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El objeto a cae, se fija, ocurre, discurre

27/12/2010- Por Nicolás Cerruti - Realizar Consulta

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“Es el objeto el que mira”, sostiene el autor de este texto, antes de internarse en una anatomía de la dimensión escópica que atraviesa nuestra clínica, a partir del detalle de un caso. Práctica de la palabra, y en tanto tal sostenida en una relación con lo invocante, el psicoanálisis no es ajeno sin embargo a las vicisitudes que el objeto-mirada introduce con su falta en el campo de la visión, ni a los avatares del Schaulust freudiano, ni a los espejismos de la pantalla fantasmática. De estas cuestiones este artículo se propone dar cuenta.

         Es el objeto el que mira.

         Sólo después de nombrar el disfrute que Voy tiene con su ver él logra recordar lo que le aconteció a los 8 años: como un ladrón, se despertó de mañana y siguió a la madrastra hasta la puerta del baño, donde la espió bien a sus anchas. Lo que vio se le quedó fijado en la retina y fue fruto de un retorno que no logra controlar. Por un tiempo tampoco pudo controlar su deseo Voyeur, entonces la miró toda vez que se le presentó la oportunidad.

         Hace un año que lo veo a Voy, y dos que lo atiendo. Con él el uso del diván fue un gran acontecimiento, reveló toda su pulsión escópica. Siendo un muchacho bello, la vista siempre tuvo un papel muy importante en su constitución psíquica. Desde pequeño, el entorno familiar —tías y demás— lo acorraló hasta casi manosearlo, para poner en acto esa fábula recordada por Lacan sobre el neurótico, la de la rana que se infla como un buey. En el boliche, en el trabajo, en el colectivo, la mirada pasa de estar en ausencia, oculta, a casi inhibirlo, nombrándolo como el más feo, hasta que alguna de las por él miradas rompe aquello, y si se le acerca atrae automáticamente las miradas de todas; él vuelve a respirar por el corto tiempo en que no se infla como el buey.

         Recostado en el diván, escuchó atentamente una elaboración que le proveí, y mientras hablaba me preguntaba por qué lo hacía. Le hice una comparación. No soy dado a las comparaciones, pero ésta tenía algo de poética, como las que logra Homero en su Ilíada. Le nombré al que espía por la cerradura, y lo que ve es lo que lo relaciona a la sexualidad. Sorprendentemente, a la sesión siguiente, luego de nombrar el disfrute que él tiene con su ver, logró recordar lo que le aconteció a los 8 años. Por un tiempo no lo pudo controlar, y sólo se frenó cuando el picaporte le rompió la cabeza; aquella vez la madrastra fue al baño por demasiado poco tiempo. ¿Y en esa oportunidad te descubrieron? No... ¿Nunca? Entonces Voy nombra lo que está presente en toda mirada: “Si alguien pudo descubrirme fue mi viejo”, el Otro. Pero es sólo un pensamiento, nunca aconteció.

         Lo particular de esta mirada es que no quedó sólo en esa cerradura, discurrió buscándose en el espejo, de ahí a la mirada de los otros, luego cambió de forma, se ancló por un tiempo en la risa de los otros, y hasta a sus espaldas, en los ojos ciegos de un jefe. Además esta mirada, que no hace más que retornar, marca una y otra vez lo que no alcanza cuando tiene sexo con su novia actual: él ve que ella no goza cuando goza, está presente aun cuando completa un trabajo y se va a su casa con dolor de cabeza, cuando se retira del consultorio mirando de reojo. Pendiente de la mirada de los otros, a veces es tan exclusiva como la que retorna en el fenómeno elemental en las psicosis. Pero presenta angustia. Una angustia que lo deja sin ganas, que lo hace llorar, que lo hace ausentarse del Otro.

         Cuando esto le ocurre, las coordenadas de la mirada se hacen valer. Un ex jefe se le ríe en un juicio y automáticamente falta al trabajo actual. Una ex novia lo boludea con su potente histeria y él cae en el insulto de todas, como si tal cosa existiese. Es que el Otro ya no lo ve.

 

§

 

         LA mujer no existe, pero qué cerca está la madre de ser su mujer. Conseguir una mujer, nombrarla como suya, fue el camino más enloquecedor que le tocó vivir. No había una, ni siquiera suya, era LA mujer que, como un ideal, venía a sus anchas a parasitarle la vida. Nombrar ciertas encrucijadas —y a veces ese nombrar quedaba de mi lado— es lo que abría el campo del lenguaje, donde iba encontrando palabras para decir su dolor. Sólo ahora puede ir reconstruyendo una mirada que de demasiado presente hacía que la palabra no fluyera. Allí donde la mirada llegaba las palabras se desvanecían. Es que estaba muy satisfecho, disfrutando solo, en esa mirada que, como un embudo, lo succionaba más allá.

         Mirar descompleta todas las situaciones, si se tiene en cuenta que es por eso un objeto a que cae. Pero a la vez, portando una satisfacción, obtura. Antes que la genitalidad, hacía a sus anchas en lo que se podía descubrir tras la cerradura. “¿Y qué es lo que se puede ver?”, pregunté ingenuamente. Pero la respuesta me tomó aun más de sorpresa: todo. Si la mirada descompleta, hace caer su objeto, obstaculiza, en su espectro, en el punto de fuga que lo chupa decididamente al sujeto, hace de algo todo. Todo lo que entra en la mirada es todo. Perfecta ironía del todo que no se puede nombrar. Por el estrecho ojo de la cerradura él podía ver todo. O más bien: toda. Este toda, representada en la madrastra, en su cuerpo, sin embargo se fragmentaba por el uso del ojo de la cerradura. Recuerda, Voy, que fue en el baño cercano a la pileta, donde se cambiaban, que pudo verle las tetas. Las tetas en un baño, la vagina en otro. Es la mirada la que forma esa porción de cuerpo como un todo. Y es esa forma la que cautiva al neurótico, la que no lo aparta tan fácilmente de lo imaginario.

 

§

 

         Es el objeto el que mira, cuando él se convierte en mirada. Cuando de todo su cuerpo es sólo eso, un ojo. Y es en los sueños donde pudo ver que esa mirada lo cernía a la vez que se extrapolaba. Bien podía ser él, espiando a una ex, o él, como la ex, siendo visto por la madre.

         Toda la problemática del reconocimiento está aquí, tan cara al neurótico, y también la agresión. Es que no dejan de haber otros por más que LA mujer sea la suya. En ese entonces, cuando esa mujer era la suya, él se entretenía contando que su pene estaba hecho a medida de la vagina de ella. Nada que ver con el guante de Nora, la una de Joyce. Voy se completaba con ella sólo allí. Y esto, además, porque su pene le traía más de un inconveniente. Pero su pene no estaba solo, y esa vagina hecha a medida se presentaba a otros. A otros ojos. Una vez que la mirada surge por el carril del deseo, nada indica que no pueda diversificarse y ser reconocida en los otros. No por nada el deseo es el deseo del Otro. Si él la deseaba, seguro otros la desearían. Voy se inventó a sus otros, los persiguió y los encontró. Pero ninguno de ellos sufrió las consecuencias. Sólo él... sólo ella... Hoy, en su cabeza, Voy todavía pelea cuando se nombra a esta mujer. Todavía se pelea como si la tuviese enfrente. Siente su nombre y dice “hay un aire... fantasmagórico”. No, el neurótico no se desprende tan fácilmente de la mirada, si lo forma, no se deja caer del dominio de la mirada.

         “Tendré que estar advertido en no usar tantos significantes que nombren la vista”, digo cuando, habiéndolo hecho, Voy se pierde. Su respuesta es clara, irónica, risueña, elaborativa. Me mira y, cerrando los ojos, hace la mímica del que se queda ciego. Nos vemos la próxima.


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