
“Todos observan mis logros, pero nadie conoce mis sacrificios”
Fileteado en el paragolpes trasero de un camión de cargas
La Envidia debe estar envidiosa, y con razón, pues siempre hemos hablado tanto de sus primos hermanos, los celos, y a ella la dejamos de lado, apenas mencionándola en algún párrafo perdido o en una conversación privada. O simplemente sintiéndola.
Sin embargo hoy no la vamos a dejar afuera. Veamos. ¿Quién no ha sentido envidia nunca? No mientan. Hasta podría formar un club de envidiosos, para que podamos envidiar (cada uno a quien quiera) sin culpa y disfrutar de ese sentimiento inevitable… pero autodestructivo. Claro, pues a veces, como todo lo excesivo, se vuelve venenoso y el primero en intoxicarse es uno mismo. Así que, reflexionemos.
“Invidia” en la mitología romana, era una personificación de la venganza. Sus equivalentes en la Mitología Griega fueron Némesis y Ptono. ¿Por qué referirnos a ella, teóricamente, en el siglo 21?
Divaguemos
El famoso jugador de fútbol del Real Madrid, Cristiano Ronaldo, declaró a los medios en algún momento, hace tiempo:
"En absoluto siento envidia hacia Messi. Mi prioridad es ganar muchas Ligas de Campeones y españolas con el Real Madrid, y no Balones de Oro".
Pensemos, si a Cristiano Ronaldo le produjera envidia que al argentino Leonel Messi le den cada año el premio al mejor jugador de Europa, podría ser este un afecto esperable, aunque no razonable, porque la envidia nunca lo es. Aunque al menos no parezca ésa una envidia tan absurda.
Pero si al dueño o al entrenador del club en el que juega Messi, sea cual fuera la institución, le despierta envidia el triunfo y las habilidades del delantero que “patea” para ellos, ahí es donde este sentimiento se convierte en un síntoma interesante para estudiar, y en un exponente indiscutible de las expresiones propias de la pulsión de muerte. Por algo será que los celos, sobre los que tanto se ha escrito, no están incluidos entre los siete pecados capitales… y la Envidia sí.
Sé que estos ejemplos son banales, pero cuántas veces nos ha sucedido esta inesperada experiencia: participamos en una empresa, compañía o grupo operativo o programa de salud mental o medio de comunicación, etc., ya sea como vendedores, periodistas, conductores de radio, coordinadores grupales, editores, deportistas, modelos, actores, políticos, autores, psicólogos sociales, albañiles, policías o ladrones, y descubrimos que si nos va muy bien gracias a nuestro esfuerzo, nuestros principales “enemigos envidiosos” terminan siendo los compañeros o jefes, y no necesariamente o siempre los competidores externos. ¿Cómo es posible que le peguen a la mano que les da de comer? Por otro lado, nos parece “normal” que un ángel envidie a Dios, metafóricamente hablando, pero ¿qué pensaríamos si ocurriera al revés?.
Lo que se podría inferir es que la envidia-pecado capital desde la religión, o la envidia femenina al pene (según Freud), o la invidia de Lacan, tienen un origen común y anterior.
Un “cachito” de cultura
Melanie Klein lo expresa claramente en su libro Envidia y Gratitud (1957), al explicar que si bien la envidia surge del amor y la admiración primitivos, tiene un componente libidinal menos intenso que la voracidad, y está impregnada por la pulsión de muerte.
Klein define a la envidia destructiva que el bebé siente por ese pecho materno que posee el poder total de darle alimento y bienestar como la primera externalización directa del instinto de muerte. Hanna Segal, refiriéndose a los textos de Melanie Klein resume con referencia a la Envidia: “la plácida y dichosa experiencia que ese maravilloso objeto (el pecho materno) puede proporcionarle, aumenta su amor hacia él y su deseo de poseerlo, pero también le provoca el deseo de ser él mismo la fuente de semejante perfección… así pues experimenta dolorosos sentimientos de envidia que provocan el deseo de arruinar las cualidades del objeto que le produce sentimientos tan penosos”.
Más claro échale agua… ¿Lo ponen en duda? Sigamos.
Para el envidioso adulto, el envidiado es siempre aquel que ha adquirido o recibido un don o un objeto material o ha encontrado su “media naranja” (todo inmerecidamente). El envidiado ha hallado algo que además supuestamente lo completa y lo vuelve omnipotente (solo para el ojo envidioso que lo mira).
Nuestros envidiados, entonces, pasan a ser ( ante esa mirada sufriente y angustiada del envidioso, insisto, la nuestra) los “Mrs. Happy y Mr. Happy” del mundo, aquellos a los que ahora nada les falta, pues consiguieron el Santo Grial, la Rosa Púrpura del Cairo, la llave de la Felicidad y la salud eterna, el objeto “a” lacaniano, la lotería y todos los premios, la vaca y el ternero, la completitud imposible, y además se reencontraron con la primera experiencia de satisfacción freudiana, para no perderla nunca más.
Y desmantelando nuestra tendencia a la transferencia globalizadora, por ese rasgo o logro del otro, solamente, para nosotros, ellos son y viven una existencia perfecta.
Como ya dije, pensamos que la pareja formada por Mr. Happy y Mrs. Happy, siempre sonrientes por la calle, viven felices en coito continuo.
¿Y los celos, che?
En los celos hay guión, el celoso imagina escenas que no existen, mientras que en la envidia hay ausencia de libreto, el envidioso siente que el envidiado ha obtenido ese logro concreto, palpable, solo por tener más fortuna que inteligencia, por azar o casualidad o porque Dios le sonrió más, como a Abel, o tal vez porque participó de un casting-cama y se acostó con el jefe, o simplemente porque sí. En los celos, además, se requiere que haya tres personajes, en la envidia con dos es suficiente, y no se pretende poseer al otro sujeto, sino al objeto o condición que este recibió, ya sea justificadamente o no.
En síntesis, si es que puede sintetizarse algo con relación a la envidia, cuando envidiamos fuertemente a alguien lo vemos como el Sujeto que tiene, mientras que nosotros estamos, en ese aspecto, según parece, imposibilitados. Castrados. Impotentes. Porque como repetía alguna abuela en mis tiempos, existe la idea generalizada de que “hay gente que nace con estrella y otra… estrellada”. Nada más falso.
¿Durante toda su larga biografía tendrá estrella o estará estrellada?,… nos olvidamos de preguntarle a la abuela. Porque nosotros envidiamos (quisiéramos estar en su lugar) al cantante que entonando dos estrofas gana dos millones de dólares en una noche, pero no lo envidiamos dos años después cuando sufre un ACV y vive postrado en una clínica.
De todos modos, ese Ser, el envidiado (creemos) que es el que porta el falo (imaginario, simbólico y real) y nosotros ante él pareciera que estamos agujereados, divididos, incompletos, y por ende solo nos resta envidiarlo, sentados en nuestro sentimiento de inferioridad ante ese Gran Otro subido al pedestal por otros, y a veces solo por nosotros mismos.
¿No alardees tanto de tus logros en Facebook?
Este “completar” al otro en nuestra imaginación, verlo como Gran Otro, hace que ni siquiera el envidioso pueda creer que su mirada consigue provocar el fantasioso “mal de ojo” (del que teme el envidiado por lo cual se protege con cintitas rojas o amuletos). Lo interesante es que el envidiado, por su parte, también cree en la omnipotencia del pensamiento del envidioso, que lo “mira mal”, y teme perder el don, bien, pareja, etc., conseguido.
Y si hablamos de esa pulsión inevitable del mal ver, del ojo malo, de la pulsión escópica del envidioso, es justamente hacia donde no se quiere ver que el sujeto envidioso pretende mirar. Lo que cree es que el otro ha conseguido la solución a todos los problemas, la completitud. Pero esa palabra es el monumento a la nada. Se esconde detrás de apariencias sustituibles a cada rato.
La publicidad sabe bien esto, por eso nos ofrece la felicidad garantizada en todo lo que vende. Y genera dosis de violenta envidia en quienes jamás lograrán comprar esos “objetos imprescindibles” que no te podés perder tenerlos.
Sin embargo, también el simple andar por este planeta nos hace descubrir que una célula envidia al átomo y éste al embrión, el cual está verde de envidia ante los animales de dos patas, quienes se vuelven amarillos de envidia frente a los mamíferos que gatean, y así sucesivamente. Nosotros mismos estamos de pronto del lado del envidiado y del envidioso, según el lugar del mostrador “del éxito” en el que nos ubiquemos, o de acuerdo a qué ideal del yo enloquecedor nos han propuesto alcanzar nuestros padres, o nosotros mismos.
¿Qué envidian Ellas y Ellos en la vida cotidiana?
Ellas envidian a esa otra cuyo hijo fue abanderado en el colegio y el de ella no, si la amiga se compró un mejor lavarropas o cocina, si consiguió un marido con plata, si no puede embarazarse y la vecina ha parido un crío por año, si se quedó soltera y la hermana se casó e hizo un viaje maravilloso que ella no puede pagar… ¿sigo? sería interminable.
Los hombres envidian que un compañero haya sido ascendido de puesto y ellos no, (lo que implica un aumento de salario), que el amigo tenga una camioneta de alta gama mientras él sigue viajando en colectivo, y si comparten el vestuario del club y ven a otros desnudos muy bien provistos en sus atributos masculinos, también hay envidia de ese “tamaño” que la naturaleza le otorgó al prójimo y a nosotros no.
¿Y Entonces?
Entonces surge la pregunta inevitable: ¿Cómo restaurar al envidioso partido en dos, víctima de su “Superyó” insaciable y de una sociedad que le exige resultados concretos? ¿Cómo inducirlo al sentido de la compasión…no por los demás, sino hacia sí mismo?
¿Cómo hacerle entender que en definitiva, el deseo del hombre es el deseo del Otro? ¿De qué Otro? De esos padres que el Señor nos dio y del consumismo que nos impiden la perfecta aceptación de lo que somos.
No se lo ayuda al envidioso viendo sufrir al envidiado, como nos proponen los programas televisivos de chimentos, y las secciones de noticieros tipo “la tragedia de los famosos”, aunque estos productos mediáticos parecen calmarnos con su mensaje implícito: “La vida no se enamora de nadie”.
La disminución de nuestra envidia ponzoñosa debería venir, al menos en lo racional, por la revisión de qué ha hecho el envidioso para conseguir sus propósitos personales. Y de trocar la culpa por la responsabilidad de sus actos, o de la inacción, para poder darse la oportunidad de lograr a partir de ahora, poner en curso nuestros deseos.
Todos somos únicos e irrepetibles, y venimos a este plano vital a cumplir alguna misión mucho más importante que sentir envidia por los demás. Claro que no siempre esa misión o don, se nos es revelado desde un comienzo. A veces hay que buscar y encontrar y seguir buscando.
La tarea es arar, cultivar y cosechar nuestro propio camino pues ahí está el destino de esa energía que hasta ahora gastábamos en contemplar la película de la existencia ajena. Cuando uno decide ser el Richard Gere, la Julia Roberts, de su propia película, la envidia cede, y desaparece de a ratos, o para siempre.
Es cierto que a veces arrojamos semillas y no crece nada…enseguida, o que si nos dieran un peso cada vez que nos dicen que “no” a un proyecto, a una propuesta, a una idea que ofrecemos, seríamos millonarios. Pero eso no significa que los demás sean necesariamente mejores, y en todo caso habrá que investigar en qué surco conviene invertir las próximas semillas y en cuáles no.
Si nos emprendemos en esta acción, es entonces probable que nuestra mirada pueda ceder un rato a la nube fantasmática de la envidia y es ahí cuando lograremos ver al vecino tal cual es. Y es ese el instante en el que nos sorprenderá reconocer en el (hasta entonces) envidiado, sus agujeros abismales, sus faltas estructurales, su frustración e insatisfacción, pues lo logrado por él seguramente es la ínfima parte de lo trabajado, de sus propias envidias, de lo que cree que merece, y de su propia muerte a cuestas, como le ocurre a cualquier bicho humano, y entenderemos así que ciertas fortunas temporales (merecidas o no) jamás le quitarán su condición de sujeto dividido, escindido, barrado, con incertidumbres, tanto como nosotros. Aunque usted, como diría Ripley, no lo crea.