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¿Por qué filma usted?

10/06/2015- Por Carlos Paola - Realizar Consulta

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¿Cuál es la pregnancia de la imagen cinematográfica ante la cual y a diferencia de la escritura, se cancelan las explicaciones, se detiene la metonimia? ¿Cómo pensar la distancia entre lo decible y lo indecible en el campo de la imagen cinematográfica? Estos son algunos de los interrogantes que el autor abordará a lo largo de un texto exhaustivo y rico en la articulación entre literatura, cine y psicoanálisis.

 

 

 

                     

        

 

“Mi madre me contó (...) [que] en los años veinte ella iba al cine de mi pueblo (…), en el norte de España. Había [allí] un presentador que explicaba las escenas del filme mudo, con una varita en la mano: «Aquí, está la hija del capitán que es perseguida por el bandido…» «Ahora, el muchacho y la chica huyen por el lago…» Hasta que llegó una escena en que la chica y el joven se besan. Según mi madre, el público empezó a gritar: «¡Explique, explique!» El presentador sólo dijo: «Aquí, señoras y señores, no hay explicación». Es por eso que hago cine.”[1]

Así contestaba Manuel Gutiérrez Aragón en 1987 en la publicación de un número especial del diario Liberation de Paris, donde setecientos cineastas de todo el mundo respondían a la misma pregunta: “¿Por qué filma usted?”

Con esta publicación, el diario Liberation de Paris intentaba reeditar con los cineastas una experiencia del año '85, en la que cuatrocientos escritores de todo el mundo respondieron a la pregunta: “¿Por qué escribe usted?”[2]

 

                    

 

Pero a diferencia de los escritores, cuyas respuestas constituyeron un verdadero testimonio sobre la escritura y el acto de escribir, un gran número de cineastas, lejos de ostentar la locuacidad de Gutiérrez Aragón, contestaron desde una perspectiva similar a la del presentador del cine mudo ante la escena del beso.

“No sé cómo responder a esta pregunta”, escribió Federico Fellini. “Creo que hago películas porque no puedo hacer otra cosa.”

“Pienso que es una pregunta estúpida”, se quejó Robert Altman. “No tengo ganas de responderla.”

“Yo no filmo”, sentenció Ingmar Bergman.

Es el tipo de pregunta que me deja mudo”, afirmó Kenneth Anger, aquel polémico cineasta que fue perseguido por escándalo público y enjuiciado por cargos de obscenidad debido a la temática homosexual y satánica de sus películas.

Más extenso, Wim Wenders contestó: “(…) la cámara es el arma de la mirada contra la miseria de las cosas. (…), ¿por qué servirse de esa arma? ¿por qué filmar? ¿No se le ocurre una pregunta menos idiota?”

 

Por su parte, Alain Resnais envió una nota al diario Liberation excusándose de no participar en el proyecto por encontrar la pregunta demasiado indiscreta. Mientras que Frank Zappa, el prolífico músico con ocho películas en su haber, escribió sintético y contundente: I like to watch”: “Me gusta mirar”.

Rápidamente, podríamos caer en la conjetura de que aquellos que eligen el cine como medio de expresión no se llevan bien con el arte de escribir. Paradójicamente, todos los cineastas aquí mencionados, reticentes en responder a esta pregunta, también incursionaron, y exitosamente, en el campo de la escritura.

Basta con recordar algunos de sus libros: “Hacer un film” de Federico Fellini, “Minnie and Moskowitz” de John Cassavetes, “Buffalo Bill y los indios” de Robert Altman, “Imágenes” de Ingmar Bergman, “Hollywood Babilonia” de Kenneth Anger, “El acto de ver” de Wim Wenders, “Viaje al centro de un demiurgo” de Alain Resnais, “La verdadera historia” de Frank Zappa.

 

Entonces: ¿Cuál es la indiscreción, el fuera de escena que se conmueve al convocar las razones por las cuales se filma?

¿La obscenidad de pasar a lo público el goce de la mirada?

Puede ser. Sabemos, además, que la satisfacción es muda.

Pero si consideramos que el cine, en tanto espectáculo masivo, ya constituye un pasaje de ese goce a lo público, y si recordamos también el dicho popular que reza: “una imagen puede más que mil palabras”, se vuelve, entonces, más pertinente preguntar:

¿Cuál es la pregnancia de la imagen cinematográfica ante la cual y a diferencia de la escritura, se cancelan las explicaciones, se detiene la metonimia?

Sabemos que la metonimia consiste en dar a entender algo hablando de otra cosa muy distinta[3]. Y que, de este modo, lo escrito puede insinuar, bordear, hacer resonar lo imposible de escribir. Pero en tanto la escritura se vale de la polisemia, el equívoco y el intervalo significante, esa resonancia se efectúa como una aproximación que no alcanza a abolir la distancia entre lo escrito y lo imposible de escribir. Se efectúa, según el decir de Borges, como lainminencia de una revelación que no se produce”.

¿Cómo pensar, entonces, esta proximidad, esta distancia entre lo decible y lo indecible en el campo de la imagen cinematográfica?

Así como fotografía significa “escritura de la luz”, cinematografía quiere decir “escritura del movimiento”. Etimologías pretenciosas, por cierto, que de inmediato nos hacen conjeturar que la invención de la fotografía y la del cine están fundadas en una imposibilidad.

 

Si bien el cine es contemporáneo, el mito de la reproducción gráfica del movimiento tiene un origen remoto. Basta con nombrar las ocho patas del jabalí en las cuevas de Altamira, las sombras chinescas aparecidas cinco mil años antes de Cristo y la invención de la linterna mágica en el siglo diecisiete[4].

Pero para pensar la imagen cinematográfica, y estoy citando a Jacques Rancière[5], es necesario considerar, al menos, dos clases de movimientos: por un lado, el desarrollo visual propio de su técnica y, por el otro, el proceso de despliegue de las líneas narrativas.

Con respecto al desarrollo visual, como dice Alain Badiou[6], la imagen cinematográfica está definida en primer lugar por el corte. Y no sólo por ese efecto de empalme entre tomas que llamamos montaje, sino también por el recorte y descarte que efectúa el encuadre al elegir el campo de lo visible.

Luego, cuando una película se proyecta, lo que se ha visto y oído, permanece en tanto pasa el film. Desde esta perspectiva entonces, la imagen cinematográfica no es sino un pasado perpetuo.

Al mismo tiempo, lo que es percibido por el espectador como un movimiento continuado, no es sino una rápida sucesión de fotos inmóviles proyectadas discontinuamente. Se trata, por lo tanto, de una ilusión de movimiento generada gracias al principio de persistencia retiniana.

 

Desde el desarrollo visual, entonces, podemos decir que la imagen cinematográfica, lejos de escribir el movimiento, bordea ese imposible con un falso movimiento, articulado en la lógica del corte y en el tiempo de un pasar.

Ahora bien, con respecto al proceso de despliegue de las líneas narrativas, en las primeras décadas de su existencia, el cine estuvo fuertemente determinado por la narrativa tradicional proveniente de la literatura.

Dicha tradición, sostenida en la lógica aristotélica de la inversión, consiste en el despliegue y la disipación de las apariencias propias de las intrigas. Un encadenamiento de acciones, que aparenta conducir a cierto fin, sufre en el clímax una inversión, un efecto paradojal, una desmentida de las expectativas. Así, el saber se convierte en ignorancia, o el no saber en revelación; la desdicha deviene felicidad, o el éxito, fracaso.

Precisamente, lo que Gilles Deleuze[7] llama Imagen-Movimiento hace referencia a esta adaptación de la imagen cinematográfica a la narrativa tradicional.

Ahora bien, con respecto a esta inversión de las apariencias, Jacques Rancière, en concordancia con Deleuze, dice que el cine parece estar en desventaja con la literatura; que algo del desarrollo visual propio del cine no se articula bien con esa lógica de develamiento.

 

La literatura, al estar construida con palabras, puede sostener bien la dialéctica de apariencias y paradoja, en tanto la polisemia facilita el equívoco y el velo. La literatura, entonces, soporta el enigma sin dificultad hasta alcanzar el clímax porque la palabra puede restar sumando. Precisamente, nuestra lógica de corte de la sesión deriva de esta condición de la palabra.

No ocurre lo mismo con el cine, que está apoyado en la imagen. Aunque se trate de apariencia, el equívoco significante no está facilitado en ella. Por más que pueda soportar anamorfismos y todos esos “engaños” visuales descriptos en las Leyes de Percepción de la Gestalt, cuando la imagen muestra, muestra. Y por eso vale más que mil palabras. Como ejemplo, basta recordar las imágenes que hicieron cambiar radicalmente el curso de la investigación en el caso Kosteki y Santillán. Y es que, a diferencia de la declaración, la imagen puede alcanzar certidumbre suficiente en el campo judicial y devenir corpus probatorio del cuerpo del delito.

Luego, si se goza de un cuerpo, y el cuerpo es la imagen del cuerpo, cuerpo y goce están presentificados en la imagen. Y de allí toda su potencia. A pesar de la prohibición abrahámica de adorar imágenes, lo reprimido allí no cesó de retornar, destacándose entre sus retornos, los estigmas de la pasión de Cristo, imagen que tanto irritó a los iconoclastas.

 

La imagen tiene, podemos decir entonces, un “exceso de visualidad” que va a contrapelo de esa lógica de develamiento, tradicional en la literatura. Por cierto, en muchas películas de aquella época del cine, la revelación se anticipa al clímax, y el espectador queda enterado de la verdad antes que el protagonista.

Luego, será a partir del neorrealismo y otros movimientos de vanguardia, que la imagen cinematográfica va a romper con esa lógica de inversión de las apariencias de la narrativa tradicional, proponiendo otras formas narrativas más acordes con el desarrollo visual propio de su técnica.

Nuevas formas que Deleuze va a llamar Imagen-Tiempo.

En el neorrealismo, por ejemplo, la narración se vuelve fragmentaria y abierta, con una cámara errática que va siguiendo el vagabundeo de los protagonistas, quienes confrontan con lo inasimilable, una y otra vez.

Finalmente el cine, con su ordenamiento fragmentario y secuencial y sus racontos, va a tener fuerte influencia sobre la literatura contemporánea.

 

Entonces, retomando la pregunta del inicio: ¿Cuál es la naturaleza de la resistencia a dar testimonio sobre esta praxis de la imagen?

Sabemos de la captura del sujeto por la imagen, fascinación esencial a la constitución del yo, investimento libidinal narcisístico donde la fragmentación primitiva adquiere su unidad.

Sabemos también de la función del objeto “a” en la pulsión escópica, donde el sujeto encuentra el mundo como espectáculo y se regocija en lo que San Agustín llama la “concupiscencia de los ojos”.

Sabemos aun que la imagen es aquello que se muestra para que se vea. Y que, en esta promoción de la imagen que el cine propone a la mirada, promoción que no es por fuera de la lógica de mercado, se pueden distinguir dos posiciones: la mirada del cineasta como pinceladas de un pintor y el señuelo de la proyección que captura el deseo y “doma” la mirada del espectador[8].

Pero si recordamos que el objeto “a” es irreductible a la función del significante y que, por no especularizarse, eso irreductible es del orden de la imagen, podemos afirmar:

1) Que la imagen no es sólo captura, fascinación, señuelo, regocijo y deposición de la mirada, sino también pantalla de lo que no puede verse.

2) Que esa opacidad de la pantalla es al mismo tiempo balizamiento del vacío por detrás.

3)     Que desde esta perspectiva, la imagen puede advenir punto límite de lo decible.

Luego, en ese límite donde se vela lo insoportable, el hecho estético es el intento de decir aún la imposibilidad por otros medios. Así, cuando una película resulta conmovedora, no es sólo porque sus imágenes procuran sosiego al apetito del ojo, sino también porque consiguen conducir la trama hasta esa orilla, la última que se puede alcanzar.

 

Desde la posición del espectador, entonces, cuando aquello que la imagen muestra suscita el encuentro con lo imposible de ver, se promueven una y mil palabras para intentar bordear, y también recubrir, eso “no-reconocido”[9].

En sentido inverso, desde la posición advertida del cineasta por su saber hacer, cuando la trama llega a bordear lo Unerkannte, ese punto límite del discurso, la potencia de la imagen es promovida al lugar de lo indecible. Y entonces: “Aquí, señoras y señores, no hay explicación”.

 



[1] Periódico Liberation, Pourquoi filmez-vous?: 700 cinéastes du monde entier répondent, 1987.

[2] Periódico Liberation, Pourqoui écrivez-vous?: 400 écrivains répondent, 1985.

[3] Jacques Lacan, Seminario 4, La relación de objeto, Clase 8: La metonimia consiste en dar a entender algo hablando de otra cosa muy distinta. (…) Así, al principio de Guerra y paz, el tema repetido de los hombros desnudos de las mujeres vale por alguna otra cosa. Si los grandes novelistas son soportables, es porque todo lo que se dedican a mostrarnos adquiere su sentido, de ningún modo simbólicamente, ni alegóricamente, sino por lo que hacen resonar a distancia. Lo mismo ocurre con el cine —cuando una película es buena, es porque es metonímica.

[4] Román Gubern, Historia del cine.

[5] Jacques Rancière, Las distancias del cine.

[6] Alain Badiou, Imágenes y Palabras (Escritos sobre cine y teatro)

[7] Gilles Deleuze, La Imagen Movimiento y La Imagen Tiempo.

[8] José Luis Chacón, Del inconsciente óptico al síntoma, Cine y Psicoanálisis hoy, Revista virtual El genio maligno, http://www.elgeniomaligno.eu/numero2/varia_inconsciente_chacon.html

[9] Cristina Saenz, comentario del 5/6/15 en “Reuniones Cinéfilas” (Carlos Bembibre, Beatriz Esedín, Graciela Grin, Horacio Padovani, Carlos Paola, Juan Perlo, Alejandra Rodrigo, Cristina Saenz).


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