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Lo fantástico en la narrativa de Cortázar

28/07/2018- Por Carlos Federico Weisse - Realizar Consulta

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Lo fantástico, lo absurdo, el humor, y un túnel para que lo narrado se vuelva nuestro y de la literatura, la grande, la de Cortázar, aquella que nos ensueña y nos despierta. De todo esto, y mucho más, habla este dedicado texto de Carlos Weisse. Damos paso a su autor.

 

 

 

                                

                                                 Fotografía de Sara Facio *

 

 

  ¡Que risa, todos lloraban! Nada más cómico que la seriedad, recuerda Cortázar. Las coordenadas de su obra colocan a lo serio, a lo solemne y a lo lógico en la cercanía de lo ridículo, tomando partido por lo humorístico, el juego y el absurdo. Sutiles instrumentos estos, para explorar el inagotable cuento de lo fantástico.

        

  Los cronopios desde pequeños tienen del absurdo una noción muy constructiva por eso se excitan enormemente cuando se enteran de que a lo mejor el universo es asimétrico, o cuando los asalta el sentimiento de querer estar en todo, en cualquiera de las telas que arma la vida, y ser a la vez araña y mosca.

 

  Cortázar, quién lo duda, es un cronopio y precisamente por esto nunca admitió una clara diferencia entre vivir y escribir. Esta carencia, este descolocamiento subjetivo, es lo que empuja desde el intersticio mismo de su escritura a asomarse al jardín donde los árboles dan como fruto piedras preciosas.

 

  Y en esta dimensión lúdica y fantástica, el eje que nos guía por los pliegues de sus relatos -ceremonias del sueño y de la infancia- son las criaturas de tiempo y de deseo que habitan sus novelas, sus cuentos o esos desvanes de extraños objetos yuxtapuestos. Objetos extraños, si los hay, tales como “Último Round”, “La vuelta al día en 80 mundos”, etc.

 

  Acude frecuentemente a Jarry, a ese mundo de humor y de familiaridad ordenada por leyes que termina por inclinar la balanza del lado de las excepciones y por anular la diferencia escandalosa entre lo sólito y lo insólito. Cuando lo fantástico lo visita recuerda siempre el punto bélico del que hablaba Víctor Hugo, ese punto de convergencia, lugar misterioso, aun para su creador, verdadero centro, mandala, ombligo de la obra de donde surge lo maravilloso. Es así también en “La noche boca arriba”, en el túnel a ese sueño que se abre al otro mundo.

 

  “La noche boca arriba” comienza con el relato en primera persona de un sujeto cuyo nombre es indeterminado -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- que toma su motocicleta para ir a un lugar también indeterminado. De él solamente se sabe que deja atrás los altos edificios del centro y toma una avenida arbolada y con amplios jardines, mientras disfruta del aire libre en tanto la moto ronronea entre sus piernas.

 

  Quizás por su distracción tiene un accidente, se lleva por delante a una mujer, quien no tiene graves consecuencias, pero él sufre la parte más gravosa, pues se fractura un brazo, el derecho y se corta la ceja sufriendo además un golpe en la rodilla.

 

  La secuencia sigue entre náuseas con el traslado boca arriba, primero a una farmacia de barrio y luego a un hospital, le sacan placas radiográficas y lo introducen a lo que se supone es la sala de operaciones. Allí un hombre de blanco se acerca sonriendo con algo que le brilla en la mano derecha, le hace un gesto a alguien que se encuentra detrás de él, y se duerme.

 

  Tiene un curioso sueño lleno de olores, olores de pantanos y tembladerales. Está siendo perseguido por los aztecas quienes en las guerras floridas atrapan enemigos para el sacrificio ritual. Cuando sintió más cerca que nunca el olor de los aztecas dio un salto desesperado hacia delante y volvió a despertarse en la larga sala del hospital. Su brazo, enyesado, colgaba de un aparato de pesas y poleas, estaba bajo los efectos residuales de la anestesia, tenía fiebre y sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros.

        

  Mientras estuvo despierto vio cómo médicos y enfermeras lo atendían, tomó un maravilloso caldo de oro mientras contemplaba cómo anochecía en los ventanales y, aunque un poco incómodo de espaldas, suspiró de felicidad abandonándose.

 

  Estaba corriendo en plena oscuridad. Sintió que se salía de la calzada y sus pies se hundían en el barro, se sabía acorralado, aferró el mango del cuchillo y se tocó el amuleto protector que colgaba del cuello, los motecas como él sólo podía rogarle a la luna, sólo podían pedirle a esta que los ayude a refugiarse en lo profundo de la selva.

        

  Pero el olor a guerra era insoportable y cuando el primer enemigo le saltó al cuello sintió placer al hundirle la daga de piedra en pleno pecho, pero una soga lo atrapó desde atrás.

        

  Volvió a despertarse en la sala del hospital. La penumbra de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto como un ojo protector. Le habían puesto una botella de agua mineral en la noche que refrescaba su garganta afiebrada. La luz violeta de la lámpara se iba apagando poco a poco y como dormía de espaldas no le sorprendió la posición en que volvía a reconocerse. Pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones le cerró la garganta y le obligó a comprender.

        

  Estaba estaqueado en el suelo, en un piso de lajas helado y húmedo. Comprendió que estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno, gritó desesperadamente, el chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo y luchó por zafarse de las cuerdas.

        

  Vio abrirse la doble puerta y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Los acólitos de los sacerdotes lo desataron y lo llevaron en andas boca arriba, ahora lo llevaban por el largo corredor hasta el final. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin.

 

  Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielorraso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debería haber gritado pero sus vecinos dormían callados. Cada vez que cerraba los ojos veía formarse instantáneamente las imágenes y se enderezaba aterrado, le costaba mantener los ojos abiertos. Hizo un último esfuerzo y esbozó un gesto hacia la botella de agua pero sus manos se cerraron en el vacío y otra vez en el negro pasadizo interminable hasta que la luna le dio en la cara cuando lo subían por la escalinata.

 

  En lo alto esperaban las hogueras y las columnas de humo perfumado y vio la piedra roja, brillante de sangre goteada.

 

“Con la última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar, pero cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños, un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llamas ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano a él tendido boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras”.[1]

 

  En este magnífico cuento Cortázar pone en acción todo lo que pensaba acerca del cuento y de lo fantástico, acerca de la intensidad y de la tensión, cumple a pie juntillas aquella décima del decálogo de Horacio Quiroga que reza: “Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida de un cuento”.

 

  Es obvio que el relato tiene el mayor interés para su protagonista como que le va la vida en ello. Cuento escrito en primera persona, pero la pregunta salta a la vista: ¿quién es el sujeto? ¿El motociclista? ¿El moteca? Lo maravilloso de este cuento es que el personaje sufre una mutación en el tiempo y el espacio por obra y gracia de un elemento de torsión, un túnel, un pasaje, elementos tan característicos de Cortázar y que lo conectan a él mismo con la realidad de Alicia, con la que el aburrido reverendo Dogson lo deslumbra a través de la pluma de Lewis Carroll.

 

  En un extremo el motociclista, en otro, el moteca, en el medio ese viaje fantástico que implica el sueño, con su lógica, sus leyes, sus absurdos. El sueño es esa zona privilegiada tan transitada por Cortázar, ¿debemos recordar sus frecuentes incursiones por los territorios oníricos?

 

  Allí lo tenemos a Paco Reta, en el sueño de “Ahí pero donde, como”, “¿por qué otra vez Paco esta noche, ahora que lo escribo en esta misma pieza al lado de esta misma cama donde las sábanas marcan el hueco de mi cuerpo? ¿A vos no té pasa como a mí con alguien que se murió hace treinta años, que enterramos un mediodía de sol en Chacarita, llevando en los hombros el cajón con los amigos de la barra, con los hermanos de Paco?

 

  (…) porque entonces saltar de la cama a la máquina, de la casa de la calle Rivadavia en Buenos Aires donde acabo de estar con Paco, a esta máquina que no servirá de nada ahora que estoy despierto y sé que han pasado treinta y un años desde aquella mañana de octubre, ese nicho en un columbario, las pobres flores que casi nadie le llevó porque maldito si nos importaban las flores mientras enterrábamos a Paco”[2].

        

  Para terminar de describir el estado de Paco:

 

“Y si sigo es porque no puedo más, tantas veces he sabido que Paco está vivo o que va a morirse que está vivo de otra manera que nuestra manera de estar vivos o de ir a morirnos, que escribiéndolo por lo menos lucho contra lo impensable, paso los dedos de las palabras por los agujeros de esta trama delgadísima que todavía me ataba en el cuarto de baño, en la tostadora, en el primer cigarrillo, que está todavía ahí pero donde, como; repetir, reiterar, fórmulas de encantamiento, verdad, a lo mejor vos me lees también tratás a veces de fijar con alguna salmodia lo que se te va yendo...”3.

 

  Esta manera que tiene Cortázar de usar la fuerza de la poesía... porque para él, el cuento está más cerca de la poesía que de la prosa, su recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, hacia arriba o hacia abajo del espacio literario, con un tiempo y un espacio condensándose, sometidos a una alta presión espiritual y formal.

 

  Cortázar, como Carrol, puso al descubierto la posibilidad de otra lógica, paradojal, poética, onírica, en la que el sueño, los espejos, los laberintos conjuran el tiempo y el espacio para acceder a otros mundos y a otros cielos. Lo vemos en este cuento, el laberinto de las calzadas, el desesperado Teseo hundido en el pantano sin una Ariadna que lo guíe, bajo un cielo amenazante, rojo de sangre y fogatas, alternado con el otro cielo raso protector del hospital, a cubierto de la sed y los aztecas.

        

  Lo vemos en “Todos los fuegos el fuego” cuando Marco en su sueño de las vísperas aún no sabía que iba a enfrentarse con el inmenso reciario nubio:

 

“Esa noche ha soñado con un pez, ha soñado en un camino solitario entre columnas rotas; mientras se armaba, alguien le ha comentado que el procónsul no le pagará con monedas de oro. Marco no se ha molestado en preguntar, si el otro se ha echado a reír malvadamente antes de alejarse sin darle la espalda; un tercero, después, le ha dicho que es un hermano de un gladiador muerto por él en Masilia, pero ya lo empujaron hacia las galerías, hacia los clamores de afuera”4.

 

  Al ver al gigante nubio con la red y el tridente, Marco adivina la significación del sueño, sabe que el pez es él en la red y sabe por qué el procónsul no le pagará las monedas de oro y por qué el camino de columnas rotas.

 

  Sueños que marcan la intensidad y la tensión de los relatos cortazarianos dejando entrever y ocultando, reflejando y deformando, anticipando o retrasando una realidad siempre huidiza, siempre frágil, siempre porosa.

 

  Cortázar trata a los sueños desde una perspectiva eminentemente freudiana, considera que en estos asoma el deseo, portador de la verdad más profunda del sujeto y por otro lado les confiere una riqueza representativa desde el punto de vista plástico que lo acerca a la corriente surrealista, movimiento tan caro a sus preferencias.

        

  El sueño es un recurso más para poner en escena una característica, la presencia de lo fantástico. Uno de sus recursos para hacer una crítica a un realismo simplista y acomodaticio, a una conciencia ideológica que nos impone un concepto de realidad como si esta fuera una verdad revelada cuando realmente es el producto imaginario, construido.

 

  Pero no hay torpeza en su concepción de lo fantástico, no hay una mano que aparece de golpe, ahorca a una víctima y luego se va como quien no quiere la cosa. La ciudad del motociclista no se hunde en los pantanos del mundo del moteca ni bien se abre la tierra. Tampoco desciende la moto y se posa como un ovni sobre el teocalli donde los aztecas sacrifican a sus víctimas.

 

  Lo fantástico en Cortázar obra como una tregua en el determinismo del hombre, exige un desarrollo temporal ordinario, su irrupción altera momentáneamente el presente dentro de la regularidad de lo cotidiano, lo excepcional pasa a ser la regla sin desplazar las estructuras cotidianas entre las cuales se ha insertado.

 

  Cuando el motociclista sufre el accidente la secuencia es casi anodina, lo asisten, llega la ambulancia, lo internan, le sacan placas radiográficas, lo operan para alinear el hueso fracturado y por lo tanto lo anestesian, y al despertar, sufre los efectos comunes de la anestesia: sed intensa, cuadro confusional que se caracteriza por un estado deliroide de tipo onírico.

 

  Si pensamos en el otro polo del cuento, un aborigen moteca perseguido por sus enemigos aztecas, atrapado y puesto en las mazmorras a la espera de su muerte ritual, es decir un hombre desesperado y a la espera de su muerte segura, tiene sus sueños –como lo demostró Freud y Cortázar lo ha leído– para expresar su deseo de huir de la terrible situación en que se encuentra, soñar con escenas placenteras en la cual es cuidado en vez de perseguido, cortado para ser curado y no para ser sacrificado al terrible dios, descansar en una tibia cama y no estar estaqueado en las frías lajas de las mazmorras, huir en un zumbante insecto de metal y no permanecer atrapado, inmovilizado, sin salida.

 

  La creación ficcional de Cortázar se evidencia en la denominación de “moteca” –no existían pueblos con ese nombre– y “guerra florida” –para referirse al tipo de caza humana– pero, salvando estas características, las persecuciones existieron realmente.

        

  Quizás Cortázar quiso referirse a la cultura mixteca que fue efectivamente perseguida durante dos años en la región de Oaxaca por el monarca azteca Ahuízotl, hermano de Tízoc y sucesor de éste en el trono azteca. Ahuízotl inició una campaña en la que capturó nada menos que 20.000 mixtecas cuyos corazones fueron arrancados y quemados en la piedra de los sacrificios que había sido labrada recientemente.

        

  Para que los hombres sobrevivieran, los aztecas pensaban que sus dioses debían ser alimentados y fortalecidos, y el más precioso alimento que podría ofrecérseles era el corazón de los hombres. Es decir el corazón de los adversarios. Los prisioneros de guerra eran la ofrenda más estimada, y mientras más valientes eran, y más alto rango tenían, más preciados eran como presentes. Los esclavos, en cambio, eran muertos en ceremonias secundarias, y en raras ocasiones se mataban a mujeres y niños en ritos de fertilidad, para asegurar el crecimiento de las plantas por los poderes de la magia simpática.

 

  Estos últimos sacrificios estaban dedicados al dios Tláloc, dios de la lluvia, mientras que los prisioneros de guerra eran sacrificados al dios Huitzilipochtli dios de la guerra que representa el sol en el cenit, los templos de ambos dioses eran lo más importante y estaban situados en el centro de Tenochtitlán.

  Cortázar toma indistintamente situaciones cotidianas o hechos históricos relativamente ciertos y los articula a través del sueño, conecta la época actual con el 1480, época probable de estos acontecimientos. Entre el sueño moteca del motociclista y el sueño motociclista del moteca media una cinta de Moebius cuya torsión onírica reúne en su única cara a ambos soñándose mutuamente. Siendo y no siendo al mismo tiempo idéntico sujeto.

 

 

  Lo fantástico es entonces el sueño. Pero el sueño es cotidiano, un hecho banal y solo es la torsión del abismo, de vértigo temporal impreso por la pluma del escritor lo que lo convierte en un hecho maravilloso, en puerta que se abre hacia el misterio, en denuncia de una realidad que se encuentra más allá de las narices.

        

  Este cuento crea un mundo, lo recorta y convierte su pequeño ambiente en un organismo que respira, que tiene sus propias leyes; los aztecas deben cumplir con su rito para que la desgracia no se abata sobre su pueblo; el moteca debe llegar a la selva, esconderse en su interior, sus brazos deberán convertirse en ramas, sus pies en raíces, es necesario mimetizarse con el ambiente para escapar a la muerte.

 

  Y el motociclista deberá evitar que se lo trague el sueño, que le gane la negrura y el hedor de las marismas, quedarse desesperadamente en su mundo de avenidas y semáforos, cada personaje tiene su propia lucha pero también su propio destino en la esfericidad de este mundo.

 

  Mundo que como dijimos respira y palpita como el corazón todavía vivo del moteca, en la oscilación de una a otra escena, en ese ritmo de ida y vuelta donde la articulación es cada vez más sutil; al principio bien delimitada, con un hiato en el texto, marcando claramente que era un sueño, luego separado por los puntos y aparte, un movimiento lo trae a este mundo, un sabor se lo lleva y luego la articulación hecha en la misma frase separada por una coma, como si aumentara cada vez más la ósmosis entre ambas escenas, cada vez más puentes, cada vez más túneles.

 

  En el cuento tienen importancia los estímulos sensoriales que además contribuyen a determinar los elementos oníricos para permitir la prosecución del mismo. Se deduce fácilmente que bajo los efectos de la anestesia más usada en la época en que Cortázar escribió este cuento, el estímulo más fuerte sufrido por ese motivo era el olor;

 

“... olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie (…) lo que más lo torturaba era el olor, como si aún en absoluta aceptación algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. Huele a guerra pensó”.

        

  Y más adelante agrega:Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperadamente hacia delante”[1].

 

  También la posición de estar boca arriba actúo como estímulo: “Como dormía de espaldas no lo sorprendió la posición en la que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y le obligó a comprender”.

 

  O el brazo roto del motociclista, el derecho, que el moteca siente de esta manera: “Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que le hundían la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo tan intolerable que tuvo que ceder”.

 

  La prosa de Cortázar adquiere la fuerza expresiva de la imagen poética, despierta la potencia vivencial de la emoción, pero por otra parte, su estilo finge maravillosamente la oralidad, la expresión sencilla y directa del hablar cotidiano, crea un clima de familiaridad del lenguaje que hace de sus escasos diálogos un clima contrastante con el angustiado y tenso monólogo interior del moteca.

 

  Nada más extraño al lenguaje cortazariano que lo ampuloso o lo solemne, estas características confieren al cuento una sencillez aún en lo fantástico de su tema, hay un signo de complicidad de Cortázar con el lector, éste llega a ser copartícipe de la experiencia de o de los protagonistas de la experiencia, cosa que logra apelando a la inmediatez vivencial que pone en marcha la identificación emocional del lector con la escena que se desarrolla.

 

  Según Gadamer la relación entre el texto y el lector obedece a la lógica de la pregunta y respuesta, comprender un texto es comprender la pregunta que está implicada. Esto es lo que se puede llamar horizonte de preguntas. Deberíamos plantearnos entonces: ¿Cuál es la pregunta que está implicada en “La noche boca arriba”?

 

  Creemos que la pregunta es la siguiente: ¿Si frente a un hecho fortuito que nos sucediera en lo cotidiano se desencadenara una sucesión fantástica como la que relata este cuento, a qué nos aferraríamos?

 

  A nadie se le escapa entonces que, en el fondo, lo que subyace es la cuestión de la muerte y del tiempo, ese tiempo filoso como una cuchilla que nos corta a medida que pasa porque: “allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo”, dirá en Historias de Cronopios y de Famas, allí donde reina el tiempo alcaucilado, el tiempo deshojado, el que marca la hora presente y todas las horas, como si dijéramos todas las horas la hora, que es como decir todos los fuegos el fuego.

 

 

  En este cuento están puestos en tela de juicio tanto el tiempo como el espacio, ese espacio que tanto para Cortázar como para Borges es una esfera cuyo centro está en todas partes y cuyos límites no están en ninguna, tal como aparece en la biblioteca de Babel a la que Borges describe como una esfera cuyo centro cabe en cualquier hexágono y cuya circunferencia es inaccesible, este espacio supralógico, sin centro ni periferia es un punto de encuentro con el espacio de Cortázar.

 

  Y es justamente en relación al tiempo que Cortázar critica su noción de sucesión mecánica. Al inventarse el reloj el tiempo pasó a ser algo externo y objetivo por eso Cortázar dice en “Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj”:

 

“Piensa en esto: cuando te regalan un reloj, te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y paseará contigo. Te regalan –no lo saben, lo terrible es que no lo saben–, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca”[2].

 

  Hay por lo tanto una búsqueda intemporal, un deseo de abolir este tiempo mecánico, este espacio –tiempo cerrado, clausurado, tiempo lineal e irrecuperable que tiene su complemento en un espacio inextensible, un instante inexorablemente después de otro, un instante que en el momento de ser capturado es ya tiempo pasado, un futuro, que cuando ha agotado todos sus granos permite ver el fondo y entonces vemos que en el fondo está la muerte.

        

  Y es ésta búsqueda en el tiempo intuitivo, tiempo subjetivo y desajustado el que hace irritar a Johny enloquecido: “esto ya lo toqué mañana, Miles, es horrible, esto ya lo toqué mañana”, o el otro que le hace intercambiar tiempo y espacio cuando le dice a Bruno:

 

“Es como en un ascensor, tu éstas en el ascensor hablando con la gente, y no sientes nada raro, y entre tanto pasa el primer piso, el décimo, el veintiuno, y la ciudad se quedó ahí abajo, y tú estás terminando la frase que habías empezado al entrar, y entre la primera y las últimas hay cincuenta y dos pisos. Yo me di cuenta cuando empecé a tocar que estaba en un ascensor, pero era un ascensor de tiempo si lo puedo decir así”[3].

 

  En Cortázar entonces la abolición del tiempo acompaña la abolición del espacio y también la abolición del sujeto; ¿Quién es el que cuenta, cuándo, dónde? ¿El motociclista?, ¿el moteca?, ¿ambos?

 

  La abolición del sujeto es un recurso frecuente en la narrativa cortazariana, ningún ejemplo tan claro como el relator de “Las babas del diablo”:

 

“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando formas que no servirán para nada. Si se pudiera decir; yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros”.

 

  O quizás un poco más adelante cuando escribe:

 

“y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por las escaleras de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Y sé que lo más difícil es encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido”[4].

 

  Lo vemos aparecer en la Alina Reyes de “Lejana”, en su cambio con la mendiga de Budapest, o en “Axolotl”, de nombre tan cercanamente azteca cuando el relator describe el traspaso de la subjetividad del personaje al cuerpo del axolotl:

 

“Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez más de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupilas. Veía desde muy cerca la cara de un axolotl inmóvil junto al vidrio, sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio, entonces mi cara se apartó y yo comprendí”[5].

 

  Unas líneas más arriba Cortázar hace un comentario que da cuenta en parte del secreto deseo de esta transformación: “Fue su inquietud lo que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir su espacio y tiempo con una inmovilidad indiferente”[6].

        

  Pero en “La noche boca arriba” este pasaje del sujeto de un cuerpo a otro, está mediatizado por un sueño. El sueño actúa como un puente o túnel pero que sufre una torsión a la manera de un verdadero anillo de Moebius, esa figura topológica que Escher ilustró tan magistralmente y que consiste en imprimirle una torsión al anillo plano de tal modo que pareciendo un anillo de dos caras es en realidad un objeto geométrico de una sola cara por la que se puede transitar infinitamente.

 

  Es entonces sobre este anillo de Moebius del sueño, sobre esta cinta sin fin de una sola cara donde la carrera del motociclista se continúa con la huida del moteca que desemboca en la cama del motociclista que se prolonga con la cautividad del moteca, y así sucesivamente, hasta que algo detiene este deslizamiento: el sacrificio del moteca.

 

  El tema del sacrificio ritual es tratado por Cortázar también en: “El ídolo de las Cícladas”[7] y referido a la poderosa influencia que la estatuilla encontraba en Morand, su mujer Therese y Somoza ejerció sobre éste último por haber sido quien la conservó luego de regreso a sus hogares. Somoza comenzó a tener la frenética obsesión de hacer replicas cada vez más exactas de la estatuilla que representaba una figura femenina hasta lograr en ello una extraña perfección.

 

  Morand va a visitarlo a Somoza luego de largo tiempo de no verlo y en el camino recuerda las circunstancias en las que fue hallado el ídolo; cuando Somoza pega un grito de júbilo al descubrirlo enterrado en el barro, Therese que estaba a medio vestirse, se olvidó de ponerse el corpiño y corrió para ver el hallazgo aún semidesnuda, Morand entre enojado y divertido le dijo que se cubriera, pero siempre le quedó la idea de que esta escena le dejo una honda impresión a Somoza, y que ése era el motivo del alejamiento de Somoza de él y de Therese.

 

  Morand encontró a Somoza en un estado lamentable, con un descuido personal y un desorden en su casa que hacía sospechar la pérdida de su juicio, su sola actividad consistía en realizar las réplicas del ídolo, cosa que ya podía hacer de memoria, y era como si los rasgos de la estatuilla lo hubiera transportado a la época de los sangrientos rituales que ella presidía, rituales de sangre y sacrificios de los que Somoza era ahora su nuevo sacerdote.

 

  Y él, que hasta ese momento había pensado que el alejamiento y la locura de Somoza se debía a su deseo por Therese causado por un simple y comprensible odio celoso, se ve a sí mismo bañando la estatuilla con la sangre de Somoza, se ve desvistiéndose hasta quedar desnudo, y tomando un hacha de piedra, el hacha con la que mató a Somoza, esperar acechante a Therese oculto detrás de la puerta -pues sabe que llegará puntualmente- para ofrecerla como próxima víctima, convertido ya en el último y patético sacerdote del ídolo.

 

  Es este ritual sangriento, aplacatorio de la cólera de los dioses, una maniobra que exorciza la muerte de la misma manera que el ritual azteca, y que intenta además revertir el paso del tiempo, volver a los viejos tiempos primigenios del sonido de las flautas egeas. La función que aquí cumple el ídolo, esta función puente, conectora, mediatizadora, es análoga a la que cumple el sueño en “La noche boca arriba” y en “Ahí pero donde, como”, y tiene el mismo significado que el fuego en “Todos los fuegos el fuego” e idéntico motivo que las galerías en “El otro cielo”.

 

  De los que nos informa Cortázar es que éste tiempo reversible latiendo en un espacio poroso que despliega sus túneles, sus puentes, sus galerías y pasadizos entre mundos extraños y que extiende sus pseudópodos en una intrincada red, éste es el espacio-tiempo del deseo.

 

  El deseo como la verdad última del hombre, la que habita en los sueños, en la imaginación, en la creación y que arquitectura los mundos cortazarianos y les da su condición de posibilidad.

 

  Cortázar estaba muy consciente de esto, lo había leído en Freud, lo había ilustrado con las construcciones surrealistas, lo había leído en Borges, en Lautreamont, el Baudelaire, en Rimbaud, en Lewis Carroll.

 

  Sabía que el método, el instrumento, el martillo era la palabra. La palabra que crea mundos y los hace respirar y conectarse entre sí, fuera del esteticismo anestesiante, no en el reino de una literatura-aparte-del-mundo sino en el compromiso de la palabra con el hombre.

 

  Cortázar rechaza cabalmente el uso hedónico y estético del instrumento literario, sostiene que más allá que las empresas estilísticas está el hombre angustiado, la inadecuación del hombre con el cosmos.

 

  Toma partido por el lenguaje poético sobre el enunciativo y propone una poética antropológica que haga de la palabra la manifestación del sujeto, en la medida en que ésta implica al hombre captado en su deseo, en su verdad última.

 

  A Cortázar lo inquieta la condición humana sujeta a un mundo desquiciado, y propone un cuestionamiento radical. La condición de desnudez, de desesperación, de impotencia expuesta con total eficacia en este cuento, es el escenario del hombre ante la muerte, despojado de ilusiones y expuesto ante nuestros ojos.

 

  Por eso estamos ante una prosa alucinada y limítrofe que trata de captar agónicamente lo experiencial, esto es la descolocación del hombre con su mundo, y que sólo puede ser lograda reemplazando lo estético por lo poético. De la poesía adapta lo transido, lo visionario, las traslaciones del sentido, la saturación metafórica signada por la seducción verbal y por las conexiones insólitas y las apariciones sorprendentes. Abandonando las situaciones corrientes se aleja de lo factible, se enrarece sugestivamente, se vuelve extraterritorial, se convierte en catapulta a la otredad.

 

  Usando la técnica del sondeo ontológico, de la mística y la poesía compromete el mundo verbal del ser del hombre e intenta pasar a la escritura toda la carga existencial, hacer pesar lo anímico sobre lo ideológico. Trata así de lograr la representación del sentimiento en situación, y de echar mano a su agudeza y penetración mayores en el análisis del alma humana.

        

  Busca de esta manera abolir los límites entre lo narrativo y lo poético, lo que implica el uso de la palabra como acto, explorando los interrogantes acerca del sentido y del destino para dar cuenta de la elección de una conducta. Escribir es para Cortázar una tentativa de conquista de lo real, una praxis, una forma de acción, un proyecto ontológico, en el sentido heideggeriano, de constitución del ser de la existencia.

 

  Por eso busca deliberadamente la complicidad que haga del lector un camarada del camino y que lo instale en el tiempo del autor, entonces llegará a ser copartícipe de la experiencia, lo que solo puede lograrse apelando a la inmediatez vivencial. Escribe Cortázar:

 

“Por eso me toca, me pregunto si alguna vez conseguiré hacer sentir que el verdadero y único personaje que me interesa es el lector, en la medida en que algo de lo que escribo debería contribuir a mutarlo, a desplazarlo, a extrañarlo, a enajenarlo”.

 

Por eso Cortázar citaba a Saint-Exupéry en relación al comentario que este hacía sobre el amor:

 

“Amar -decía- no es mirarse uno en los ojos del otro, sino mirar juntos en una misma dirección, lo que es lo mismo que decir que el amor del lector implica mirar con la mirada del autor hacia la apertura infinita que espera y reclama”.

 

  El lector se ve obligado a tomar en cuenta que lo que le es ficticio pero que también algo en él tiene que ver con esa realidad, y que los cortes, la estructura, las distintas alteraciones ortográficas son maneras de buscar el compromiso del lector, compromiso comparable con el del autor al escribirlo.

 

  En la búsqueda del sentido no hay camino prefijado, el sentido es ese punto de encuentro fallido en el que el autor se encuentra con el lector en el asombro.

 

 

Nota*: Sara Facio es una fotógrafa Argentina contemporánea destacada internacionalmente por sus  retratos a personajes relevantes de la cultura.

 

 


[1] Cortázar. J. “La noche boca arriba”. Editorial sudamericana. Bs. As. 1964. Pág. 203.

[2] Cortázar, J. Historias de cronopios y de famas. “Instrucciones para dar cuerda al reloj”. Alfaguara Buenos Aires. Pág. 50.

[3] Cortázar, J. “El perseguidor” en Las armas secretas. Alfaguara. Buenos Aires. 1994. Pág. 45.

[4] Cortázar, J. “Las babas del diablo”. En Las armas secretas. Alfaguara. Buenos Aires. 1994. Pág. 75.

[5] Cortázar, J. “Axolotl”. En: Final de juego. Seix Barral. Barcelona. 1994. Pág. 20.

[6] Ibíd. Pág. 15.

[7] Cortázar, J. “El ídolo de las Cícladas”. En: Final de Juego. Sudamericana. Bs. As. 1964. Pág. 67.


[1] Cortázar, J. Final de juego. Editorial Sudamericana. Bs. As. 1993. Pág. 166.

[2] Cortázar, J. Octaedro. Editorial Sudamericana. Bs. As. 1993. Pág. 94.

3 Ibíd., pág. 103

4. Cortázar, J “Todos los fuegos el fuego”– Grupo editorial Norma – Bogotá - 1992_ pág. 123

 


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