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La salud mental como imperativo del superyó

18/10/2017- Por John James Gómez Gallego - Realizar Consulta

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La idea de un cuerpo vencedor ante la muerte, da cuenta del anhelo de eliminarlo como lugar del acontecimiento, es decir, como lugar de lo imprevisto, lo incontrolable y lo insoportable. Y, para ello, la medicalización de la vida y de la cultura se convierte en un baluarte lleno de promesas amparadas en credos científicos… A ello se van acomodando los diagnósticos, e irrumpen proyectos para encontrar, por medio de la investigación científica, la manera de eliminar la muerte, pues ella es un acontecimiento indeseable, para las ilusiones del yo. Por eso, en este contexto: la salud mental es el imperativo categórico de una práctica moral...

 

 

 

                                                                                                                                                          *

 

“Los intentos taxonómicos de la Organización Mundial de la Salud (Clasificación Internacional de las Enfermedades –CIE-9 de 1975, implementado en 1979) y la Asociación Psiquiátrica de Estados Unidos (Manual de Estadísticas y Diagnósticos– DSM II, de 1968) ostentaban una comicidad involuntaria con tapizado, maquillaje y barniz científicos que ocultaban la tragedia de un encasillamiento de los seres humanos por parte de los médicos especializados en la ‘salud mental’ con el pretexto de ‘clasificar’ otra ‘cosa’, algo imprecisamente llamado mental disorders en Estados Unidos e Inglaterra, troublesmentaux en Francia y trastornos mentales en los países de lengua española –todos ellos eufemismos para evitar la vergonzante palabra que los atemorizaba o los desnudaba: ‘enfermedad mental’–.”

                             

                              Néstor Braunstein, 2013, págs. 8-9

 

 

  Nos encontramos en una época que bien podría caricaturizarse bajo la forma de lo que Mac Augé (2004), etnólogo francés, ha denominado “cuerpos gloriosos”, más precisamente una apología de los cuerpos gloriosos. Se trata de una referencia al cuerpo asumido por la moral romana antigua a partir del momento en que adoptó como religión oficial al cristianismo. Un cuerpo que, habiendo cruzado el calvario, quedaba purificado del pecado original; era glorificado y llevado a la perfección en una trascendencia que le permitió sentarse al lado de Dios padre. Un cuerpo vencedor ante la muerte pues, aún habiéndola padecido, retornó encarnado en un ser celestial inmune a las carnívoras fauces de la Parca.

 

  Lógicamente, en la modernidad, las aspiraciones a hacerse acreedores de un cuerpo glorioso no incluyen necesariamente el calvario como condición sine qua non. No se trata ni siquiera de poseerlo efectivamente, sino de tener el derecho, o más bien, el deber, de anhelarlo. Tal vez por ello nuestro tiempo pone de manifiesto una creencia en la magia, que se ironiza aparejada en la fe ciega en la ciencia. Los mercaderes lo saben.

 

  Las televentas y los infomerciales son su más eficiente testimonio. Promesas de satisfacción garantizada, como si el paraíso perdido pudiese recuperarse con solo estar entre los primeros cien que hacen una llamada y, por ese acierto afortunado, estarán contados entre lo elegidos que reciben un precio especial o algún producto adicional, “sin ningún costo”. Desde las abdominales con cinco minutos al día, logradas gracias a un aparatito diseñado con “tecnología de punta” y que en pocos días quedará guardado per seculaseculorum bajo la cama, o en el cuarto de las cosas viejas, hasta la sartén capaz de cocinar saludablemente las verduras y las carnes que harán que ese cuerpo llegue a la gloria. Satisfacción garantizada sin el más mínimo esfuerzo, eludiendo así tanto al deseo como al goce que, como sabemos, se oponen, ambos, al principio del placer que rige el mundo de la naturaleza no humana.

 

  Y como ese tipo de aspiraciones tienen como target de mercado al pueblo común, los más ricos quieren poseer algo que esté todavía más allá. Entonces, como bien lo señala el historiador Noah Harari, entregan cada vez más recursos para que pueda lograrse, algún día, lo que se ha llamado “Proyecto Gilgamesh”, una suerte de delirio de amortalidad que toma su nombre de aquel mito sumerio antiguo, según el cual el Rey Gilgamesh, habiendo decido no morir, viajó hasta los últimos confines del universo, luchando y matando a todo aquel que se interponía entre él y su objetivo, hasta que encontró el camino al infierno, de dónde regresó con las manos vacías pues ningún hombre podía vencer a la muerte. Sin duda, el caso de Cristo fue distinto.

 

  El proyecto Gilgamesh busca encontrar, por medio de la investigación científica, la manera de eliminar la muerte, pues ella es un acontecimiento indeseable, para las ilusiones del yo, claro está, que no puede soportar la idea de desaparecer como imagen de un cuerpo unificado. Y si a algunos de ustedes se les ha ocurrido que esto sería una catástrofe que empeoraría los problemas de la sobrepoblación mundial y sus efectos, les sugiero no preocuparse demasiado, ya que son muy pocos los que podrían responder a las leyes del mercado que permitirían acceder a esa clase de paraíso.

 

  En ese mismo sentido, casi delirante, encontramos el libro de Bart Kosko, titulado El futuro borroso o el cielo en chip, según el cual llegará el momento en que, incluso, podremos prescindir de estos cuerpos destinados a la muerte y la putrefacción, gracias a los “milagros de la era digital, que harán posible migrar nuestra “alma” a un cerebro de silicio.

 

  Y podríamos continuar presentando ejemplos. La lista no es para nada desdeñable. Sin embargo, creo que el punto que quería poner de relieve ya está suficientemente indicado. El cuerpo glorioso da cuenta del anhelo de eliminar el cuerpo como lugar del acontecimiento, es decir, como lugar de lo imprevisto, lo incontrolable y lo insoportable. Y, para ello, la medicalización de la vida y de la cultura se convierte en un baluarte lleno de promesas amparadas en credos científicas, porque, como bien lo ha señalado Juan Samaja, la ciencia no deja de ser, a pesar de sus inconmensurables esfuerzos, un método de fijación de creencias. Por tanto, una práctica sujeta a los efectos de la moral y las peculiaridades históricas en las que se enmarcan sus objetos, sus métodos y, aún más, sus descubrimientos.

 

  Así las cosas, dado que no hay un acontecimiento más notable que eso a lo que llamamos sujeto (symbama), los tratados de psicopatología se ven en apuros tratando de cazar brujas. No olvidemos que el gran antecesor de los manuales psicopatológicos fue el MalleusMalericarum, publicado a finales del siglo XV, y que la psiquiatría fue la heredera de los “tratamientos morales”, otrora aplicados por la Santa Inquisición.

 

  Pueden ir y constatarlo, los primeros tratamientos psiquiátricos recibían el nombre de “tratamientos morales” y se limitaban a torturas, menos inhumanas según los más ilustrados, que buscaban silenciar esos acontecimientos que irrumpían socavando las aspiraciones estéticas (ethös) de una especie que, a diferencia del resto, no sabe que hacer con lo que considera sus “desechos”. En ese sentido, no deja de ser llamativo que en español, cuerpo y puerco sean anagramas. Y, merced de ello tenemos la problemática tendencia a hacer de las dos palabras derivadas de ese vocablo griego (ethos), formas morales: confundimos a la ética y a la estética con clasificaciones morales.

 

  Lo diré sin más eufemismos. La salud mental es el imperativo categórico de una práctica moral. Y al respecto no hemos de olvidar que, como supo afirmarlo Freud, “el hombre normal no solamente es mucho más inmoral de lo que cree, sino mucho más moral de lo que sabe.” (Freud, 1923, pág. 52). La persecución al acontecimiento está servida a la orden del día. Si la enfermedad del cuerpo se vuelve inaceptable y no corresponder con los ideales del cuerpo glorioso que la época demanda, culpabiliza a muchos entre nosotros, no es porque allí interese entender el sufrimiento que atañe al sujeto, sino porque el sujeto es visto como algo a lo que hay que silenciar para que sus legítimas rarezas desaparezcan y él pueda ser juzgado como “bien adaptado” o, en otras palabras, como alguien con una “salud mental” ejemplar.

 

  En nuestros días, la tristeza, según el DSM V, debe ser tomada como un dato que habla de una posible patología la cual, extrañamente, no es una enfermedad. Tal vez la palabra “patología” no había tenido nunca antes un sentido más redundante, que cuando se unió al prefijo “psykhé”. El pathos, que arrastra en su etimología el significado “pasión”, no puede ser sino constituyente del alma, entendida no como una entidad mística, sino en su onceava acepción de acuerdo con el diccionario de la RAE: “Hueco o parte de vana de algunas cosas y, especialmente, ánima del cañón”.

 

  Piénsela, si quieren, como el vacío, el sin sentido de la existencia. Todavía mejor, si pueden soportar un poco más de la verdad más singular, como la imposibilidad que atañe a cada uno cuando esfuerza por saber cómo tratar esas inquietudes que son al mismo tiempo tan íntimas y tan extrañas, derivadas de los excesos a los que nos empujan esas partes vanas de nuestro cuerpo erógeno, no glorioso; agujeros, almas, a las que Freud llamó pulsionales. Pero, como sabemos, tanto el pathos, como el alma, cayeron en desgracia cuando, por la moral antigua romana, se nos hizo herederos de una moris, es decir, de una deuda. Un deber que no soporta con facilidad el acontecimiento, que busca controlar todo lo que le parece perturbador. Entonces, la psiquiatría, y de su mano la psicología, queridos colegas, se convierten, en no pocas ocasiones, en su “jardinero fiel”.

 

 Retomemos. Afirmé que en la salud mental se trata de patologías que no son enfermedades. Fue esa la razón por la que elegí como epígrafe ese fragmento del texto de Néstor Braunstein. Cada una de las palabras usadas, en inglés, francés y español, para referirse a cada una de las clasificaciones que se suponen clínicas, tienen un aspecto en común: no se refieren a un tipo de daño, o alteración funcional, biológica o anatómica, sino a un desacomodo, un desarreglo con respecto a los imperativos morales con los que una sociedad se plantea el deber ser para sus ciudadanos.

 

  Pueden tomar como constatación el caso de la homosexualidad, que a pesar de los señalamientos hechos por Freud desde 1915, solo fue excluida del DSM en la revisión de su tercera versión; sólo luego de que los grupos conformados para reclamar sus derechos, allí donde el deber los categorizaba como un acontecimiento indeseable, ganaron luchas políticas y jurídicas ante las cuales la Asociación Americana de Psiquiatría (APA, por sus siglas en inglés) se vio obligada a cambiar su punto de vista “clínico”. Noten entonces, que esa clínica, con apariencia de cientificidad, oculta una práctica que hace de la salud mental un imperativo categórico moralizante: un imperativo del superyó. Tal vez, en poco tiempo, nos ofrezcan una pastilla que prometa “curar” esos acontecimientos que son el sueño, el lapsus, el chiste, la elección de pareja, o cualquiera otra de las formaciones del inconsciente.

 

  Ahora bien, interroguémonos: ¿qué se cura con los diagnósticos psicopatológicos? Es una pregunta que planteo, porque uno puede constatar, con cierta facilidad, que entre clasificar y brindar alivio, no necesariamente hay algún tipo de correlación. La etiología médica busca causas para intentar curar los males de un cuerpo en el que acontecen “males”. No es una palabra usada al azar, ella nos empuja a una oposición moral, como también lo hace la economía, entre “bienes” y “males”. Sin embargo, las “itis” y las “omas” parecen pertenecer al campo médico en el sentido de un organismo que puede prescindir de la subjetividad. Los seres humanos son vistos allí como organismos vivientes, nada más. Con las “osis”, por su parte, las cosas no parecen tan sencillas. Difícilmente puede explicarse alguna etiología al respecto. Si Freud se vio exhortado a escuchar el acontecimiento de un cuerpo, a través de la boca de un ser que habla, fue porque las “neurosis”, eludían los intentos médicos de explicación.

 

  Una vez más lo diré sin eufemismos. Mi respuesta a la pregunta, ¿qué se cura con los diagnósticos psicopatológicos?, es: se cura el “clínico” de su encuentro con el acontecimiento de no saber, a ciencia cierta, qué quiere decir, ni como silenciar, eso que irrumpe desde la singularidad del sujeto y que enturbia los ideales estéticos de una civilización cada vez más especializada en pintarnos Un mundo feliz, o el sueño de un 1984 a la manera de George Orwell mientras para ocultar su condición más íntimamente miserable, mientras los profesionales de la salud mental buscan las manera de evitar que desde el lugar del sujeto: mi-ser-hable.

 

 

Nota: Ponencia presentada en el marco del Simposio del Psicoanálisis, VII Congreso Internacional e Interinstitucional de Estudiantes y Profesionales de Psicología, realizado del 12 al 14 de Octubre de 2017 en la Universidad del Magdalena, Santa Marta, Colombia.

 

       

        *Ilustración: Collage of human head, molecules and various abstract elements on

           the subject of modern science, chemistry, physics, human and artificial minds

http://archive.siasat.com/news/allahs-creation-part-2-uniqueness-brain-creation-1172190/

 

 

Referencias

 

Augé, M.: (2004). ¿Por qué vivimos? Para una antropología de los fines. Buenos Aires: Gedisa.

Braunstein, N.: (2013). Clasificar en psiquiatría. México: Siglo XXI Editores.

Freud, S.: (1923). El yo y el ello. En: Obras Completas, vol. XIX. Buenos Aires: Amorrortu Editores. 1984.

Harari, N.: (2013). De animales a dioses. Breve historia de la Humanidad. Barcelona: Ed. Debate.

Kosko, B.: (2010). El futuro borroso o el cielo en un chip. España: Ed. Crítica.

 

 

 

 


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