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Errática: La verdad surge de la equivocación12/10/2021- Por Andrés Camilo Penagos - Realizar Consulta
El autor analiza el concepto de verdad, nos dice que para quien la escucha, la palabra se afirma generalmente como verdadera, pero: ¿qué grado de engaño porta en verdad? En este sentido “la verdad” aparece como contingente respecto a los signos. El sentido queda como un atributo que puede deducirse, interpretarse del signo, si éste se presenta articulado de tal forma que lo posibilite. Lacan afirma que las palabras que tropiezan, simultáneamente revelan y confiesan cierta verdad y es clave para el psicoanálisis ya que su apuesta es que el sujeto dice más de lo que quiere, porque -en efecto- siempre sabe más de lo que dice.
“La torre de Babel” –óleo sobre tabla– (1563)*
Lo que sigue surge en el marco del ejercicio de un comentario de texto de la clase del 30 de junio de 1954 de la versión establecida del Seminario 1 de Jacques Lacan, intitulada, La verdad surge de la equivocación. Allí se parte de que contamos con la palabra en psicoanálisis; el análisis como tal es una técnica de la palabra, dado que “la palabra es el ambiente mismo en el que se desplaza” (p. 380). No obstante, nos topamos con la cuestión de saber de qué modo la palabra se relaciona con lo que significa, es decir, con la cuestión de la adecuación del signo, no a la cosa, sino a lo que significa. La cosa queda perdida/sustituida en lo que el signo significa.
Adicionalmente, la aprehensión de la función del signo implica el tener que remitirse de signo a signo, la cadena sólo puede ser articulada de significante en significante. Lo anterior constituye un callejón sin salida que “sólo se revela cuando se considera el orden de los símbolos en su totalidad” (p. 381). Sin embargo, sólo es posible considerar los signos en su conjunto, debido a que “el lenguaje no puede ser concebido como el resultado de una serie de brotes, de capullos que surgirían de las cosas” (p. 381).
En este sentido, la cosa no se revela con un signo particular que agrega al lenguaje un nuevo elemento. El nombre, aquello que signa la cosa, “no es como una punta de espárrago que emergería de la cosa” (p. 381). De allí que el lenguaje sólo pueda “ser concebido como una trama, una red que se extiende sobre el conjunto de las cosas, sobre la totalidad [¿Urdimbre?] de lo real” (381). Un plano se sobrepone sobre otro. El lenguaje, “inscribe en el plano de lo real ese otro plano que aquí llamamos el plano simbólico” (p. 381).
Lo simbólico envuelve a lo real, lo recubre en una especie de malla, determinándolo a través de cierta violencia que se impone sobre lo que encierra. La red va capturando las cosas, se expande en la medida que puede nominar. El nombre es, de cierto modo, la evidencia del registro de algo en lo simbólico, y se comporta como referente.
Paralelamente, a medida que cualquier sistema simbólico avanza en su completitud y se perfecciona, se producen efectos sobre cada cosa que captura, lo que no excluye la vida humana, pues también resulta trastornada, descompuesta, disuelta bajo su presión (385). La aprehensión que lo simbólico realiza, implica una conmoción sobre aquello que captura y puede llamarse de muchas formas: “violación de la naturaleza, transformación de la naturaleza, humanización del planeta” (p. 385).
Análogamente, en la constitución del sistema de los signos se instituye un todo cerrado en sí mismo; de ahí que los distintos sistemas simbólicos (religioso, jurídico, científico, político, etc.) que introducen un orden [ley] no se agreguen, ni superpongan unos a otros sino, aparentemente, todo lo contrario: se comportan de forma segregativa. Entre éstos hay “hiancia, fallas, desgarraduras” (p. 384).
Para Lacan, la Verneinung exhibe la negatividad de esta no superposición. Resulta imposible concebir el discurso humano como armónico-unitario, no parece existir conjunción totalizante, ni eclecticismo posible en este nivel. Así las cosas, lo simbólico instaura un orden sin salida; aunque, “es preciso que haya una sino sería un orden insensato” (p. 381).
En este sentido, para que pueda ser comprendido un signo del lenguaje se requiere de cierta luz externa “ya sea ésta una verdad exterior que permite reconocer aquello de lo que son portadores, ya sea gracias a la presentación de un objeto, repetida e insistentemente correlacionado con un signo” (p. 381); La repetición, de cierto modo, parece escribir el objeto.
Ahora bien, la verdad aparece como contingente respecto a los signos. Por lo anterior, independientemente de los signos que se trate, éstos “o bien poseen el sentido, o bien no lo poseen (p. 381)”. De este modo, el sentido queda como un atributo que puede deducirse, interpretarse del signo, si este se presenta articulado de tal forma que lo posibilite; en otras palabras, que su organización sea tal que pueda prestarse a dicha iluminación por parte de la verdad, algo así como constituyendo una superficie lo suficientemente reflectiva.
Justamente porque la palabra introduce otro plano, un ambiente sobre el cual se desplaza, funda a su vez la dimensión de la verdad, en la medida en que es con la palabra que se cuestiona la palabra. Así las cosas, la palabra puede producir alguna iluminación a través de la dimensión de la verdad, no porque ella se afirme necesariamente como la verdad, sino porque la emergencia de esta dimensión es uno de sus efectos.
De allí que, donde la palabra emerge simultáneamente se da la posibilidad de que brote el sentido, ya no desde la cosa, sino desde la palabra misma. Por tanto, si bien el lenguaje no es el capullo que surge de la cosa, podríamos afirmar que el sentido es el capullo que puede emerger de esa dimensión introducida por la palabra. Dicho sea de paso, no hay mayor razón que arbitrariedad (p. 383) para llamar a cierta cosa X y no Z, mientras las definiciones no hayan sido planteadas en el sistema; una vez estas coordenadas se han establecido, es posible hacer la exposición del discurso que se constituye como significado.
Si bien, cada símbolo introduce un agujero, en cual, las cosas pueden ser intercambiables, “es preciso hacer entrar a los objetos en los agujeros, y como los agujeros no corresponden, son entonces los objetos los que sufren” (389). Ese agujero que introduce el símbolo en lo real, según el modo de abordaje, se denomina el ser o la nada, sólo concebibles en el fenómeno mismo de la palabra.
Adicionalmente, Lacan sitúa sus tres categorías elementales, Real-Simbólico-Imaginario, en la dimensión del ser. Sólo así constituida la dimensión del ser pueden ubicarse, para Lacan, las tres pasiones fundamentales, a saber; el amor, en la desgarradura entre lo simbólico y lo imaginario; el odio, entre lo imaginario y lo real; y la ignorancia, entre lo real y lo simbólico.
Lacan llama la atención sobre esta última, afirmando que más allá de la forma amor-odio, que puede tomar la transferencia, suele descuidarse la posibilidad de la ignorancia como pasión: aun cuando quien que va analizarse se coloca en la posición de quien ignora algo. Hecho que constituye, de paso, su entrada posible en análisis.
Por tanto, la estructura de la transferencia no puede ser entendida en términos de una relación dual, sostenida en la lógica de la two bodies psychology, sino a través de un tercer elemento constitutivo: la palabra, el motor de su progreso. No se trata de una proyección ilusoria de cierta figura fundamental sobre el compañero analítico, tampoco de hacer intervenir la relación de objeto, la relación transferencia-contratransferencia, donde se conciben, por así decir, dos individualidades que interactúan.
Lacan aquí sugiere que tales formas de comprensión conciben la palabra como subordinada a la situación imaginaria, olvidándola o designándola únicamente como medio de intercambio simbólico; callejón sin salida que conduce, por ejemplo, a la sugestión o a la identificación. De allí que, al considerar este tercer elemento, la palabra, se introduce cierto entorno donde ésta misma se moviliza y a través del cual es posible concebir la transferencia en espejo.
Sin embargo, en la medida en que la palabra se afirma siempre como verdadera, el engaño queda enlazado a la naturaleza de su despliegue. El signo no puede presentarse más que en esa cierta dimensión que introduce. En efecto, para quien la escucha, la palabra se afirma, generalmente, como verdadera.
Por otra parte, para quien miente al hablar, el engaño requiere una vuelta adicional: debe tomar en consideración la verdad que tiene por objetivo disimular y aquella que pretende profundizar e instalar. A medida que se desarrolla, la mentira exige recordar los puntos donde se ha fijado, si pretende sostenerse, requiere de estos soportes artificiales establecidos como fijaciones de verdad. Del control correlativo de la verdad evitada, depende el éxito mismo de la mentira como nueva forma de verdad constituida: “la mentira realiza, al desarrollarse, la constitución de la verdad” (p. 382).
Siempre se dice la verdad, aun cuando se miente [a lo Tony Montana]. Por ello, para Lacan la mentira no es el verdadero problema; de todos modos, el sujeto mintiendo algo dice de su posición subjetiva. El verdadero problema radica en el error, dado que “no hay error que no se formule y enseñe como verdad” (p. 382).
Esta doble negación encierra esencialmente que: “El error es la encarnación (o manifestación) habitual de la verdad” (p. 383), por consiguiente, “las vías de verdad son, por esencia, las vías del error” (p. 383). En este sentido, no podría afirmarse que no habría error si no hubiese verdad, dado que hasta que la verdad no esté totalmente desvelada -y esto “según toda probabilidad nunca, por los siglos de los siglos” (p. 383)- su naturaleza y posibilidad de propagarse queda ineludiblemente ligada al error.
Al respecto, Lacan sostiene que lo que determina finalmente el estatuto de error es que en cierto punto culmina en una contradicción (p 384). Si afirmo que la gravedad no afecta a determinado objeto que sostengo con mi mano, y al quitar su soporte este evidentemente cae y no flota, la afirmación que previamente esbocé cae como verdad a la par por efecto de la contradicción.
A través de la contradicción es posible establecer separación entre verdad y error en el discurso. El momento ideal [utópico] dónde el discurso encuentra una no-contradicción perfecta, punto en que se cierra sobre sí por plantearse, explicarse y justificarse, es el saber absoluto, noción hegeliana.
Cabe resaltar que este no es el objetivo de un psicoanálisis, ni tampoco ningún tipo de psicoeducación o preparación para el encuentro con lo real. Cuando se habla de la suspensión del principio de contradicción en el inconsciente, es que esa palabra que porta cierta verdad tiene otras formas de manifestación, obedece a leyes distintas que las del discurso corriente, y puede ser detectada no por observación sino por interpretación de las distintas formaciones del inconsciente. Por ello, Lacan ubica al descubrimiento freudiano del lado del empirismo, acuñando el siguiente sentido: “la verdad caza al error por el cuello en la equivocación” (386).
De allí que, desde Freud, lo propio del campo psicoanalítico ha sido suponer que el discurso del sujeto se desarrolla en el orden del error, del desconocimiento, incluso la denegación. Es en cierta errancia donde hace irrupción la verdad, sin que culmine en el punto de contradicción en la medida que revela una verdad de atrás, lo que permite percibir “la estructura constituyente de la revelación del ser en tanto tal” (383).
Para Lacan la acción que se denomina fallida, es en realidad un acto que triunfa, al igual que las palabras que tropiezan, dado que simultáneamente revelan y confiesan cierta verdad. Por consiguiente, en el análisis, “la verdad surge por el representante más manifiesto de la equivocación: el lapsus” (386). Allí se manifiesta una palabra que irrumpe como verdad, al igual que en el interior de las asociaciones libres, síntomas, imágenes del sueño, etc. Si el sueño para Freud es una frase, jeroglífico, es porque hay allí algo para leerse, digamos del orden de la verdad, más allá de la imagen en sí.
La condensación no se trata de la correspondencia término a término entre cada símbolo y cada cosa; por el contrario, el conjunto de los sentidos del sueño, pensamientos y cosas significadas allí, conforma una red, una serie de entrecruzamientos y así a cada símbolo corresponden múltiples cosas, y a cada cosa múltiples símbolos (389).
De lo anterior resulta que la palabra, en su emisión cuenta siempre con cierta necesidad interna de error. Esto puede conducir a una posición escéptica (pirronismo histórico) en la que el valor de verdad de lo que la voz humana puede emitir queda suspendido a la espera de futura totalización. Por ello, para que el sistema simbólico propuesto por las ciencias pueda constituirse como una lengua bien hecha, pretende prescindir de toda referencia a una voz.
Por otra parte, el sujeto también manifiesta esta palabra con su cuerpo, no sólo con el verbo, palabra de verdad que el mismo no sabe que emite como significante. De lo anterior resulta que el sujeto siempre dice más de lo que quiere, porque, en efecto siempre sabe más de lo que dice. La exclusión de la verdad del dominio de los signos para Lacan, apoyado en san Agustín, parece concordar con esta vía, “los sujetos muy a menudo dicen cosas que van mucho más lejos de lo que piensan… son incluso capaces de reconocer la verdad sin adherirse a ella.” (387).
Por tanto, a lo que el descubrimiento freudiano empuja es a escuchar esa palabra que se manifiesta en el discurso a través del sujeto, incluso, a pesar del mismo sujeto. Se cuenta con que la palabra que el sujeto emite llega, sin que éste lo advierta, más allá de sus límites en tanto $ discursante, y simultáneamente no excede sus límites en tanto $ hablante (387). Lo discursante irrumpe a través y a pesar del hablante.
De igual manera, Lacan enlaza la represión [Verdrängung] al discurso como irrupción del mismo. Tal es evidenciable en la práctica cuando sujeto dice que le falta la palabra, punto que al parecer la caracteriza y distingue de la repetición y la denegación. Este esfuerzo de desalojo, se aplica esencialmente sobre aquello de lo que el sujeto nada sabe, o nada quiere saber, la muerte y el goce sexual.
Lacan deduce que quizá existen límites internos a lo que se puede decir, hecho que hace obstáculo a la ambición de una teoría total, incluso del mismo sujeto, y que resuena en lo citado por Freud de Mefistófeles: Dios no puede enseñar a sus muchachos todo lo que Dios sabe. Adicionalmente, ubica represión cuando el maestro detiene el desarrollo de la enseñanza por razones que dependen de la naturaleza del interlocutor.
En este sentido, podemos afirmar con Lacan y con Freud que si hay sueño es porque hay represión, y hay represión en la medida en que podemos reconocer, por ejemplo, que algún deseo fue suspendido en la experiencia, cierta palabra que no podía ser pronunciada y que conduce al fondo de la confesión, al fondo del ser. En consecuencia, Lacan identifica el deseo reprimido que se manifiesta en el sueño con el ser que espera revelarse. Lo que allí es revelado quizá no tenga valor de prueba fáctica, pero sí de investidura.
En últimas ¿cuál es la estructura de esta palabra que está más allá del discurso? Al parecer se trata de aquella que surgió en la parte sufriente de los seres y que asumió la forma de psicopatología (psicología mórbida). Es en el fenómeno psicopatológico donde se revelan “esos puntos vividos, subjetivos, donde emerge una palabra que sobrepasa al sujeto discursante” (p. 389).
Esta es para Lacan la novedad de Freud respecto a San Agustín; pero, para que tal paso pudiera darse, “era necesario que la mayoría de los hombres estuviesen atrapados durante algún tiempo en un discurso sumamente perturbado, quizá desviado, y en cierto sentido inhumano, alienante, para que esta palabra se manifestara con tal acuidad, tal presencia, tal urgencia” (p. 389).
Lo anterior no constituye una prescripción universal sobre el actuar respecto a este fenómeno, de hecho, para Lacan la mayoría de los seres humanos cumplen de modo satisfactorio sus obligaciones aun cuando habitualmente no se ocupan de ello. Sin embargo, no habrá progreso que posibilite una revelación en el plano simbólico sin esfuerzo de pensamiento, incluso cuando la dialéctica y el discurso avancen, estos podrían darse prescindiendo totalmente del pensar, arbitrariamente.
Es este esfuerzo del pensar lo que engendra aquello que transcurre como una serie de revelaciones particulares para cada sujeto en el análisis. Podríamos concluir a través de lo siguiente: “La palabra incluida en el discurso se revela gracias a la ley de la asociación libre que lo pone en duda, entre paréntesis, suspendiendo la ley de no-contradicción. Esta revelación de la palabra es la realización del ser” (p. 394). No hay revelación del ser más que errática.
Referencias
Lacan, J (1954) Seminario 1: Los escritos técnicos de Freud. Paidós: Buenos aires, Argentina -1981
Arte*:
Pieter Brueghel de Oude llamado el Viejo (1525-1569), fue un pintor y grabador brabanzón. Fundador de la dinastía de pintores Brueghel, es considerado el pintor holandés más importante del siglo XVI.
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