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El mito en la práctica analítica11/09/2006- Por Norma Gentili - Realizar Consulta

En el seno de la experiencia analítica existe algo que es, hablando con propiedad, un mito. El mito, para Lacan en el El mito individual del neurótico, es lo que da una forma discursiva a algo que no puede ser transmitido en la definición de la verdad. La palabra no puede captarse a sí misma ni captar el movimiento de acceso a la verdad como verdad objetiva. Sólo puede expresarse de modo mítico. El complejo de Edipo, que es donde el psicoanálisis concretiza la relación intersubjetiva, tiene un valor de mito. Lacan define allí al mito como "una cierta representación objetivada de un epos o de una gesta que expresa de modo imaginario las relaciones fundamentales características de cierto modo de ser humano en una época determinada. El mito responde a lo acuciante de la sexualidad y la muerte, el origen y el más allá.
“Las pulsiones son nuestros mitos”
S. Freud.
El drama del analizante, la dimensión trágica de su existencia tiene por trama, por textura, al mito.
Freud establece un paralelo entre el desarrollo de la concepción humana del mundo y el de la libido individual. En este desarrollo hay una primera fase animista, la cual es sustituida por una religiosa, a la que sucede una científica. Siguiendo a la “omnipotencia de las ideas” a través de estas tres fases encontramos que en la fase animista el hombre se atribuye a sí mismo la omnipotencia, en la religiosa la cede a los dioses, sin renunciar a ella en tanto se reserva el derecho de influir sobre ellos como para hacerlos actuar conforme a sus deseos. En la fase científica habría una renuncia a la omnipotencia del hombre, esto es, habría otro espacio para la creencia en la inmortalidad.
Un mito es lo que organiza un caos, lo que “da sentido”, aquello que le pone mascara al vacío.
Serán los impulsos psíquicos de la infancia los que nos permitirán comprender al mito del nacimiento del héroe, nos indica Freud en La novela familiar del neurótico(1), que no es otra cosa que la mitología con la que el sujeto organizará sus relaciones familiares; esto es la “singularidad” de su tragedia edípica, la dramática, es decir, el escenario, los personajes, los ropajes que “prestará” como sostén a su deseo, es decir: sus fantasmas.
En el seno de la experiencia analítica existe algo que es, hablando con propiedad, un mito.
El mito, para Lacan en el El mito individual del neurótico, es lo que da una forma discursiva a algo que no puede ser transmitido en la definición de la verdad, porque la definición de la verdad sólo puede apoyarse sobre ella misma y la palabra en tanto que al progresar la constituye.
La palabra no puede captarse a sí misma ni captar el movimiento de acceso a la verdad como verdad objetiva. Sólo puede expresarse de modo mítico. El complejo de Edipo, que es donde el psicoanálisis concretiza la relación intersubjetiva, tiene un valor de mito.
Lacan define allí al mito como “una cierta representación objetivada de un epos o de una gesta que expresa de modo imaginario las relaciones fundamentales características de cierto modo de ser humano en una época determinada; si lo comprendemos como la manifestación social latente o patente, virtual o realizada, plena o vaciada de su sentido, de ese modo del ser, es indudable que podemos volver a encontrar su función en la vivencia misma de un neurótico”.
La experiencia analítica está plagada de manifestaciones que, hablando estrictamente, se trata de mitos. Basta con un granito de verdad en algún lado para que ésta llegue a hacerse transparente. El mito responde a lo acuciante de la sexualidad y la muerte, el origen y el más allá.
En el artículo mencionado Lacan trabaja sobre el historial del “Hombre de las ratas”, los complejos temas fantasmáticos o imaginarios de la neurosis obsesiva. Destaca la constelación original que presidió el nacimiento del sujeto, su destino y, se podría decir, su prehistoria; esto es, las relaciones familiares fundamentales que estructuraron la unión de sus padres, esto que para el hombre de las ratas era la diferencia social entre ellos.
Por ejemplo, podemos escuchar que los hombres eligen sus mujeres por los emblemas que porta el padre de ella y que puntualmente son la “realización” de su novela familiar que le perpetuará como “hijo adoptivo” (otro mito) “a merced” de la endogamia.
Así como también: “mis padres tuvieron dinero hasta que yo nací, mis hermanas conocieron otros padres”, o “Bueno, sí, en realidad siempre fui gordita, es decir, no siempre, desde los 12 años, cuando mi mamá comenzó a vigilarme y debe ser desde entonces que como a escondidas”; o “mi prima, la que tiene mi edad, porque mi mamá y mi tía siempre se embarazaron juntas”.
“Este argumento fantasmático se presenta como un pequeño drama, una gesta, que es precisamente la manifestación de lo que llamo mito individual del neurótico”, dice Lacan y agrega: “...refleja, en efecto, de un modo sin duda cerrado para el sujeto, pero no absolutamente, lejos de ello, la relación inaugural entre el padre, la madre y el personaje más o menos borrado en el pasado, del amigo. Estas relaciones deben leerse desde la aprehensión subjetiva que el sujeto hizo de ellas.
Digo leerse porque el mito tiene una lógica allí donde mito y fantasma se reúnen.
Cuando Freud invita a interrogar a los poetas para saber más sobre la feminidad (y está hablando de una posición en relación al falo) se refiere a la mitología, base de la tragedia griega.
Dice Nietzsche en El nacimiento de la tragedia: “Homero es un griego que sueña”. Y se pregunta: ¿qué significa, justo entre los griegos de la mejor época, la más fuerte, la más valiente, el mito trágico? ¿Qué significa nacida de él, la tragedia?.
Para García Cual en De mitos, viajes, héroes(2), la palabra “mito” ofrece dificultades. Entró en el diccionario en fecha bastante tardía, en castellano no aparece hasta 1884. El habla cotidiana ha convertido al término en una palabra cargada de connotaciones peyorativas: algo falso e indemostrable, o lo contrario: algo fabuloso o quimérico. Los intentos más simplistas que tratan de caracterizar al mito como referido siempre a lo sagrado, a la historia de los dioses, fallan de manera rotunda en cuanto pensamos en la mitología clásica. El mito de Edipo, por ejemplo, no trata de los dioses y tiene muy poco que ver con la religión.
Los mitos difieren enormemente por su morfología y su función social. Nos contentaremos, dice García Gual, con indicar más modestamente en qué sentido usamos aquí, en estas páginas, ese vocablo tan manipulado y controvertido. Entendemos por mito: un relato tradicional que cuenta la actuación memorable de unos personajes extraordinarios en un tiempo prestigioso y lejano.
Con esta definición pragmática pretendemos resaltar algunos trazos que nos parecen pertinentes y evitar -a nuestro entender- otros menos relevantes.
En primer lugar: un mito es un relato o narración que refiere hechos situados en un pasado remoto. Con esto queda dicho que un mito es algo más que un agregado de símbolos, es una secuencia narrativa. Ese es el sentido básico y originario del griego mythos: una historia o cuento, en el sentido más amplio de estos términos.
Y es tradicional, algo que se cuenta y repite desde antes, que llega del pasado como una herencia narrativa y es propiedad comunitaria, se trata de un recuerdo colectivo y no personal. El mito pertenece a la memoria de la gente, el terreno de la mitología es el ámbito de esa memoria popular.
Platón ha inventado algunos mitos, pero tal invención es una recreación de relatos de corte tradicional, hecha sobre una pauta previa y un esquema típico, se trata de mitos secundarios que sólo al ser memorizados por una comunidad podrían devenir en mitos auténticos.
Entre los relatos tradicionales hay una posible división entre “mitos”, “leyendas” y “cuentos populares” a la que algunos estudiosos como Frazer o Malinowski consideran importante.
Los mitos tratan temas fundamentales sobre la concepción de la vida y el mundo, los orígenes del universo, el hallazgo de las artes, los cambios de la vegetación, la necesidad de la muerte.
Las leyendas, según Frazer, son “tradiciones, orales o escritas, que relatan las aventuras de gente real en el pasado o describen sucesos, no necesariamente humanos, que se dice ocurrieron en determinados lugares”(3).
Los cuentos populares son puramente imaginativos, sin ninguna otra finalidad que el entretenimiento del oyente sin que requieran ser creídos.
Los héroes de las leyendas y los mitos tienen nombres y familias definidos y fijos.
Otros dos rasgos del mito son su carácter dramático y su valor ejemplar. Para Cassirer “el mundo del mito es un mundo dramático, un mundo de acciones, de fuerzas, de poderes en conflicto. El modo narrativo que caracteriza al relato mítico está fundado en la dramaticidad, es decir, en la acción”(4). Drama, etimológicamente, significa acción. Y en esto radica uno de los puntos de su oposición al logos, que es “razón , razonamiento, discurso teórico, etc.”
El mito se reconoce por un estilo propio de narración dramática (en ese amplio sentido en el que se puede decir que los amoríos de los dioses por ejemplo, son historias dramáticas).
Que el mito sea ejemplar no significa que lo sea moralmente, sino algo más amplio: en la narración mítica la comunidad ve algo que merece ser recordado como ilustración de sus costumbres, como explicación del mundo, como algo que confiere sentido a ciertas ceremonias.
El mito tiene una función social, contribuye a la cohesión de la comunidad, al patrimonio común. A su manera, el mito ofrece una explicación del mundo y de la sociedad, explicación que racionalmente no se puede demostrar, a la que luego se puede señalar como insuficiente o fantástica pero que ha servido en una época para domesticar, por así decir, a la medida del hombre su entorno natural, confiriendo un sentido humano a procesos y causas que estaban más allá de la comprensión por otros medios que no fueran al relato mítico.
La tragedia griega se construye sobre temas míticos, pero los héroes se convierten en testigos de la grandeza y la fragilidad de la enigmática condición humana.
Al evocar el mito, el relato situado en ese lejano pasado heroico, la tragedia cuestiona el presente (nosotros diríamos lo resignifica).
El mito según Vernant(5), en su forma auténtica, aportaba respuestas sin formular jamás explícitamente los problemas.
Los héroes ocupan un lugar tan prestigioso como los dioses, son extraordinarios, se diferencian de los efímeros mortales.
El tiempo del mito es lejano, sacro, opuesto al mundanal e histórico en el que nos vemos. Tiempo de los orígenes de las cosas, en el que los hombres hablaban con los dioses, tiempo del eterno retorno y del nunca jamás.
El mito recibido del pasado, como un placentero pero ambiguo legado, es más que una gratuita ficción, puesto que habla en su claro y enigmático lenguaje propio de temas que han asediado la imaginación de los hombres de generaciones remotas.
Hablando de Hamlet, Lacan dice que lo que ocurre es que se ve confrontado a ese destino de ser pura y simplemente el agente del drama, aquel a través del cual pasan sus pasiones: desear la muerte de su padre. El analizante en sí mismo se presenta como el personaje de su mito.
Junto a Fausto, Hamlet es el drama más importante de la tragedia moderna. Hay un viraje de la obra de Shakespeare que se produce en Hamlet y que la incluye, que abre una dimensión nueva sobre el hombre.
Hamlet, esta tragedia moderna, es una estructura tal que el deseo puede encontrar ahí su lugar, una composición articulada como para que los deseos, o más exactamente todos los problemas de la relación del sujeto al deseo, puedan proyectarse.
En el apartado III de Lo Inconsciente(6), Freud dice: “Habiendo limitado nuestra discusión a las representaciones, podemos plantear ahora una nueva interrogación, cuya respuesta ha de contribuir al esclarecimiento de nuestras opiniones teóricas. Dijimos que había representaciones conscientes e inconscientes. ¿Existirán también impulsos pulsionales, sentimientos y sensaciones inconscientes o carecerá de todo sentido aplicar a tales elementos tales calificativos?”
“A mi juicio, la antítesis consciente-inconsciente carece de aplicación a la pulsión. Una pulsión no puede devenir nunca objeto de la consciencia. Unicamente puede serlo la idea que lo representa(7).”
“Si la pulsión no se enlazara a una idea ni se manifestase como un estado afectivo, nada podríamos saber de ella”.
“Comenzaremos por una tímida tentativa de llevara a cabo una descripción metapsicológica (o sea que considere los aspectos dinámicos, tópicos y económicos de los procesos psíquicos) del proceso de la represión en las tres neurosis de transferencia conocidas. Podemos comenzar por sustituir el término «carga psíquica» por el de libido, pues sabemos ya que dichas neurosis dependen de los destinos de las pulsiones sexuales”.
Dependen de las pulsiones. Este es el objetivo de mi interés por el mito. Los mitos en la práctica psicoanalítica son las representaciones (o constelación de representaciones) en las cuales las pulsiones se hablan, es decir lo mismo, se escuchan.
En el Porvenir de una ilusión(8), Freud distingue la interdicción de la prohibición y la privación. La interdicción: el hecho que una pulsión no pueda ser satisfecha; la prohibición: la institución que marca tal interdicción (diríamos función); privación: el estado que tal prohibición trae consigo. Los deseos libidinales son el incesto, el canibalismo y el homicidio.
Aquí Freud define la cultura como todo aquello que en la vida humana ha superado sus condiciones zoológicas distinguiéndose de la vida de los animales. Desdeñando establecer separación alguna entre los conceptos de cultura y civilización.
El grado de asimilación de los preceptos culturales –dicho de un modo popular y nada psicológico– el nivel moral de los partícipes de una civilización, no es lo único patrimonio espiritual que ha de tenerse en cuenta para valorar la civilización de la que se trate. Ha de atenderse también a su acervo de ideales y a su producción artística; esto es a las satisfacciones extraídas de esas dos fuentes. Sus ideales son las valoraciones que determinan en ella cuáles son los rendimientos más elevados a los que deberá aspirarse. Pero el elemento más importante del inventario psíquico de una civilización son sus representaciones religiosas –en el más amplio sentido– o con otras palabras que más tarde justificaremos: sus ilusiones.
¿En qué consiste el singular valor de las ideas religiosas? El hombre se encuentra con la naturaleza, el destino y la muerte como amenaza para su vida y esto le provoca toda clase de temores y angustias, pero esta situación del adulto, no es para él algo nuevo, tiene un precedente infantil, y no es más que una continuación del mismo. De niños todos hemos pasado por un período de indefensión. El hombre no transforma sencillamente las fuerzas de la naturaleza en seres humanos a los que puede tratar de igual a igual, sino que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses, conforme a un prototipo infantil. Andando el tiempo surgen las primeras observaciones de la regularidad y normatividad de los fenómenos físicos, y las fuerzas naturales pierden sus caracteres humanos. Pero la indefensión de los hombres continúa y con ello perduran los dioses a los cuales sigue atribuyendo una triple función: espantar los terrores de la naturaleza, conciliar al hombre con la crueldad del destino (especialmente como se manifiesta en la muerte) y compensarle de los dolores y privaciones que la vida civilizada le impone.
En este texto Freud hace aparecer a un adversario imaginario que le rebate sus argumentos. Y aquí aparece Tótem y Tabú(9). El supuesto interlocutor pide cuentas a Freud de su rectificación respecto del nacimiento de la religión en Tótem y Tabú, allí dijo que se debía a un complejo paterno-filial y ahora parece haber descubierto la impotencia y la indefensión, atribuyéndoles el origen de la religión ¿a qué se debe la rectificación? Freud contesta que en Tótem y Tabú no trataba de explicar el origen de las religiones, sino sólo el del totemismo. “¿Puede usted acaso explicar –le dice Freud a su adversario– desde algunos de los puntos de vista conocidos que la primera forma en que la divinidad protectora se reveló a los hombres fuese la de un animal y que se instituyera, al mismo tiempo que la prohibición de matar a dicho animal y comer de su carne, la costumbre solemne de sacrificarlo y comerlo una vez al año en colectividad? Esto es lo que sucede con el totemismo y no vale la pena considerar si el totemismo puede o no ser considerado una religión, guarda íntimas relaciones con las posteriores religiones deístas y los animales totémicos se convierten luego en los animales sagrados, adscriptos a los distintos dioses. Igualmente las primeras restricciones morales: prohibición del incesto y del homicidio”
Así pues, la nostalgia de un padre y la necesidad de protección contra las consecuencias de la impotencia humana son la misma cosa; esto llevó al hombre a forjar un padre inmortal mucho más poderoso.
Al decir que todo esto son ilusiones debemos acotar el valor de este término. Una ilusión no es un error. Una de las características más genuinas de la ilusión es la de tener su punto de partida en los deseos humanos. Calificamos de ilusión una creencia cuando aparece engendrada por el impulso a la satisfacción de un deseo, prescindiendo de su relación con la realidad y prescindiendo de toda garantía real. Aquí dice Freud que la religión sería la neurosis Obsesiva de la civilización.
Mircea Elíade en Iniciaciones Místicas(10) nos relata que con frecuencia se afirma que una de las características del mundo moderno es la desaparición de la iniciación. La originalidad del “hombre moderno”, su novedad con respecto a las sociedades tradicionales, está precisamente en la voluntad de considerarse como ser únicamente histórico, y en el deseo de vivir en un cosmos desacralizado. Tiene de sí una imagen distinta que la que tenían los hombres de las sociedades tradicionales. A dicha imagen, el hombre de las sociedades tradicionales llega a conocerla y a asumirla a través de la iniciación.
Por iniciación se entiende un conjunto de ritos y enseñanzas orales que tienen por finalidad la modificación radical de la condición religiosa y social del sujeto. Filosóficamente hablando, la iniciación equivale a una mutación ontológica del régimen existencial. Al final de las pruebas, el neófito goza de una vida totalmente diferente de la anterior a la iniciación: se ha convertido en otro.
Entre las diversas categorías de iniciación, la de la pubertad es especialmente importante para entender al hombre premoderno. Allí donde existen, los ritos de admisión son obligatorios para todos los jóvenes de la tribu. Para ser admitido entre los adultos, el adolescente ha de afrontar una serie de pruebas iniciáticas: gracias a estos ritos y a las revelaciones que llevan consigo, podrá ser reconocido como miembro responsable de la sociedad.
La iniciación introduce al novicio en la comunidad humana a la vez que en el mundo de los valores espirituales. Entra en conocimiento de las actitudes técnicas e instituciones de los adultos, pero asimismo de los mitos y tradiciones sagradas de la tribu, nombres de los dioses e historia de sus obras; entra en contacto sobre todo con las relaciones místicas entre la tribu y los seres sobrenaturales tal como fueron establecidas en el origen de los tiempos.
No se trata de un conocimiento sino del encuentro con lo sagrado, que implica una muerte ritual, a la que seguirá una resurrección o nuevo nacimiento. La muerte iniciática significa al mismo tiempo el fin de la infancia, de la ignorancia y de la condición profana.
Toda repetición ritual de la cosmogonía viene precedida por una regresión simbólica al “Caos”. Para que sea creado el viejo mundo ha de ser previamente aniquilado.
En el contexto de los ritos iniciáticos, la “muerte” corresponde a la vuelta provisional al “caos”; constituye, de ese modo, la expresión ejemplar del término de un modo de ser: el de la ignorancia y la irresponsabilidad infantil.
A la “cultura”, englobando bajo ese término genérico todas las actividades del espíritu, sólo tienen acceso los iniciados. El nuevo nacimiento iniciático no es natural, implica unos ritos instituidos por seres sobrenaturales: es, por tanto, obra divina, creada por la voluntad y el poder de los seres sobrehumanos; no pertenece a la naturaleza -en el sentido moderno del término- sino a la historia sagrada. El segundo nacimiento, iniciático, no repite el primero biológico. Para conseguir el modo de ser del iniciado, será preciso conocer realidades que no pertenecen ya a la “naturaleza”, sino a la biografía de los seres sobrenaturales y, por lo tanto, a la historia sagrada conservada por los mitos.
En términos modernos podríamos decir que la iniciación pone fin al “hombre natural”, introduciendo al novicio en la cultura, teniendo en cuenta que en las sociedades arcaicas la “cultura” no es obra humana, sino que es de origen sobrenatural.
Por esto es tan importante la iniciación para el conocimiento del hombre premoderno. Nos revela la gravedad, en los confines del terror, con la que el hombre de las sociedades arcaicas asumía la responsabilidad de recibir y transmitir los valores espirituales.
En El mito del eterno retorno(11), Mircea Elíade, investigando sobre los ritos nos dice que: “Allí encontramos que todo ritual tiene un modelo divino o arquetipo, debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio. Este adagio hindú resume toda la teoría subyacente en los ritos de todos los países. Entre los pueblos primitivos no sólo los rituales tienen su modelo mítico, sino que cualquier acción humana adquiere una eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado(12)”.
Cuando toma el tema de la danza explica que todas fueron sagradas en su origen, y que a veces el modelo fue un animal totémico. La danza también es ritual, esto es, rememora, es una repetición y una reactualización de aquel tiempo.
El rito “repite, realiza” el acto realizado por el dios, y el momento es aquel, el original y es el modo de acceso a la realidad, todo lo que no es ritual está “desprovisto de sentido”, es decir carece de realidad, estos hombres eran sólo al imitar o repetir, el resto del tiempo es el “devenir” y carece de significación.
Tótem y Tabú, que merece ser llamado el mito freudiano, hasta podemos decir (es Lacan quien lo propone) que la construcción freudiana es tal vez el único ejemplo de un mito que haya aparecido en nuestra era histórica. Este mito nos indica un enlace esencial: el orden de
Y es también el sentido freudiano del mito de Edipo. Para Freud el asesinato primitivo del padre conforma el horizonte, la raya terminal del problema de los orígenes.
Este asesinato primitivo del padre, ya sea que lo ubique en el origen de la horda o en el origen de la tradición judaica, tiene evidentemente un carácter mítico.
La relación de
En Las Pulsiones y sus Vicisitudes (1915)(13), Freud expresa dos veces su deseo de abandonar el campo de la “observación” para pasar al de la “especulación”. Esto resulta al menos desconcertante, pues ¿qué pensar de todo lo que Freud dice allí de la pulsión, si al mismo tiempo nos advierte sobre su carácter relativo e incierto?.
En 1920 Freud introduce la pulsión de muerte, pero no puede hacerlo sin dar este golpe de timón: pone a prueba los datos, la experiencia, las observaciones clínicas, los conceptos forjados hasta ese momento mediante un artificio al que sería erróneo calificar de supuesto biológico. Un solo ejemplo es suficiente para probarlo. Al comienzo del capítulo VI de Más allá del Principio del Placer(14) rechaza la idea de unir la muerte al destino: ve en eso un paliativo para evadir la contingencia del azar, esto es: la conveniencia de echar el fardo a alguna ley natural cuando, ante la muerte de un ser querido, queremos ocultarnos que tal vez podía haber sido evitada.
La muerte no es natural, idea que aún es extraña –agrega Freud– a los pueblos primitivos, quienes “atribuyen cada fallecimiento de uno de los suyos a la influencia de un enemigo o de un mal espíritu”. Esta afirmación es paradójica: si la muerte no es natural, si no pertenece sin más a la naturaleza, esa es una buena razón –se desprende del párrafo– para ir a preguntar a la biología por esta creencia.
¿Habrá que concluir por lo mismo que Freud se propone únicamente recalcar el valor cultural de la muerte, es decir, hacer depender su significación de las representaciones colectivas, y aún por lo mismo, de la relatividad introducida por las diferencias entre culturas distintas? Pero ¿cuál sería la necesidad entonces de esta referencia a la biología? Tampoco debemos pasar por alto esa preciosa remisión al ejemplo de los primitivos, la que emparenta el texto con aquellas otras especulaciones de Tótem y Tabú. El culpable de la muerte, para un primitivo, es el enemigo.
Pero cuando se ha logrado dar muerte a un enemigo (Freud citaba los datos de Frazer) no se deja de implorar su perdón, de llorarlo, de acompañar con cánticos el cadáver o su cabeza decapitada: “No te encolerices contra nosotros porque tenemos aquí con nosotros tu cabeza. Si la suerte no nos hubiera sido favorable, serían probablemente nuestras cabezas las que se hallarían hoy expuestas en tu pueblo”.
El enemigo muerto es un semejante, uno mismo en lugar del otro, y solamente el que ninguna representación cultural podría controlar hace que sea él quien ocupe hoy el lugar de uno. En esta incursión por la etnología (que siempre dejará descontentos a los antropólogos) Freud afirma la importancia y la regularidad de tres grupos de prescripciones: los tabúes que pesan sobre la conducta con los enemigos, los relativos a los jefes, y los que defienden contra los muertos. En Tótem y Tabú, Freud prepara así su reflexión sobre el padre primordial y el mito de la horda primitiva.
¿No se adivina acaso que tales tres propiedades, ser un enemigo, un jefe y un muerto, no se refieren sino al padre?
¿A dónde puede llevarnos entonces esta referencia a la muerte del padre en un texto en el que se entiende ir a preguntar a la biología sobre la significación y el alcance de la muerte? No es necesario dudarlo: en primer lugar a las torsiones por las cuales el discurso freudiano se constituye como tal ¿qué tiene que ver la muerte mítica del padre, que en Tótem y Tabú funda la entrada del sujeto a la prohibición del incesto, la prohibición que asegura la pertenencia del sujeto al orden social y a la cultura (que tiene que ver con la vida de los infusorios y la reproducción de los protozoarios)? Todo, contesta Freud. Deberán ustedes perdonarme (es Masotta el que pide perdón) que lleve yo a estos extremos la intención del texto freudiano pero ¿no se percibe el motivo de su originalidad?(15).
Que no se crea que me propongo aislar o considerar como secundario la referencia freudiana a la biología como ciencia: sólo señala que no es obvio. Pero es fácil equivocarse: en Más allá del principio del placer, Freud persigue un objetivo preciso, que no es otro que hacer girar la tuerca aún una vuelta más. Me refiero a Otra vuelta de tuerca(16)el incomparable relato de Henry James (es el relato de la lucha de una institutriz a fines del siglo pasado por salvar el alma de dos niños que entablan relaciones –y son dominados- con una institutriz anterior y el jardinero, que están muertos). Sólo el texto literario y esa capacidad de utilizar las convenciones de que dispone el autor, pueden conducirnos a verdades que de otro modo permanecerían desconocidas para nosotros, como por ejemplo si un niño ha visto o no a un ser inexistente, a un fantasma. El mito imaginariza, torna nombra a lo Real.
(1) Freud, S.: O.C., T. II. Ed. BN. Pág. 1361
(2) García Gual, C.: Mitos, viajes, héroes. Taurus, Madrid, 1981.
(3) Citado por Claude Lévi-Strauss de “Folklore in the Old Testamente” en Las Estructuras Elementales del Parentesco (II). Ed. Planeta Agostini, Barcelona, 1985.
(4) Cassirer, e.: “Le langage et le construction du monde des objets”, en Psychologie du langage, París, 1993.
(5) Vernant, J. P.
(6) Freud, S: O.C., T. II B. Nueva, pág. 2061
(7) El subrayado es mío.
(8) Freud, S.: O.C., T. II Ed. B. Nueva. pág. 2961.
(9) Freud, S.: O.C., T. II, B. Nueva, pág. 1745.
(10) Eliade, M.: Iniciaciones místicas, Taurus, Madrid, 1973.
(11) Eliade, M.: El mito del eterno Retorno, Planeta Agostini, España, 1984.
(12) El subrayado es mío.
(13) Freud, S.: O.C., T. II, B. Nueva, pág. 2039.
(14) Freud, S.: O.C., T. III, B. Nueva, pág. 2507.
(15) Masotta, O.: Ensayos lacanianos, Anagrama, Barcelona, 1976.
(16) James, H.: Otra vuelta de tuerca, Corregidor, Buenos Aires, 1976.
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