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Adolescentes vulnerables: la selfie que nos mira04/09/2014- Por Sergio Zabalza - Realizar Consulta
Se suele decir que los chicos y adolescentes gozan de demasiada libertad, cuando en realidad padecen de un control solapado tras los imperativos de éxito, el furor clasificatorio y las etiquetas diagnósticas. Deberíamos cuidarnos entonces de que la categoría “adolescente vulnerable” constituya un rótulo más –una suerte de objeto de estudio– tras el cual disimular la responsabilidad del consumidor en la marginación y descuido de los chicos. No sólo se trata entonces del esfuerzo por entender “una moral distinta” u “horizontes de vida diferentes” sino de captar el hecho de que tales diferencias constituyen el lado oscuro de nuestra subjetividad.
“somos la rata corriendo en la ruedita/
de la sociología y el trabajo social”[1]
César González
Se suele hablar de adolescentes vulnerables como una categoría que, con trazos un tanto difusos, engloba dentro de sí a jóvenes cuyo futuro y dignidad se ven amenazados por peligros tan apremiantes y diversos como la trata de personas, el suicidio, el trabajo esclavo, el gatillo fácil, las adicciones, el narcotráfico, el abandono, la precariedad económica, abusos sexuales, deserción escolar, violencia familiar, el delito, etc.
Por tratarse de un tema harto complejo que compromete a múltiples áreas de la praxis social ‒sea la atención de salud, la justicia, la educación, la academia, la política, etc.‒, se hace necesario un abordaje interdisciplinario capaz de vertebrar algunos ejes que faciliten la tarea de los agentes que operan en ese abismo cavado por la herencia neoliberal.
Ahora bien, resulta llamativo que en una época caracterizada por la sacralización de la juventud, el culto a la estética y el rechazo a la finitud, estemos convocados para hablar de jóvenes vulnerables. Es para considerar que esta condición a la que los chicos se ven arrojados es correlativa de un estado de cosas signado por la cotidiana batalla que libra el conjunto de consumidores ‒apremiados por su exigencia de satisfacción‒, y la comunidad política de ciudadanos, más motivada por hacer de la palabra un instrumento de encuentro con el semejante que un mero vehículo de perentorias exigencias. Si el primero ‒consumidor‒ necesita de la delincuencia y la exclusión para sostener su acéfalo empuje (sea por la droga que se cocina en la villa, sea por la demanda de prostitución), la segunda ‒la comunidad política‒ interroga y denuncia la funcionalidad del círculo vicioso que explota la vulnerabilidad adolescente.
A veces esta confrontación entre el consumidor y el ciudadano se da no sólo en el seno de una misma familia, institución o lugar de trabajo, sino sobre todo en una misma persona. (Basta considerar a qué vergonzosos lugares nos lleva la imaginación cuando consideramos no sólo la posibilidad que nos arrebaten “el celu” o un attaché, sino de que nuestro hijo no responda a nuestros más caros ideales). Es cierto que los jóvenes siempre han encarnado algo de lo nuevo, lo diferente o lo que no encaja dentro de los cánones establecidos, y tanto más si su aspecto, modales o vocabulario no se encuadran dentro de lo esperado. Pero hoy sucede algo tanto más notable y urgente: aquellos supuestos marcos establecidos se están desvaneciendo y los adultos no sólo les pedimos a los púberes y jóvenes que nos digan cuáles son las formas de vestirse, comportarse, manipular la compu, abordar al otro sexo, usar las redes sociales o desempeñarse en una disco, sino también proveernos de los repuestos o celulares –para citar tan sólo un par de ejemplos– que los pibes chorros se encargan de conseguir.
El desconcierto adulto que Margaret Mead describía en Cultura y Compromiso ha dado paso a las exigencias de rendimiento que imponen los mayores. Entonces ya no se trata de las “culturas prefigurativas” –como decía la antropóloga– que se rebelan ante los saberes del pasado, sino de jóvenes productores de conocimiento o simplemente proveedores transformados sin embargo en objetos de consumo. Dice el poeta y cineasta de extracción villera César Gonzalez “La ciencia admite que somos cuerpo y sentimientos/pero desconoce que somos guiados por los símbolos/ anestesiados por los signos/ castigado por la publicidad”[2].
De esta manera, para los adultos, hoy los adolescentes constituyen un objeto de deseo y, al mismo tiempo, un resto molesto, inclusive peligroso. Bien podría decirse que la vulnerabilidad adolescente anida entonces en ambos aspectos de esta cruel alternativa que el siglo le dispensa a la adolescencia: una suerte de anamorfosis inclinada, a veces hacia la fascinación, otras hacia el horror.
Se suele decir que los chicos y adolescentes gozan de demasiada libertad, cuando en realidad padecen de un control solapado tras los imperativos de éxito, el furor clasificatorio y las etiquetas diagnósticas. Deberíamos cuidarnos entonces de que la categoría “adolescente vulnerable” constituya un rótulo más –una suerte de objeto de estudio– tras el cual disimular la responsabilidad del consumidor en la marginación y descuido de los chicos. No sólo se trata entonces del esfuerzo por entender “una moral distinta” u “horizontes de vida diferentes” sino de captar el hecho de que tales diferencias constituyen el lado oscuro de nuestra subjetividad.
Desde esta perspectiva, la vulnerabilidad adolescente no es tanto el fenómeno que no queremos ver, sino el punto de fuga de nuestra mise en abyme cotidiana, esa selfie que nos mira tras el velo del narcisismo aceptado. Si hace casi cien años Freud escribía “Pegan a un niño”, hoy que el joven sujeto de derecho se suele traducir como sujeto derecho al consumo, bien podríamos escribir “Sobornan a un joven”.
La adolescencia es la etapa en que un sujeto constituye su cuerpo, por eso en nuestros días el cuerpo social se constituye a partir del sujeto adolescente (vayan como ejemplo los tatuajes). Así, hoy en que hasta el período de latencia se ve amenazado por la intrusión de una avalancha de estímulos, el factor tiempo puede sernos útil en nuestra indagación. No en vano, “Me ví sumergido en otro tipo de lenguaje y de tiempo, en otra manera de sobrevivir y de vivir hasta la propia muerte”[3], decía Cristian Alarcón en un libro que narra la vida y muerte de un pibe chorro.
Es que la urgencia de satisfacción que distingue a la actual subjetividad –y de la cual las adicciones constituyen un buen ejemplo–, inflige sustantivas consecuencias en el crecimiento de un chico. Por algo, a partir de la coordenada temporal, Freud aporta una valiosa definición del sujeto adolescente: seres “todavía inmaduros, a quienes no hay derecho a impedirles permanecer en ciertos estadios de desarrollo aunque sean desagradables”[4], y por su parte, Lacan observa que la única respuesta posible a la pregunta qué es un niño es: “déjate ser”[5].
Este tiempo que Freud tanto protege para el adolescente y que Lacan enfatiza en preservar para un niño, es el mismo que un ser hablante requiere para conformar un cuerpo de deseo, responsable de sus actos y abierto a la contingencia del amor y el encuentro con el semejante. La denominada vulnerabilidad adolescente es el síntoma de un cuerpo social que goza en los bordes marginales, allí donde la palabra se debate entre exigir satisfacción o inclinarse a escuchar ese tan especial tiempo del dolor.
Nota: Texto presentado en las “Jornadas de Adolescencias vulnerables”, con la participación del juez Carlos Rozansky y otros, organizado por la UCES (29/8) en la ciudad de Buenos Aires.
[1] César González “Nota de actualidad” en
http://camiloblajaquis.blogspot.com.ar/2013_05_01_archive.html
[2] César González “Vamos a la pausa” en
http://camiloblajaquis.blogspot.com.ar/2014/04/vamos-la-pausa.html
[3] Cristian Alarcón, “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia” Buenos Aires, Grupo Editorial
Norma, 2003, página 16.
[4] Sigmund Freud, “Contribuciones para un debate sobre el suicidio” en Obras Completas, A. E. tomo XI,
p. 232.
[5] Jacques Lacan, El Seminario: Libro 8, La Transferencia, Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 276.
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