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La voz humana

25/10/2013- Por Nicolás Cerruti - Realizar Consulta

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En esta ocasión propongo un cuento. Un cuento sobre ese objeto que es la voz, pero la voz humana. Un cuento que cuento desde que él se fue, desde que se fue su voz. ¿Qué queda cuando el otro se va? ¿Es posible recordar el sonido? ¿Por qué el superyo se esmerará en formarse como voz? ¿Por qué suena cuando está áfona? ¿Por qué demanda? Un cuento que cuento desde que dejé de escucharla.

 

 

La voz humana

 

         De pronto ocurrió: se dio cuenta del profundo silencio de la voz humana; dentro del ruido generado por las cosas se encontraba atrapada la muda voz del hombre… porque ella no perdura.

         Nadie se animaría a vivir en la casa, en esa casa rotunda, llena de ecos antiguos. No podría venderla, no tenía ni la fuerza ni las ganas de enfrentar vendedores inmobiliarios; o la simple visita de posibles compradores, que luego de un breve recorrido abandonarían todo interés por esta casa. Esta casa, su única posesión, constituida por fantasmas. Dejaría que la casa viviese su propia destrucción: sus pisos se mancharían con gigantes pisadas de humedad, las paredes descargarían su agresión en la vida de las enredaderas, que separan y horadan todo —que cubren todo con vergüenza—, sus techos comenzarían a suicidarse en pequeñas moléculas gravitatorias, aplastando minúsculamente las gigantes pisadas quizás. Él no podría sobrevivir a esa casa. Solo, con su voz, no podría… Si hablaba, en ese momento vano sus palabras bañarían las cosas, las iluminaría; luego, ese jugo mortal mataría la cosa en él mismo. Al final él moriría, y con él su voz.

         Que su voz muriese era como si se hubiera quedado sin destino. No tener voz es no tener vida por delante, así pensaba, parado como una mosca en el fondo de un plato ya deglutido de sopa, sobre sus piernas endebles, sobre las baldosas del patio, y el patio dentro de la casa, y la casa rotunda sorbiendo la voz humana.

         Su padre había amado esa casa como se ama una mujer… como amó a su mujer: dentro pero a distancia. La cuidaba con lujo y amarretería; ponía hasta su último peso y la mantenía a oscuras. Pisar esa casa era deslizarse siempre en franelas, era limpiarla continuamente. En el final supo que era la casa la que exigía, la que tomaba, la que se llevaba todo, hasta la voz humana.

Miles de veces, con sus caprichos, la casa se inundaba en su sótano, y el padre bajaba a oscuras para luchar con su intimidad. Solo, con el agua mugrosa hasta el pecho, su padre se alejaba del registro de luz de la cocina, iba hacia una pared y nadie sabía qué hacía allá, pero siempre volvía con su cara salvaje. Él pensaba que allá abajo, como un último refugio, su padre estaría abrazando a la casa y confesándole su amor, para tranquilizarla. Por las dudas, luego de que su padre murió, jamás quiso bajar al sótano. Solo lo hizo una vez. Le molestaba esa sensación casi incestuosa que lo esperaba escaleras abajo.

Y toda la casa era así, atestada de esa sensación que él no se atrevía a transitar: el cuarto de su padre como si fuese un templo pagano, el baño en la bañadera, por la desnudez, y esa maldita ventana en el techo como un ojo único y fisgón, el garaje como la boca de un difunto, la cocina, el pasillo, todo estaba repleto de ese padre atrapado en esa casa… y la escalera que lleva a la terraza, la que le trajo su muerte.

         Él creía conocer los motivos, su padre estaba celoso del barrio, las casas a su alrededor se renovaban, se volvían torres angostas, vigiladas, y esa casa seguía siendo la oveja negra del barrio. Demasiados agentes inmobiliarios se habían interesado en ella, para demolerla, pero su padre no quería saber nada. Sin embargo hay cosas que son más increíbles, definitivas y tétricas, que lo cambian todo sin uno poder oponerse: vivir en la Argentina. Un país que, como la casa, chupa, extrae, muele, devasta a sus habitantes, y si no lo hizo aún lo hará. Los ahorros, la jubilación, los últimos pesos se lo llevó la crisis y el padre tuvo que ponerla a la venta.

         Esa tarde no contestó al teléfono, no contestó a la puerta, y cuando él llegó hasta el costado del cuerpo tirado como una marioneta sin hilos, no contestó a su voz humana. Miró la escalera y vio la ausencia de un escalón. La casa le mostraba a él su carácter, su estrategia, su condición; ahora que él era el heredero, le mostraba su poder. Su padre habría bajado de regar las plantas de la terraza como todas las tardes, y en su descenso la casa había desaparecido un escalón; el resto era el cuerpo de su padre.

         Tembló, podía ocurrir ahí mismo que el piso se desvaneciera y él cayera al sótano y se ahogara. La casa podía liquidarlo a voluntad.

         Pero no ocurrió. Se mudó a esa casa, lo único que le quedó por la crisis, y se habituó a vivir con sus fantasmas. No se bañaba en el baño, no subía sus escaleras, no entraba a la habitación del padre, la cocina casi ni la visitaba; su vida se veía reducida al comedor o al umbral de la casa. Incluso esto lo dejó de hacer.

         Un día ocurrió: se dio cuenta que no tenía voz cuando, no pudiendo vivir más tanta sofocación, gritó, y su grito no rebotó en ninguna pared, en ninguna cosa de la casa, fue simplemente tragado. Le respondió, sí, un ruido, y luego otro, ruidos de todo tipo, en todas direcciones, menos su voz.

         Era entonces él y la casa de su padre; él, sin su voz ni destino, y la casa sin su padre, ¿estarían empatados?

         Estaba listo para bajar al sótano, pensó que su voz estaba encerrada, que su destino estaba perdido, que la casa lo sobreviviría, entonces puso sus pies en el primer escalón de la escalera del sótano y con el manojo de luz de una linterna vieja se metió en la intimidad. La casa allí no chillaba, no susurraba, allí solamente respiraba… sus paredes transpiradas estaban pinchadas, y la casa le escupía el agua en la cara cuando él vagaba hundido hasta el pecho. ¿Qué encontraría allí su padre… qué era lo que lo hacía volver siempre con su cara salvaje? Sentía el sudor de su padre en aquella agua, se sentía nadar en sus desechos… no pudo soportarlo más y trató de huir, pero la reja del sótano cayó con el ruido del final.

         Se sintió morir cuando se le acabaron las baterías de la linterna; enloquecer cuando el frío le caló los huesos… pero solo así pudo ver una luz tenue que pasaba por debajo de sus pies. Para ver de dónde provenía esa luz debía sumergirse en ese mar de inmundicia, y así lo hizo. Con cada brazada desplazaba más cosas que agua y cuando por fin estuvo frente a frente con esa luz su respiración pidió aire. Salió a la superficie, su rostro transfigurado, y sin pensarlo se arrojó a la escalera, y se aferró a la reja que ésta vez cedió. Volvió al piso de la cocina, a su vida habitual… Aunque comenzó a utilizar la casa enteramente nada cambió en realidad. La casa lo sobrevivió obviamente; él no tuvo el valor de salir nunca de esa casa… tampoco de contarme qué es lo que vio cuando estuvo frente a esa luz. Recuperó la voz pero nunca me recuperó a mí.

 

               


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