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Sujeto, Ley y crimen: reflexiones sobre la responsabilidad y los “menores” infractores

11/12/2017- Por John James Gómez Gallego - Realizar Consulta

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Nuestro punto de vista acerca de la responsabilidad difiere substancialmente del punto de vista jurídico. El psicoanálisis cuestiona las nociones de libertad, conciencia y voluntad. La causalidad psíquica, lo inconsciente y la pulsión, son los conceptos desde los cuales partimos… El psicoanálisis propone una ética antes que una técnica. Las técnicas son útiles, es indiscutible. Pero están destinadas al fracaso si se usan como imposturas aplicables de manera irreflexiva y homogénea, dejando por fuera la particularidad del caso y la singularidad del uno por uno.

 

 

 

       

 

 

“Nadie que consulte con sinceridad su alma y la someta a todas las preguntas estará dispuesto a negar que esa tendencia es absolutamente radical. No es más incomprensible que característica. No hay hombre viviente a quien en algún período no lo haya atormentado, por ejemplo, un vehemente deseo de torturar a su interlocutor con circunloquios. El que habla advierte el desagrado que causa; tiene toda la intención de agradar; por lo demás, es breve, preciso y claro; el lenguaje más lacónico y más luminoso lucha por brotar de su boca; sólo con dificultad refrena su curso; teme y lamenta la cólera de aquel a quien se dirige; sin embargo, se le ocurre la idea de que puede engendrar esa cólera con ciertos incisos y ciertos paréntesis. Este solo pensamiento es suficiente. El impulso crece hasta el deseo, el deseo hasta el anhelo, el anhelo hasta un ansia incontrolable y el ansia (con gran pesar y mortificación del que habla y desafiando todas las consecuencias) es consentida”.

                                         Edgar Allan Poe, 1845.

 

 

  Edgar Allan Poe fue un hombre que supo estar a la altura de la subjetividad de su época. En ninguno de sus textos renunció a la oportunidad de decirle a los humanos de su tiempo, cosas que otros se esmeraron por callar. Tal vez esa fue una de las razones que lo llevaron al éxito en la escritura, mientras la vida le pesaba por haberse atrevido a reconocer cosas, que a pesar de su éxito, la escritura no le permitía sublimar. Él tenía que decir esas cosas; sin eufemismos, sin adornos, sin la hipócrita belleza que caracteriza las buenas formas y que ha llegado a expresiones tan cuestionables como eso a lo que hoy llamamos “lenguaje políticamente correcto”.

 

  Entonces, la cita que he usado como epígrafe es un ejemplo del talante de Poe. La he tomado de un texto publicado en 1845, titulado El demonio de la perversidad. Si se presta suficiente atención, puede reconocerse de inmediato la manera en que el autor nos muestra las cosas por vía de la cotidianidad. No nos da ejemplos de momentos marcados por la atrocidad, ni de horripilantes asesinatos; esas visiones macabras las reservaba para el contenido de las ficciones que escribía y que fascinaban a los lectores de los diversos periódicos en los que semanalmente se publicaban.

 

  La cita, además, es un fragmento del texto que antecede al contenido del cuento propiamente dicho que, por cierto, ocupa menos páginas que las dedicadas a la reflexión sobre la perversidad del alma humana. Es algo muy valioso lo que Poe nos presenta como antesala cada vez que va a contarnos una historia. Dedica un buen tiempo a reflexionar, de la manera más destacable, sobre los periplos y los avatares del ser. En ese sentido, él era al saber sobre el alma lo que Julio Verne ha sido para la ciencia. Éste último podía imaginar cosas más allá de los límites impuestos por la rigidez del método científico, por lo que, hasta hoy, las ciencias físicas siguen siendo deudoras suyas. Por su parte, Poe era capaz de reconocer hasta las más sutiles, y en apariencia irracionales, expresiones del alma.

 

  Tal vez, hasta nuestros días, sólo Freud ha estado a su altura y por eso pudo abrir la puerta a ese saber que también tiene cierta estructura literaria, en el sentido del valor que tiene la letra, saber materializado a través de una práctica a la que llamamos psicoanálisis.

 

  En la cita se nos habla de esa tendencia, a veces imparable, de molestar al otro, de torturarlo con pequeñeces, de perturbarle con el más incomprensible de los fines. Esa tendencia no cumple ningún objetivo para ninguna necesidad biológica. Es la expresión de un empuje hacia la satisfacción de la fuerza misma que empuja, es decir, es la expresión del movimiento de la energía en un circuito. Sabemos, por Freud, que ese circuito es el de la pulsión.

 

  Observen, por ejemplo, a un niño pequeño que ya no sea un simple cachorro de la especie. Uno que ya dé cuenta del efecto de la insistencia del significante que hace al cuerpo erógeno; verán que sus actos tienen un destinatario –de allí que sean actos propiamente dichos, en el sentido teatral, y no sólo comportamientos en el sentido de la fisiología–. Notarán ustedes que buena parte de esos actos no cuentan con otra finalidad que satisfacer un cierto deseo de perturbar, de torturar al otro con esos pequeños detalles que para alguien pueden ser banales, pero que el niño descubre excepcionales en relación con los efectos que producen en el lazo que establece con ese otro; otro que no es cualquiera, sino que, libidinalmente, es vital en el campo del lenguaje en el que él se constituye.

 

  Ahora bien, un aspecto notable del ejemplo presentado por el Poe, es que da cuenta, explícitamente, de la función de la palabra en el juego especular con el otro. Lo relevante de este aspecto es que nos ubica en el plano de la relación entre lo imaginario y lo simbólico, relación que, hasta donde sabemos, no atañe a ningún otro animal. Podemos constatar que los animales no humanos no hacen lo que hacen porque quieran perturbar a otro; su campo es el de la necesidad, orientada por los instintos que les han heredado sus especies, no el del lenguaje como parásito que habita en el humano y que es, al mismo tiempo, muro contra el goce y aparato de goce.

 

  Es ése campo el que hace que la ley, prima mobilia, se ubique del lado de la satisfacción de lo que es necesario sin ser una necesidad. Ese goce es perturbador, no solo para el otro, sino también para el propio sujeto, pues el ejemplo nos muestra ante todo que el perturbado por definición no es el destinatario del acto sino el propio sujeto que no sabe cómo arreglárselas muy bien con eso que parece imponérsele más allá de cualquier sensatez. Un yo que en su pasión por el desconocimiento prefiere hacer de alma bella sin ocuparse de sus propios asuntos los cuales, por ser íntimamente extraños, se le antojan insoportables.

 

  Pero, permítanme aclarar esa afirmación que realicé hace un momento acerca de que hay cosas que pueden ser necesarias sin ser una necesidad. La precisión que quiero hacer, es que cuando mencioné la palabra necesidad la usé en relación con la biología y el funcionamiento orgánico, mientras que al usar la palabra “necesarias”, buscaba hacer hincapié en su sentido lógico, según el cual lo necesario es algo que no puede no ocurrir. Lo necesario es lo que opera a partir de una ley.

 

  Ahora bien, la ley no es una necesidad, al menos en el sentido biológico. No es lo mismo alimentarse para saciar el hambre, que comer porque en el campo del lenguaje hay una orientación a ciertos gustos pero, sobre todo, una orientación que por ejemplo, en algunos sujetos, hace necesario no detenerse, engullir cada bocado esperando poder, en algún momento, devorarlo todo. Claro está, podríamos entrar en discusiones y plantearnos hasta qué punto una necesidad biológica se constituye como ley; incluso es posible que llegásemos a validar en algún punto algo como eso. Sin embargo, la ley a la que me refiero es aquella que se instituye en el campo del lenguaje. En ese marco les propongo una articulación entre ley, lectura y crimen.

 

  Como algunos de ustedes saben, cuando me aproximo a cuestiones que implican una cierta definición, antes que las teorías en un sentido estricto, prefiero a la filología. Les propongo entonces que nos preguntémonos, ¿qué es leer?, comenzando por sus raíces. Según Coromines (2009), leer, deriva del latín legere que puede reescribirse como legenda o, en nuestro uso actual de la lengua, “leyenda”. Esta palabra refería, antes de su acepción “mística”, aquello que debe ser leído y al mismo tiempo al legis, es decir, a la ley. Vemos que etimológicamente, lectura y leyenda, leer y ley son, por principio, originarias de la misma raíz. En este orden de ideas, podríamos tomar la palabra “ley” como articulada a partir de la palabra “leer”.

 

  Por una parte, reconocer una ley implica ingresar en un campo y ser capaz de leer lo que hay en él de determinación. Ese campo, como sabemos, no es otro que el del lenguaje. ¿Acaso fue otra cosa lo que Freud demostró al dar cuenta de la causalidad psíquica? Y si Lacan (1987) afirmó que el inconsciente está estructurado como un lenguaje, fue porque pudo reconocer que ese campo es la condición del inconsciente descubierto por Freud y de sus leyes. Dirán ustedes, pero, ¿y las leyes de la naturaleza? ¿Por qué hablar de leyes solamente en referencia al campo del lenguaje?

 

  Pues bien, si asumimos las cosas con la suficiente rigurosidad, constatamos un sofisma: las leyes que llamamos naturales son, de manera rigurosa, leyes de la ciencia y como tal leyes de lenguaje, es decir, “leyes que se imponen a objetos, a cuerpos, que están sometidos a estas leyes y estos cuerpos no pueden desbaratar la ley” (Vappereau, 2005, pág. 4). Entonces, declarada una ley, ella se hace necesaria y se exige de cada uno que encuentre la manera de saber leer, es decir, de hacer inteligibles sus razones. Así, una ley implica un modo de leer que impone una estructura necesaria.

 

  Cualquiera que haya estudiado un poco de matemáticas en su paso por la escuela primaria y secundaria puede percatarse de ello; algunos, incluso, desde el punto de vista de la incomprensión de esa ley que se manifestaba, entonces, como una notoria dificultad para leer. Si tienen dificultades con las matemáticas, hagan una simple prueba, intenten leer una fórmula, es probable que solo vean letras y números que no significan nada.

 

  Sin embargo, verán que la lectura se facilita si se ocupan de las leyes que esa lectura impone como estructura necesaria. No quiero decir que sea un acceso fácil, solo digo que reconocer lo que esas leyes determinan pueden facilitar el acceso. Y esa facilitación no acontece porque entiendan el significado. De hecho, ansiar el significado puede hacer más obstáculo, aún. Se trata de saber leer la que está determinado por una ley que hace realidad de la función matemática, una ley que es la del significante y por la cual hay cosas necesarias sin las cuales la operación no funciona, por ejemplo, una constante.

 

  La dificultad para leer suele ser directamente proporcional a la dificultad para reconocer lo que de esa lectura se impone como ley. Los músicos también saben muy bien sobre esto; leer una nota en un pentagrama no es algo dado por las líneas del pentagrama, sino por el lugar en el que se ubica una clave que determina una ley para la lectura entre líneas. De hecho, podemos llegar a sostener que leer una ley implica saber leer entre líneas cuando una dificultad aparece.

 

  En esta perspectiva, la ley como condición necesaria es la que por el lenguaje hace un cuerpo que se satisface más allá de la necesidad biológica. En ese marco, la satisfacción no es la de la autoconservación de la especie o el bienestar general, sino, la de la tendencia hacia la destrucción. La dificultad, por tanto, está en cómo hacer para leer las claves que determinan esa tendencia e inventar una manera de saber hacer con eso. Ustedes lo saben, de eso se trata un psicoanálisis. Por tanto, la clínica psicoanalítica es una práctica de lectura. No es una clínica de la mirada, como sería la medicina y tampoco es una clínica de la escucha en sentido estricto como lo puede ser la psicología que se orienta por el significado y la comprensión que de ella puede derivar, sino, una clínica de la lectura, de la estructura textual, es decir, de las leyes que determinan las posiciones, los intercambios, los cruzamientos de la letra y la literalidad de sus efectos en el discurso.

 

  Llegados a este punto podemos introducir algo que podría ser tomado como una tesis y, a partir de ella, abrir la puerta al debate. Digamos primero que un sujeto no se adapta a la ley, pues ella va en contra de la adaptación en un sentido natural, sino que actúa a partir de ella sin saber qué lo empuja a la satisfacción hasta el momento en que aprende a leer entre líneas ocupándose de la dificultad que le es más propia.

 

  Por tanto, propongo entender el crimen como la expresión de la culpabilidad derivada de la renuncia del sujeto a ocuparse de la lectura que da cuenta de esa estructura necesaria que es la ley. Y no me remito aquí de modo expreso a la ley jurídica; ella es sobre todo una regla moral, una norma, antes que una ley necesaria en el sentido lógico. La ley a la que me refiero es la que separa a la imposibilidad de la impotencia. Solemos desconocer la primera y padecer la segunda.

 

  Así las cosas, les propongo pensar el crimen como un acto de desconocimiento de la imposibilidad que empuja a algunos sujetos –habrá que ver el caso, uno por uno– a tratar de librarse de una culpabilidad que es, por cierto, un afecto equivalente a sentirse impotente en relación con su deseo. Y digo algunos, porque otros buscarán la huida, otros enfermarán, otros se accidentarán y, así, cada uno establecerá un cierto destino que vele el hecho de que ha cedido en su deseo (Lacan, 1988). Pueden ver que con esta manera de plantear las cosas seguimos en la vía tanto de Lacan como de Freud, entendiendo que es la culpabilidad la que antecede a la transgresión, a diferencia del sentido común que nos dice que la culpabilidad sería el afecto que surge luego de la transgresión.

 

  Ahora bien, esta tesis implica comprender la diferencia entre impotencia e imposibilidad. La impotencia supone el fracaso de la ostentación fálica. Cuando alguien trata de ejercer un poder y la dificultad le sale al paso, se verá enfrentado a la impotencia. En ese momento tendrá que ver si se ocupa de eso, si se propone encontrar una manera de reconocer la ley que le permita hacer la lectura como estructura necesaria, o si se enfrenta al hecho de sentirse tomado por la impotencia que lleva a la tumescencia del cuerpo como negación de la ausencia de potencia fálica.

 

  Esa tumescencia puede manifestarse de diversas formas, desde la sensación de petrificación e incapacidad hasta la agresividad que puede estar orientada hacia el propio cuerpo o hacia el otro. Por tanto, la impotencia opera en relación con la trasgresión. Por su parte, la imposibilidad opera en relación con la ley y, por esa vía, lo real se introduce no como algo que retorna de manera siniestra e insoportable, sino como aquello que siempre vuelve al mismo lugar pero, en cada retorno, algo de ello puede reconocerse en cuanto ley y producir, a partir de allí, una invención.

 

  El reconocimiento de la imposibilidad hace posible la invención de algo nuevo a partir del retorno de lo real. La impotencia como desconocimiento de la ley empuja a la repetición que se toma al cuerpo como medio para poner en marcha la transgresión que retorna como destrucción y como necesidad de castigo.

 

  La cuestión no es, pues, la presencia de algún demonio de la perversión en el sentido en que lo presenta Edgar Allan Poe. La perversión es la condición resultante de la introducción de la ley a la que solemos responder con el mito y que nos lleva, como a Freud en “Tótem y Tabú”, a inventar un padre perverso –y a Poe un demonio– persecutorio, castigador, un padre de la fantasía, frente al cual intentamos revelarnos cuando experimentamos la impotencia allí donde nos revelamos incapaces de leer la estructura necesaria de la ley, que introduce la imposibilidad de lo real.

 

  A esa posición del sujeto que se ocupa de inventar una manera de saber leer entre líneas eso que se manifiesta como imposibilidad, le llamamos responsabilidad subjetiva. En tal sentido, vemos que la responsabilidad desde el punto de vista del psicoanálisis difiere de la responsabilidad en un sentido jurídico, pues los atributos de la ley a la que se refieren son distintas. Jurídicamente la responsabilidad es equivalente a “allanarse a los cargos” de manera libre, consciente y voluntaria.

 

  Tengamos en cuenta que nos topamos con tres términos interrogados por el psicoanálisis desde sus fundamentos: libertad, conciencia y voluntad. Por tanto, hablar de responsabilidad en ese sentido es una manera de velar lo que está en juego, a saber, el campo de la culpabilidad como necesidad de castigo que adviene tormento para la conciencia, en sus dos formas básicas, como conciencia moral y como conciencia de sí.

 

  Cuando una persona se allana a los cargos, lo hace, o bien porque merced de la culpabilidad busca la pena, o porque espera, ante la impotencia derivada de no saber cómo librarse de las consecuencias, gozar de los beneficios, ya que el allanamiento a los cargos supone un atenuante que se refleja en rebaja sobre el tiempo determinado para pagar por el delito cometido. Si a ello agregamos que el crimen ha sido cometido por alguien a quien llamamos “un menor”, vemos que se plantea una condición todavía más problemática, pues no se le otorga la virtud de la responsabilidad. Se trata de alguien tomado por una víctima que, a su vez, actúa como un victimario.

 

  Claro está, ni en el caso del mayor de edad, ni en el caso de menor de edad, puede garantizarse una transformación durante el período que dure la privación de su libertad, habría que indagar muy bien si acaso en lo que a las propuestas de resocialización concierne, en mayores y menores, hay alguna diferencia.

 

  Noten que llamando a ese sujeto con el apelativo “menor de edad” no estamos introduciendo un concepto que pueda aproximarnos a las razones por las cuales alguien, llegada cierta edad, puede hacerse responsable. Lo que se expresa con un apelativo tal es una norma moral, jurídica, arbitraría, que supone la existencia de una edad a partir de la cual alguien se hace una persona responsable, literalmente, de un día para otro. Y recordemos entonces lo que esa supuesta responsabilidad implica, a saber, que podría hacer elecciones con plena libertad, conciencia y voluntad. De hecho, cuando en Colombia se habla de un “Sistema de Responsabilidad Penal para Adolescentes”, lo que este implica es:

 

… un conjunto de normas o reglas de comportamiento, actividades, instituciones y personas que trabajan en equipo para investigar y decidir las acciones a seguir con los adolescentes de 14 a 18 años que han realizado algún delito. Esto teniendo en cuenta que los adolescentes que hayan cometido una infracción a la ley tienen derecho a la rehabilitación y resocialización, mediante planes y programas garantizados por el Estado e implementados por las instituciones y organizaciones que este determine.[1]

 

  Esto indica que la responsabilidad está del lado de los “mayores” y de las instituciones, entre ellas, primus inter pares, el Estado. El “menor” es responsabilidad de otros a quienes sí se les supone haber dado ya el paso, de un día para otro, a la posibilidad de elegir con libertad, conciencia y voluntad. Luego, la responsabilidad que se les otorga, es la de corregir “sus errores con las personas a quienes hicieron daño”; trato paternal que hace del sujeto un infans y de la responsabilidad un acto de sumisión y de contrición.

 

  Nuestro punto de vista acerca de la responsabilidad difiere substancialmente de ése punto de vista jurídico. Como ya mencioné, el psicoanálisis cuestiona las nociones de libertad, conciencia y voluntad. La causalidad psíquica, lo inconsciente y la pulsión, son los conceptos a través de los cuales se plantea dicha interrogación. Si quieren plantear una correspondencia uno a uno en el orden en que los he mencionado, no incurrirían en imprecisiones. Ni la causalidad psíquica, ni lo inconsciente, ni la pulsión, tienen límites de mayoría o minoría de edad.

 

  Esta ha sido una de las grandes incomodidades que el psicoanálisis provocó desde sus inicios y que subsisten hasta nuestros días. Sin embargo, es clave reconocer que ambos puntos de vista son necesarios. Excluir uno de los dos puede llevarnos, bien a la ingenuidad, bien a la tiranía. Por una parte, la perspectiva jurídica hace posible un acogimiento de lo siniestro a través de las normatividades que imponen restricciones necesarias para el sostén de cualquier pacto social que aspira a una convivencia más o menos pacífica; va de suyo que esto no aplica solo en el caso de los “menores”. Por su parte, el psicoanálisis advierte que el pacto social y las normatividades no son suficientes para domeñar lo más singular de cada uno, el goce, esas legítimas rarezas, algunas veces ilegales, que no se someten a la norma ni a la homogeneidad.

 

  La cuestión es, entonces, cómo sería articulable lo uno y lo otro. No es una tarea fácil, sobre todo cuando se desconocen la causalidad psíquica, lo inconsciente y la pulsión, y se apunta a una reeducación basada en las buenas intenciones y en la esperanza de que la sensatez aparezca a partir de buenos consejos que reorienten al sujeto hacia elecciones libres, concientes y voluntarias que redunden en el bienestar común.

 

  Pero mucho más problemáticas se tornan las cosas cuando priman los intereses “contables” del Estado, incluso sobre las esperanzas de sensatez, pues las estadísticas de cobertura y gestión bastan para justificar las ejecuciones presupuestales que dejan a cada quien sus dividendos, desde el operario de una institución en la que se acoge a los menores hasta el político que cobra alguna “tajada” por “apoyar” los procesos. Si alguien hace lo que hace con el único fin de proveerse los medios para financiar sus modos de goce, desconociendo la lógica que lo empuja a ello, no dista mucho de un criminal, al menos en el sentido ético de su posición. La respuesta ética de Freud es la de no ser un alma bella en el sentido hegeliano:

 

“No se trata de decir: es el otro, es la ley del otro, es a causa del otro, es gracias a otro. Eso es la imagen del alma bella en Hegel. No tienen más que hablar con jóvenes delincuentes, con bandidos, hampones. Los peores asesinos son siempre moralistas infernales. Entonces no sirve para nada enseñarles moral. Ellos hacen moral, pero ellos estiman que todo lo que hacen está muy bien, y que son los otros los que no lo hacen bien”. (Vappereau, 2003, 10).

 

  En ese concierto de situaciones, el psicoanálisis propone una ética antes que una técnica. Las técnicas son útiles, es indiscutible. Pero están destinadas al fracaso si se usan como imposturas aplicables de manera irreflexiva y homogénea, dejando por fuera la particularidad del caso y la singularidad del uno por uno.

 

  Vale la pena decir aquí que las técnicas pueden cumplir la misma función que el crimen en cuanto a la ética, por muy distintas que resulten desde la perspectiva moral, si ellas están allí solo como un modo de velar la impotencia a la que se ve enfrentado un profesional cuando no logra leer ni descifrar la ley que le da un marco necesario a su quehacer, ni mucho menos reconocer que su posición ética podría facilitar al otro encontrar una manera de leer eso de su propia causalidad psíquica que, por ser inconsciente, orienta la pulsión hacia fines inapelablemente trasgresores, no por la vía de la invención de un lazo, sino por la vía de la destrucción propia y de lo que se ubique en el horizonte de la otredad.

 

  Y si el psicoanálisis implica una formación que no es otra que la del trabajo a partir de las propias formaciones del inconsciente, es porque difícilmente se puede asumir una posición ética si no se han construido los medios para saber leer lo que hace ley necesaria, ocupándose de dar el paso de la impotencia a la imposibilidad. Recordemos que gobernar, educar y psicoanalizar, son los tres oficios que Freud calificó de imposibles. El trabajo con menores infractores reúne al menos dos de las tres, cuando no las tres.

 

  Triple imposibilidad con la que hay que saber hacer desde una posición ética que reconozca lo particular y lo singular a pesar y por encima de las exigencias contables de cualquier Estado y cualquier mercado ante las cuales, por cierto, los profesionales suelen quejarse de su impotencia, como si eso dependiera de un padre de la horda o de un demonio de la perversidad. Así pues, queridos colegas, ustedes eligen qué hacer, qué posición tomar, y tendrán la posibilidad, si se ocupan de ello, de interrogar si su elección, siendo mayores de edad, realmente es libre, consciente y voluntaria…

 

 

Nota: Conferencia dictada el 29 de noviembre de 2017, en el cierre de las Jornadas de Conversatorios: “Adolescencia, subjetividad y tejido social”, en la Universidad Católica Lumen Gentium, Cali, Colombia.

 

 

Referencias

 

Coromines, J. (2009). Breve diccionario etimológico. España: Editorial Gredos.

Freud, S. (1982). “Tótem y Tabú”. (1913). “Algunas concordancias en la vida anímica de los salvajes y de los neuróticos”. En: Obras Completas, vol. XIII. Buenos Aires: Amorrortu Editores. 

Lacan, J. (1987). Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (1964). En: El Seminario, Libro 11. Buenos Aires: Paidós. 

Lacan, (1988). La ética del psicoanálisis. En: El Seminario, Libro 7 (1959-1960). Buenos Aires: Paidós. 

Vappereau, J. (2003). “¿Qué es una ley?” Conferencia dictada en la Dirección general de la mujer. Traducción: Paula Hochmann. Disponible en: http://www.teebuenosaires.com.ar/biblioteca/confe_03.pdf

 

 

 

 

 



[1] Tomado de https://www.ramajudicial.gov.co/web/portal-ninos-y-ninas/sistema-de-responsabilidad-penal-para-adolescentes 


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