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Aidós20/10/2006- Por Silvio Juan Maresca - Realizar Consulta
En este excelente trabajo Silvio Maresca realiza un detallado análisis del término “ aidós”, en griego vergüenza, pudor. Leerlo nos permitirá -entre muchas cosas- comprender en profundidad la razón por la que Miller piensa nuestra época en términos de la desaparición de la vergüenza. Desde los griegos hasta Heidegger y Nietzsche, Silvio Maresca se interna en la proximidad del término respecto al honor, la verdad y la mujer.
No somos de quienes creen que
conocer la historia de las palabras, sus antecesoras en las lenguas clásicas,
sus equivalentes en los idiomas coetáneos, docilita la cosa misma, entregándola
en plenitud. Sería impúdico. No sin dolor, hemos adquirido un prudente
escepticismo, un nominalismo moderado, que en nosotros se relaciona más con la
pérdida de cierta confianza ingenua en el lenguaje que con la lingüística
estructural. La distancia entre palabra y cosa disminuye sin embargo cuando,
como en nuestro caso (vergüenza, desvergüenza), lo designado es una relación social,
un fenómeno intersubjetivo, si se me permite el uso de una expresión afecta a
la fenomenología.
Internarse en el decir de una
palabra no garantiza pues el acceso a la cosa misma pero dispara un sinfín de
resonancias, permite vislumbrar distintas experiencias vitales, enriquece
nuestra comprensión. En los aspectos morfológicos y semánticos de las palabras
se encuentran sedimentados universos de sentido, cuya explicitación pone en
marcha fascinantes ensayos existenciales, mundos enteros de la vida.
Agreguemos el hecho de que no
todos los idiomas se relacionan con las cosas de igual manera. Algunos, como el
griego, parecen comportar una relación más íntima con aquello que les da qué
hablar, tener por vocación la epifanía.
Los griegos: Homero manda
Vergüenza, pudor, se dicen en
griego aidós. Pero, ¿son lo mismo la
vergüenza y el pudor? Incertidumbre que nos asalta desde el principio y que, lo
anticipo, no confiamos despejar por completo en este escrito.
Según el Diccionario manual Griego – Español de José M. Pabón S. de Urbina, aidós (sustantivo femenino) significa:
sentimiento de vergüenza, pudor, honor, dignidad; consideración, respeto,
reverencia; perdón; cosa que inspira vergüenza o respeto; vergüenza, cosa
vergonzosa o escandalosa; dignidad, majestad. Encontramos también el sustantivo
femenino aischýne: vergüenza,
deshonor, ultraje; pudor, vergüenza, sentimiento de vergüenza, de pudor, de
honor; honor.
Salta a la vista el estrecho
parentesco de aidós, aischýne, con el honor, como asimismo,
más en general, el papel articulador de estos términos en el seno de una
relación social de tipo aristocrático. Por lo demás, falta toda referencia
explícita a lo sexual, que con tanta facilidad se asocia entre nosotros a la
vergüenza e incluso al pudor.
Florencio I. Sebastián Yarza, en
su Diccionario Griego–Español,
acentúa todavía más los componentes del honor y el orden aristocrático.
Aparecen en él mencionadas las “partes pudendas”.
Aidós: honra, sentimiento del honor; vergüenza, pudor,
confusión; respeto; lo que inspira vergüenza o respeto; dignidad, majestad;
partes pudendas.
Aischýne: honor; vergüenza, pudor; deshonor, injusticia,
oprobio; violación, deshonra.
Nótese que en el caso de ambos
términos, Yarza da como primera significación “honor”, esa forma de autoafirmación
casi extinta y tan difícil de definir como poco apreciada en la sociedad
occidental contemporánea.
Por su parte P. Chantraine, en
su célebre Dictionnaire étimologique de
la langue grecque nos dice que aidós
deriva del verbo aídomai. Términos ambos
usados por Homero. Aídomai quiere
decir temer (craindre), respetar (un
dios, un superior, las conveniencias sociales); a veces tener cuidado con,
cuidar, no abusar (ménager).
En Homero, aidós designa el sentimiento de respeto frente a un dios o a un superior,
pero también el sentimiento de respeto humano que impide (interdit) al hombre la bajeza (lâcheté).
Además –siempre en Homero, según Chantraine- aidós significa el sentimiento del honor y el temor de la censura o
reprobación (blâme) de los otros; en ocasiones,
la malvada vergüenza del pobre. Aidós está personificada y designa una diosa.
Homero usa también la palabra aîschos (vergüenza, ignominia; fealdad
repugnante). Aischýne, en cambio, no
se encuentra en Homero. Según Chantraine, aischýne
significa vergüenza en los diversos sentidos de la palabra francesa (honte), a veces con el significado de aidós como “sentido del honor”.
Obsérvese que aidós tiene siempre un significado más
positivo, estructurante, si cabe decirlo así, que aischýne y, sobre todo, que aîschos.
Aídomai y aidós,
agrega Chantraine, son términos importantes para la psicología social de los
héroes homéricos. Psicología social que mantuvo su vigencia en los griegos
posteriores, creo yo, por lo menos hasta los experimentos democráticos tardíos
del decadente siglo IV antes de C., preámbulo de la invasión macedónica y de la
disolución de la pólis. La democracia
ateniense, en su período de esplendor, no desechó la aidós ni lo esencial del orden aristocrático; sólo que ahora las
diferencias jerárquicas no se establecían ya únicamente sobre la base del
linaje, las posesiones y el valor guerrero sino principalmente por la habilidad
discursiva, esto es, la capacidad de imponer el propio punto de vista en las
asambleas, salir airoso en los tribunales y lucirse en las disputas privadas.
Así se entiende que los sofistas, maestros en el arte de la palabra (gramática,
retórica, erística, dialéctica), lo fueran simultáneamente de “virtud” (areté = excelencia). La democracia
ateniense se edificó sobre el fondo de valores aristocráticos, sin
subvertirlos; de ahí su acusado contraste con la democracia burguesa moderna,
construida en oposición a esos valores. Contraste raras veces señalado, vale
decirlo. En principio, democracia no tiene por qué ser sinónimo de igualación
aplanadora, eliminación de la distancia, la diferencia y la jerarquía.
Pero, ¿cabe pensar la aidós como articulador social en el seno
de una democracia burguesa? ¿Puede el respeto burgués reemplazar la aidós? ¿O bien la impudicia es el
corolario obligado de la democracia liberal burguesa, debido a su prejuicio
antiaristocrático, a su pasión niveladora, al resentimiento y la envidia que la
alimentan?
Todos los significados de aidós y palabras conexas aluden a un
ocultamiento necesario. Algo debe quedar retenido, no mostrarse a la luz del
día, para que impere lo bello. El primado de la belleza: única exigencia –ya
que no imperativo- de la vida griega. No sorprende pues, en este sentido, que aîschos signifique fealdad repugnante, es decir, que la fealdad sea
en sí algo impúdico o vergonzoso, algo que más bien no debiera verse. Una
sociedad regulada por la aidós tiene
por valor supremo la belleza. Sócrates era feo –escribe Nietzsche en Crepúsculo de los ídolos-, eso, entre
griegos, es ya una refutación. Todavía Platón, en El Banquete por ejemplo, opone lo bello (kallós) a aîschos, lo
vergonzoso en el sentido de la fealdad repugnante, aunque esta fealdad adquiera
ahora, dentro de ciertos límites, una connotación “moral”.
Desde el punto de vista griego,
en particular homérico, la exaltación y exhibición de los discapacitados que
llevan a cabo sistemáticamente nuestras sociedades actuales sería, a no
dudarlo, impudicia, desvergüenza.
Walter Otto es, a mi criterio,
uno de los estudiosos que más ha penetrado en los arcanos de la religión y la
espiritualidad griegas, en su radical divergencia con el cristianismo.[1] En su
luminoso ensayo Teofanía, dedica tres
páginas a la aidós en cuanto
divinidad (pp. 81-83). La aborda a propósito del amor del griego por los dioses,
no menos vivo, rico o valioso por no ser “el amor a un Ser amante, paternal y
redentor”. Es el amor de la esencia. Es conmoción y transporte del espíritu. De
la profundidad del Ser el hombre religioso “recibe renovada su propia
existencia como de manos de los dioses. Porque en la forma del dios (…) se
halla íntegro el Ser del universo; sólo en ella son uno la cognición y la
verdad, lo subjetivo y lo objetivo”.
Amor peculiar que, según Otto,
puede ilustrarse de varias maneras. Existe en la lengua griega, escribe nuestro
autor, una palabra de significado inagotable por ser el nombre de una diosa y
significar todo un mundo divino. Esa palabra es aidós, que suele traducirse por “pudor”. “Pero no es el pudor por
algo de lo cual deberíamos sentir vergüenza sino el recato sagrado frente a lo
intocable, la delicadeza del corazón y del espíritu, la consideración, el
respeto y, en lo sexual, la quietud y pureza de la doncella. Más todo esto, y
muchas otras cosas emparentadas con ello, son el hechizo de una forma divina
que es dos cosas en una: lo venerado y lo que venera, lo puro y el sagrado
recato frente a lo puro. La aidós
está con los reyes, a quienes se les debe rendir honor; por eso se llaman los
venerables (aidioí); pero también con
el forastero, que necesita protección y hospitalidad; y con la esposa, a quien
corresponde la consideración honrosa; y con la mujer noble en general”.
Aristóteles, maestro
Antes de despedirnos de los
griegos -¿será ello posible alguna vez o acaso siquiera deseable?- detengámonos
por un momento en Aristóteles. Aristóteles se ocupa expresamente de aidós y aischýne en Ética a Nicómaco
y en Retórica. Sus definiciones son
importantes, no en último lugar con vistas al eventual deslinde entre pudor y
vergüenza. Seguimos en este punto a Quintín Racionero, autor de
En Retórica, Libro II, Aristóteles trata de distintas pasiones
humanas, a saber: la ira, la calma, el amor y el odio, el temor y la confianza,
la vergüenza y la desvergüenza, la compasión, la indignación, la envidia, la
emulación. Imposible obviar aquí el llamado de atención de Heidegger en Ser y Tiempo cuando puntualiza que el
primer tratado sistemático del pensamiento occidental sobre las pasiones no se
encuentra en un libro de psicología sino de retórica.[2] ¿Las
pasiones como efectos de lenguaje antes que como instancias que cubren la
inestable intersección entre el cuerpo (res
extensa) y el alma (res cogitans),
tal como se empeñó en localizarlas la tradición moderna?
No bien comenzada la exégesis
aristotélica sobre la vergüenza y la desvergüenza, Racionero coloca dos notas.
En la primera de ellas, sostiene que a partir del comentario de Cope se “repite
incomprensiblemente” que Aristóteles no distingue entre vergüenza (aischýne) y pudor (aidós).[3]
Nada más errado, según nuestro traductor e intérprete. En Retórica no se da la distinción, sencillamente porque Aristóteles
no toma en cuenta al pudor (aidós).
La distinción es clara, sin embargo, en la Ética
a Nicómaco. En ella el pudor se define como una “pasión subjetiva”, un
sentimiento, no una virtud. No obstante, es “digno de elogio” y se prescribe a
los jóvenes. La vergüenza, en cambio, es una “reacción pasional objetiva” (por
ejemplo, “ruborizarse”) que resulta de los hechos deshonestos cometidos.
Aquí encontramos, creo yo, una
primera diferencia clara entre pudor y vergüenza. El sentimiento de vergüenza
resulta de la comisión del acto vergonzoso; el pudor lo evita. El uno es
anterior al hecho, la otra lo sucede. A su vez, aparece el elemento del rubor,
que en lo sucesivo todos los autores reconocerán estrechamente ligado a la
vergüenza. El sentimiento de vergüenza se produce cuando lo que debe permanecer
oculto sale a la luz del día, sin obrar mediación alguna. Trastocamiento del
orden, suerte de catástrofe ontológica que abochorna al implicado sujeto
afirmado en el honor.
Todo esto siempre y cuando,
claro está, no se entienda por vergüenza aquello que inhibe la realización del
acto, significado de vergüenza también válido. En este caso, vuelve a
desdibujarse la diferencia entre pudor y vergüenza. Podríamos decir sin embargo
que vergüenza, en esta acepción, acerca su significado al de pudor.
Pero volvamos a Aristóteles. Y a
Racionero. Sobre la base de la distinción aludida (“pasión subjetiva”,
“reacción pasional objetiva”) se establecen los vínculos entre pudor y
vergüenza. Corresponde al pudor “sentir cierto miedo al desprestigio”, es
decir, ceder a la vergüenza antes de llevar a cabo los actos que la provocan.
Ahora bien: que el hombre honrado sienta
pudor está en realidad fuera de lugar “porque el pudor acompaña las acciones voluntarias y jamás cometerá
voluntariamente acciones vergonzosas el honrado” (1128b 12, 24 y 28-30). A la
ética interesa determinar los límites en que el pudor es digno de elogio y se
aproxima a la virtud. Se excluyen los supuestos en que tal conducta sería
inadecuada o resultaría de la vergüenza. Pero éste es precisamente el punto que
interesa a la retórica, según Racionero. A ella incumbe la dimensión pública de
las pasiones y su integración en el esquema de los argumentos persuasivos. De
este modo,
Poco más arriba (1383b 13-17),
Aristóteles había definido la vergüenza en forma más escueta: “(…) la vergüenza
es un cierto pesar o turbación relativos a aquellos vicios presentes, pasados o
futuros, cuya presencia acarrea una pérdida de reputación”. “(…) la desvergüenza
(anaischyntía) es el desprecio o la
insensibilidad (apátheia) ante estos
mismos (vicios)”, agrega a renglón seguido. Desvergüenza que es después de todo
nuestro tema, y que todavía nos dará mucho que hablar. Por ahora, limitémonos a
anotar que Aristóteles califica de apatía a la desvergüenza, lo cual siembra
dudas sobre su carácter de sentimiento o pasión.
Ahora bien, es claro que la
vergüenza padecida, la vergüenza que resulta de una acción, es un sentimiento,
aunque quizá no se agote en ello. El rubor, tan característico, denuncia
incluso un fuerte compromiso fisio-psicológico. Pero el pudor, ¿es un
sentimiento? En la Ética a Nicómaco
(1128b 9-10) Aristóteles dice textualmente: “No debe hablarse del pudor como
una virtud (aretêis); se asemeja, en
efecto, más a un sentimiento (páthei)
que a una disposición (héxei)”. De
acuerdo, se asemeja (éoiken) a una
pasión, pero ¿lo es? Justamente a ello viene a cuento la segunda nota de
Racionero, antes aludida. En la misma nos informa que la tesis aristotélica del
pudor como pasión fue puesta rápidamente en cuestión en su escuela a favor de
su consideración como héxis
(disposición) y como virtud. Sabemos que en Aristóteles la virtud se
caracteriza como un comportamiento habitual, como una disposición permanente
del alma (Tricot).[4]
Por nuestra parte, aun sin suscribir a ello, nos parece mucho más atinado
concebir la aidós como areté (virtud), que como pasión o
sentimiento.
Toque romano
En lengua latina encontramos dos
términos, verecundia y pudor, de donde nuestros “vergüenza” y
“pudor”. Según el viejo Diccionario
manual Griego – Latino – Español de los P. P. Escolapios, en su edición de
1859, es el latino pudor (cast.
pudor) el que corresponde al aidós
griego. El Diccionario de lengua latina
de Luis Macchi ofrece las siguientes significaciones:
Pudor: pudor, modestia, honestidad, vergüenza. En expresiones:
“hay hombres que causan pudor”, “el respeto de un padre”, “publicar la infamia
de alguno”, “cosa de que no se puede hablar sin vergüenza”, “amistad de la que
uno no tenga que avergonzarse”, “¿quién puede avergonzarse de llorar un ser
querido?”.
Verecundia: pudor, modestia, vergüenza; color encarnado que
toman las cerezas madurando. En expresiones: “temor de hacer tal cosa”, “el
rubor que sale al rostro”, “pudor virginal”, “tan poderoso es el hábito de la
reserva”, “el respeto a las leyes”.
En la verecundia reaparece el rubor, con tal intensidad que la palabra
significa, en una de sus acepciones, el “color encarnado que toman las cerezas
madurando”, donde parece desaparecer toda referencia a la vergüenza.
La vergüenza moderna
Si ahora saltamos por encima de
los siglos y nos instalamos en la modernidad temprana, comprobaremos varias
cosas. En primer lugar, la persistencia de la reflexión sobre el tema que nos
concierne. No existe probablemente filósofo moderno que omita referirse al
pudor, a la vergüenza, a la impudicia. Constataremos también la notoria e
ininterrumpida influencia del pensamiento de Aristóteles, en éste como en
cualquier otro asunto, a pesar del viraje cartesiano. Influencia que llega casi
intacta hasta nuestros días. Lo que sí cambia, como más arriba apuntamos, es la
localización de las pasiones. A partir de Descartes, fundador de la
fisopsicología moderna, las pasiones anidarán en la escurridiza y hasta a veces
imposible intersección entre cuerpo y alma. Por lo general, se supondrá que las
pasiones representan confusamente en el alma el perentorio lenguaje del cuerpo,
del cuerpo propio en sus preferencias y aversiones, en sus aspectos todavía
poco accesibles a la matematización, aun cuando Spinoza se propone hablar de
las pasiones “igual que si fuese cuestión de líneas, superficies o cuerpos”.[5] Pudor
y vergüenza, a menudo asimilados, son concebidos unívocamente como pasiones.
Obligado pues arrancar con Descartes
y, más precisamente, de su tratado de Las
pasiones del alma, [6] texto
en el cual, como se sabe, inspirado por Isabel de Bohemia, el fundador de la
filosofía moderna intenta articular cuerpo y alma, prescindiendo de garantías
divinas.
Enmarcado en la fundamental
distinción de las pasiones en alegres y tristes, leemos en Las pasiones… (Art. 205) que la vergüenza (honte) es una “especie de tristeza” tan fundada en el amor a sí
mismo como la gloria, su reverso alegre. Esta tristeza se origina en la creencia
o el temor a la censura ajena (Aristóteles dixit).
Añade Descartes que la vergüenza es una especie de modestia, humildad o
desconfianza de sí. Es difícil en efecto que quien se estime en demasía pueda
imaginar que alguien lo desprecie.
En el Art. 206 y bajo el título
“Del uso de estas pasiones” (se refiere a la gloria y la vergüenza), Descartes
se toma un respiro a fin de efectuar un comentario de tipo general, que suena
sin embargo al mismo tiempo casi como confesión íntima. La utilidad que nos
prestan la gloria y la vergüenza corre pareja. Ambas incitan a la virtud; en un
caso por esperanza, en otro por temor. Por cierto es necesario ilustrar el
juicio para no avergonzarse por el buen obrar o envanecerse de los propios
vicios. Pero Descartes recomienda no despojarse por completo de estas pasiones,
al modo de los cínicos (¿primeros desvergonzados de la historia?, ¿será nuestra
civilización actual, signada por la impudicia, una civilización cínica?). Es
evidente, según Descartes, que el pueblo juzga mal, pero sucede que no podemos
vivir sin él. Importa entonces ganar su estimación. Con tal fin debemos a
menudo declinar nuestras propias opiniones y seguir las comunes, al menos en lo
que atañe a la exterioridad de nuestros actos.
Mucha agua ha pasado bajo el
puente; el pudor o la vergüenza, Descartes no los distingue, ya no valen como
articuladores sociales salvo de manera convencional o hipócrita. Una novedosa
interioridad se divorcia de la exterioridad.
El Art. 207 aborda la impudicia
o impudencia, impudence dice
Descartes. Tras las huellas de Aristóteles, Descartes niega a la impudencia
naturaleza pasional, juicio que debemos subrayar. ¿Por qué la impudicia no es
una pasión? Para explicarlo, Descartes recurre a la fisiología, esto es, a su
revolucionaria teoría de los cuerpos vivientes. La impudicia no es una pasión
porque “no hay en nosotros ningún movimiento de los espíritus que la excite”.
El Art. 27 de Las pasiones… (“Definición de las
pasiones del alma”) dice así: “Después de haber visto en qué difieren las
pasiones del alma de todos los restantes pensamientos, paréceme que en general
pueden definirse como percepciones, sentimientos o emociones del alma, que se
refieren particularmente a ella y que son causadas, mantenidas y fortificadas
por algún movimiento de los espíritus”. Los “espíritus animales” – pues de
ellos se trata- son (Art. 10) “partes sutilísimas de la sangre”, “cuerpos muy
pequeños que se mueven con mucha velocidad como las partes de la llama que sale
de una antorcha” y que comunican corazón y cerebro; cerebro, nervios y
músculos.
En suma, la impudicia o descaro
(effronterie, la llama también
Descartes) es un vicio (vice) que, cosa curiosa, se opone por
igual a la vergüenza y a la gloria, éstas sí pasiones que, como había enseñado
Aristóteles y repite Descartes, favorecen la virtud.
Descartes intenta explicar
también las causas de la impudicia. La principal –escribe- es “haber recibido
muchas veces grandes afrentas”. El joven imagina invariablemente que la
alabanza es un bien y la infamia un mal. Pero luego la experiencia le enseña
que, recibiendo afrentas y siendo despreciado por todos, no se la pasa tan mal.
Alabanza e infamia no son tan importantes como parecía. Se vuelven impúdicos
sobre todo, observa Descartes, los que evalúan el bien y el mal sobre la base de
las “comodidades del cuerpo” pues comprueban que la ignominia no sólo no
perturba goce alguno de esa naturaleza sino que elimina las trabas que imponía
el honor.
Sugestiva observación si la
trasladamos al presente. Una civilización que, como la nuestra, privilegia al
cuerpo, localiza en él todo goce, y, en base al dogma de la igualdad de los
hombres, rechaza el honor, concibiéndolo incluso como disvalor, resabio de una
sociedad aristocrática, desigualitaria; una civilización tal, digo, será
necesariamente impúdica. Así como el pudor, el honor, son inherentes al lazo
social aristocrático, fundado en el páthos
de la distancia (Nietzsche) y la constantemente promovida desigualdad
natural de los hombres, la impudicia es constitutiva de una sociedad de
iguales, de una democracia de raíces cristianas.
Oportunas aquí las palabras de
Pablo: “(…) ya no hay judío, ni griego; ni esclavo, ni libre; ni hombre, ni
mujer; ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús (…)” (Ga 3, 28). ¿Cabe
imaginar mayor impudicia, remoción más acabada de los cimientos de toda
sociedad aristocrática, ataque más feroz al conjunto de significaciones que
encierra el término aidós? “Ni
hombre, ni mujer”: desde el punto de vista que esgrimimos el feminismo
contemporáneo, por ejemplo, aun en sus variantes sutiles, no es más que otra
faceta de la impudicia. El feminismo, impúdico.
Pero no nos apuremos. Estamos en
el siglo XVII. Todavía el respeto burgués contendrá durante algún tiempo la
impudicia. La vergüenza regirá la exterioridad de nuestros actos. Pero el pudor
está herido de muerte, aunque ello recién se revele en el horizonte
contemporáneo del nihilismo desembozado.
Ahora bien: ¿pudor y vergüenza
son lo mismo, como parece opinar Descartes? Spinoza no lo cree así. En la tercera
parte de su Ética, sección
“Definiciones de los afectos”, XXI, Spinoza se ocupa de la vergüenza. “Es una
tristeza acompañada por la idea de alguna acción que imaginamos que los demás
vituperan”, afirma, encuadrando siempre su estudio de los afectos en la lógica
de lo imaginario. Hasta aquí, sin embargo, nada demasiado nuevo. Pero Spinoza
adjunta una “explicación”. “(…) aquí ha de mostrarse la diferencia que hay
entre la vergüenza y el pudor. La vergüenza, en efecto, es una tristeza que
sigue a una acción de la cual uno se ruboriza. El pudor, en cambio, es el miedo
o el temor de la vergüenza, por lo que el hombre se abstiene de hacer lo que es
deshonesto. Al pudor se le suele oponer la impudicia
que, en realidad, no es un afecto (…)”. Las cosas de vuelta en su lugar. La
vergüenza resulta de la comisión del acto reprobable. El pudor impide el acto.
La impudicia no es un afecto. ¿Acaso el pudor lo es? Spinoza considera que sí,
por ser especie del temor.
En la cuarta parte de la Ética, “De la servidumbre humana”, cap.
XXIII del Apéndice, Spinoza vuelve a referirse a la vergüenza, ahora en su
papel de articulador social. “La vergüenza también contribuye a la concordia
sólo en aquello que no puede ocultarse. Además, puesto que la vergüenza misma
es una especie de tristeza, no concierne al uso de la razón”. Tristeza en
Spinoza: imaginaria disminución del poder de obrar de un cuerpo, fluctuación
descendente de un quantum de poder,
irremediable pasión.[7]
¿Podrá la sociedad constituirse echando mano a procedimientos racionales? Según
piensa Spinoza sólo en un segundo tiempo, jamás inmediatamente; en un primer
momento el miedo es mejor consejero. El pudor, la vergüenza, la impudicia: el
lazo social no es obra de la razón; contra la creencia de Spinoza y otros
modernos, probablemente tampoco afectivo, al menos en las sociedades púdicas o
impúdicas, siempre y cuando, claro está, el pudor, como me parece, no sea un
afecto, una pasión.
En el capítulo VI de la parte
primera del Leviatán[8],
titulado “De los orígenes internos de los movimientos voluntarios, llamados
comúnmente pasiones, y de los vocablos mediante los cuales son expresadas”,
Hobbes se refiere a la vergüenza. Tanto su materialismo mecanicista como su
nominalismo quedan plasmados en el título del capítulo, casi una declaración de
principios. Dice Hobbes: “La pena (griefe) por el descubrimiento de alguna
falta de capacidad (defect of ability)
es la vergüenza (schame), o la pasión que se descubre a sí misma en el rubor
(blushing), y consiste en la
aprehensión de alguna cosa deshonrosa; en los jóvenes es señal de amor por una
buena reputación y digna de elogio. En los viejos es señal de lo mismo, aunque
por venir demasiado tarde no digna de elogio”. Aristóteles, ¡cuándo no
Aristóteles!. El elemento nuevo es la “falta de capacidad”. La vergüenza en
este caso como rubor (movimiento corporal) que resulta de la revelación de una
falta en la cual el individuo en cuestión se siente implicado subjetivamente.
Una falta que le concierne a él, solamente a él.
La impudicia acabará con la
falta; no más que superficies planas, sin profundidad, todo es lo que es, nada
sobra y nada falta, solamente el relámpago de la representación inmediata que
capta apenas un rasgo fugaz, la nata del significado, los zapatos de Andy
Warhol. O también, por momentos, la adherencia fascinada a la imagen que se
demora intemporalmente en ella, sin antecedentes ni consecuencias.
Hobbes se detiene también en la
impudicia. “El desprecio (contempt) de la buena reputación es el
llamado impudor (impudence)”. ¿Y qué es el desprecio? “Se dice que despreciamos
aquellas cosas que no deseamos ni odiamos, no siendo el desprecio otra cosa que
una inmovilidad o contumacia del corazón para resistir la acción de
determinadas cosas (…)” Hobbes acuerda: la impudicia no es una pasión, es por
naturaleza apática.
¿Vicio, como quería Descartes?
Eclipsado el orden aristocrático, pierde sentido calificar como vicio a la
impudencia. En todo caso, concedamos que pudor e impudicia se inscriben en un
registro ético, en forma muy general e indeterminada. ¿Acaso no se inscriben
con más propiedad en un registro estético? Psicológico y social además, desde
ya.
Cerremos este tránsito por la
modernidad temprana citando un divertido párrafo de Locke consagrado a la
vergüenza. Figura en el libro segundo, capítulo XX (“De los modos de placer y
de dolor”) del Ensayo sobre el
entendimiento humano.[9] “La vergüenza. Las pasiones tienen en su
mayoría, y en casi todas las personas, efectos sobre el cuerpo, en el que
causan distintos cambios; cambios que, como no siempre son sensibles, no forman
necesariamente una parte de la idea de cada pasión. Porque la vergüenza que es
un malestar de la mente provocado por el pensamiento de haber hecho alguna cosa
que es indecente, o que lesiona la estimación que otros tienen de nosotros, no
siempre va acompañada del rubor”. Locke admite implícitamente que la vergüenza
es el mejor ejemplo de los efectos corporales de las pasiones, aquella pasión
que con más facilidad se traduce en términos fisiológicos. Si hasta la
vergüenza no siempre va acompañada de sonrojo…
Pudor y neo-ontología
Con Nietzsche y Heidegger el
pudor recobra el estrellato. Por una parte, ambos le confieren una importancia
capital. Por otra, toma un insospechado tinte ontológico, al margen de toda lógica
de las pasiones e incluso de un cariz ético más o menos convencional. ¡Notable
que el pudor adquiera espesor ontológico justamente en dos filósofos que
decretan el fin de la metafísica! Así las cosas, el pudor deviene objeto de una
suerte de neo-ontología, si se le permite la expresión a alguien tan poco
afecto a los neologismos como yo. Globalmente, pienso que el acusado interés de
Nietzsche y de Heidegger por el pudor obedece al propósito de sembrar el
misterio y el enigma en el terreno de una desocultación plena, tan acabada como
exhausta o, lo que es igual, de reinscribir una reserva, esencial al pudor, en
el imperio de la desvergüenza.
¿Añoran Nietzsche y Heidegger el
orden aristocrático? ¿Es la neo-ontología que reconoce en el pudor uno de sus
huidizos y dispersos núcleos un rodeo tendiente a restaurar un lazo social de
tipo aristocrático? De ser así, se tratará de una nueva aristocracia, de una
nueva nobleza, decididamente orientada hacia el futuro, como propone Nietzsche
en Así habló Zaratustra. Ninguna
nostalgia, por ende. Antes bien, un paralelo conceptual de lo que Napoleón
–admirado por Nietzsche- intentó en la práctica: mientras destruía activa e
impiadosamente en toda Europa los restos del ancien régime, mientras allanaba la planicie democrático-burguesa,
edificaba una nueva nobleza, procuraba establecer diferencias en el horizonte
de la chatura generalizada.
Si Nietzsche y Heidegger nos
convocan a rehabilitar el pudor, lo será en el reino de la impudicia impulsada
hasta sus últimas consecuencias. Un pudor de segundo grado, el pudor en la impudicia. La neo-ontología de la
reserva es el pliegue en la
superficie, el pliegue de la
superficie, única dimensión habilitada. La aidós
deberá instaurarse en medio de la impudicia; pudor, honor, dignidad, sí;
consideración, respeto, reverencia, también; dignidad, majestad, ¿cómo no?,
todo ello y mucho más en el reino de la
impudicia. ¿Será lícito hablar de un pudor impúdico? Pues de ello se trata.
De Nietzsche, tomaremos dos
textos. En el primero, el estatuto ontológico del pudor se mantiene en un
discreto segundo plano. Dista de ser evidente. El discurso se titula “De los
compasivos” e integra la segunda parte de Así
habló Zaratustra.[10] Allí
Nietzsche apunta una vez más todos sus cañones contra la compasión (mit-leiden) en cuanto forma privilegiada
de dirigirse al otro, de ser con otros. Platón, Aristóteles, Spinoza y hasta el
mismo Kant, quizá con menos estruendo, también habían rechazado la compasión.
La compasión, fábrica inmunda, es responsable de una superproducción de
vergüenza (en alemán, Scham; según el
contexto, vergüenza o pudor). Por eso vale definir al hombre occidental, al
hombre de la civilización cristiana, como “el animal que tiene las mejillas
rojas”.
La compasión ofende a quien es
su objeto. Deja en falta. La compasión, ¿impúdica? “En verdad, yo no soporto a
esos, a los misericordiosos que son bienaventurados en su compasión; les falta
demasiado el pudor”. En todo caso, no es desatinado pensar que los hombres,
cansados de avergonzarse a causa de la práctica de la compasión, optaron
finalmente por la más abierta impudicia. Evoquemos aquí la relación que
establecía Descartes entre la desvergüenza y el número de afrentas recibidas.
La compasión es afrentosa y humillante.
“Vergüenza, vergüenza, vergüenza
-¡esa es la historia del hombre!-” Los favores no despiertan agradecimiento
sino impulsos vengativos y “si el pequeño beneficio no es olvidado acaba
convirtiéndose en un gusano roedor” Un lazo social fundado en la compasión
exalta el sufrimiento, se solaza en él, así lo acrecienta; genera deuda,
vergüenza, multiplica exponencialmente el malestar en la cultura.
El arquetipo del compasivo es
Cristo, dios que ofrendó su vida por nosotros, para limpiar nuestros pecados.
La deuda es impagable, la vergüenza estado permanente. La impudicia es la
natural relación al otro en el horizonte de la muerte del dios compasivo. En
suma, de lo único que debe avergonzarse el hombre es de haberse avergonzado
tanto y con ello, al unísono, de haberse “alegrado demasiado poco: ¡tan sólo
esto, hermanos míos, es nuestro pecado original!”
Pero la impudicia no es el único
antídoto contra la compasión, ella misma impúdica a su manera. Existe también
otro camino: el de la nobleza, el del pudor restablecido. “(…) el noble se
ordena a sí mismo no causar vergüenza: se exige a sí mismo tener pudor ante
todo lo que sufre”. “Pues me he avergonzado de ver sufrir al que sufre, a causa
de la vergüenza de él; y cuando le ayudé, ofendí duramente su orgullo”.
Sustraerse a la compasión no significa ser cruel, egoísta o indiferente. El
problema es otro. “Si tengo que ser compasivo, no quiero, sin embargo, ser
llamado así; y si lo soy, entonces prefiero serlo desde lejos”. Frente al
gregarismo, al sofocante pegoteo con el prójimo,
demasiado próximo, en una palabra,
frente a la com-pasión (padecer con),
que no excluye la ostentación grosera ni los aires de superioridad, Nietzsche
recomienda la distancia, la lejanía. Lo hemos dicho: no hay lazo social
aristocrático sin páthos de la
distancia, páthos que implica
desigualdad y jerarquías. ¿El pudor es el páthos
de la distancia? Páthos que, a pesar
de la palabra usada, no deberá identificarse en este caso con un mero afecto.
“En verdad, yo he hecho sin duda
esto y aquello por los que sufren; pero siempre me parecía que yo obraba mejor
cuando aprendía a alegrarme mejor”.
“Si tu tienes, sin embargo, un
amigo que sufre, sé para su sufrimiento un lugar de descanso, mas, por así
decirlo, un lecho duro, un lecho de campaña: así es como más útil le serás”.
En contraste con lo que sucede
en el discurso “De los compasivos”, la dimensión ontológica del pudor se
muestra de manera totalmente explícita en las palabras finales del “Prólogo”
que Nietzsche redacta en 1886 para la segunda edición de La gaya ciencia.[11] Allí
escribe: “Y en lo que concierne a nuestro futuro: difícilmente nos encontrarán
de nuevo en la senda de aquellos jóvenes egipcios que en las noches vuelven
inseguros los templos, abrazan las columnas y todo aquello que, con buenas
razones, es mantenido oculto, y que ellos querían develar, descubrir y poner a
plena luz. No, este mal gusto, esta voluntad de verdad, de ‘verdad a todo
precio’, esta locura juvenil en el amor por la verdad –nos disgusta: somos
demasiado experimentados para ello, demasiado serios, demasiado alegres,
demasiado escarmentados, demasiado profundos-…Ya no creemos que la verdad siga
siendo verdad cuando se le descorren los velos; hemos vivido suficiente como
para creer en esto. Hoy consideramos como un asunto de decencia el no querer
verlo todo desnudo, no querer estar presente en todas partes, no querer
entenderlo ni ‘saberlo’ todo. ‘¿Es verdad que el amado Dios está presente en
todas partes?’, preguntó una niña pequeña a su madre: ‘pero eso lo encuentro
indecente’ -¡una señal para los filósofos!- Se debería respetar más el pudor con que la naturaleza se ha
ocultado detrás de enigmas e inseguridades multicolores. ¿Es tal vez la verdad
una mujer que tiene razones para no dejar ver sus razones? ¿Es tal vez su
nombre, para hablar griegamente, Baubo?... ¡Oh, estos griegos! Ellos sabían
cómo vivir: para eso hace falta
quedarse valientemente de pie ante la superficie, el pliegue, la piel, venerar
la apariencia, creer en las formas, en los sonidos, en las palabras, en todo el
Olimpo de la apariencia. Los griegos eran superficiales -¡por ser profundos! ¿Y no retrocedemos precisamente por eso,
nosotros los temerarios del espíritu, que hemos escalado las más altas y
peligrosas cumbres del pensamiento actual y que desde allí hemos mirado en torno
nuestro, que desde allí hemos mirado
hacia abajo? ¿No somos precisamente por eso –griegos? ¿Adoradores de las
formas, de los sonidos, de las palabras? ¿Precisamente por eso -artistas?”.
¡Qué agregar! El pudor es ahora la esencia de la verdad,
de la verdad-mujer, es decir, de la auténtica verdad.[12] El pudor es la forma de ser de la verdad,
su proceder. Phýsis krýptesthai phileî, decía el viejo Heráclito.[13] La
verdad es una mujer que tiene sus razones para no dejar ver sus razones. La
verdad es pudorosa, la relación con ella también habrá de serlo. Algo debe
mantenerse en reserva, no mostrarse a la luz del día, apenas insinuarse. La
verdad está imbuida por la aidós,
exige pues ser tratada como mujer noble. Nietzsche habla de “respetar el
pudor”. Otto, a propósito de la aidós,
nos hablaba del “hechizo de una forma divina que es las dos cosas en una: lo
venerable y lo que venera, lo puro y el sagrado recato frente a lo puro”.
Pudor, honor, dignidad; consideración, respeto, reverencia; las distintas y
complementarias significaciones de aidós
prescriben ahora el método de la filosofía, que ya no podrá ser nunca más
analítico, intuitivo, dialéctico, crítico, fenomenológico, hermenéutico o
cualquier otra forma que haya revestido en el pasado. En este sentido, hay que
decir que la filosofía metafísica ha pecado de impudicia, por su pretensión de
ver la verdad desnuda, de contemplarla en plenitud, de agotarla en su discurso.
Quizá con la única excepción de Kant, cuya Crítica
de la razón pura podría haberse llamado también Crítica de la razón impúdica. Pues son los alcances del instrumento
(del mal gusto, de la voluntad de verdad, de verdad a todo precio) al cual la
filosofía metafísica apostó todas sus fichas, la razón teórica, lo que Kant
justamente pone en cuestión.
Mal gusto: con su inscripción
ontológica el pudor alcanza también una acusada connotación estética, sin duda
presente en Homero. “Suponiendo que la verdad sea una mujer”, escribe Nietzsche
al iniciar el “Prólogo” (1885) a Más allá
del bien y del mal,[14] “¿cómo?,
¿no está justificada la sospecha de que todos los filósofos, en la medida en
que han sido dogmáticos, han entendido poco de mujeres? ¿de que la seriedad, la
torpe insistencia con que hasta ahora han solido acercarse a la verdad eran
medios inhábiles e ineptos para conquistar los favores precisamente de una
mujer? Lo cierto es que ella no se ha dejado conquistar: -y hoy toda especie de
dogmática está ahí en pie con una actitud de aflicción y desánimo-”.
Phýsis krýptesthai phileî, sentenció Heráclito. En perfecta
continuidad con Nietzsche, Heidegger aborda la aidós en una conferencia pronunciada en 1943, cuyo objeto es
descifrar el fragmento 16 de Heráclito. La conferencia lleva por título
“Alétheia”,[15]esto
es, verdad, o mejor, como quiere Heidegger, estado de desocultamiento o de no
oculto (Unverborgenheit).[16] No
podemos extendernos aquí sobre el concepto heideggeriano de verdad,[17]
estructurante de su pensamiento. Baste decir que en Heidegger, tal como en
Nietzsche y por su inspiración, la verdad (des-ocultamiento) mantiene una
referencia esencial a un permanecer oculto.
En una primera traducción de
Heidegger, el fragmento dieciseis de Heráclito pregunta: “¿Cómo puede uno
albergarse (láthoi) ante algo que
nunca zozobra?” La indagación de Heidegger comienza por el término láthoi que remite a lantháno, es decir, yo permanezco oculto.
A fin de esclarecer este
“permanecer oculto”, Heidegger recurre a un pasaje de Homero donde éste cuenta
que Odiseo, al escuchar las canciones de Demodocos en el palacio del rey de los
feacios, se tapa la cabeza con un velo y llora, sin que los presentes lo
adviertan. El verso noventa y tres de
No sucede pues que el llanto de
Odiseo escape en cuanto objeto de percepción a los presentes, entendidos como
sujetos capaces de representar objetos. “Para el experimentar griego más bien
ocurre que en torno al que llora prevalece un estado de ocultamiento que lo
retira (entzieht) de los otros”. Ni
Odiseo ocultaba sus lágrimas, ni siquiera se ocultaba como el que llora;
simplemente, permanecía oculto.
Pues bien, es justamente desde
aquí, desde este permanecer oculto, que debemos pensar la aidós, señala Heidegger, si deseamos acercarnos a su experiencia
griega. Pero Heidegger no traduce aidós
por Scham (vergüenza) sino por Scheu (miedo, horror, temor, espanto,
recelo, respeto, recato, esquivez, insociabilidad, repugnancia, aversión,
fobia). “Sich scheuen” significaría
“permanecer albergado y oculto a la espera (de algo), mantenerse junto a sí”.
“Presencia es el despejado
ocultarse. A ella corresponde el pudor (Scheu).
Éste es el contenido permanecer oculto ante lo cercano de lo presente. Él es el
albergar (Bergen) de lo presente (Anwesenden) en la intocable cercanía de
lo que cada vez permanece como resto (Verbleibenden)
en el venir, el cual venir está en un creciente velarse (Sich-verhüllen). De este modo, pues, el pudor y todo lo alto emparentado con ello hay que pensarlo a la
luz del permanecer oculto”, concluye Heidegger.
Silvio Juan Maresca.[18]
silviojmaresca@yahoo.com.ar
[1] Aunque quizá nos desvía de nuestro
tema, no puedo resistir la tentación de transcribir los siguientes párrafos:
“Quien yerra, no lo hace por mala voluntad. Ésta no existe para el griego,
quien ni siquiera tiene una palabra para lo que nosotros llamamos “voluntad”.
Toda la teoría de la buena y la mala voluntad, hasta para el mismo Kant, radica
en la representación nada griega de que las máximas morales son preceptos que
exigen obediencia y sometimiento. Para el griego, en cambio, son (…) realidades
y verdades que tienen su consistencia en la interrelación de las cosas, igual
que los órdenes de la naturaleza elemental que nosotros, según el mismo
pensamiento nada griego, llamamos leyes (…). Ciertamente el hombre es
responsable y tiene que expiar, vale decir, hacerse cargo de las consecuencias.
Porque es el autor. Pero se le ahorran el tormento de la conciencia moral y la
autocondena, como si toda la culpa fuese atribuible a su mala voluntad. Sea
cual fuere nuestra opinión acerca del enigma, en el fondo siempre irresoluble,
de la propia participación, lo decisivo es siempre la intervención de lo
sobrehumano (…). ¡Qué peligro para la moral –así pensamos- si el pecador puede
imputar la culpa a los dioses, en vez de golpearse el propio pecho! Pero (…)
¿no será más modesto y piadoso no arrogarse a sí mismo el dominio absoluto del
propio comportamiento? ¿No yace en el fondo de la autocondena, aparentemente
tan humilde, un tremendo orgullo que los antiguos griegos hubieran llamado hýbris (= soberbia, arrogancia,
presunción)? (…) Frente a esta presencia inmediata del dios, nuestra noción de
libertad humana pierde todo sentido. Pero igualmente la doctrina de la
dependencia. El hombre homérico no es dependiente. Sólo en presencia del dios
llega a estar seguro y contento de su fuerza, de su poder, de su sí mismo. Lo
elevado de su sentimiento y la conciencia de la cercanía de lo divino son una y
la misma cosa” (W. F. Otto, Teofanía,
trad. J. J. Thomas, Embeba, Bs. As., 1978, 2da. ed., pp. 53-57). Cultura de la
vergüenza, cultura del pudor, lejos de implicar la culpa, la excluyen, al menos
en el caso griego. De ahí lo erróneo de
la tesis de Dodds, a pesar de toda su erudición (véase, Los griegos y lo irracional, trad. María Araujo, Alianza Editorial,
Madrid, l983, 3era. ed.).
[2] M. Heidegger, Sein und Zeit, Max Niemeyer, Tübingen, 1979, p. 138 (trad. cast. José Gaos, Fondo de Cultura Económica, México/Argentina, 1990, 2da. reimp. argentina, p. 156).
[3]
Nótese que Racionero decide, al menos en el contexto aristotélico, traducir sin
más aidós por pudor y aischýne por vergüenza.
[4] Aristote, Etique a Nicomaque, trad. fr. J. Tricot, Vrin, Paris, 1967, nota 3,
p.210.
[5] Baruch de Spinoza, Ética, trad. Oscar Cohan, Fondo de
Cultura Económica, México/Bs. As., 1977, 2da. ed., p.103.
[6]R. Descartes, “Les passions de l’âme”, Oeuvres de Descartes, Librairie Joseph Gibert, Paris, pp. 414 ss. (trad.
cast. Manuel de
[7] En efecto: en
[8] T. Hobbes, Leviathan, Penguin Books, London, 1985 (trad. cast. Antonio Escohotado, Editora Nacional, Madrid, 1979).
[9] J. Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, trad. M. Esmeralda García,
Editora Nacional, Madrid, 1980.
[10] F. Nietzsche, “Also sprach Zaratustra”, KSA, Band 4, Walter de Gruyter, Berlin/mew York, 1980, p.113 ss. (trad. cast. A. Sáncez Pascual, Alianza Editorial, Madrid, 2001, cuarta reim., p. 139 ss.)
[11] F. Nietzsche, “Die fröhliche Wissenschaft”, KSA, Band 3, Walter de Gruyter,
Berlin/new York, 1980, pp. 351-352 (trad. cast. José Jara, Monte Ávila
Editores, Caracas, 1999, 3ra. ed., pp. 6-7).
[12] Para
el tema de la verdad en Nietzsche pueden verse mis libros, S. J. Maresca, Friedrich Nietzsche: verdad y tragedia,
Alianza Editorial, Bs. As./Madrid, 1997; S. J. Maresca, Verdad y cultura. Las Consideraciones intempestivas de Friedrich Nietzsche, Alianza
Editorial, Bs. As./Madrid, 2001 y S. J. Maresca, Nietzsche y
[13] Según la traducción convencional: La
“naturaleza” gusta ocultarse. En “Alétheia”, Heidegger traduce: El emerger (del
ocultarse) otorga su favor al ocultarse.
[14] F. Nietzsche, “Jenseits von Gut und
Böse”, KSA, Band 5, Walter de
Gruyter, Berlin/New York, 1980, p. 11 (trad, cast. A. Sánchez Pascual, Alianza
Editorial, Madrid, 1975, 2da. ed., p.
17).
[15] M. Heidegger, “Alétheia”, Vorträge und aufsätze, Neske, Germany,
1985, Fünfte Auflage, p.223 ss. (trad, cast. Eustaquio Barjau, Odós, Barcelona,
1994, p.201 ss.).
[16] Comenta Félix Duque, en una nota a
su traducción castellana del libro de O. Pöggeler, El camino del pensar de Martín Heidegger, Alianza Editorial,
Madrid, 1986, p.97: “Una traducción literal pero demasiado larga sería:
‘carácter (-heit) de arrancarse (un-) a la persistencia (ver-) a quedar oculto y puesto en seguro
(borgen)’”.
[17] Véase mi conferencia “Angustia y
verdad en Heidegger”, S. J. Maresca, Ética
y poder en el fin de la historia, Catálogos, Bs. As., 1992, pp. 67-91.
[18] Silvio Juan Maresca.
Licenciado en filosofía (Universidad de Buenos Aires). Profesor en distintas
universidades privadas y estatales, centró su
enseñanza durante muchos años en
grupos de estudio privados. Ha dirigido proyectos de investigación para el
Conicet y
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