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Tomar la palabra

26/03/2019- Por Ramiro Ezequiel Bosco - Realizar Consulta

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Un sueño, una ficción, la palabra es eso que ocurre cuando alguien está dispuesto a decir lo que falta, decir en la falta, faltarse. Breve y contundente, este texto muestra que no es sin el cuerpo, dicha ficción, y sin el carozo, germen aún, de un decir.

 

  

                             

 

 

 

  Tomar la palabra, un comenzar por el comienzo, un comienzo del comenzar. ¿Cómo entra en calor un psicoanalista, cómo lleva adelante sus ejercicios de precalentamiento? En principio, claro está, hablando, pero… ¿hablando de cualquier cosa? ¿Hablando del clima, de lo que hice en la semana, del porqué causa-efecto que traen los obsesivos a la sesión? Claro que no.

 

  Voy a entrar en calor con un sueño; no sé si voy a “analizarlo” (deberíamos seriamente pensar en cambiar algunos nombres en “psico-análisis” por cierto: ¿qué significa analizar en lo psíquico?), pero sí voy a decir algo sobre él o, desde él.

 

  El foco me trae imágenes de recinto viejo, verdoso, espacio estrecho de una fábrica antigua. Dicho espacio, del cual las paredes chorrean óxido, se encuentra casi repleto de agua. Comienzo a ver mis extremidades a la par que comienzo a percibir la dimensión de la otredad, una otredad horrorífica, terrorífica. Comienzo a percibir algo que no está bien, me agito, tengo miedo, la superficie del agua se me presenta como un manto que vela un siniestro y… no estoy en otro lugar más que en el agua.

 

  Finalmente se sustancializa la amenaza: un inmenso tiburón, con sus dientes puntillosos, sus ojos sin mirada.

 

  Estoy en una trampa, no puedo más que nadar de un lado al otro y en reducido espacio no puedo más que ser comida para el Otro. No veo el acto sanguinario y obsceno del momento desgarrador, sólo veo mi sangre correr por mi cuerpo, las fauces del terror, la sed de muerte, y la ahogante desesperación.

Hasta aquí lo que puedo decir del sueño.

 

  Me es inevitable recordar la tapa del disco del Flaco Spinetta Durazno sangrando: “Quien canta es tu carozo, pues tu cuerpo al fin, tiene un alma... Y si tu ser estalla, será un corazón, el que sangre...”.

 

  Me gustan mucho las letras de las canciones para escribir porque son un elemento poderoso para comunicarse; entiéndase comunicar-se, no hacer un comunicado. Entonces junto con el Flaco, puedo decir, hay un carozo que canta, como ese sueño que más que sueño es pesadilla, “Eso habla”, en el mejor de los casos eso se transforma en un canto (no de sirenas o de ninfas), sino aquel que “saca” la voz.

 

  Eso habla, ese carozo que no se puede matar. Se lo puede horadar, se lo puede adorar, se lo puede arropar como se arropa un bebé, cantándole canciones de cuna, hasta que cierre sus ojos y su rostro se haga Ángel (Ideal del Yo). También se puede tomar distancia, pero no queremos a la manera neurótica: aferrándose a la realidad, pues hace mal, se siente mal.

 

  Es posible la metáfora soplona, o el soplo de la metáfora, ese soplo que “se nos va entre los dientes”, para derretir el carozo de la pintura. Juego con los dardos dirigidos como dientes de tiburón, como cerco, encerrona. Entre el blá-blá estupefactizante de una moralidad agarrotante, y el abrazo del beso que la congoja alivia, huecos de los recovecos que no dejan de pedir, lento muy lento, al paso del concierto, dar una vuelta más, más.

 

  Lo que está dicho aquí está dicho y nada más, para ustedes lectores. Para mí está marcado en el cuerpo, y quizás un poco más allá.

 


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