01/10/2004- Por Gerardo García -

En el seminario La Angustia, a dos años de su estreno, Lacan se detiene a considerar la última escena de La dolce vita. Se trata de aquella en que los personajes luego de una noche de orgía, atraviesan un bosque de pinos saltando de sombra en sombra hasta llegar a la playa. Se deslizan, casi sin discontinuidad, desde el desencanto de la vida hasta el universo de los pescadores que se ganan penosamente el sustento. En el borde del mar reposa resignadamente una suerte de monstruo marino atrapado en las redes y que parece mirarnos con un ojo invertido [...] El protagonista, interpretado por Marcello Mastroiani vestido de negro, intenta dialogar con una joven vestida de blanco que asoma en el otro extremo de la playa. Pero el estruendo de las olas impide que el diálogo pueda consumarse y el final se precipita en el desencuentro [...] Cada vez que se pone en juego el diálogo, la dimensión de la Cosa en su posición de interposición, hace que el mismo no sea simétrico, que no sea lineal. Y quizás esté en el psicoanálisis, en su función, el no reducir esa disparidad dado que si el diálogo tiende a la simetría, al espejo, a una geometría plana probablemente se excluya lo verdadero del encuentro. En el diálogo hay una irregularidad, una disparidad y no se trata de atenuarla sino de hacerla presente.
En el seminario La
Angustia, a dos años de su estreno, Lacan se detiene a considerar la última
escena de La dolce vita. Se trata de
aquella en que los personajes luego de una noche de orgía, atraviesan un bosque
de pinos saltando de sombra en sombra hasta llegar a la playa. Se deslizan,
casi sin discontinuidad, desde el desencanto de la vida hasta el universo de
los pescadores que se ganan penosamente el sustento. En el borde del mar reposa
resignadamente una suerte de monstruo marino atrapado en las redes y que parece
mirarnos con un ojo invertido. Se reúnen en torno a esa Cosa y uno de ellos
formula “Lo podríamos comprar”, como si hubiera alguna posibilidad de
realización de la propuesta, como si pudiera celebrarse, como señala Lacan en
el Homenaje a Marguerite Duras, las
bodas taciturnas de la vida vacía con el objeto indescriptible que persevera
entre las redes.
Y luego de la vana frase que duplica el desierto, la
comunicación pretende restablecerse. El protagonista, interpretado por Marcello
Mastroiani vestido de negro, intenta dialogar con una joven vestida de blanco
que asoma en el otro extremo de la playa. Pero el estruendo de las olas impide
que el diálogo pueda consumarse y el final se precipita en el desencuentro.
La dolce
vita fue filmada casi en su totalidad en Vía Veneto en
una secuencia nocturna y aplanada. El cielo casi no está presente en el film
salvo en la apertura donde se despliega el traslado de un Cristo amarrado a un
helicóptero desde el Coliseo hasta el Vaticano y en el cierre que acabo de
reseñar donde se destaca el tránsito del final de la noche al amanecer.
Lo interesante de la escena inicial es que la
travesía de la monumental escultura con los brazos extendidos se interrumpe
momentáneamente cuando Mastroiani y sus compañeros de viaje advierten la
presencia de unas jóvenes en bikini tomando sol en una terraza. Inician
entonces un acercamiento a las jóvenes solicitándoles su teléfono, en una toma
de marcada ironía dado el contraste con el Cristo suspendido del helicóptero,
pero el ruido estrepitoso de las hélices entorpece la comunicación e
imposibilita el diálogo.
Constatamos entonces, que Fellini, intecionalmente o
no, presenta en la apertura y el cierre la misma estructura instalando una
correspondencia entre la estridencia de las olas y el bullicio del helicóptero.
Asimismo el dominio de la Cosa podemos asentarla en la consonancia entre el
monstruo marino y el imponente ícono de Cristo. Esta imagen evoca lo que
Aristóteles señala en Poética: los dioses
ingresaban a escena en la tragedia con el artificio de un juego de poleas.
Conjeturamos que los dioses tenían una entidad
diferente a la estructura significante de la tragedia.
Al año siguiente del comentario referido, en Los cuatro conceptos fundamentales,
Lacan retoma uno de sus recuerdos de juventud. Se encontraba en Bretaña en una
barca esperando el momentos de retirar las redes, acompañado de un joven
pescador al que llama Petit-Jean. El muchacho le señala a Lacan una lata de
sardinas que flota en el agua y le pregunta “¿La ves?”
Ante la respuesta afirmativa de Lacan, Petit-Jean le
replica “Bueno, ella no te ve”.
Lacan agrega que la chanza le causaba mucha gracia
al joven, pero que a él no, no lo divertía en absoluto. Lacan arriesga ahora, a
sus sesenta y cuatro años, que pese a todo, la lata lo miraba. En definitiva,
siendo un estudiante parisino de la alta burguesía hacía mancha en ese paisaje
donde los pescadores morían tempranamente de tuberculosis.
Llama la atención que cuando recuerda este episodio
de juventud, los mismos elementos se reiteran: la cosa marina, las redes, el
diálogo interrumpido.
A la vez anotamos un deslizamiento desde el dominio
de la Cosa hacia el ruido y la voz con relación al estrépito del helicóptero y
el bramido de las olas y al campo escópico en la inquietante mirada del pescado
y la lata como brillo y mancha en el paisaje bretón.
A los ochenta años , Lacan se interna sobre algo que
le da vueltas en la cabeza. Olvida, como Freud respecto de Signorelli, el
nombre de un pintor. Se trata de Bartolomé Suardi, que recibe el apodo de
Bramantino por ser discípulo de Bramante, el arquitecto que construyó la
basílica de San Pedro en el Vaticano.
Bramante tiene una correspondencia manifiesta con
Palladio que Lacan aborda en el seminario La
ética del psicoanálisis para caracterizar la arquitectura rodeando un
vacío.
Lacan se interesa particularmente por una pintura de
Bramantino: el Tríptico de San Miguel. En dicha obra, en la parte central se
emplaza la Virgen María con el niño en brazos, a su izquierda y recostado en el
piso un hombre de espaldas con la apariencia de un ángel y a la derecha donde
la simetría de la composición supondría la presencia de una mujer, tropezamos
con una rana panza arriba.
Lacan no nos dice demasiado sobre aquello que da
vueltas en su cabeza, pero nos lanza una frase: que el cuadro está hecho para
señalarnos la nostalgia de que una mujer no sea una rana.
Para concluir con los interrogantes que nos
planteamos en torno al diálogo, tomaremos apoyo en Apollinaire, en su texto El encantador pudriéndose en la tumba.
El escrito se inicia con una extraña pregunta “¿Qué
será de mi corazón entre los que se
aman?”
Apollinaire encabeza el texto con esa frase, que por
otra parte es la única que le pertenece en la primer página. Trascendiendo el
plano del amor, podemos situar el corazón como objeto tal como Lacan lo
presenta cuando aborda El mercader de
Venecia aislando la libra de carne extraída lo más cerca posible del
corazón.
A la vez si consideramos el entre en su carácter de interposición, advertimos que cada vez que
entra en juego el diálogo entre el hombre y la mujer hay algo de la dimensión
de la Cosa que hace a la imposibilidad.
El dolor del diálogo va a estar siempre presente
como expresión de nuestra condición dividida y polémica en las palabras que
decimos, que susurramos, que nos lanzamos.
En el texto de Apollinaire, el personaje central es
un mago, un encantador como dice el título, que sabe las artes de la perversa
ciencia. Se enamora de una joven, la Dama del lago, que intenta aprender la
oscura ciencia. Cuando le pide a su amado que le enseñe cómo un hombre puede
ser encerrado bajo una piedra, ya adivinamos el desenlace: es el encantador que
va a yacer bajo la piedra pudriéndose en su tumba. La Dama del lago se sienta
sobre la losa para llorar la muerte de quien acaba de encerrar y es en esa
singular posición de uno y otro que se da un diálogo prodigioso entre ambos.
Cada uno, a su manera intenta definir qué es el hombre y qué la mujer.
El hombre es una especie de puerco, forma parte de
una manada, le pegan con una vara y mira el sol, lo azotan de nuevo y entonces
repara en la tierra. La mujer es la primavera inútil, la sangre derramada, el
océano que no tiene fin.
En definitiva, el hombre y la mujer pertenecen a dos
eternidades diferentes.
Cada vez que se pone en juego el diálogo, la
dimensión de la Cosa en su posición de interposición, hace que el mismo no sea
simétrico, que no sea lineal.
Y quizás esté en el psicoanálisis, en su función, el
no reducir esa disparidad dado que si el diálogo tiende a la simetría, al
espejo, a una geometría plana probablemente se excluya lo verdadero del
encuentro. En el diálogo hay una irregularidad, una disparidad y no se trata de
atenuarla sino de hacerla presente.
Es ello lo que permitiría que la comunicación no
tenga sólo una función mediadora en la que se trata de reconocer en lo que dice
el otro, lo mismo, sino que se intenta reconocer en el otro, lo radicalmente
otro. Aquello que es extraño, aquello que es extranjero, aquello que es una
suerte de exilio y que a la vez, habita en nosotros.
E-mail: gerardomaximogarcia@hotmail.com
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