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Dar por terminado / 1

28/10/2004- Por Ricardo Rodulfo - Realizar Consulta

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La función política y no solo teórica del psicoanálisis de niños es dar por terminado, después de aprendérselo bien, el psicoanálisis tradicional. En fecha no unívocamente precisable, más o menos hace 50–60 años, el psicoanálisis de niños empieza su advenimiento cuando Winnicott practica, apoyado en su posición de pediatra, un giro: empezar de nuevo, desde la experiencia de estar con el bebé y con el niño, de asistir al desenvolvimiento del jugar.
Decir entonces, que el psicoanálisis de niños tiene su punto de partida histórica en el historial de Hans es equivalente a festejar el 12 de octubre como el día del descubrimiento de América. Aquí y allá, descubrimiento tiene idéntica función encubridora a desconstruir.

Psicoanálisis de niños: perspectivas

Psicoanálisis de niños: perspectivas

 

  Sostendremos la siguiente tesis: la función política –y no solo “teórica”– del psicoanálisis de niños es dar por terminado –después de aprendérselo bien- el psicoanálisis tradicional. Esta enunciación escueta requiere varios niveles de elucidación: qué hay que dar por terminado en el psicoanálisis en el plano de sus contenidos y sistemas conceptuales; qué hay que dar por terminado en el plano de las operaciones que engendran aquellos conceptos; qué en lo que hace a los procedimientos; institucionalmente instituídos, de escritura. Finalmente, se debe incluir una muy seria pregunta en cuanto a que es dar por terminado. Y tener en cuenta, esto es esencial, que dar por terminado es índice de un querer seguir, de que hay algo que vale la pena proseguir. Herencia.

  ¿Y qué vale la pena del psicoanálisis, hoy? ¿La abrumadora reiteración de sus propios lugares comunes u otra cosa distinta, extraviada en la Babel de léxicos, pero viviente? ¿Valen la pena el complejo de Edipo, la pulsión de muerte, la segunda tópica, la doctrina del significante, con su corolario reverencial a los “grandes nombres”? ¿Es eso lo que vale la pena o vale la pena otra cosa?

Una manera de pensar y de aplicar el psicoanálisis recurrente, fatigada. De aplicar el psicoanálisis al psicoanálisis. Un psicoanálisis aplicado a sí mismo que devora –desde esa posición– a la capacidad propiamente psicoanalítica de pensar.

 

  Vayamos ahora punto a punto

I – El trabajo con niños y con adolescentes ofrece una buena oportunidad para tomar conciencia de lo vetusto e inadecuado de los conceptos más habituales del psicoanálisis y de lo más vetusto e inadecuado aún de la manera de usarlos. Ya podríamos introducir una corrección: los conceptos suelen ser, no solo anticuados sino endebles en su constitución misma (ver para el caso “narcisismo” surgido de la colisión entre la no-lectura de un mito con nociones populares –ver el “egoísta”, el “vanidoso”, etc. etc.- atestadas de valoraciones prejuiciosas sobre una supuesta antinomia entre amar a otros y amarse a sí, rubricado todo esto con diversos efectos de un vocabulario pretencioso que pasa por “teorizar” y aún por pensar, que imaginará diversas “metapsicologías” del narcisismo. Todo tan real en su fundamentación como las manipulaciones físicas y mentales de los alquimistas), pero lo peor radica en la relación del psicoanalista con ellos, en su mezcla de reverencia y de pereza intelectual que lo induce a tomarlos por buenos, por consistentes.

El psicoanálisis ¿necesita de conceptos consistentes?

  Una genuina experiencia psicoanalítica –es decir, aconteciendo un encuentro con la singularidad de un “paciente”– con un bebé o un niño muy pequeño pone de relieve, con cierta facilidad si se quiere, que todas las elucubraciones acumuladas sobre lo “autoerótico”, lo “narcisista” y aún lo “autístico normal” de él son completamente insostenibles e inadecuados a la realidad clínica con que el analista se mide. La banal imagen de una trayectoria desde aquel autoerotismo-narcisismo hasta una nunca plena “objetalidad” y primacía de un “principio de realidad” es moralizante y falsa de cabo a rabo. Pero ¿no se puede hacer el duelo? Con variaciones –lacanianas por ejemplo– se la sigue sosteniendo. Los pocos autores independientes que levantan el inventario de ese desacople –Jessica Benjamin, Bleger, Stern, Winnicott– no son precisamente los más leídos. Otras veces, los verdaderos problemas se desplazan a detalles de menor importancia, como fue el caso a propósito de si había que traducir “Trieb” por “instinto” o por “pulsión”, en lugar de poner de relieve la consistencia metafísica que dota de su inconsistencia al concepto tanto en un caso como en el otro: si somos mónadas, hay que postular “fuerzas” con “energía” que nos vinculan.

  Pero acaso no hay nada tan específicamente psicoanalítico como considerar –y tratar – al concepto como un obstáculo, un obstáculo que deja pasar o entrever algo de lo que obstruye. En lugar de eso, los psicoanalistas en su conjunto, como institución, (que no es necesariamente el “mismo” psicoanalista en la soledad de su consultorio) maniobran con los conceptos, las categorías y las nociones de su disciplina a la antigua ingenua usanza, “prefreudiana” en todo caso. Consideran conceptos a los conceptos, los conceptualizan conceptualmente y sin ninguna deconstrucción[1]. Esto desaprovecha el funcionamiento virósico del psicoanálisis, su capacidad (no en tanto teoría, en cuanto manera de pensar) para apropiarse lúdicamente de diversos programas teóricos y usarlos para reproducirse a su modo, o sea, reproduciéndose como manera de pensar. (Homóloga reificación llevó a asimilar la práctica –artesanal– a una técnica aplicable y hasta a fetichizar muebles, como en el caso del diván, o dispositivos temporales –como el de los “cincuenta minutos”–).

 

II – El plano de las operaciones es aún mucho más insidioso, ya que el resplandor que para los psicoanalistas emana de los conceptos que han aprendido, los enceguece para detectar las operaciones subyacentes que los constituyen en el psicoanálisis tradicional. Consideremos por ejemplo la analogía, un procedimiento caro a Freud. ¿Por qué caminos una analogía basada en una lectura caprichosa y arbitraria en sus cortes cree “descubrir” a Edipo en todo niño? La analogía inspira una identidad: el niño es Edipo, el Edipo leído por Freud, encima de todo. Las disensiones y variaciones posteriores se apoyarán en take it for granted: “a qué edad” empieza “el” Edipo –o sea, la plena realización del ser del niño en tanto ser edípico–, si su implantación es de adentro para afuera o procede de afuera para adentro, etc. etc.

Todo niño, escribimos. Quedó señalada al pasar otra operación clásica en la formación de los conceptos psicoanalíticos, la universalización apresurada, tan contraria a lo que podríamos llamar “espíritu científico”, aún en dosis moderadas. En efecto –y no será el único caso– Freud no lo enuncia bajo la forma de “he hallado en tal número de casos que...” sino que de inmediato se lanza a la proposición de un Edipo universal e intemporal, sobre una base tan endeble como el “auto-análisis” de algunos de sus sueños. Con eso parece bastarle. Cuando años más tarde dude de la posibilidad de un psicoanálisis de niños porque a estos habría que “prestarles demasiadas palabras” parece entregado al retorno de una proyección: es él quien le ha prestado a Hans –sin que éste le pidiera nada prestado, pues el documento levantado lo muestra como un pequeño muy de propias palabras– palabras y toda una construcción para forzarlo a ser edípico, contra todas las particularidades del material. De donde se fecha un no-comienzo del psicoanálisis de niños: pues éste no puede nacer de una aplicación violenta del psicoanálisis de adultos sobre ellos. Tampoco podría nacer meramente de una innovación “técnica” por importante que sea, como la que introduce Melanie Klein.    En fecha no unívocamente precisable, más o menos hace 50-60 años[2], el psicoanálisis de niños empieza su advenimiento cuando Winnicott practica, apoyado en su posición de pediatra, un giro: empezar de nuevo, desde la experiencia de estar con el bebé y con el niño, de asistir al desenvolvimiento del jugar, dejando abierta la cuestión de las superposiciones y desacomodamientos entre el retrato de niño que se irá trazando y los que proceden del niño reconstruído y patomórfico[3]. De donde no nos parecerá casual su generación de términos o de un vocabulario propio para pensar (Winnicott no se apura a forjar “conceptos”, lo cual podría detener el movimiento de su pensar) y su semioculta aversión por las metapsicologías psicoanalíticas, adultocéntricas de principio.

  Decir entonces, que el psicoanálisis de niños tiene su punto de partida histórica en el historial de Hans es equivalente a festejar el 12 de octubre como el día del “descubrimiento” de América. Aquí y allá, “descubrimiento” tiene idéntica función encubridora a desconstruir. Por ejemplo: el “descubrimiento” del complejo de Edipo como núcleo del ser-niño encubre la resistencia y la dificultad de aproximarse a esa diferencia en diferición que es un niño.

  Por otra parte, una tercera operación (pero no decimos que sólo haya tres, claro), que acude a menudo en apoyo a la universalización a la que acabamos de hacer referencia, es la introducción de hipótesis ad hoc cuando se tropieza con hechos que desmentirían si no una afirmación teórica en si, al menos y seguro su rápida, irrestricta, generalización. Paradigmáticamente, así sucede con la tesis central del complejo de Edipo. A poco andar, Freud encuentra regularmente en los varones, o en su reconstrucción de la evolución psíquica del varón, una corriente amorosa hacia el padre que podría llevar al niño a considerar a la madre su rival. El niño alternaría frecuentemente –o coexistirían sin molestarse– ambas posiciones. Ahora bien, “técnicamente” –desde ciertos mínimos presupuestos de rigor científico que prohiben encapricharse con ideas fijas– esto obligaría a Freud a admitir que su hipótesis edípica no se cumple o no se cumple con semejante universalidad. En lugar de eso, Freud introduce como operación de salvataje la idea de un complejo de Edipo “negativo”, simétrico inverso del que ahora se llamará “positivo” (una especie de grotesca variante gay del mito: Edipo matando a Yocasta para unirse a Layo). (Esta simetría, por lo demás, constituye una deformación en cuanto a como percibir las vicisitudes del niño con su padre y con su madre. De ninguna manera convienen a la complejidad de esos hechos; es una distorsión, porque precisamente “madre” y “padre” no son posiciones que puedan simplemente invertirse en una simetría mecánica desde el punto de vista de cómo se inscriben en el psiquismo del hijo). (Análogo procedimiento se operará años más tarde al no tener Freud más remedio que enfrentar las particularidades del “complejo de Edipo” –esto es, que no es tal– de la niña. Por su parte el abigarrado concepto de narcisismo, en su larga carrera, experimentará toda una serie de retoques ad hoc a menudo incompatibles los unos con los otros).

Podría objetarse, acaso, que al decir “Edipo” en psicoanálisis se dice algo nuevo, distinto, que no tendría porqué guardar relación con su patria semántica; decir “Edipo” sería, entonces, un modo de decir desvinculado en el fondo de su origen. Al escucharlo, en el interior del campo psicoanalítico, no habría porqué evocar la tragedia de Sófocles ni nada particularmente griego. Pero es mucho pedir, nos parece, pedir por un lado una consideración hiper escrupulosa por la particularidad de la letra y a continuación y al mismo tiempo derecho de asilo para que ciertos términos uno los oiga como le conviene al que argumenta se los escuche. Sí “existe” el inconsciente, no se nos puede pedir que dejamos Edipo sin Edipo o Narciso sin Narciso. Y además, como pregunta un adolescente, ¿cuál es? ¿No es más adecuado procurarse términos sin semejantes arrastres semánticos, que condicionen menos lo que tratamos de pensar? (tal como se ha preferido disponer, para el juego del niño en tratamiento, juguetes lo menos estructurados posible por el discurso social a fin de no reprimir lo nuevo y lo propio del paciente).

Con otro recaudo: no incurrir en la misma operación de globalización que se engulle toda diferencia: no sirve un rechazo masivo y totalizador de esos conceptos tradicionales. Hay que desarmarlos, desmontarlos, con cuidado, no de cualquier manera, con la disposición a observar que en parte y toscamente pueden dar alguna vez en el clavo y no siempre en el dedo del que martilla, deshomogeneizarlos, des-sistematizarlos a fin de liberar ciertos perfumes de verdad que puedan contener.

La desconstrucción es cualquier cosa menos una operación de reducción global, en bloque, por sí o por no.

 



[1] Sobre este punto,  puede leerse el comentario de Derrida en el último capítulo de “... y  mañana qué”, Paidós, 2003, Bs. As. y la diferencia que él practica entre el (o los) sistema conceptual del psicoanálisis y éste como pensamiento irreductible a aquel o a aquellos.

 

[2] Según queramos situar este giro a partir del gran texto de 1941, “La observación de niños en una situación fija”, o en el primer escrito sobre los fenómenos transicionales, una década posterior.

 

[3] Para un examen crítico del patomorfismo retrospectivo del psicoanálisis tradicional, y de sus múltiples consecuencias, ver de Daniel Stern El mundo interpersonal del infante, Paidos, 1991, Bs. As. Por otra parte, todo en la manera de Winnicott de pensar la regresión, dándole un nuevo sentido, se dirige contra aquel patomorfismo.

 

 


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