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A 80 años de la muerte de Virginia Woolf: elogio del merodear

26/03/2021- Por Natalia Maldonado - Realizar Consulta

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¿Qué ocurre con el merodeo? ¿Cuándo salimos, si es que salimos? De la mano de Virginia Woolf, de sus novelas y artículos, la autora de este texto nos va contando qué es ese andar, ese pensar con los pies también, para las mujeres. ¿Hasta dónde su andar es un asunto público, hasta dónde es privado? Motivos para recordar a Virginia y su creación literaria.

 

                             

                                        “Mujeres al frente”, de Sergio Cena*

 

  

 

“Penetraba en todas las cosas como un cuchillo; y a la vez se quedaba fuera, observando”.

 

                             La señora Dalloway de Virginia Woolf

 

  

  ¿Por qué de todo lo subversivo de Virginia Woolf elegí el merodeo? Puede ser la pandemia, la cuarentena, la virtualidad en exceso, la rítmica de la producción, el tiempo que nunca alcanza, que llenamos de obligaciones. Ella se inspira caminando.

 

  En su novela La Señora Dalloway, cuenta un día en la vida de Clarissa Dalloway en Londres de posguerra. Organiza una fiesta en su casa, que cerrará la historia, y pasea mientras hace compras y se pierde en la ciudad y piensa, recuerda y se debate a sí misma, se intriga, se repliega, y despliega.

 

  El acontecimiento-fiesta es lo de menos, es la excusa que condensa las preguntas que se hace sobre su ser en el mundo. El deber y el deseo. El tiempo subjetivo y lo real del tiempo y el fluir del pensamiento es lo que mueve la novela.

 

  Pasa el umbral de su casa, se sumerge en Londres y la hermosura se expande, los pronombres explotan y el anonimato se hace posible. Ella camina y varios personajes lo hacen también, ese mismo día, se prenden y desprenden del mismo hilo. Hay un fondo de tristeza que no se negocia, que es el aguafiestas del asunto, que irrumpe o se estanca. Y también está el respirar que arma remolinos de luz y aire, agua fresca y el andar, el movimiento que hace que algo se expanda, genera placer.

 

  Parece que lo público, ese andar, se vivencia como una pérdida de la identidad que oprime, es no ser, es multiplicarse, es reconocer ese ello. “Yo es otro” atraviesa a todos los personajes de esta novela.

 

  En los recorridos se topa con alguien conocido o con personajes desconocidos. Interrupciones o encuentros. La transforman. En un decir de impostura y buenos modales, a lo que se espera de ella o ella cree que debe ser, a contrapelo, sus pensamientos, el monólogo interno, sus afectaciones.

 

  Pero volvamos al anonimato, al caminar, al fluir de la conciencia con los pies, pensar con los pies. Antes, terreno de las prostitutas o de los hombres. Ninguna otra mujer salía del hogar para merodear en libertad. La mujer en el hogar, Silvia Federici lo menciona como un recrudecimiento que produjo los albores del capitalismo y lo asocia a la persecución de las brujas (que tenían conocimientos científicos, médicos, filosóficos).

 

  En una entrevista que le hacen sobre su libro Calibán y la bruja dice: “El resultado de la caza de brujas en Europa fue un nuevo modelo de feminidad y una nueva concepción de la posición social de las mujeres, que devaluó su trabajo como actividad económica independiente (proceso que ya había comenzado gradualmente) y las colocó en una posición subordinada a los hombres. Este es el principal requisito para la reorganización del trabajo reproductivo que exige el sistema capitalista”.

 

  Que las mujeres estén al día de hoy en su mayoría volcadas a las tareas del hogar, al ámbito de lo privado, de lo íntimo, no es sin consecuencias. Por eso este elogio al merodear, en soledad o acompañadas, para tomar las calles, para volver a hacer del mundo un lugar que expande. Lo público sigue siendo terreno incógnito para muchas mujeres, es un territorio por venir o en devenir.

 

  Virginia Woolf en “profesiones para mujeres” habla de matar al Ángel del hogar para poder escribir:

 

“Hice lo imposible por matarla. Mi excusa, si debiera enfrentarme a un tribunal, sería que actué en defensa propia. (...) Matar al Ángel del Hogar era parte de la tarea de toda escritora. Pero, continuando con mi historia. El Ángel había muerto; ¿Qué quedaba? Se podría decir que lo que quedaba era un objeto común y silvestre, una mujer joven en un dormitorio con un tintero. En otras palabras, ahora que se había librado de la falsedad, esa joven mujer solo se tenía que ser ella misma. Ah, pero ¿qué es ser ella misma? Quiero decir, ¿qué es ser una mujer? No lo sé, les aseguro. (...) Está muerto. Pero no creo haber resuelto la segunda: decir la verdad sobre mis propias experiencias en cuanto cuerpo. Dudo que alguna mujer haya podido resolverla. Los obstáculos en su contra son todavía por demás poderosos...”.

 

  Volviendo a la novela. Pasa el tiempo, las horas, y los actos nimios se vuelven lo más importante. El texto recorre los detalles. La apertura a “una percepción infinitamente más amplia”, escribe Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo. En ese estar ahí, arrojada, errante en la multitud, se pierden o se relajan las identificaciones, pulsa un más allá del yo, se atraviesa lo desconocido desde un anonimato con cierto éxtasis a veces, con tristeza en otros momentos.

 

  La escritura de Virginia es alada, sobrevuela y cierne la muerte, la conoce, la sabe “insistimos, al parecer, en seguir viviendo” escribe en Las olas.

 

  En “Un cuarto propio”, una conferencia que dio para hablar de las mujeres escritoras y de la importancia de tener dinero y un cuarto propio para hacerlo, recorre la historia de las mujeres y la ficción, los impedimentos y las opresiones. Para introducir ese seminario cuenta una caminata, sus inspiraciones e interrupciones. No puede entrar a una biblioteca de hombres, siente la libertad y su límite (no el límite de la castración que nos habita), el límite por ser una mujer recorriendo lo público y, además, describe todo lo lindo del paisaje en la universidad de los hombres (separada en ese momento) y termina en el claustro universitario que por ella espera. Feo, desagradable, chico, incómodo, con una cena desabrida. Hasta en ese detalle se fija. El territorio, el hogar y la ciudad, son temáticas que insisten en su literatura. Esa tensión.

 

  ¿Por qué lo público y el anonimato por la ciudad le es tan atractivo? El derecho a ser invisible, a desprenderse de las tareas domésticas (que 100 años después de este libro sigue siendo en su mayoría terreno de las mujeres y, en muchas cosas, ni se considera trabajo ni se recibe remuneración alguna), a una vida reducida a ser la sombra de un hombre al que ama, pero otras escenas la invaden, un deseo de libertad, de sacarse las ataduras mentales y sociales.

 

  “El espacio público, el espacio urbano, que otras veces sirve a los propósitos de los ciudadanos, al establecimiento de contacto entre los miembros de una sociedad, aquí es el espacio que permite deshacer los lazos y las ataduras de la identidad individual. Woolf celebra perderse, no perderse en el sentido de no saber cómo volver, sino de abrirse a lo desconocido y a la manera en que el espacio físico puede proporcionar espacio mental” escribe Rebecca Solnit en Los hombres me explican cosas.

 

  Virginia no le teme a la intimidad, la busca en esa tensión expansiva al perderse en el mismo instante. Ese pliegue y despliegue que se le habilita al merodear. Una banda de Moebius. Escribe desde la escisión, desde la fisura, con gran habilidad y preciosura, se descentra, se sabe ajena a sí misma, construye personajes en su intimidad más profunda, más insondable y, sus modos de vincularse, tan únicos cada vez.

 

  El monólogo interno de cada uno de ellos y un narrador omnisciente que llega a una cercanía tal con cada uno que parece mezclarse. El narrador conoce lo privado y hasta pensamientos que ni el propio personaje se anima a pensar. Modo de narrar que, se puede vincular con lo que años antes hizo Joyce en el Ulises.

 

  Hay algo muy hermoso de los merodeos de Virginia o sus personajes. En “Merodeo callejero: Una aventura londinense” escribe:

 

“acaso el verdadero yo no es este ni aquel, no está aquí ni tampoco allí, sino que es algo tan variado y errático que sólo cuando damos rienda suelta a sus deseos y lo dejamos seguir su camino sin impedimentos somos en realidad nosotros mismos?”.

 

  Había leído psicoanálisis, traducido textos de Freud y editado los mismos siempre desde un lugar crítico. A pesar de sus repetidas crisis nunca se psicoanalizó.

En sus diarios, Woolf afirmó:

 

“Es difícil escribir sobre el alma. Cuando se la analiza, desvanece”.

 

  Para Freud la femineidad, el deseo femenino, era el continente oscuro, la terra incógnita, un enigma. Virginia, tomada como icono del feminismo y de lo queer ha roto muchas barreras con respecto a las identidades sexuales y ha planteado posiciones fluidas o andróginas. Y se preguntaba sobre el ser mujer.

 

  En relación a la creación literaria, sus caminatas eran su fuente, ella misma contó que Al Faro lo hizo de golpe después de un recorrido. Hay una exaltación poética de lo pequeño, una contemplación que se deja tomar por aquello otro, no le teme a la otredad, a lo desconocido porque cuenta con la poesía para acompañar eso que ve y mientras tanto piensa y siente. No hizo poesía, pero su escritura es de una minuciosidad descriptiva, cargada de imágenes visuales y metáforas hermosas. Creando caminos de palabras para andar un poco más ligera, escapando de “vicio inútil” del suicidio.

 

  Freud también se preguntaba sobre las condiciones de posibilidad de la creación poética. En “El creador literario y el fantaseo”, compara la creación con el juego de les niñes. En su seriedad en el asunto, en la libertad, en la verdad de la ficción y en la actividad de construir en el vacío. Lo que será el espacio transicional de Winnicott ni interno ni externo al niñe, lo éxtimo de Lacan en su revés creativo, en el acto de invención, en el espacio de construcción y elaboración. En el potencial de ese espacio entre.

 

“La hora del atardecer nos confiere también la irresponsabilidad que ofrecen la oscuridad y la farola. Ya no somos nosotros mismos totalmente. Al salir de casa en un buen atardecer, entre las cuatro y las seis, escondemos el yo por el que nos conocen nuestros amigos y pasamos a ser parte de aquel amplio ejército republicano de anónimos caminantes, cuya asociación es tan agradable después de la soledad de nuestra habitación”, escribe Virginia.

 

  La opresión y lo que puede una cuerpa se tensan. Es estimulante ver la lucha de las mujeres con el reciente logro del derecho al aborto legal seguro y gratuito aquí en Argentina, las marchas por no una menos. Nadie sabe realmente lo que puede un cuerpo (Spinoza), de qué afectos es capaz, qué puede hacer desde el límite, desde los bordes, deseante y alegre. Centrarse en lo potencial (aunque no se sepa qué y es imposible saber de antemano) y no en la posición victimizada petrificante. La fuerza transformadora de un cuerpo afectado, de un cuerpo atravesado por la sexualidad y la muerte.

 

  Anne Dufourmantelle, Rebecca Solnit, Sara Ahmed, y tantas otras contemporáneas que elogian el deseo, el riesgo, la tristeza y el cuerpo afectado, mencionan a Virginia en sus textos. Y parecen apuntar a una esperanza que no se conforma, a aceptar un mundo inanticipable, al cual no se condesciende con una alegría forzada, no se llena de luz las tierras incógnitas por conocer, se las habita, no se cartografían los territorios para la propiedad privada, se recorren, se transforman con el caminar.

 

  Las redes afectivas, las soledades comunes, la mujer y el territorio, el deseo y la sexualidad, ¿ese es el merodeo deseante? ¿Habitar lo no conocido, no apresurar por comprender, dejarse atrapar por lo novedoso, por la naturaleza y la ciudad, no aceptar lo dado como lo único posible, caminar e imaginar otros mundos?

 

  Merodear es un estar-ahí para la sorpresa, para la contingencia de colores y formas que nos expulsan las identidades cerradas sobre sí mismas, que son capaces de amores y odios. Que se extranjerizan, que se exilian de los lugares comunes. Hay una fuerza a contracorriente. Un discurso de a fragmentos, parafraseando a Barthes. Una territorialidad erótica que no se condensa en el amor romántico, que es capaz de la hospitalidad. Y que respira en los bordes, en los vértigos de los quizás.

 

  Leer a Virginia Woolf es asumir el riesgo de la lectura en lo que “desarma y sangra” y trasforma. Un andar poético.

 

  La campanada de Londres que marca el paso de las horas, los pasos de cada uno de los personajes que se ovillan en el pulso de cronos y despliegan sus tiempos subjetivos en sus viajes del aquí al allá, por las ruinas, por lo que aún vibra de lo que fue entonces sigue siendo.

 

“Una siente, incluso en medio del tránsito o al despertar durante la noche, y de eso estaba Clarissa muy segura, un especial silencio o una solemnidad, una indescriptible pausa, una suspensión (...) antes de las campanadas del Big Ben. Ahora. Ahora sonaba solemne. Primero un aviso musical; luego la hora, irrevocable”.

 

  Se desenmascara ese tiempo cronos, el ser en el tiempo, el tiempo aion, circular y el kairos, la inminencia, la oportunidad. Sorprende un recuerdo, un afecto, un encuentro, un olvido. Parece un círculo y se rompe. Repetición y diferencia, repetición y acto, y la vida que es un viaje, el tiempo, lo real de su paso, irrecuperable en su pasar.

 

  Virginia Woolf en su escritura merodea entre goces múltiples, indomesticables, eróticos y más allá de Eros. Hace con los goces.

 

  El último Lacan introduce la teoría de los nudos borromeos para pensar la subjetividad. Lo real, lo simbólico y lo imaginario en su anudamiento se vuelven cada uno igual de importante. También introduce el asunto del Otro goce, del más allá de goce fálico, ligado a la feminidad, a goces múltiples no fálicos. Y hay, un concepto, de un Lacan ya no tan estructuralista: aparece la idea de la vida viaje. En el Seminario 21, inédito, dice así:

 

“errer resulta de la convergencia de erreur (error) con algo que no tiene estrictamente nada que ver, y que está emparentado con ese erre del que recién les hablé, que es estrictamente la relación con el verbo iterare (...) que quiere decir viaje”.

 

  El tiempo real y la topia, el pasar, el merodeo y la existencia. Los que aman su inconsciente aún sin saberlo yerran, vagan, viajan que no es error, es la vida, es la expresión del nudo mismo que somos. Un dejarse hacer, el inconsciente en su aspecto simbólico y en su aspecto real, de lalengua. El litoral, el borde, el discurso intentando asir, el goce de crear con palabras, con el decir cómo acontecimiento y de un goce del cuerpo y más allá. De una habilitación a los espacios entre, la sorpresa de la ajenidad, de la alteridad en lo común. Vivir en el tiempo, hacer con la injusticia y la opresión, merodear deseante.

 

 

Arte*: https://www.facebook.com/sergio.cena.9421

 

 

 

 


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