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Brasil, Nueva Zelanda: locura y segregación en el planeta

16/03/2019- Por Sergio Zabalza - Realizar Consulta

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Dos trágicos sucesos perpetrados por móviles sólo en apariencia disímiles, pero que confluyen en la más demencial locura, se dieron cita en sendos países y estados muy diferentes en sus políticas, historias, conformación social y ubicación geográfica. Un síntoma revelador de la locura segregativa que asola el planeta… El acto loco jamás está desvinculado del entorno, antes bien: es el producto del discurso que vehiculiza una comunidad hablante.

 

 

           

                                               Florida Gun Show*

 

 

Brasil

 

  Tal como se preveía, la gestión de Jair Bolsonaro en Brasil se encamina por los senderos que los Estados Unidos marcan a los países que se someten a su influencia.

 

  Lejos de tratarse de aumentos en la productividad, republicanismo, libertad y otras mentiras que vende el gran país del Norte, la horrible novedad que nos convoca se relaciona con las consecuencias del culto a las armas propio de aquellos lares y que hace pocas horas ha irrumpido de la peor manera entre niños y adolescentes brasileños.

 

  Como calco de la siniestra saga que Columbine, Virginia Tech, y tantísimas otras escuelas y universidades engrosan de manera casi cotidiana, dos jóvenes ex alumnos ingresaron encapuchados en una escuela de la populosa ciudad de San Pablo y  emprendieron una balacera con la que asesinaron a seis niños, un empleado y a la directora, para luego suicidarse dentro del establecimiento.

 

  No es la primera vez que ocurre en Brasil, el 7 de abril de 2011 una escuela de Río de Janeiro fue escenario del trágico tiroteo que dejó como saldo doce niños muertos. La gran diferencia es que, si en aquel momento gobernaba un partido que ponía énfasis en la sensibilidad social, hoy los destinos de esa nación están a cargo de un declarado fascista que impulsa el uso de las armas como método para resolver conflictos.

 

  Los crímenes insensatos, tal como el demencial suceso que nos convoca son productos del discurso. ¿Quién podría asombrarse del tendal de muertes ocurridas en un país como Estados Unidos en cuya población hay familias que festejan la Navidad regalando fusiles y metralletas mientras se brinda al lado del Niño y su pesebre? Bien, los niños son la principal víctima del culto a las armas. Los que reciben los balazos pero también aquellos que disparan.

 

  En efecto, no es casualidad el reiterado dato que verifica la participación de adolescentes en esta locura. La adolescencia es el segmento más vulnerable de la escala etárea humana. Con cuerpos casi adultos, los púberes suelen carecer de la compañía, el entorno y la sensibilidad necesarias para orientar el monto de angustia propio de la irrupción de la sexualidad, y así recalan en las identificaciones que proveen las pantallas de la computadora, muchas de ellas eminentemente violentas.

 

  Los casos relevados en Estados Unidos muestran una estructura similar en lo que hace a la participación de adolescentes portando armas: muchachos resentidos, aislados, víctimas de bullying, (en el caso que nos convoca la condición de ex alumnos nos exime de mayores comentarios). Es decir: hijos de la segregación que distingue a los regímenes neoliberales.

 

  Si a todo eso se agrega una prédica que alienta –ya no el uso deportivo de las armas–, sino su liso y llano empleo para matar gente a la que se sindica (no se sabe quién ni por qué) como culpable de todos los males, tragedias como las que hace unas horas sacude a San Pablo formarán parte del ritmo cotidiano de cualquier comunidad.

 

  El acto loco jamás está desvinculado del entorno, antes bien: es el producto del discurso que vehiculiza una comunidad hablante. Desde cierta perspectiva un desencadenamiento es el hecho social por excelencia, no sólo porque marca una nueva e inédita relación del sujeto con el Otro, sino también porque el alienado encarna como nadie la inconsistencia esencial que alimenta el manantial de la lengua: ese agujero por el cual, sin embargo, hablamos; para cernir, velar, o directamente ocultar, la falta de respuestas frente a las cuestiones que nos hacen comunes el uno con el otro: ¿quiénes somos, de dónde venimos, qué hacemos aquí? ¿Por qué las cosas son como son?

 

  El psicótico hace suyas estas limitaciones insalvables de la lengua y las devuelve con aseveraciones plenas de certeza. De esta manera, al ubicarse en el lugar de la excepción, el alienado se hace señal, encarna y objetiva lo que el resto de las personas tenemos en común. El psicótico tiene “el objeto en el bolsillo”[1], dice Lacan.

 

  Basta que el discurso dominante obture con sentencias plenas de certeza este hueco por donde respira el lenguaje, como es el caso del actual presidente del país hermano, para que la violencia estalle como metáfora del conflicto que alberga una comunidad.

 

  

Nueva Zelanda

 

  Un hombre de mediana edad se filmó desde que arrancó su auto con rumbo a una mezquita  en la ciudad de Christchurch, Nueza Zelanda, para luego estacionar, cargar una metralleta e ingresar en el templo donde ultimó a varias decenas de personas.

 

  Si alguna evidencia faltaba para dar por cierto que el acto del alienado siempre interpreta la locura del entorno, este asesinato en masa termina por corroborarlo. De hecho, un presunto texto del homicida distribuido en la web refiere “solo soy un hombre blanco común, de una familia normal que ha decidido tomar una postura para asegurar el futuro de su gente”.

 

  Pero más allá de la autoría de este comunicado, lo que resulta por demás estremecedor, son las palabras de la primera ministra neozelandesa quien durante una conferencia de prensa hizo de la negación el centro de su alocución: “Este tipo de violencia no tiene lugar entre nosotros. Esto no es lo que somos. (…) No hay sitio en Nueva Zelanda para un acto tan extremo de violencia. (…) Los que han perpetrado este violento ataque no tienen lugar en Nueva Zelanda”.

 

  Bien, todo sugiere que conviene avisarle a la mandataria que la condición geográfica insular y el excelente nivel de vida del que goza el país maorí no lo priva de padecer los mismos males que el resto del mundo.

 

  De alguna manera aquí está el nudo, o como ahora suele decirse: el huevo de la serpiente que hace a todo el horror presente a lo largo y ancho de este planeta exhausto: el individualismo, un rasgo cuya cara oculta resulta en la más brutal segregación: sea bajo la forma del racismo, tal como muestra el caso que nos convoca, o bajo la forma de los regímenes neoliberales que alientan un consumo desenfrenado a despecho de la exclusión de millones de personas y de las reservas que todavía mantienen con vida a la biosfera.

 

  El Otro no existe parece ser la fórmula que resume la locura que envuelve los destinos de las democracias conformadas por ciudadanos que pretenden vivir como islas. Para más datos, tomar nota del concepto “Muro”, que desde el delirio de Trump hasta el country más pobretón, parece encarnar el sueño de la actual subjetividad.

 

  Otros países con bienestar similar han experimentado casos parecidos. Hace unos años, en una escuela secundaria de la ciudad de Jokela, en Finlandia[2] país reconocido por albergar el mejor sistema educativo, un alumno considerado tan afable como normal ultimó a punta de pistola a varios compañeros con el fin de erradicar a los “fracasados de la tierra”.

 

  El psicólogo del establecimiento apenas atinó a decir: “Esto simplemente no se puede comprender. Aquí siempre está todo totalmente tranquilo”, sin reparar que en ese país se profesaba un intenso culto a las armas al tiempo que una de cada cuatro personas padecía trastornos psiquiátricos, tal como lo reconoció la entonces primera ministra Tarja Halonen.

 

  Pero si de muros se trata, el video que filmó el asesino de Nueva Zelanda hace pocas horas habla por sí solo. Se trata de un hombre que se da a ver: alguien que necesita mostrarse, decir: estoy, mírenme. Aquí se da cita una de las formas más sádicas y totalitarias de la vigilancia generalizada que hoy pesa sobre el planeta: el sinóptico, concepto forjado por Zygmunt Bauman en su texto “En busca de la política”, y cuya estructura invierte el conocido panóptico del Gran hermano.

 

  Se trata del empuje pulsional por darse a ver, pero acicateado por el terror a la exclusión que distingue al actual ser hablante y por el cual, las redes sociales se atestan con selfies de todo tipo, tiempo y situación. ¿Quién sabe? quizás el asesino de Nueva Zelanda eligió como blanco a los musulmanes porque los blancos ni siquiera lo miran.

 

 

Imagen*: https://www.nytimes.com/2018/03/02/business/gun-sales-impact.html

 

 

 

 



[1] Jacques Lacan, “Breve discurso a los psiquiatras”.

http://elpsicoanalistalector.blogspot.com/2009/12/jacques-lacan-breve-discurso-los.html

[2] https://www.clarin.com/opinion/educar-fin-tierra_0_BJoG21h0pte.html


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