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La carta de “Anne Onime”

18/03/2019- Por Eduardo Bernasconi y Martín Smud - Realizar Consulta

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Ponemos a consideración del público de habla castellana esta traducción de Eduardo Bernasconi de una carta de “Anne Onime” a Jacques Lacan “redactada” en 2018… Pero ¿quién es “Anne Onime”? Si uno pronunciara ese nombre en francés, percibiría que se trata de una homofonía de Anónimo. ¿Y el autor? Podríamos decir por algunos indicios certeros que esta carta es de Jean Allouch…

 

 

 

                 

 

 

Introducción a la carta de Anne Onime

 

  Ponemos a consideración del público de habla castellana esta traducción de Eduardo Bernasconi[1] y corrección de texto de Stella Ocampo de una carta que Anne Onime le hubiese escrito a Jacques Lacan si “hubiera siquiera pensado en nacer” para los años ochenta. Pero ¿quién es Anne Onime? Si uno pronunciara ese nombre en francés, percibiría que se trata de una homofonía de Anónimo…

 

  Alguien que tiene nombre pero al mismo tiempo es anónimo nos despierta curiosidad acerca del autor que juega con su identidad. Podríamos decir por algunos indicios certeros que esta carta se le atribuye a Jean Allouch. Lo pensamos por el tema de la carta, porque no deja de alumbrar verdades que no pueden ser vistas sino en las deformaciones a las que estamos reenviados por múltiples reflejos en el espejo. Y porque la encontramos en la página de Allouch[2].

 

  Por alguna de estas razones creemos estar en lo cierto pero lo importante, más que el autor, es el discurso; el tono con que escribe Anne Onime, quién le agradece a Lacan su extensa obra para el bien de los humanos y de los ornitorrincos. Le da los créditos al maestro por haber alcanzado la aprehensión del “acto” en el gesto del ornitorrinco al matar a un perro y luego nos regala unas reflexiones y conjeturas que se les podrían haber escapado hasta el mismo Lacan.

 

  Y ahí la graciosa anónima, el seudónimo de un psicoanalista que no deja de perseguir los pasos en falso, los falsetes, nos regala la fortuna de las ocurrencias para detenernos un rato en uno de nuestros temas[3] predilectos: el duelo, la muerte, el acto.  

 

                                                        Martín Smud

 

  

Anne Onime

 

  Estimado señor,

 

  Usted nunca me hubiera notado entre el público de su seminario del que me han dicho ha sido numeroso. La verdad en los años 80 no pensaba siquiera en nacer. Luego, me sentía por demás a gusto conmigo misma, como para tener que prestar mi atención al psicoanálisis, el suyo o el de cualquier otro. Dado que se me pidió escribirle so pretexto de estar a punto de concluir mi tesis doctoral sobre el ornitorrinco (ornithorhynchus anatinus), me interesé en lo que pudiera haber dicho a ese respecto.

 

  Así es como tomé contacto con su obra, cuya importancia me resultó tan crucial tanto para los ornitorrincos como para los humanos. A mí parecer, dicho rasgo parecería habérseles escapado a sus discípulos, cosa que no me sorprende ya que solo muy pocas personas, como yo, pueden acceder a ver un ornitorrinco en la imagen de ellos mismos reenviada por el espejo.

 

  Sin dudas, Ud. no olvidó que se trata de uno de esos raros mamíferos venenosos, que pueden paralizar una pierna humana y hasta matar a un perro. Mi tesis se centró, y con el transcurso del tiempo cada vez más, en dicho acto cuya razón no entendía, pues afirmar que se defiende, cuanto menos no alcanza. Tropecé con esa dificultad en tanto mi tesis se atascaba, mi director perdía la paciencia y mi beca estaba por escabullirse entre mis dedos. ¡Ah!, cuán contenta me hubiese sentido de poder solicitar su ayuda y recostarme sobre su diván, donde hubiese podido saber al final lo que llevaba al ornitorrinco a arrojar su veneno.

 

  Pero no, usted ya no estaba más, sólo quedaban sus trabajos. Me brindaron claridad, y por poco la posibilidad de resolver mi problema. Le debo a usted llamar, de ahora en más, “acto” el gesto del ornitorrinco al matar un perro o a cualquier otro animal de ese calibre.

 

  Debo a mi marido filósofo, más allá de haberme embarazo recientemente, el alentarme para avanzar en mis reflexiones sobre aquel punto que me había detenido. Aquí están, a continuación. ¿Habrá ahí algo que se le haya escapado?

 

  Con todo, le ruego aceptar, estimado maestro, las expresiones de mi consideración que no otorgo sino a contadas personas.

 

Anne Onime

Universidad París XXV

Departamento de paleología

 

 

Hacer del morir un acto

 

  Un acto que no puede ser otro que el de mi (ese “mi” es también genérico) libertad.

Esta libertad es puesta en práctica en tanto se dirige a la de los demás.

¿Qué sería morir de tal manera de dejar a los demás libres de mi muerte?

“Dejar”, y no “permitir”.

Esa muerte no lo pondría en duelo.

No le pesaría.

No lo parasitaría.

¿No es factible? ¿Imposible?

 

  Muertes alienantes hay por todos lados… se estancan en los cementerios.

Las llenamos de flores, las volvemos florecientes.

Una de las más notables: la del Cristo.

Su Crucifixión ha alienado a los hijos de Dios de millones de personas durante dos milenios.

Para los siglos de los siglos, dice el rumor.

Cristo ejemplar del: “Muertos para ser amados”, de Paul Eluard.

¿Se puede desvirtuar más aún el amor?

Muchos pasajes al acto suicida implementan otras modalidades de alienación de los sobrevivientes (¡ya esta palabra!).

Se espera que algún día sean clasificadas.

 

  La visión banal de un muerto después de una vida, si no lograda, pero por lo menos “bien llena”, no converge con aquello que sería el acto del morir, el morir como acto.

¿Se le aproximaría de más cerca la muerte hinduista, en la que el difunto se diluye en el dios Universo encontrando allí su lugar?

Y ¿de la misma manera la muerte estoica?

Más lejos, en cambio, tenemos esa otra muerte concluyendo una vida que no se vivió, haciendo de esa pérdida algo insoportable.

No vivir para no morir, la solución, aunque vergonzosa, es elegante.

 

  Un sabio podría encontrar muy fuera de lugar la problemática aquí presentada.

Cuestionaría: “Estar en duelo, ¿No es acaso una de las más decisivas experiencias en la vida de cada uno?

Y agregaría: “Pretender sacar ese lastre es una mala jugada”

Y machacando aún más su clavo: “¿Existe alguna cultura que se libere de los rituales del duelo”? Vale.

 

  Sin embargo, esas verdades masivas no alcanzan a reducir a la nada la perspectiva de un morir que haría acto.

Soslayan que hay muertes y muertes.

Algunas muertes pesan más que otras.

Más que otras, hipotecan el a-venir.

¿Quién lo ignora?

Asimismo, la muerte creativa que desconoce esa triste sabiduría.

Sin embargo, que produzca su obra queda basado en el imaginar una eternidad.

Semejante supervivencia tampoco alcanza el morir como acto.

 

  Hacer del morir un acto volvería a la muerte ligera, ligera, ligera…

¿Esto quiere decir sin rastro alguno?

¿Del mismo modo que la relación (rapport) sexual?

Una muerte sexuada a lo sumo…

Tal sería la muerte en tiempos de la no-relación (rapport) sexual.

 

 

Traducción-interpretación de Eduardo Bernasconi

Supervisión de traducción: Hervé Fodor. (herve.fodor@hotmail.fr)

Corrección de texto: Stella Ocampo.



[1] Miembro de la École Lacanianne de psychanalyse

[2] http://jeanallouch.com/document/348/2018-carta-a-lacan-ii.html

[3] Junto a Eduardo Bernasconi hemos realizado varios seminarios sobre el tema, tomando la lectura de la obra de Jean Allouch y Jacques Lacan y publicando un libro: “Sobre duelos, enlutados y duelistas” Edit. Lumen, Buenos Aires, 2000.


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