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La transferencia en la gravedad: actualización de un rechazo

01/11/2017- Por Claudio Di Pinto - Realizar Consulta

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¿Qué sucede con la transferencia en los denominados pacientes graves? ¿Podemos hablar en estos casos de neurosis de transferencia? En estas presentaciones clínicas queda en suspenso la dimensión de la palabra, y se pone en juego lo pulsional desligado del significante. Por eso, lo que prevalece es la actuación en la forma de compulsiones. Es cuestión de pensar las consecuencias que esto tiene en el campo de la transferencia y en nuestra intervención.

 

 

 

                                 

                               Obra del artista polaco Rafal Kijas (szincza)

 

 

  ¿Qué sucede con la transferencia en los denominados pacientes graves? ¿Podemos hablar en estos casos de neurosis de transferencia?

  Si bien la transferencia es el medio en el cual se desarrolla un tratamiento, y más específicamente un análisis, ésta no tiene siempre las mismas características. Hablar de neurosis de transferencia implica considerar que allí se pone en juego una dimensión metafórica que es propia de las neurosis.

  Sin embargo, atendemos y fundamentalmente escuchamos, ya que el psicoanálisis es una modalidad de escucha, pacientes que no podríamos ubicar dentro del terreno de las neurosis, ni tampoco podríamos ubicar dentro del terreno de las psicosis. En estos casos: ¿podemos hablar de neurosis de transferencia?

  Voy a situar en principio algunos indicadores de gravedad en la clínica, para luego poder abordar las particularidades de la transferencia, donde se actualiza un rechazo constitutivo que aparece como rechazo al significante.

  Los pacientes que no podemos ubicar en ninguna de las estructuras, solemos definirlos como graves, con lo amplia y ambigua que puede ser considerada la gravedad. Algunos indicadores de la misma, que deben tomarse en principio como síntomas, pero en un sentido genérico, ya que esto debe articularse con el lugar que ocupan en esa constitución o estructura psíquica singular, pueden ser: las conductas adictivas, de consumo, trastornos con la alimentación, actuaciones que implican o pueden implicar intentos de suicidio, fenómenos de despersonalización que pueden tener la forma de un ataque de angustia o bien de un ataque de pánico, algunas afecciones psicosomáticas o, por ejemplo, la aparición de una  enfermedad autoinmune.

  En estas presentaciones clínicas queda en suspenso, cómo podemos ver, la dimensión de la palabra, y se pone en juego lo pulsional desligado del significante. Por eso, lo que prevalece es la actuación en la forma de compulsiones. Lo pulsional que se descarga en el cuerpo no produce interrogante, ya que no hay una demanda a un otro respecto de un saber acerca de eso.

  Esto implica una forma de definir la gravedad en función de los recursos simbólicos, metafóricos, con los que cuenta un sujeto para tramitar lo que le va sucediendo a lo largo de su vida. Un tanto esquemáticamente, podemos decir que a mayores recursos metafóricos menor gravedad, a menores recursos mayor gravedad.

  Un sujeto, ante alguna situación en la que empieza a angustiarse, a sentirse mal, puede preguntarse: “¿Qué me pasa, por qué me siento así?”. Esta pregunta puede a su vez llevarlo a pedir una entrevista, con lo cual le dirige la pregunta a un otro, por ejemplo a un analista. O bien, ante la misma situación, puede por ejemplo consumir alguna droga, aparecer una enfermedad psicosomática, o un trastorno de alimentación. En el momento en que esto último aparece, allí, no hay pregunta. En el lugar de la pregunta “¿Qué me pasa?”, se pone en juego un hacer.

  Un paciente que había consumido durante muchos años cocaína, pudo ubicar —luego de un tiempo de tratamiento— que los fines de semana, cuando se angustiaba, sobre todo los días domingos, era el momento en que empezaba a consumir. Y parte del tratamiento consistió en poder situar que dicho consumo evitaba precisamente cierta confrontación con dicha angustia, y también impedía e iba al lugar de la pregunta respecto de lo que le sucedía, pregunta que supone que hay algo que le provoca esa angustia y no sabe qué es.

  En este hacer compulsivo, el sujeto aparece —en la fórmula del fantasma— del lado del objeto, identificado a éste, no del lado de la división. La división implicaría una pregunta —que podría tomar la forma de un “No sé qué me pasa”— y la aparición de la angustia.

  Por eso el padecimiento, en estos casos en los que la dimensión de la palabra queda en suspenso, tiene más la forma del sufrimiento psíquico, en tanto el sujeto queda tomado por el hacer, y no de una interrogación acerca de dicho hacer.    

  Ese sufrimiento psíquico implica también un exceso de sentido, que escuchamos en estos pacientes y que recae sobre el ser: soy bulímico, alcohólico, adicto, etc., como un intento de dar cuenta del hacer. El exceso de sentido lleva a un razonamiento binario, que pone en juego un goce que se retroalimenta. Por ejemplo: soy adicto porque consumo drogas, consumo drogas porque soy adicto, soy panicoso porque tengo ataques de pánico, tengo ataques de pánico porque soy panicoso. En esto consiste el exceso de sentido, el sujeto va de un punto al otro sin producir ninguna diferencia.

 

 

 

  Vayamos ahora a la transferencia.

  La neurosis de transferencia implica que el analista pasa a formar parte de una serie psíquica —de un cliché, al decir de Freud—. O bien que pasa a formar parte de la escena fantasmática del paciente. Por eso el carácter resistencial de la transferencia va a estar en relación al lugar que ocupa el fantasma en la economía psíquica, lugar que intenta velar el encuentro con la castración.

  En este formar parte de la escena fantasmática del paciente se van a actualizar las operaciones constitutivas del sujeto, que son alienación y separación, lo cual se pone de manifiesto a través de dos modalidades de la demanda, una demanda de saber y una demanda ligada a lo pulsional que se relaciona con el objeto.

  En el caso de las neurosis de transferencia, esta actualización se produce como consecuencia de que el sujeto aparece ubicado del lado de la división, y espera por lo tanto del otro una respuesta respecto de su padecer y de su deseo. El silencio del analista, respecto de la demanda de saber, silencio respecto de suponer un saber sobre lo real, silencio respecto de suponer saber que le sucede a su paciente y de saber sobre el deseo, actualiza en la neurosis la pregunta “¿Qué quiere el otro?”, pregunta constitutiva y que vela el interrogante fundamental de todo sujeto: ¿”Quién soy?”.

  En esta pregunta que captamos a nivel del Otro, como señala Lacan, se trata de saber “qué quiere el otro”, para de esa manera poder acceder al propio deseo. Si me ubico donde el otro desea, de esa forma puedo intentar responder, siempre fallidamente, que deseo, o bien “quién soy”.

  Y es la ausencia de respuesta, en este caso del analista, la que hace que se ponga en juego el fantasma en el marco de la sesión, y el manejo de la transferencia consiste en justamente no responder a esa posición fantasmática. Esta no respuesta hace también que se separen la demanda de la pulsión, y es el deseo del analista lo que conduce nuevamente la pulsión a la demanda.

  Ahora bien, para que el silencio del analista tome en el paciente la forma de un enigma que haga hablar, es porque en algún momento estuvieron presentes dos cuestiones: la primera es que hubo un Otro que quiso algo para ese sujeto. Es decir que se ocupó un lugar en su deseo, que ese sujeto fue para un Otro un intento de resolver algo de su falta, que en el origen, el sujeto fue un intento de resolver la castración del Otro. Este lugar para el Otro que se inscribe, que se escribe en el sujeto, va a tener siempre un carácter enigmático, dado que es algo que se transmite de manera inconsciente, que los otros primarios transmiten.

  Que se haya venido a ocupar un lugar en el deseo del Otro es lo que aloja a un sujeto, le da un lugar. Dicho en otros términos, en tanto se ha sido un objeto revestido amorosamente, es que se ha venido al lugar de falo del Otro. En eso consiste ser el falo, en ser un objeto revestido amorosamente.

  Y esto produce la segunda cuestión necesaria: como ese lugar que se viene a ocupar en el deseo del Otro es enigmático, toma en principio la forma de la pregunta “¿qué quiere el otro?”. Esta pregunta vela el interrogante que confronta al sujeto con la propia castración —“¿Quién soy?”—, lo que hace que el sujeto tome en algún momento alguna posición respecto de esta pregunta. El fantasma es una de ellas, la alienación a ciertos significantes fálicos es otra.

  Ahora, en tanto en el amor se desea algo más allá de lo imaginario, es ese revestimiento amoroso lo que genera ese carácter enigmático que todo sujeto intenta aprehender a través de los significantes y del fantasma.

 

 

 

  ¿Qué pasa con lo que podemos denominar pacientes graves? Si bien no es posible generalizar, podemos encontrar ciertos rasgos que se reiteran ya que, cuando podemos historizar, nos encontramos que en general son sujetos que no han sido revestidos amorosamente, en el sentido de no haber ocupado el lugar de resolver parte de la falta del Otro, no han venido al lugar de falo del Otro, sino, solo al lugar de objeto.

  Esto no significa que no haya inscripción de la palabra del Otro, de la castración, pero al no estar ese revestimiento amoroso, esa inscripción no aparece como enigma que genera la pregunta “¿Qué quiere?”. Esto supondría que ese enigma haga hablar, en tanto se liga a ciertos significantes, pero que al no poder hacerlo, esa inscripción se pone en juego como descarga pulsional, compulsiva, que va a implicar una afirmación acerca del ser.

  Esta inscripción de la castración, al no poder ligarse a significantes —que suponen la división del sujeto—, o bien que a un objeto en la escena fantasmática —en tanto la escena fantasmática implica un ida y vuelta del sujeto al objeto—, encuentra como recurso la identificación a un objeto. En ella se compromete el cuerpo, es decir lo más primario que tiene el sujeto para ofrecer al Otro en el intento de dar cuenta de su deseo, y que se expresa en la fantasía: “¿puede perderme”?

  Volviendo a la transferencia, en estos pacientes también se produce en el marco del tratamiento la actualización de las operaciones constitutivas, pero lo que se actualiza es el rechazo, que se pone en juego se hace presente el interrogante acerca del deseo del Otro. En tanto este interrogante no puede adquirir el carácter de enigma, dado que no cuenta con el revestimiento amoroso que permite ligarlo a otros significantes, se muestra en un hacer, que puede generar también rechazo en un analista desprevenido respecto de estas cuestiones.

  Ese hacer, que puede tener la forma de consumo de sustancias, trastornos de la alimentación, alguna dolencia psicosomática, vienen a cumplir un doble papel. Por un lado, vienen al lugar de la pregunta “¿Qué quiere el otro?”, y a su vez muestran ese lugar al cual están identificados. Se actúa ese lugar de des-alojo primario, de des-alojo respecto del deseo, y prevalece esa identificación a un lugar que no queda enlazado al Otro. El rechazo puede ser, en muchas ocasiones, un modo de tener un lugar.

  Al no poder formularse la pregunta aparece una afirmación acerca del ser, que toma la forma de una actuación.

  Atendí muchos años a una paciente que, cuando algún gesto o conducta de sus amigos, pareja, o madre eran leídos como rechazo, generaba un circuito de comer desaforadamente, que terminaba en vómitos.

  Podía ser interpretado como rechazo un mínimo gesto, que para cualquier otro podía pasar desapercibido. Decía haber sido la preferida de su padre, pero que no había podido disfrutar de esto ya que había fallecido cuando ella era muy pequeña, lo que la había dejado expuesta a cierto rechazo materno, que parecía producto de una profunda depresión de su madre, agravada como consecuencia de la ausencia de su marido. La paciente había sido cuidada por empleadas y niñeras que iban cambiando con frecuencia. Algunas resultaban más afectuosas, y con otras se ponía en juego también ese rechazo que suponía en su madre.

  Cuando esto se actualizaba, cuando aparecía lo que Lacan define como frustración de amor, esto no adquiría un carácter enigmático —“¿Qué quiere el otro?”, “¿Qué lugar tengo para el otro?”—, sino que se ponía en juego el goce del objeto, en este caso la comida.

  En este hacer compulsivo, pulsional, se sentía no sólo más rechazada, sino que también confirmaba ese lugar: “¿quién va a quererme a mí con esto?”, casi como si se tratara de un destino ante el cual sólo queda resignarse.

  Esto también se ponía en juego en la transferencia. Por ejemplo cuando le anunciaba que no iba a estar por unas semanas, volvía a la siguiente sesión diciendo que había tenido nuevamente un episodio de los relatados, que se había ido muy mal de la sesión por lo que le había dicho, y que seguramente “usted se va a cansar de mí y no va a querer atenderme más”. Como vemos, se actúa el rechazo y en ese mismo hacer se confirma dicho lugar.

  La transferencia aparece en estos casos como pulsión, y no como neurosis de transferencia. Por eso el riesgo es que analista, como una figura del Otro, no quede ubicado como Otro que sabe, sino como un  Otro que goza.

  Esto lleva a la pregunta: ¿cómo intervenir, cómo pensar la dirección de la cura con estos pacientes? No voy a extenderme en esto, ya que sería tema de otro trabajo; sólo voy a señalar dos modalidades de intervención.  

  Por un lado, lo que podemos situar como cierta vacilación calculada de la abstinencia, donde la estrategia es poder ir construyendo un otro que no aparezca como un otro gozador. Esto también apunta a que pueda tener lugar la palabra del sujeto, su malestar.

Esta vacilación puede tomar la forma de decirle a un paciente, por ejemplo: “cuando esté por consumir alguna droga, o cuando esté por bajarse la heladera, cuando usted siente que eso está por pasar, me llama”. Lo que implica ir situando previamente con el paciente las sensaciones previas, lo que va sintiendo previamente antes de la descarga pulsional, ya sea el consumo, una alucinación, vomitar.

  ¿Qué es lo que uno está haciendo allí? Está tratando de situar que eso que le sucede al paciente, es efecto de otra cosa, que el problema no es esa conducta, sino lo que le pasa previamente. Y también que en el análisis se va a hacer un lugar a eso que le pasa, que no es otra cosa que hacer lugar a la subjetividad. Por eso esto implica ir construyendo un otro barrado, y no un Otro gozador. Un otro que no expulsa esa subjetividad, que es en parte lo que le ha sucedido con sus Otros primarios.

  La segunda modalidad de intervención es que en estos casos no vamos a trabajar, en principio, con intervenciones que tengan un carácter interpretativo, sino que nos vamos a valer fundamentalmente de las construcciones.

  A diferencia de la interpretación, que refiere a un significante que aliena al sujeto, o bien evoca el goce, la construcción refiere a construir con fragmentos, recortes de la historia, una continuidad que le da lógica al presente, a lo que le sucede al sujeto. En este sentido ensambla una multiplicidad de fragmentos.

  Como plantea Claude Rabant en Inventar lo real (1), la verdad histórica es fragmentaria, pero también compulsiva. Es decir que cuando una parte de la verdad histórica queda fragmentada, desligada o forcluida del resto de los significantes, o bien sin significación, esa verdad histórica adquiere un carácter compulsivo, se actúa. Las construcciones posibilitan darle una lógica al acontecimiento presente, a ese hacer compulsivo.

  Se asemejan en este punto a los mitos, como también señala Lacan, que al definir lugares posibilitan un acotamiento de lo real sobre lo imaginario.

 

 

 

  Para concluir: si la neurosis de transferencia implica la actualización de las operaciones constitutivas del sujeto, y esto se pone en juego en la pregunta “¿Qué quiere el otro?”, en estos pacientes —que denominamos graves— también se ponen en juego y se actualizan dichas operaciones.

  En estos casos, el rechazo originario, que situamos respecto de la subjetividad en el origen, se actualiza como rechazo al significante, de ahí la identificación a un objeto.

  Esto hace que la transferencia aparezca como pulsión, y no como neurosis, por eso el recurso de las construcciones. Que la transferencia tenga esta modalidad no significa que el psicoanálisis no pueda hacer nada por estos pacientes, sino que es a partir de darle una lógica que podemos intervenir para, en ese punto —como en el caso de todo paciente— hacer lugar a la palabra del sujeto. La palabra intenta hacer, de lo que parece un destino, sólo una contingencia determinante.

 

 

Claudio Di Pinto es psicoanalista, coordinador del Equipo de Adultos del Centro de Salud Mental n°3, “Arturo Ameghino”, Ciudad de Buenos Aires, titular del seminario “Superyó y narcisismo. Obstáculos en la clínica” de la Escuela de Posgrado del C. S. M. N° 3 “Arturo Ameghino”.

 

 

Notas

 

(1) Cf. RABANT, C., Inventar lo real. La desestimación entre perversión y psicosis, Nueva Visión, Buenos Aires, 1993.

 

          

 


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