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Pinocho y los raros afectos

19/02/2013- Por Flor Codagnone - Realizar Consulta

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seguimos en Febrero y seguimos tomándonos licencias. ¿Por qué hablar de los cuentos de hadas me hace pensar en la licencia? Quizás por que la palabra "licencia" habla de autorización, quizás porque implica un hacer distinto, quizás inspirado por el personaje a tratar, Pinocho, ese niño tan licencioso. En esta oportunidad Flor Codagnone nos presenta su interesante lectura del libro Las aventuras de Pinocho, contribuyendo así al diálogo entre Literatura y Psicoanálisis, con la profundidad necesaria para introducirnos en ese personaje ya presa del imaginario social.

 

 

Me cuesta escribir sobre Las aventuras de Pinocho. Tal vez porque se convirtió en uno de mis libros preferidos. Me llenó de ideas y de hipótesis que, por supuesto, ya no recuerdo. Y, también, Pinocho se me hizo carne. Lo esperaba ansiosa, me enojaba, me hacía reír y se reía de mí, me horrorizaba, me desafiaba. Pinocho me hizo pensar y me dio vida: se me hizo cuerpo, sensación. Eso, tal vez, es lo que me une hoy a él: un afecto intraducible e intangible, grande y vago, formado por muchas, muchas cosas.

Resulta curioso que un ser tan pequeño, un pedazo de madera de mala calidad, tan tangible y ficticio, tan preciso, logre todo aquello. Que un trozo de madera se haga carne. Lo dice Guillermo Piro: “Pinocho no es un libro más”. Quizás estemos hablando de esos textos –éste–, y de esos personajes –éstos–, que trascienden las páginas y se vuelven terrenos cotidianos. Hablo de una familiaridad. Italo Calvino escribió que resulta natural pensar que Pinocho existió siempre.

 

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A veces me cuesta escribir cuando otro escribió sobre lo mismo. Y el prólogo de Guillermo Piro a su traducción (editada en 2002 por Emecé y reeditada, a fines de 2012, por Galerna) es lo suficientemente bueno como para intimidarme. El rescate que Piro hace de la historia y del personaje resulta muy valioso. Su mérito reside también en rescatar al autor, en no negarle el contacto con sus lectores. Además, Piro juega y se divierte como un niño. Hace travesuras con las notas al pie, como si allí también, a través suyo, Pinocho pudiera meter la cola.

 

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Hablemos de algo que ocurre con los textos de hadas y que no escapa a Pinocho: en ese camino que recorren entre las primeras versiones y las últimas, en la narración oral, en la transmisión, en fin, en la constante reescritura, los relatos se van lavando hasta reducirse al objeto de deseo –el zapato de Cenicienta, la manzana de Blancanieves, la caperuza roja, el cabello de Rapunzel–. Se limitan a ellos, se fetichizan y, en eso, se pierde el relato.

En el caso de Pinocho resulta claro. Anda dando vueltas un libro de divulgación científica llamado ¿Por qué nos mentimos… en especial a nosotros mismos? La tapa está ilustrada con el perfil de un rostro al que le ha crecido la nariz. A pesar de encontrarse tan identificado popularmente con la anécdota nasal, a lo largo de las aventuras, la nariz de Pinocho crece (“se erecta”, al decir de Piro) sólo cuatro veces e, incluso, no siempre corresponde al decir de una mentira. Hay, en el libro, situaciones mucho más ricas, más divertidas (el capítulo en el que el Hada llama a tres médicos para saber si Pinocho vive o ha muerto y el que le sigue, en que el muñeco ve a su propio cortejo fúnebre, son de una riqueza literaria increíble). Sin embargo, en el imaginario colectivo, Pinocho quedó confinado a su nariz (y a sus mentiras).

No digo que no se trate de un elemento importante, sobre todo para los planes moralistas y simbólicos de la narración, pero la anécdota se comió al relato y al personaje. Quizás, una de las riquezas de esta nueva publicación sea la posibilidad que nos brinda de sumergirnos verdaderamente en un relato, de apropiárnoslo y reescribirlo, de descubrir algo nuevo que era viejo, algo que siempre estuvo, pero desconocíamos.

 

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Pinocho, como otros textos de hadas, tiene un claro corte moralista. Antes de escribirlo, su autor, Carlo Collodi, tradujo a Perrault al italiano y nadie con una prosa más censora y admonitoria que el francés. Pensemos en su Caperucita: el lobo se come a la niña y punto final.

Por otro lado, creo que el tinte moralista de Pinocho no viene tanto a cuento de Francia sino de la propia tradición italiana, del barroco italiano y, en especial, de las fábulas populares que Giambattista Basile recopiló en su maravilloso Pentamerón. El cuento de los cuentos. El de Basile es un afecto moral napolitano, popular y barroco, sentimental, alegre y lúdico, como el de Pinocho. Los textos del Pentamerón, que sirvieron de génesis para muchos de los que conocemos hoy, giran en torno a los temas que recurren en los cuentos de hadas: los celos, el amor, la muerte, la envidia, la sexualidad, la madurez…. Hacia el final de cada uno de ellos pueden leerse proverbios y máximas del tipo de: “no hay quien mal haga / que se libre de la paga”, “la que nace hermosa, nace esposa” o “una hora de contento vale por ciento”.

 

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Para la moralina de Las aventuras de Pinocho, la comida, el comer, también aparece como un tema central, pero, por fortuna, no se queda en eso. Denota algo más amplio: la oralidad. Pinocho habla incluso antes de convertirse en muñeco y cuando quiere narrar sus historias pareciera atragantarse con sus palabras. Incluso sus mentiras, en algún punto, tienen que ver con esto. Es mañoso. Hace renegar a Geppetto (que odia que lo llamen “Polentita”) y a otros personajes con los que se cruza. No desea comer cáscaras ni carozos, tampoco quiere tomar su medicina. En “La posada del Camarón Rojo”, cuando sus viles compañeros practican la glotonería, él pide una nuez y un trozo de pan, pero no prueba bocado. Sueña con manjares, pero apenas abre la boca. Unos peces mordisquean libros. El malvado titiritero se llama Comefuego e intenta utilizarlo como leña. El Pescador verde pretende ingerirlo como un pescado. Y, más, Pinocho termina en las fauces de un Tiburón gigante.

En este punto creo que Pinocho y la versión de Caperucita de los Grimm comparten algo que resuelven de modo diferente. En los dos resulta clara y poderosa la presencia de la oralidad y ambos personajes acaban engullidos por animales feroces junto a sus viejos (la abuela de Caperucita y Geppetto, que, por momentos, recuerda más a un abuelo que a una figura paterna). En uno y en otro caso, los personajes salen ilesos de los vientres en que han caído y ambas escenas remiten a la idea de un parto, de nacimiento.

Sin embargo, algo los distingue. Sólo tras adentrarse en el bosque y desobedecer por vez primera, Caperucita empieza a coquetear con el saber y el deseo sexual. Pinocho, niño travieso, ya ha desobedecido (sólo hace con su desobediencia o, mejor, no puede hacer con su obediencia más que desobedecer). De algún modo, hay en él, desde su creación, un saber sexual, al menos, un saber fálico.

Los dos textos plantean el problema de la existencia y de la madurez, pero en Caperucita, la solución es externa, alguien (varón, cazador) corta el estómago del lobo. En Pinocho, en cambio, el camino es interno, él mismo encuentra la salvación para el padre y más allá del padre, para sí mismo. Por lo demás, se trata de un libro profundamente masculino, casi un texto de iniciación y formación varonil. En ese sentido, resulta más cercano a la serie de Jack y los negocios y Jack y las habichuelas mágicas, que a los textos de niñas y princesas.

 

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No es un títere Pinocho, ni un muñeco, ni una marioneta, pero es todo eso. Se enreda, a pesar de sí, en sus propias cuerdas. En Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Bruno Bettelheim dice que los personajes de estos textos no presentan matices: son buenos o malos, tontos o listos, trabajadores o haraganes, hermosos u horribles. Me costaría calificar a Pinocho en términos maniqueos. No es lindo ni feo. Ni tonto ni listo. Ni bueno, aunque quisiera. Ni malo, aunque no pueda con su picardía ni con su obediencia. Hay en él una inevitabilidad que me resulta muy actual. Algo que me recuerda a los héroes que están de moda en las series televisivas de hoy: Don Draper, de Mad Men, Walter White, de Breaking Bad... Héroes complejos, viles, débiles, despreciables que, sin embargo, logran empatía. Hay en ellos, como en Pinocho, algo oscuro. Algo inevitable los domina (el final está escrito), pero, a pesar de todo, generan vida, atraviesan la aventura, llevan adelante un cuerpo y se hacen cuerpo, afecto, identificación.

 

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Por último, quisiera decir que Las aventuras de Pinocho salen de nuevo a la luz en un momento en que la oferta de cuentos de hadas es, por lo menos, abundante. En las librerías: la editorial Antroposófica acaba de lanzar una edición aniversario de Todos los cuentos de los hermanos Grimm. En el cine: al ya conocido grupo de princesas, que Disney había inmortalizado entre las décadas de los ’30 y de los ’50, se sumaron Tiana, de La princesa y el sapo, Rapunzel, de Enredados, Mérida, de Valiente y la Alicia, de Tim Burton. Por su parte, Dreamworks, que suele echar mano de los cuentos de hadas con muchísima más inteligencia que Disney, recuperó el sentido satírico de este tipo de relatos, el sentido adulto, y, en Shrek, revitalizó la figura del ogro y de otros personajes representativos. En 2012 se estrenaron Blancanieves y el cazador y Espejito, espejito y se esperan dos versiones cinematográficas de Pinocho, una de Tim Burton y otra de Guillermo del Toro (que, además, filmará su adaptación de Bella y Bestia). En televisión: a las constantes reescrituras posmodernas de Cenicienta, que llenan minutos en los canales infantiles, se sumaron series para adultos que rescatan los nombres y el sentido fantástico de este tipo de relatos: Grimm, Once upon a time, La bella y la bestia… A propósito del aniversario de los Grimm, incluso Google les dedicó un homenaje y Kassel, la ciudad alemana donde los hermanos pasaron varios años, declaró a 2013 “Año Grimm”.

Siempre han estado ahí los cuentos de hadas, los príncipes y las princesas, los animales y los vegetales que cobran vida y hablan o besan, las brujas, los ogros, los duendes, las hadas … Pinocho siempre estuvo ahí. Y ningún otro tipo de textos permite tanto la apropiación, la adaptación y la reescritura como los cuentos de hadas. Sin embargo, no recuerdo otra época, al menos en los últimos 30 años –Anne Sexton lo había hecho en 1971, con su Transformations– en que estas fábulas hayan sido tan revisitadas, reconstruidas, resignificadas. Quizás recién nos estemos recuperando de la muerte del relato y de lo colectivo que sobrevino en los ’80, con la posmodernidad. Tal vez esto marque un cambio de época. Quizás, no. Tal vez, se deba a otras cosas y denote otras cosas. En cualquier caso, algo dice y el interrogante queda planteado.


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