» Literatura

Louisa May Mucha Mujercita

02/10/2018- Por Mariela Paoltroni - Realizar Consulta

Imprimir Imprimir    Tamaño texto:

“Mujercitas”, de Louisa May Alcott, clásico de la literatura juvenil, trata sobre la vida de cuatro hermanas. La autora se basó en su propia familia: Meg, Jo, Beth y Amy eran, en realidad Anne, Louisa, Lizzie y May. La escritura tuvo para Alcott una función reparadora, aunque fallida.

 

 

 

        *

 

 

 

  La hermana menor de Louisa May Alcott fue su sombra negra durante toda la vida. La hermana menor, o sea Amy en Mujercitas, en la vida real se llamaba May, como Louisa. “May”, además de ser un anagrama de “Amy”, era el apellido de su madre, Abigail May.

 

  Era y es común, en Estados Unidos, el dar a los hijos, como segundo nombre, el apellido de la madre. Esto me lo contó Bill, un texano con el que conversé un par de veces, que se llama William Taylor Thomas. “Taylor” es el apellido de su mamá, del cual está muy orgulloso, porque su mamá era profesora universitaria además de una mujer muy buena y cariñosa. Me mostró una foto: era realmente linda. Linda de verdad.

 

  Hay algo en las fotos viejas, una felicidad que capta ese momento, una persona sonriente, o posando, sabiendo que va a quedar atrapada en esa imagen, una escena que por algún motivo hay que inmortalizar; y el saber que la persona de la foto ya no está, o que esa felicidad ya terminó, da una tristeza rara, como si esa foto condensara todo lo que ya no está en el mundo y no va a volver, y uno quisiera haberle dicho a la persona: “no sonrías, no te saques la foto, porque te vas a morir igual, y todos nos vamos a morir, y algún día alguien va a ver esta foto que te estas sacando ahora y vos no vas a estar para contarle dónde te la sacaste o qué pasaba ese día, y ese hecho, el hecho de que ya no existas va a hacer que esa imagen carezca de sentido”.

 

  Entonces: Amy se llamaba Abigail May, igual que la mamá, aunque quería que la llamaran May, a secas. Pero antes de hablar de May tengo que hablar del padre de Louisa, de Mr Bronson Alcott. Don Bronson era un intelectual con aspiraciones espirituales, un hombre de ideas renovadoras, un revolucionario en temas de educación y de filosofía. Era trascendentalista, como Emerson, de quien era amigo, aunque Emerson fue mucho más conocido que él.

 

  Don Bronson se la pasaba pensando y pensando, pero de ganar dinero para mantener a la familia, poco y nada. Y tenía cuatro hijas. Cuatro. Su esposa, por supuesto, no trabajaba; estamos en mil ochocientos cuarenta y pico. Bueno, en realidad decir que no trabajaba es injusto: ella llevaba la casa, lo cual no era tarea fácil en una época en la que no había electricidad ni multiprocesadoras ni delivery.

 

  De las cuatro hermanas, la mayor, Anna (Meg en el libro), iba a seguir los pasos de la madre: ama de casa y esposa. Sólo faltaba el hombre que la convirtiera en eso, pero ya iba a llegar. La tercera, Lizzie (Beth, o sea, Elizabeth), era debilucha y estaba constantemente enferma, hasta que muere muy joven. La cuarta, May, era la más chiquita, la más mimada, y por ser la menor, la que más se escabulló, por suerte para ella, de la influencia puritana imperante en su familia, que proclamaba por sobre todas las cosas el espíritu de sacrificio.

 

  Louisa era la Hija número Dos, y por algún motivo, la favorita del padre.

Ahora bien, el favoritismo de los padres, o de algún padre en particular, no es gratis. Se paga, y se paga caro, en todos los casos. Me canso de verlo en mi práctica clínica. Cuando un paciente se queja amargamente porque su hermano o su hermana es el favorito de la mamá o el papá, yo le pregunto: “¿y qué precio paga Fulanito por ser el favorito de su mamá?”

 

  Porque algún precio tiene, casi siempre un precio alto. Y el precio que pagó Louisa fue tener que mantener a su familia durante toda la vida, padre incluido, a expensas de sus propios deseos y ambiciones, que debió postergar para siempre.

 

  A Louisa siempre le gustó escribir. Cuando era chica inventaba obras de teatro que ella y sus hermanas representaban ante la familia, para gran alegría de todos. Usaban un vestuario elemental que habían tomado del basurero de un teatro; la pieza favorita de Louisa eran unas botas bucaneras. Trataba de llevarlas en todas las representaciones y escribía para sí misma papeles que las incluyeran. Siempre hacía de varón, o de hechicera fea, ya que sus hermanas eran demasiado remilgadas para alejarse de los roles de heroínas lánguidas y bellas.

 

  Su padre había fundado una escuela para niñas basada en sus principios trascendentalistas e igualitarios. Tanto fue así que incluyó en la escuela a una nena negra, lo cual ocasionó que el resto de los padres, todos ellos WASP, retiraran a sus hijas sin demora, horrorizados. Sólo quedaron cuatro alumnas, tres de las cuales eran sus hijas. La cuarta era la negra. La escuela se vio obligada a cerrar por escasez de matrícula. Don Bronson no fue capaz de reinventarse para asegurar la subsistencia cotidiana. Por esa época la familia vivía de los aportes monetarios que le brindaban los amigos en mejor posición.

 

  La incapacidad del padre para proveer a su prole era sobradamente conocida por todos, incluidas esposa e hijas, pero jamás se mencionaba en voz alta, para no herir sus sentimientos. Fue así que Louisa, a los quince años, tomó el toro por las astas y comenzó a escribir sin descanso para un periódico local, al que vendía sus historias por unos pocos dólares que constituyeron durante mucho tiempo la única entrada fija del grupo familiar.

 

  Poco a poco fue haciéndose un nombre y una posición, y estableció para sí misma una división entre las historias que mantenían la casa, y las que escribía por puro placer. Lo que le gustaba escribir era dramas psicológicos, protagonizados por mujeres, o por parejas. Ahí volcaba todas sus ideas progresistas. Soñaba con un mundo en el que las mujeres fueran algo más que sufridas madres y abnegadas esposas. Abogaba por la independencia económica de sus congéneres y postulaba que no debería ser vergonzoso para ellas salir a trabajar. Defendía la posibilidad de las mujeres de estudiar en la universidad y de sufragar en las elecciones.

 

  Un día su editor, conocedor de los gustos del público, le pidió que escribiera un libro para niñas. En un par de semanas, Louisa le entregó Mujercitas, que fue un éxito instantáneo. Lo escribió en veintitrés días, a razón de un capítulo por día. Era diferente a los típicos libros infantiles. Si bien en algún punto se esfuerza por dejar un mensaje de moralidad y buenas costumbres, al mismo tiempo va colando entre sus líneas las convicciones feministas y sufragistas de la autora. A partir de ese libro la familia dejó de pasar hambre.

 

  Louisa entonces quiso dedicarse a escribir lo que realmente le gustaba, pero las lectoras, sedientas de más, pedían a gritos la continuación de la historia de esas cuatro hermanas. El editor presionó y presionó hasta que Louisa le entregó la secuela, que produjo en menos de un mes y a la que ni se molestó en poner título. Al principio se publicó como Good Wives, hasta que comenzó a editarse con la primera parte, en un solo volumen.

 

  Mientras Louisa mantenía a la familia, el derrotero de sus hermanas fue tomando distintos rumbos: Anna se casa y tiene hijitos, Lizzie muere, y May hace la vida que Louisa siempre había querido para sí misma pero nunca pudo conseguir. May era de esas personas que encuentran benefactores por todos lados; mecenas que le pagaban, por ejemplo, clases de arte. Tenía un refinamiento natural y no parecía pertenecer al mundo de la pobreza y de las privaciones al que había sido arrojada su familia.

 

  Cuando las finanzas se estabilizan, y los libros empezaron a dar ganancias, Louisa se fue de paseo a Europa acompañando a una señora conocida, como dama de compañía. Ya tenía cerca de cuarenta años, lo cual para la época se consideraba vieja de toda vejez. En Italia conoce a un polaco trece años menor que ella del cual se enamora como un caballo.

 

  Pero su superyó estricto y cruel no le permite ni siquiera pensar en la posibilidad de armar una pareja con este chico, y se burla de sí misma llamándose “abuelita” mientras sale con él para todos lados. Ella es la que pone la barrera, la que se descalifica, la que se da por vencida antes de empezar a jugar. Si es doce años más joven, es imposible que pase nada entre nosotros, piensa Louisa, así que soy la abuelita, y voy a decirlo yo antes de que lo diga otro y me humille.

 

  En este preciso instante quiero subir a la máquina del tiempo y bajar en mil ochocientos cincuenta y pico para abrazar a Louisa y decirle por favor, Louisa, no hagas eso, no te hagas eso, sos una persona valiosa y te merecés ser feliz, no te autodenomines “la abuelita” para descartarte; a nadie le importa lo que hagas con tu vida, salvo a vos y a ese polaco con el que te recorriste todos los museos y los parques y los monumentos y que disfrutaba de tu compañía tanto como vos la de él.

 

  La pequeña May no tenía esas voces, las voces crueles del superyó que tenía Louisa y que tiene mucha gente y que dicen qué es lo correcto y qué no y pegan en la nuca cada vez que hay un desvío del camino que señalan. Para empezar, en lugar de quedarse junto a la familia para apoyarla y sostenerla, como hizo Louisa, May se fue a vivir a Europa; a costa de Louisa, por supuesto. Se instaló en Londres con otras tres amigas y se dedicó a pintar y a hacer vida bohemia. Y no contenta con eso, conoció a un hombre quince años menor que ella, se enamoró de ese hombre y se casó con él. ¿Escuchaste, Louisa? Lo que vos no te atreviste a hacer, lo hizo tu hermanita. ¿Qué me contás? Y además quedó embarazada casi enseguida. Louisa, ¿estás ahí?

 

  Ahora bien, lo de May no terminó tan bien como había empezado. ¿Será nomás que todo tiene un precio en esta vida? La pobre murió de complicaciones de parto, a los treinta y nueve años, después de dar a luz a una bebé. De común acuerdo con el marido de May, fue Louisa la que crió a la nena, a quien May había llamado, también, Louisa, y luego apodaron Loulou para no confundirse. Esa fue para ella una etapa feliz.

 

  Unos años después falleció don Bronson Alcott. En su lecho de muerte tomó la mano de Louisa y le dijo, mirándola a los ojos: “ven conmigo”. Tres días más tarde, cuando lo estaban enterrando, ella murió, obediente y cumplida hasta el final.

 

 

Nota*: imágenes tomadas de https://www.biografiasyvidas.com/biografia/a/alcott.htm

https://joewheeler.wordpress.com/2015/06/03/louisa-may-alcotts-little-women/

 

 

 


© elSigma.com - Todos los derechos reservados


Recibí los newsletters de elSigma

Completá este formulario

Actividades Destacadas

La Tercera: Asistencia y Docencia en Psicoanálisis

Programa de Formación Integral en Psicoanálisis
Leer más
Realizar consulta

Del mismo autor

» La opacidad de lo evidente: Di Girolamo en el Conti
» Todo queda en familia: un comentario sobre “Encanto”, la nueva de Disney
» “Baldío”: cuando el paco avanza sobre los vínculos
» Billie amiga
» Arte en el manicomio: la Colección Prinzhorn

Búsquedas relacionadas

» Louisa May Alcott
» “Mujercitas”
» escritura
» notas autobiográficas
» padre
» feminismo
» superyó
» deseo