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Decididamente, inmigrante

07/06/2021- Por Martina Wajnszyld - Realizar Consulta

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La autora comparte generosamente no solo su relato ancestral, el de su abuelo, tía abuela, y su familia, sino el de las decisiones tomadas o eludidas, que han determinado sus posiciones (éticas) en tanto sujetos. Porque al final como dice en su escrito: “Una historia de vida, no es más que un punto en el mapa de la gran geografía. Pero puede ser también un punto cardinal.”

 

                          

                           Les Voyageours, escultura de Bruno Catalano*

 

 

  No conozco otra manera de contar la historia, sin indagar en la mía, en la de mi hermano, la de la vecina. Muchos puntos que se continúan y forman la gran línea témporo-espacial, pero a su vez, pueden ser también muchos puntos que confluyen en un mismo ítem, condición sine qua non para la existencia.

 

  Pienso que este punto excluyente y posibilitador es la decisión, y es a él, al que intentaré referirme. Y es a través del relatar lo que mi abuelo relataba, que procuraré acercarme a esta idea. Prefiero pecar de autorreferencial, que de egoísta por escatimar el recuerdo: al compartir mi historia, me propongo rozar con la del otro, la de todos.

 

  Una historia de vida, no es más que un punto en el mapa de la gran geografía. Pero puede ser también un punto cardinal.

 

 

Argentina, 1935

 

  Lázaro Wajnszyld es quien protagonizará esta historia. Polaco, judío, inmigrante nacionalizado argentino, devenido porteño, radicado en la República Bohemia de Villa Crespo.

 

  Habiendo llegado a este país con más resignación que esperanza, no tuvo más opción que aprender el idioma del tango: las ventas de portafolios de cuero no podían efectuarse en otro vocabulario y con algo tenía que pagar su subsistencia en el barrio y en el planeta. Negociaba en castellano, discutía asuntos urbanos y cotidianos en español rioplantense, pero probablemente haya seguido soñando toda la vida en idish: el idioma del pecho materno resiste cualquier nueva huella mnémica.

 

  Hoy, siendo psicoanalista, fascinada por la potencialidad del inconsciente, me pregunto por las formaciones sintomáticas del exiliado tipo, del desarraigado perseguido, inserto sin chistar en nuevos lenguajes.

 

  Lázaro nunca dejó de tener como horizonte aquel punto del cual partió: siempre sería un judío de Varsovia que respetaba y subscribía a todo lo propio del judaísmo, excepto a su religión. Lo que importaba en definitiva, el centro de la cosa, era hablar el mismo lenguaje que el de al lado. Y eso, el eje de su vida, es justamente a lo que tuvo que renunciar en pos de una nueva oportunidad.

 

  Vaya novedad, ¿cuántas historias de renuncias que posibilitan oportunidades hemos escuchado? Me arriesgo a decir que todas: ya lo decía Freud, en la base de toda constitución, siempre hay una renuncia.

 

  Acá la renuncia fue la pérdida total de las coordenadas subjetivas, mi abuelo se quedó literalmente huérfano de madre, padre y patria: en las maletas del inmigrante sólo cabían los recuerdos y la esperanza del reencuentro. Los primeros se fueron erosionando con el tiempo, la otra terminó abruptamente con el estallido de la Segunda Guerra Mundial.

 

  El relato contado por mi papá, su único hijo, escuchado por fuente directa de Lázaro, tiene un tono melancólico y directamente proporcional al horror vivido por todo sobreviviente: la culpa.

 

  Lázaro, un mal día, dejó de recibir las cartas de su familia, y con ellas, su único anclaje a una vida que se empezaba a constituir como pasado enterrado ineludiblemente. Movió el mundo entero por un “hijo, estamos vivos, solo pasamos frio” o un “¿Cómo está todo por América?, por acá solo lloran los niños”, pero no.

 

  Nunca recibió ningún mensaje más y con los años tuvo que resignarse y aceptar que no lloraban solamente los niños, sino también los hombres, las viudas, los perseguidos, los escondidos y los encontrados. En el mejor de los casos. Después tuvo que aceptar, por público conocimiento histórico, que ya no quedaba ningún polaco judío que pudiera llorar.

 

  Este hombre, que solo vino a la Argentina de entonces planificando regresar apenas pudiera, debió rehacer su vida acá, casarse con una lituana, ser padre de un argentino y aportar a la suma de impuestos de un país que nunca termino de (o empezó a) ser el suyo. ¿“Tuvo que” hacerlo? Elijo pensar que lo decidió.

 

  Toda una “nueva” vida, sin tener ni una sola certeza del destino sufrido por su familia. Enterrar simbólicamente a sus padres, hacer un duelo literalmente en el aire, sin ninguna convicción de la pérdida efectiva. Analogía absoluta con las familias de los 30000 detenidos desaparecidos de la última dictadura militar que nos tocó padecer a nosotros como argentinos.

 

  Cada generación realiza sus propios duelos, pienso.

Solo las afortunadas tienen tumbas adonde llevar sus flores.

 

 

París, 1992

 

  Lázaro Wajnszyld es ahora un jubilado viudo, abuelo de dos y en la espera de una tercera, que es casualmente, quien escribe. Como viaje de disfrute, autoregalo por todos los años de trabajo, ya sin mayores gastos que el sostén del propio peso, decide ir de visita a París.

 

  Hipotetizo que habrá visitado la Torre Eiffel, y caminado las calles parisinas. Todo lo que podría agregar acá, sería una licencia literaria. El único dato certero que tenemos, que por su fuerte contundencia, no me permite mayores dilaciones, es una cena de una noche azarosa: “Encuentro internacional de polacos exiliados, desparramados por el mundo”.

 

  Mi abuelo va, los abuelos de tantos otros van también, con la intención de degustar historias infantiles, de recordar platos de años pasados, de años perdidos, de años nunca olvidados.

 

  Si fue el bendito azar o un acto fallido de una memoria enterrada pero siempre insistente, no lo sabremos nunca. Pero este hombre se vino a sentar en la exacta mesa, en la misma mesa, en la única mesa, en la que estaba sentada, la que resultó ser la mejor amiga de su hermana.

Es así como mi abuelo, a los 83 años tiene el desafiante regalo de poder enfrentar directamente a los ojos a lo que fue el desenlace de su familia.

 

  Si él quería datos sobre la matanza de los suyos, los tuvo todos juntos, sin ninguna anestesia. Un real que se le precipitó sin pedir permiso, como todo real, en plena noche turista. Esta legendaria amiga le relató, no sin lágrimas en los ojos, que ella, como él, hoy estaba viva. Que ella sí, pero que su amiga, la hermana de mi abuelo, no. ¿Y por qué la diferencia? Por una decisión.

 

  Llegado el caso de máxima desesperación, se le apareció la oportunidad de escapar de la persecución nazi, viéndose forzada a cortar el lazo de manera definitiva con sus afectos polacos y emprender el viaje, el único viaje que podía salvarle la vida. Un viaje que la sacara, como sea, de esa realidad.

 

  Y en ese “como sea” estaban incluidos todos los mayores terrores de la humanidad: un viaje al sin certezas, sin ninguna garantía, pero un viaje que posibilita otra realidad. Esta señora, devenida mensajera en esa noche parisina, había decidido dar el salto. Lo que hizo fue un acto, y como tal la llevó a la otra orilla.

 

  Ahora, ¿cuál fue el final de su amiga? No cruzó. ¿Priorizó quedarse en esos últimos días de dolor con sus padres? ¿Fue presa del terror y se vio completamente inhibida a luchar por su derecho de vida (tener una)? No podemos saber cuáles fueron sus motores. Lo que podemos saber, y acá es donde elijo tomar una posición: eso también fue una decisión. ¿Ella decidió no elegir? No creo poder afirmar que se trató de eso. Habría sido una salida neurótica, un privilegio de aquellos que nos damos el lujo de pensar que el tiempo es infinito.

 

  Esta hermana, de este abuelo, tenía al real de la muerte mordiéndole los tobillos, no quedaba espacio para ninguna duda, para ningún dejar para después. Era la muerte, o la vida sin la vida. Un imposible, precisamente imposible de dialectizar.

 

  Entonces decidió: el linaje familiar, el nombre propio, la casa. En la lucha por la carne o la palabra, se quedó con la que habla. La de mi tía abuela, entonces, considero que fue una decisión. Una decisión más subjetiva que cualquiera. Decidió que el fin conclusivo, su punto de capitón se quedaría donde su familia. Ya no habría espacio para ningún otro real. Por lo menos sería ella, entonces, ama y señora de su propio final.

 

  ¿Y hasta dónde llega el derecho que nos confiere la historia a juzgarla por eso? Hasta ningún punto, nada nos dice que una decisión haya sido más válida que la otra. Nada nos permite dictaminar sobre decisiones ajenas.

 

  Saltando a otra dimensión, me permito hacer una analogía. Creo que de aquí es que viene lo apasionante del psicoanálisis, nos invita a cruzar, a dar el salto, nos acompaña en el vuelo si decidimos, en tanto sujetos, emprenderlo. Pero no se autoriza, ni por una milésima de segundo a darse el derecho de decidir por el otro, sencillamente porque sabe que no lo tiene.

 

 

Arte*: escultor francés nacido en 1960. Uno de los mejores escultores surrealistas contemporáneos. Trasciende por su serie de esculturas a las que literalmente les falta algo y denotan la fragilidad de lo humano. El trabajo del artista se caracteriza por crear estatuas incompletas que sostienen sólo una maleta, razón por la cual el escultor tituló a su colección “Los Viajeros” (Les Voyageurs). 

 

 

 

 


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