “don precioso y raro” (Freud) del que no todos gozan.

 

  ¿Qué nos garantizaría de no habitar la misma debilidad mental que el literal pero desde una tribu diferente? Aquel que denuncia fanatismo en el otro, quien dice que con aquel no se puede hablar, no es de extrañar que sea el primer fanático en cuestión. Es el problema de la agresividad, en cuanto se la denuncia, ya se está en ese registro. Denunciar al otro como literal, no nos asegura que la posición del denunciante sea, por mas opuesta que aparentemente se presente, diferente a aquella. No estamos tratando un problema político-ideológico sino el de una relación al lenguaje con consecuencias directas en el modo de relación al otro, o en otros términos, al problema del prójimo.

  El intento de verificación es un posible modo de responder la pregunta formulada. El literal verifica, denuncia la necesidad del relato como una estafa e ignora su condición de alienado denunciándola en el otro. Ferrari, en el libro citado previamente, remite a Wittgenstein. La factibilidad de la creencia no requiere una constatación en lo real, sino que requiere de otro que crea. El otro es condición necesaria de la creencia. Si no se cree en el otro no hay posibilidad de creer, y si el otro no cree, tampoco. Cuando hay otro confiamos. No hay certeza. Hay riesgo, duda, incertidumbre, la confianza es del orden de la apuesta. Si uno va a constatar “LA” verdad que fundamente la creencia más allá de la mitología en que se sostiene no se alejaría de quien intenta constatar la realidad fáctica de la seducción histérica. En términos antropológicos, no hay solución del mito porque el mito mismo es la solución. Es lo que enseña Freud. Cuando una verdad mas se aleja de su referente real más se acerca a la verdad en tanto histórica.

  Podemos afirmar que el psicoanálisis se estructura sobre el humor. Masotta decía eso sobre el chiste. Pero el chiste acentúa la vertiente significante, que no por menos importante, debe opacar la que corresponde al afecto, al sentimiento penoso en el cual Freud insiste.

  El niño cree en la autoridad, en el adulto, los padres, etc. Ahora, cuando el pequeño crece, sigue creyendo... ¿Cómo es posible que el niño crédulo, luego de las experiencias de la vida y la serie de inevitables decepciones atravesadas, siga creyendo? Wittgenstein responde que la verificación sería una forma posible. Pero en ese caso deberíamos verificar constantemente. A partir de cierto momento, el otro siempre es un posible engañador. Nada nos asegura que nuestra pareja esta donde dice que está cuando no está con nosotros, por más que actualmente haya ciertos dispositivos que ofrecen un ojo sin parpados para controlar al otro en todo momento. A este problema Wittgenstein responde que es necesario creer que dos más dos es cuatro, ya que “en el fundamento de la creencia bien fundamentada yace la creencia sin fundamentos”.

 

  En una primera impresión, la posición del poeta parece más sensible al reconocimiento de la pérdida que la de Freud, renegatoria respecto de esta. Pero patologizar la renegación nos arrojaría a las habituales confusiones de quienes gustan patologizar. Así como se nos hace necesario discriminar identificaciones alienantes, sintomáticas, de identificaciones necesarias; así como discriminamos la represión en tanto sintomática de la necesaria represión; lo mismo puede afirmarse respecto la renegación, a la que Octave Mannoni formula en términos de “lo sé… pero aun así”. Mientras Freud goza de la belleza del campo floreado, el poeta se queja. El primero no rechaza la penosa realidad de que las cosas perecen (lo se…) sino todo lo contrario. Distinto el caso del segundo, quien no logra el tiempo de mas que Freud realiza ante una crudeza tal. En otros términos, Freud, ante tal crudeza, no solo no se detiene (pero aun así…), sino hace de lo perecedero la condición de un plus satisfacción al afirmar que algo se torna más preciosos por sus limitadas capacidades de gozarlo. La muerte y el tiempo cobran así una función estetizante.

  En conclusión, el humor, lejos de ser “lo opuesto” al sentimiento penoso, trágico, en el sentido de “lo contrario”, es “lo que se opone a ello”[10]. Un modo entre otros de arreglárselas con ello, sin lugar a dudas más digno y menos cobarde que la actitud certera y resignada de quien se aferra a una verdad sin esperanza.

 

 

 

 

Bibliografía:

 

-Ferrari L. La diversión en la crueldad

-Freud S. “Lo perecedero”.

-Freud S. “El porvenir de una ilusión”

-Freud S. “El humor”.

-Freud S. “El chiste y su relación con el inconsciente”.

-Lacan J. El seminario, libro 3.

-Mannoni Octave. La otra escena. Calves de lo imaginario.

-Quiroga C. “Creer, saber, segregar”.

 

 

 



[1] En su conferencia “Sobre la descomposición sobre la personalidad psíquica”, Freud describe al Supeyó cruel como algo que “insulta, denigra, maltrata al pobre yo, le hace esperar los más graves castigos, lo reprocha por acciones de un lejano pasado que en su tiempo se tomaron a la ligera, como si durante todo ese intervalo se hubiera dedicado a reunir acusaciones y sólo aguardara su actual fortalecimiento para presentarse con ellas y sobre esa base formular una condena”. Con un poco de  sensibilidad y algunos fracasos de referencia, se escucha aquí el típico libreto de una violenta discusión de pareja.

[2] todavía tenemos que aprender muchísimo acerca de la esencia del superyó”, afirmaba Freud en su texto sobre el humor, después de dar un giro sorprendente en su modo de pensar dicha instancia.

[3] No desarrollaré esta hipótesis  en el presente artículo. Mencionaré brevemente que si el inconsciente mismo es pensado como transindividual, intrínseco a la relación con el otro, y no como una cosa ubicada dentro de la cabeza de alguien, del superyó podría pensarse algo comparable. La humorada de la primera nota al pié contiene dicha hipótesis.

[4] Dejaremos de lado aquí la crítica que Lacan hace a Freud respecto a la sustituibilidad de los objetos en lo que al duelo refiere.

[5] Podemos suponer las figuras del viejo cascarrabias, el depresivo, o el literal, a la cara severa del superyó, y dejarle la juventud a su carácter amable, benigno y burlón, sea cual sea la edad vivida de cada quien.

[6] “La guerra enlodó nuestra excelsa ecuanimidad científica, mostró en cruda desnudez nuestra vida instintiva, desencadenó los espíritus malignos que moran en nosotros y que suponíamos domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles (...)”

[7] Es aquí donde encontramos el punto de articulación entre ambos textos de Freud. Vamos a suponer idéntica actitud psíquica la que lleva a Freud a no ceder ante el poeta (como si eros y Tanatos luchasen en la caminata), y la que genera las condiciones de la reacción  humorística.

[8] “el chiste sería entonces la contribución que lo inconsciente presta a lo cómico” (Freud S, “El humor”)

[9] No podemos evitar aquí pensar  la crueldad  del superyó como aquella que nos deja de cara a una lógica descarnada que anula el necesario efecto ilusorio por el cual nos permitimos -a pesar de la podredumbre- reír, creer, o gozar de la belleza. Si es el melancólico quien enseña a Freud sobre  la crueldad del superyó, es justamente por su esmero en anular los semblantes desmembrando la lógica en la que se sostienen.

[10] Del mismo modo en que en “Duelo y melancolía” confiere a la manía el carácter superador sobre el objeto, en “El humor” afirma que: “El humor no es resignado, es opositor; no sólo significa el triunfo del yo, sino también el del principio de placer, capaz de afirmarse aquí a pesar de lo desfavorable de las circunstancias reales” (Freud S. “El humor”). Nuevamente, en dicho “A pesar de…”  se lee  “pero aun así…”


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