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Nuevas aportaciones para una dialéctica diferencial: necesidad, demanda y deseo

27/09/2019- Por Diego Lolic - Realizar Consulta

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El recorrido presente consiente un acercamiento a la noción de síntoma como prefigurado por el deseo. Desde su cumplimiento disfrazado a través del sueño, comanda un verdadero banquete sexual en la neurosis, arrastrando a otras manifestaciones del inconsciente a su génesis de compromiso con la defensa. La satisfacción sustitutiva gobierna el devenir del aparato, limitando el umbral de potencia excitatoria y evitando así su destrucción…

 

                              

                       “El castillo de los Pirineos” de René Magritte (1959)*

 

 

 

“El destino puede seguir dos caminos para causar nuestra ruina:   rehusarnos el   cumplimiento de nuestros deseos y cumplirlos plenamente”.

 

 

                                    Henri-Frédéric Amiel

 

 

  No es extraño hallar una interpelación retroactiva, cuando se aflojan los lazos psíquicos que se creyeron inquebrantables. La comunión entre el sentido de lo que se anhela, algo puramente especular, y el deseo que moviliza los pies en quienes retornan siempre al mismo sitio, puede verse menoscabada por el carácter indómito de este último, que no satisface su función con los objetos que elige y deja a su paso.

 

  El vínculo entre seres hablantes se encuentra tatuado por experiencias de este género, donde el malentendido constituye una moneda común y el defraudarse parece algún tipo de cambio. Es la hiancia irreductible de la comedia simbólica.

 

  El desear no puede homologarse al querer conciente, por más que un sujeto declare haber palpado las huellas lógicas de su deseo. Deseo que determina a lo vivo lenguajero, que es siempre anhelo de otra cosa, y que por haberse gestado en las redes de la pulsión mantiene una tendencia acéfala hacia el infinito.

 

  Pero para que esta compleja articulación pueda bordearse con preguntas atingentes a su causa, es menester recorrer las propuestas hechas por Lacan sobre las nociones de necesidad, demanda y deseo. Una dialéctica diferencial que intenta elucidar las enormes consecuencias que implica estar manchado por la lengua, inserto en la cadena significante que nombra y produce respuestas: «La madre anticipa al otro que acompaña con sus palabras».[1]

 

  Esta tríada conceptual hecha sobre el infans, que como aquel que no habla tiene mucho para decir, marca un punto de extrema relevancia en su recorrido constitucional. Escenario de intercambios y señales, donde el niño deja de estar tomado por su condición de criatura orgánica (a merced de los sentidos, instintos y de todo su aparataje propioceptivo), para confeccionar una orilla donde se le ubica en calidad de efecto de sujeto, que emerge del significante.

 

  Los rodeos pueden ser sinuosos y variados, así como la función que hace corte e instaura una Ley; empero el producto de esta operatoria, escindido de la unidad incestuosa entre madre e hijo, asume una pregunta estructural por el deseo, mientras constata el saldo de cuerpo que le dejó la castración.

 

  Es demasiado alta la expectativa para alguien en una situación de semejante desvalimiento. La escena esperable de diferenciación con la que el clínico alecciona, suele soslayar el quantum de angustia y la sangre psíquica que brota en sus heridas. Porque un corte, por más salutífero que se conciba a la larga, es una mutilación. Al decir de Doris Lessing: «Ninguno debe pedir nada, salvo todo, pero sólo durante el tiempo que lo necesite».[2]

 

  La necesidad que caracteriza a ciertos mamíferos superiores, tanto en su relación con el medio como en la interpretación rudimentaria de sus impulsos fisiológicos, está ligada a una relación directa con el objeto, que busca devorar con potencia irreflexiva. Dialéctica muda del acto y la descarga que se aparta del territorio analítico; para el cual la raigambre pulsional y su corolario dinámico gozan de un carácter preeminente.

 

  Pulsión que además opera como un «concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático»,[3] energía potencial y constante que logra satisfacerse sólo a través de un circuito de retorno que no alcanza su fin.

 

  Para el deseo las conceptualizaciones se enriquecen poderosamente, al tiempo que el edificio teórico de la obra freudiana queda sustentado sobre su directriz. Éste se formaría luego de las primeras experiencias de satisfacción infantiles, direccionando su flujo excitatorio hacia las representaciones mnémicas impresas sobre el psiquismo. El goce sexual así obtenido, apuntalado en las funciones vitales, concede su anticipación al niño de forma alucinatoria.

 

  Lo anterior circunscribe el imperio del deseo al territorio psíquico, prescindiendo de un objeto real que pudiera colmarlo. Es precisamente esta falta, de aquel objeto perdido por la renuncia metafórica, la que causa un deseo en clave civilizatoria; lugar en que el sujeto debe conformarse con sustituciones análogas a lo primigenio disipado. ¿Dónde termina esta búsqueda, sino en las constelaciones insondables de lo imposible mismo?

 

  El deseo implica una eternización de la frustración, así como la posibilidad de inaugurar circuitos de objetivos evanescentes; es decir, aprender a vivir a costa de la falta. «Si bien el deseo no hace más que acarrear lo que sustenta de una imagen del pasado hacia un futuro siempre corto y limitado, Freud no obstante lo califica de indestructible».[4]

 

  El deseo puede movilizarse como una estela metonímica bajo la demanda, término que viene a designar la articulación significante de un pedido, en última instancia, de amor. Desde su posición de Otro (tesoro de significantes), la madre descifra las manifestaciones motiles del pequeño y se encarga de simbolizarlas. Le habla mientras le da pecho, recorre sus labios para cerrarle la boca con la punta del dedo,

delimita sus bordes corporales y lo nombra.

 

  El niño queda envuelto en el deseo del Otro, hipnotizado por sus significantes como Ulises ante las sirenas. La añadidura de componentes eróticos a la función fisiológica de alimentación entraña un plus de goce, donde lo que se pide deja de ser lo que se quiere para abrir un camino al afán de sus elementos accesorios.

 

  Sobre esto Lacan reafirma un criterio específico: «La demanda en sí se refiere a otra cosa que a las satisfacciones que reclama. Es demanda de una presencia o de una ausencia. Cosa que manifiesta la relación primordial con la madre, por estar preñada de ese Otro que ha de situarse más acá de las necesidades que puede colmar».[5] La pulsión escópica e invocante realizan sobre el cuerpo del pequeño un recorrido de serpiente; las pieles pueden renovarse, pero las marcas psíquicas perduran para siempre.

 

  Dejarse tejer por una lengua extranjera comprende un proceso de momificación para la vida, algo que los egipcios intuyeron bajo el relato de Osiris; representante de la resurrección, la agricultura y la regeneración del Nilo. Esta materialidad de la muerte egipcia (que prepara al sujeto para lo eterno), nunca fue más que el asesinato de la cosa por la palabra, figurada en un rito capaz de posponer su contacto directo. El símbolo permite, mediante este homicidio, perpetuar la existencia. Sólo el fulgor del vacío genera al sentido.

 

  El recorrido precedente consiente un acercamiento a la noción de síntoma como prefigurado por el deseo. Desde su cumplimiento disfrazado a través del sueño, comanda un verdadero banquete sexual en la neurosis, arrastrando a otras manifestaciones del inconsciente a su génesis de compromiso con la defensa. La satisfacción sustitutiva gobierna el devenir del aparato, limitando el umbral de potencia excitatoria y evitando así su destrucción.

 

  Pero más allá de los atributos económicos que caracterizan a lo psíquico, cabe preguntarse por el estatuto del amor en la dialéctica satisfactoria, planteando un aforismo lacaniano tan lapidario como enigmático, que si se escucha con agudeza, puede obrar como una brújula en el horizonte de la cura: «Sólo el amor permite al goce condescender al deseo».[6]

 

  ¿Cómo se produce este traslado, desde lo mortífero hasta lo deseante, que emana del campo del Otro y afecta al sujeto? Una respuesta posible es puesta en juego con la carta de la angustia, que se introduce por la grieta que separa al goce del deseo. Angustia que el amor vendría a suplir, sosteniendo los hilos del dispositivo analítico en el agasajo de la transferencia.

 

  ¿Y qué sucede con la demanda según estas coordenadas? «La demanda es propiamente lo que se pone entre paréntesis en el análisis, puesto que está excluido que el analista satisfaga ninguna de ellas».[7]

 

 

Nota: Texto elaborado a partir del grupo de trabajo que guían los psicoanalistas chilenos Leonardo Arrieta y Marcella Chiarappa, en torno al libro Psicosis, Autismo y Deficiencia cognitiva en el niño, de Jean Bergès y Gabriel Balbo. Las actividades comenzaron en mayo de 2019, en el Grupo Plus de Santiago.

 

Imagen*: óleo de René Magritte (1898-1967). Pintor surrealista de Bélgica.

 



[1] Balbo, G. & Bergès, J. (2001). Psicosis, Autismo y Deficiencia cognitiva en el niño (inédito).

[2] Lessing, D. (1962). The Golden Notebook. p. 471.

[3] Freud, S. (1915). Pulsiones y destinos de pulsión. En Obras Completas. Volumen XIV. p. 117.

[4] Lacan, J. (1964). El Seminario. Libro XI. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. p. 40.

[5] Lacan, J. (1958). La significación del falo. En Escritos 2. p. 658.

[6] Lacan, J. (1963). El Seminario. Libro X. La angustia. p. 194.

[7] Lacan, J. (1958). La dirección de la cura y los principios de su poder. En Escritos 2. p. 609.

 

 


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