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Marcelo Barros

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Ya no se cocina en un solo hervor, pero perdura como un resto atávico a la manera de los libros de Tintín o los cortos de The three stooges. Empezó a practicar el psicoanálisis por el año 1984. Es difícil decir qué motivó esa decisión, pero ciertamente lo guió el interés por los orígenes, por lo que nunca envejece. También la convicción borgeana de que la verdad está en los mitos y que lo demás es efímero periodismo. Es miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial del Psicoanálisis. Entendió, gracias a Lacan, que una ética y no un encuadre es lo que hace a un psicoanalista. Con tal espíritu trabajó en un cuarto subsuelo del Sanatorio Güemes con pacientes en diálisis, con receptores y donantes de órganos. De esa experiencia con el dolor surgió su primer publicación en la que exploraba la relación entre el sujeto y el barro mortal de que está hecho. En la misma época comenzó su actividad privada, y paralelemente en el Centro Ameghino. Su tarea en esa institución se prolongó por casi treinta años, atendiendo en sótanos, en armarios, en estacionamientos y alguna vez en la calle. Ese dilatado periplo decantó en un libro sobre la práctica analítica en el hospital público, enfocándose sobre todo en el tiempo del tratamiento. Fue docente y supervisor en varios hospitales. Sostuvo una enseñanza contínua en el Centro Ameghino, que los colegas ignoraron con entusiasmo. El canto de los grillos anima todavía sus clases en distintas universidades. Ello no impidió que llegara a ser Profesor Adjunto de la Cátedra II de Psicopatología. La orientación lacaniana lo llevó a estudiar la lengua alemana con variable fortuna para poder acceder a Freud, cuya lectura resultó encontró más ardua que la del psicoanalista francés. El viejo judío mostró ser inagotable, invencible. Comprendió entonces por qué Lacan dijo que hay autores que no pueden ser superados. Pero comprendió al fin que podía leer a Lacan desde Freud, desde lo más nuevo. Hay épocas en las que ser progresista es reaccionario, y por eso sostiene que en la actualidad abrazar el partido de la memoria es militar en el partido de la esperanza. Aprendió de Gichin Funakoshi que penetrar lo antiguo es conocer lo nuevo. Incurrió en libros como La pulsión de muerte, el lenguaje y el sujeto (1996), El psicoanálisis en el hospital (2009), La condición femenina (2011), Intervención sobre el Nombre del Padre (2014). Escribe con dudosa fortuna y voluntad inevitable. Dice poemas en voz alta en sus clases o caminando por la calle. Lo asisten citas felices de ángeles tutelares como Borges, Neruda, Bioy, Cortázar, León Bloy, Bukowski, Whitman, Nietzsche, Schopenhauer. Al igual que Freud, estima que las religiones son tesoros de verdades psicológicas, y que el arte instruye al psicoanalista. Cree en la salvación por la risa y lo pequeño. Viste de negro. 


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