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Leo una voz

16/04/2017- Por Pablo Melicchio - Realizar Consulta

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Una escucha es distinta de prestar oído. Una escucha escribe. Un valor devaluado, nos dice Pablo Melicchio; un diálogo que se rompe si no hay encuentro y diálogo. Porque la escucha para escribir no oye, sino que lee. Esa es una de las tareas fundamentales del psicoanalista; como la de todo buen poeta.

 

 

 

                           

 

 

“El deseo de creatividad de K. no es más que una recuperación:   reconquistar su individualidad arrebatándola a la historia. Mediante su imaginación, somete al mundo que lo tiene sometido”.

                                                                        Imre Kertész

 

Diario de la galera

 

I -  “No hay peor sordo que el que no quiere oír”, dice el saber popular. Quizá habría que reformular la frase aseverando que no hay peor sordo que el que no quiere escuchar. Sordo es aquel que no puede percibir sonidos, oír, y por lo tanto escuchar. Si no somos sordos, entonces podemos escuchar. Escuchar no sólo es oír sino prestar atención a eso que se oye. Prestar atención a lo que se está diciendo. De hecho, escuchar proviene del latín ascultare, auscultar. El médico y el cardiólogo, auscultan, no oyen sólo los latidos, prestan atención a esos golpes para escuchar lo que ese corazón está “diciendo”. El psicoanalista también tiene por trabajo la escucha. El psicoanalista ausculta los decires. No oye los golpes de las palabras, presta atención, establece una escucha para captar lo que en ese decir se está diciendo. Y, a partir de esa escucha, puede establecer la lectura del discurso: lo que ese discurso dice en su decir.

  Mucha gente oye, pocos escuchan. Partiendo del famoso koan: “Si un árbol cae en un bosque y nadie lo oye, ¿emite algún sonido?”. Podríamos decir que si nadie lo oye, el sonido no existe, menos la escucha. La escucha no es una cuestión de fe. Solo quienes poseen el don de la fe creen en un Dios aunque no lo hayan visto jamás; para el resto de los mortales sólo existe aquello que se experimenta, o experimentó, con los sentidos. “¿Hace ruido el árbol al caer cuando no hay nadie para escucharlo?”. Si no hay nadie, el hecho es inexistente, no hay bosque, ni árbol, ni caída, por lo tanto no hay escucha. Cuando nace un bebé, puede hacer ruido, entre otras cosas, incluso molestar con sus alaridos y quedar en esa dimensión similar a la de cualquier cachorro naciente. Ante la falta de ese registro fundamental, le sigue la muerte. Pero si hay una madre o un otro que decodifica ese grito y no se queda solamente en el oír sino que “entiende” e “interpreta” lo que ese grito está queriendo decir, lo transformará en una “escucha”. La atención y el registro transforman el grito en llanto y el llanto en llamado, en una manifestación. Y ese circuito implica un esfuerzo, una decodificación de ese llamado, una interpretación, y luego una respuesta: “tiene hambre”, “tiene frío”, “le duele algo…”. Lo central, como experiencia vital, es el registro. De alguna manera siempre buscamos ser registrados, porque en el fondo no hay mayor angustia que la de quedar aislados, en la carencia total, en el abandono absoluto. Ahora, ese registro puede ser acertado o fallido. Desde que nacemos, fuimos, somos o seremos bien o mal interpretados, y eso no es sin consecuencias para la construcción de una subjetividad.

 

II -  Un día, en la feria del libro, en un auditorio colmado, estaba hablando Ernesto Sabato y desde el fondo del salón un hombre gritó: “Maestro, no se oye”. Y el autor de El túnel respondió: “Habrá querido decir que no se escucha”. Algunos rieron, yo me quedé pensando. Era una ponencia, no se trataba de un oír sino de un escuchar. Escuchar las palabras del escritor, afinar la escucha para registrar qué nos dice en su decir. Cuando no se es sordo, se oye. Se oyen los ruidos, los latidos, los lejanos ladridos de un perro. Solo el oído absoluto de Charly García puede discernir qué nota emite una bocina, si es Si o Si bemol; para la mayoría de los mortales las bocinas son ruidos molestos y nada más. El hombre, desde el fondo del salón, no podía escuchar lo que Sabato estaba diciendo. Si el ruido es fuerte, la voz se pierde, es, en definitiva, un ruido más.

  Para que suceda el encuentro y el diálogo, es necesario prestar atención. Prestar atención implica un préstamo, y en ese intercambio los partícipes deben ser al menos dos. Cuando alguien habla, el otro puede oír o escuchar, pero esa distinción es sustancial. Lo que se oye es el ruido que hace la fonación, la emisión de la voz, no el registro de que ese sujeto está trasmitiendo algo en su hablar. Muchas personas ponen “piloto automático” y hacen que escuchan pero en realidad sólo oyen, como se oye el ruido de la lluvia mientras podemos estar disfrutando de un buen libro.

  En un mundo en crisis, la escucha es otro de los tantos valores devaluados. La escucha es la capacidad de entender lo que nos están diciendo, incluso de interpretar, en el encadenado de palabras, qué quieren decirnos. Escuchar implica un esfuerzo, es el trabajo de la escucha. Los psicoanalistas, además de optar por ese trabajo que implica la escucha, leemos lo que vamos escuchando. El paciente, en su decir, dice más que lo que cree estar diciendo; ya lo dijo Freud hace más de cien años, no somos dueños de nuestro decir, y esa es otra herida en nuestro narcisismo. El ser, en su decir, habla él, consciente de lo que va diciendo, y habla su inconsciente, en sus fallidos, en lo que dice más allá de lo que quiso decir. Cada sujeto es un libro abierto. Cada ser humano que puede hablar, va diciendo y a la vez se va diciendo, nombra para nombrarse. La voz, en el trabajo del análisis, es un texto. El analista lee lo que esa voz dice. El paciente viene con el texto que lo precedió (todos fuimos hablados antes que hablantes) y, en el mejor de los casos, va produciendo un texto nuevo. En el curso de un análisis se va repensando lo que se dice, de dónde viene eso que decimos, por qué lo sostenemos o repetimos. Y así, en ese proceso de reflexión, se va reescribiendo la historia. El paciente viene con un discurso, la mayoría de las veces prestado. El trabajo de un análisis, desde el vamos, pone en duda eso que creemos de nosotros, del mundo y de los otros. El inicio de la vida es por repetición. Aprendemos repitiendo lecciones. Así somos incorporados al mundo, y aceptados. Durante el trabado del análisis se relee la vida, como se vuelve a un libro ya leído y se lo entiende de otra manera. A medida que avanzamos por la vida y nos detenemos a pensar en nuestro pasado (actos, palabras, recuerdos), nos releemos, hacemos una relectura de las páginas de nuestro existir. En las relecturas casi siempre encontramos algo que en su momento pasamos de largo o que, al volver a leerlo, nos produce otra sensación, otro efecto. En la relectura cobra nueva dimensión cierta letra, escena, palabra. El analista escucha y va leyendo los significantes que cabalgan en la voz del paciente. Cada tanto, algunos significantes se detienen para producir un sentido o, luego de una intervención del analista, un nuevo sentido. Y entonces se reordena ese texto que somos. Mientras el autor está vivo, puede corregir su texto.

  En el curso de un análisis va desmontándose la ficción que somos, por efecto de la escritura impuesta por el Otro, para ir reescribiendo una nueva versión de nosotros. Un buen trabajo de análisis implica eso: hacer la mejor versión de uno mismo.

 

 


 


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