» Colaboraciones
La Ética en Nuestra Condición Humana04/01/2012- Por Manfredo Teicher - Realizar Consulta

"Solemos aceptar que el ser humano es el animal mas evolucionado de la escala zoológica lo que lo coloca en la cima de las maravillas que la naturaleza ha producido en este planeta. Su velocidad de traslación ha traspasado la barrera del sonido y haber puesto un hombre en la luna y traerlo de vuelta es una hazaña que ningún otro ser vivo puede realizar. Dos elementos que caracterizan al animal humano han permitido semejantes logros: una inteligencia brillante y una habilidad singular. Combinadas, estas características produjeron un resultado que justifica, en buena parte, su orgullosa soberbia. La naturaleza humana dispone además de un elemento asombroso: la fantasía. Campo que encuentra en la realidad creada una seria competencia. Lo que fue una mágica fantasía de Julio Verne ha sido superada por la tecnología en la práctica."
Uno de los millones de espermatozoides logró entrar en el óvulo que estaba esperando que llegara. Y así quedó fecundado. Empezando un proceso que, tras 9 meses da lugar a un nuevo ser humano (si todo va “bien”).
Tal óvulo y tal espermatozoide determinan: el sexo, fisonomías raciales: el color de los ojos, del pelo y de la piel, y el desarrollo o no, de determinadas patologías.
La evolución de la cultura humana agrega otros ingredientes a lo que llamamos identidad:
Nacionalidad, religión. Y clase social.
El lugar geográfico de nacimiento, la familia (que puede reducirse a una madre soltera), y el momento histórico, son elementos que van configurando una serie de acontecimientos que determinan el posible desarrollo de la vida de ese sujeto.
Solemos aceptar que el ser humano es el animal mas evolucionado de la escala zoológica lo que lo coloca en la cima de las maravillas que la naturaleza ha producido en este planeta. Su velocidad de traslación ha traspasado la barrera del sonido y haber puesto un hombre en la luna y traerlo de vuelta es una hazaña que ningún otro ser vivo puede realizar. Dos elementos que caracterizan al animal humano han permitido semejantes logros: una inteligencia brillante y una habilidad singular. Combinadas, estas características produjeron un resultado que justifica, en buena parte, su orgullosa soberbia. La naturaleza humana dispone además de un elemento asombroso: la fantasía. Campo que encuentra en la realidad creada una seria competencia. Lo que fue una mágica fantasía de Julio Verne ha sido superada por la tecnología en la práctica. |
Con la introducción de la tercera herida al narcisismo humano, Freud creó el psicoanálisis. Con sus dos facetas, un cuerpo teórico que intenta conocer y explicar la conducta humana y por el otro, un método terapéutico que hoy pretende superar las expectativas de su fundador, ya que muchos psicoterapeutas se atreven a, no sólo enfrentar, sino hasta “curar” con el psicoanálisis a un sujeto cuya conducta es considerada psicótica.
Podemos definir a los seres humanos como empedernidos deportistas cuyo deporte favorito es la competencia narcisista que, cuando las circunstancias lo permiten, nos sumerge en la lucha por un poder, nunca suficiente. Somos buenas personas que denunciamos el abuso de los que detentan el poder... cuando no lo tenemos. Es el lugar del poder el que ilustra la vitalidad de la criatura que alguna vez fue his majesty the baby. En el encuentro cotidiano, la competencia narcisista es un entrenamiento para la lucha de clases, donde todos queremos estar arriba y mantener a otros por debajo para nuestro exclusivo beneficio.
Las reglas del juego sugieren mantener ese Deseo reprimido (oculto) en el inconsciente.
Cada uno de nosotros alberga en el fondo de su alma una criatura soberbia, arrogante, prepotente y caprichosa que entiende que es lo más maravilloso del universo, por lo que le corresponde el derecho, de origen divino, de que los demás estén a su disposición incondicionalmente, sea como objeto sexual o sumiso trabajador. Considera que la felicidad de los otros consiste en atender a sus caprichos y merecen ser aniquilados si se niegan a estas demandas. Pero como la vida en sociedad, es una necesidad vital y todos pretenden lo mismo, se hizo imprescindible controlar y limitar las pretensiones de esta criatura. El ser humano aprendió a compartir y a colaborar con sus vecinos, es decir, a ser solidario. La educación forma una parte adulta de nuestra personalidad que está dispuesta a respetar al otro, reprimir esa criatura caprichosa y hacer todo el esfuerzo necesario para ganarse a través del cariño, el estudio y el trabajo, el respeto y el cariño del otro semejante.
Ambas partes de nuestra personalidad – la criatura caprichosa y la que la reprime – mantienen una lucha constante y sin fin. Siempre se intenta ocupar una posición superior. Nadie quiere estar abajo.
La inteligencia humana ha creado y desarrollado una ética, con emotivos valores como democracia, libertad, igualdad, fraternidad. Con ella pretende controlar el exceso de lo que podemos entender nuestra condición humana: el abuso de poder contra el semejante. Según la historia, en esa lucha no es justamente la ética la vencedora.
El psicoanálisis pretende que la gente levante la represión y conozca lo que oculta en su inconsciente, pero para formar su inconsciente el sujeto se ha esforzado lo suficiente como para resistirse a deshacer lo que tanto trabajo le dio hacer. Eso hace comprensible la resistencia al psicoanálisis por más ventajas que este pueda tener.
El desarrollo de la cultura humana pretende encontrar una ética que haga la convivencia agradable para todos. Pero quizás el obstáculo insalvable esté, en cuanto a lo individual, en el poder que puede adquirir un narcisismo perverso que quiere a los demás, padres, hijos, hermanos, parejas o amigos, siempre y cuando éstos estén dispuestos a satisfacer sus arbitrarios deseos. Un narcisismo al que no le interesa demasiado ni el futuro, ni el resto de la especie. El instinto de conservación de la especie motiva la reproducción, pero no la preocupación por los vecinos. Este aspecto perverso del narcisismo, individual y grupal, está en constante conflicto con otro aspecto del narcisismo, que podemos llamar sublimado. El narcisismo sublimado, preocupado por aquella ética universal, presiona para que uno esté dispuesto a compartir con los demás, a ser solidario. Pero la solidaridad y la buena intención de compartir con los demás, según lo señala la historia, logra imponerse en la teoría, mientras el narcisismo perverso reina en la práctica concreta. La transacción dialéctica, producto de ese eterno conflicto, nos ofrece abundantes y hermosos discursos demagógicos, acompañados por aisladas y raras, pero emotivas, muestras de solidaridad.
La naturaleza humana impone una seria dificultad en respetar al narcisismo ajeno y una fuerte tendencia a pretender el respeto incondicional al propio.
La organización social de la especie es una intrincada selva donde la ley del más poderoso impone su capricho a los más débiles, los que, a su vez, están ávidos de poder.
Pese a nuestra extraordinaria capacidad de adaptación, la convivencia se muestra como un problema sumamente complicado que deberíamos resolver. Aunque surge la duda si no será utópico pretender resolver los problemas de la convivencia de la especie.
“No es fácil para los seres humanos, renunciar a satisfacer ésta su inclinación agresiva. No debe menospreciarse la ventaja que brinda un círculo cultural más pequeño: ofrecer un escape a la pulsión en la hostilización a los extraños. Siempre es posible ligar en el amor a una multitud mayor de seres humanos con tal que otros queden fuera para manifestarles la agresión. [1]”
Que la manifestación patológica de la hostil agresividad se limite en su exteriorización contra los miembros de otro grupo, y a duras penas se mantenga controlado dentro del grupo de pertenencia, es un esforzado logro no muy habitual ni duradero. Esto eleva a la categoría de utopía la pretensión de una justicia social para la especie humana.
Se puede crear un chivo expiatorio dentro del grupo, para el que la cultura permite canalizar impulsos que transgreden su ética, triste destino que se otorga a los más débiles. En la familia, ese lugar lo ocuparán la mujer y los hijos; mientras que el narcisismo infantil antisocial individual, disuelto en el grupo de pertenencia, produce la lucha de clases, el racismo, la xenofobia, la guerra, el genocidio, que son formas sociales de la perversión.
Reclamando un derecho que me otorga mi “origen divino” y como mal menor reclamándolo para mi grupo de pertenencia, canalizo todas las formas de hostilidad contra los otros. El juego de la guerra es la licencia cultural para matar. Fácilmente encontramos las fantásticas e irracionales creaciones intelectuales que justifican este juego y satisfacen así la necesidad de matar (¡¿?!), razonamiento que lastima a nuestra conciencia pero que la historia insiste en señalar.
Sí, es cierto que necesitamos amigos, pero para hacer la guerra necesitamos enemigos.
Hasta ahora no se ha logrado ni frenar ni disminuir la carrera de armamentos. Las personas que forman parte de los cuerpos represivos, no han dado signos de desaliento ante su función, y no son marcianos.
La evolución de los ideales culturales encuentra en la teoría una aspiración de alcanzar el Ideal universal de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Pero en la práctica, ideales mezquinos o perversos denuncian nuestra naturaleza humana que usa la inteligencia de la criatura más evolucionada para una lucha territorial y de jerarquías, resignificadas por la evolución de los valores culturales. La Dialéctica del Amo y del Esclavo divide a la humanidad en los que mandan y los que obedecen, dentro de un grupo. Mientras que la competencia entre los grupos humanos, dado el poder tecnológico alcanzado, coloca a la especie al borde de un abismo, convirtiendo en estupidez, la limitación de esa supuesta inteligencia superior incapaz de afrontar el desafío.
Si la guerra y los genocidios son inevitables, experiencia que enseña la historia y, dado que cada vez se usan armas más destructivas, deberíamos intentar aprovechar los momentos que algunos privilegiados de la humanidad tenemos, pudiendo darnos el lujo de negar que esto sea real, evitando la ansiedad lógica que despierta esta posibilidad, disociarnos y disfrutar de lo posible. Lo que en realidad, hacemos.
Ocultamos en el inconsciente a una criatura soberbia, prepotente y caprichosa que entiende que, como se considera lo más maravilloso del universo, merece que los demás (todo y todos) estén a su disposición incondicional. Con derecho a despreciar las necesidades narcisistas de los otros. No tolera la frustración. Y cuando ésta se produce, lo que es inevitable, toda su energía vital se concentra en furia destructiva.
En algún momento, lo ilustra cualquier criatura normal al poco tiempo de haber nacido. Cuando en su aparato psíquico recién comienza la formación del Superyo que intentará reprimir a esa criatura.
Para vivir en una comunidad y ser aceptado por ella, esa criatura debe ser educada para que aparezca un sujeto amable, dispuesto a compartir, a colaborar, a ser solidario. Por lo menos, en algunos momentos. Y por lo menos, con algunos semejantes.
Es lo que intenta realizar el proceso que los psicoanalistas llamamos “elaboración del complejo de Edipo” que, de muy mala gana para su dueño, va internalizando una Ley que impone el respeto al vecino, que el Superyo intentará imponer para controlar a esa criatura. Un proceso violento para cualquier criatura.
Es el miedo el que permite y convence a la criatura humana que se someta a la Ley social. Y es el Poder el que rompe los controles que una convivencia amable requiere.
Competimos para ganar (someter) y lograr desprendernos del molesto barniz social que cubre nuestras intenciones. Competencia que se da tanto dentro del grupo de pertenencia como entre los mismos grupos.
Al deseo de reaccionar con violencia ante la frustración, se opone el miedo a la soledad y al desamparo. Un conflicto que recién termina con la muerte del sujeto.
¿Quién no quisiera tener el poder de Narciso? La juventud y la belleza son dos armas poderosas para conquistar a cualquiera y lograr su rendición incondicional.
Someter caprichosamente a los demás es un deseo infantil imposible de eliminar, pero hemos aprendido a negar su existencia. A pesar de nuestros discursos, que claman fervientes deseos de amor al prójimo, en el mejor de los casos ocultamos en el fondo del inconsciente nuestros deseos de ser dioses inmortales que merecen el reconocimiento incondicional de los otros.
Narciso era un hermoso muchacho que, por esos dones naturales, conquistaba el amor de todos. Y se daba el lujo de rechazarlos, no correspondía a nadie.
Lo insólito es que cuando dos se aman están sinceramente convencidos de estar dispuestos a cumplir con el otro por toda la eternidad. Lástima que esta enfermedad, la del enamoramiento, se cura sola. Y cuando aparece la convalecencia de tan dichosa patología, cada cual está convencido de tener el derecho a que el otro deba cumplir esa promesa. Luchamos por el poder para acaparar más derechos y someter con más deberes a los demás.
Hay dos formas de intentar satisfacer la necesidad narcisista (la de ser importante para los que son importantes para nosotros). Respetando al otro, lo que conforma un narcisismo socialmente adaptado, sublimado; o, despreciando al otro, lo que define al narcisismo perverso.
Mientras el narcisismo perverso es un producto heredado, el narcisismo sublimado es resultado de la socialización del sujeto, por lo tanto, es un producto del contexto cultural que ha producido a ese sujeto.
Esta forma de plantear el narcisismo ilustra nuestra dependencia. No de cualquiera, sino de algunos objetos significativos, importantes, para nosotros, que conforman los miembros de nuestros grupos de pertenencia. En el enamoramiento, el objeto significativo del que se anhela ese reconocimiento es uno sólo.
La presión del narcisismo perverso, sea para someter a los otros, que no se dejan, o para destruir al mundo por las frustraciones que impone al sujeto, es de tal intensidad que se impone alguna vía para descargar la tensión; descargas que pueden ser bruscas, violentas.
La neurosis es el mal menor que pagamos de mala gana esperando lograr una convivencia más amable. Pero, sea porque la presión de la hostilidad es demasiado intensa, sea porque las vías de descarga “saludables” son difíciles y escasas, es la descarga violenta el gran problema, tanto para el sujeto como para la convivencia de la especie.
Por su necesidad narcisista, el sujeto forma o es miembro de diversos grupos de pertenencia. Compite para llamar la atención dentro del grupo, para ser considerado importante, para obtener todo el poder, todo reconocimiento posible.
Pero, dentro del grupo, para que éste sobreviva y para ser aceptado, se debe mantener el control sobre los caprichos y buscar la satisfacción de las apetencias narcisistas “por las buenas”. Se compite entonces para lograr suficiente poder que permita someter al grupo e imponer los caprichos de uno. A un sujeto con suficiente poder, el grupo le tolera la transgresión a la ética que se impone al resto. En todo grupo humano el que tiene poder, abusa de él. Y el grupo de poder abusa de los que tienen menos.
Dentro del grupo siempre se puede elegir a un miembro y convertirlo en un chivo emisario contra quién descargar la hostilidad. Pero un curioso mecanismo psicológico grupal pone un dramático acento en la convivencia social: debo reprimir mis caprichos dentro del grupo; para ser aceptado y para que el grupo pueda sobrevivir. Bien. Pero, como mal menor, vamos a recuperar el poder y los derechos para el grupo de pertenencia. Esa será la revancha. Y el beneficio secundario es el poder grupal que intimida más que el sujeto aislado. El narcisismo individual queda disuelto en el grupo de pertenencia.
Entonces, habrá solidaridad entre nosotros los señores, pero los otros, los desgraciados de turno serán los que no merecen la menor consideración. Los argumentos que la inteligencia humana se enorgullece en producir serán los justificativos para que la violencia descargada contra ellos sea absolutamente racional. Los mismos argumentos (las diferencias) también justifican la importancia del otro. Uno se enamora de un otro semejante y a la vez diferente. Y lo admira (o envidia), por lo que “el narcisismo de las diferencias” puede ser sublimado. La competencia también es el motor del aprendizaje y del progreso. Encontramos la competencia sublimada en el deporte, en la ciencia y en las artes, como en cualquier encuentro humano (a veces).
El ambiente social alienta el uso de la violencia a través de cruentas protestas, sea por el abuso de poder, sea por ofrecer un modelo donde los dividendos del uso de la violencia (corrupción, mafia) resultan sumamente tentadores. La unión en una masa humana agrega una sofisticada tecnología a la suma de las fuerzas individuales; además, crea un consenso que, diluyendo las conciencias éticas, fortalece la ilusión del abuso impune del poder en contra de los enemigos de turno.
La hostilidad es un enemigo digno del mayor respeto. Y el respeto es una forma sublimada del miedo. Las fuerzas enemigas están tanto dentro como fuera del sujeto.
No es extraño que la especie humana haya recurrido a la fantasía de uno o varios dioses omnipotentes para estar en mejores condiciones al enfrentar tales enemigos
Narciso, Edipo, Hamlet, Ofelia, Layo, Yocasta y tantos otros, son productos fantásticos de una mente humana que enfrenta un eterno conflicto heredado de la filogenia: el deseo de usar al otro, convertido en objeto significativo, cómo, cuándo y dónde se le antoja al sujeto; y la necesidad de convivir con él (que desea lo mismo).
La historia de la humanidad obliga a pensar que nuestros ideales pretenden modificar una
naturaleza que insiste en oponerse a que la utopía se concrete. En los momentos que nos detenemos a reflexionar sobre ellos, nos quedamos fascinados con la belleza de estos ideales. Pero del choque con una realidad que los desmiente surge un amargo despertar. A pesar de ello, el ingenio del ser humano seguirá proyectándolos en un hermoso futuro mientras felices fantasías nos permiten disfrutarlos soñando con mundos, quizás imposibles; mientras compiten con otras fantasías, no tan felices, de un cercano Apocalipsis.
La retribución de la naturaleza al trabajo de la reproducción es un intenso placer cuya búsqueda es suficiente aliciente para su realización. La conveniente solidaridad con los otros no recibe la misma recompensa y el placer que obtiene, cuando lo obtiene, es llamativamente menor que un ataque de furia destructiva.
El miedo a la soledad, al desprecio y al desamparo, nos lleva a elaborar el complejo de Edipo y a someternos a la cultura. Pero el miedo a la soledad se supera en la relación con muy pocos de los semejantes. Pretendemos integrarnos en algún grupo de pertenencia donde buscamos el reconocimiento de otros semejantes para sentirnos humanos. En el grupo, la identificación entre los miembros ayuda a superar el miedo. Se crean hábitos, adornos o uniformes que eliminan las diferencias, elevando a los miembros a la categoría de “Señores” con derecho divino, con lo que se intenta recuperar el poder de un narcisismo perverso, ahora diluido en el grupo. La ilusión de la omnipotencia de un grupo, diluye los controles sociales necesarios y permite descargar las tensiones acumuladas en la guerra, pudiendo hacerlo en la competencia deportiva. La guerra, al permitir mayor destrucción y crueldad, parece satisfacer una necesidad que no debería alentar el orgullo de nuestra especie. Es nuestra conducta cultural y no nuestro discurso cultural, la que delata nuestras intenciones. |
Saboteando y destruyendo todo intento de adaptación, la frustración del deseo fortalece a la criatura rebelde que no confía en promesas demagógicas – como sería postergar el placer hasta recibir un supuesto premio tras el trabajo (esfuerzo) personal – insistiendo en su afán de imponerse porque sí, tomando lo que entiende que le pertenece, simplemente porque le apetece. Son contadas las personas que pueden darse el lujo de recibir el premio de la valoración social (acceder a la fama) con su habilidad y su inteligencia, debiendo conformarse con su símbolo, el dinero, que la mayoría ya quisiera. El impacto estético de la juventud recién se valora al perderlo. Las ilusiones superan ampliamente las posibilidades reales. Por lo que es la frustración la que ocupa principalmente el escenario, lo que complica seriamente el control conveniente de la criatura caprichosa e impaciente que presiona sin cesar dentro nuestro.
La cultura también inventó la propiedad privada y una ley que la reglamenta. La propiedad privada es un premio al trabajo productivo, lo que es ético, y por lo tanto, justo. Pero también es un premio para aquél que logra imponer su posesión de cualquier modo, dejando de lado lo molesto de la ética. Los atentados contra la propiedad son severamente castigados cuando el criminal es débil y ha tenido la mala suerte de irritar fuerzas poderosas que casualmente han encendido las llamas de la justicia clamando por la ética. El más poderoso impone la ley, pero no es su victima.
La naturaleza no conoce la ética, un invento de la cultura. Hay leyes que regulan las relaciones humanas. Es justo, está bien todo aquello que contribuye a una mejor convivencia, ésa es la finalidad. Esa debería ser la finalidad. La ley se impone por la fuerza. El poder de la ley reside en el poder del que tenga la fuerza para imponerla. El poder impone la ley. ¿Quién impone la ley al poder? El juego consiste en adquirir suficiente poder para transgredir la ley que se impone a los más débiles.
Cualquier guerra, y la guerra es una cruel burla a la ética, comienza con más voluntarios que desertores. Renunciando al abuso de poder dentro del grupo, cosa que a veces logramos, compensamos la renuncia a nuestros caprichos y recuperamos el poder (el derecho divino) para el grupo de pertenencia. Las excusas que justifican ese derecho serán pequeñas o grandes diferencias entre los miembros de cada grupo. El color de la piel, distintos hábitos culturales, religión, raza, situación económica, nacionalidad, región geográfica, sexo, serán suficiente excusa para despreciarlos, porque no coinciden con lo mío. En realidad, porque sí.
¿Dónde quedó la ética en la lucha de clases, dentro de las comunidades humanas? ¿Dónde quedó la ética en la lucha de clases entre las naciones? El conflicto norte-sur produjo naciones ricas y naciones pobres. Una realidad absurda y lamentable obliga a la inanición de algunos mientras otros gastan fortunas en sofisticadas dietas para adelgazar.
Un tratado de Ginebra pretende reglamentar lo absurdo de la guerra. Hay armas prohibidas, por lo tanto hay otras permitidas. No se deben matar civiles, ancianos, mujeres, ni niños. Sí, se deben matar soldados, lógicamente, enemigos. Y no parece haber remedio conocido para esta patología social.
La humanidad no desaparecerá pero el avance tecnológico hará la vida más agradable para los menos y tan difícil como siempre para muchos. Las diferencias, de los que pueden pero no quieren y de los que quieren pero no pueden, es la lógica consecuencia de la competencia narcisista en que nos sumergimos con pasión, cuando podemos. La tecnología está en condiciones de ofrecer ese bienestar para toda la especie, si una administración racional del potencial humano fuese posible.
Los optimistas sostienen que estamos en el mejor de los mundos.
Los pesimistas temen que eso sea totalmente cierto.
Encontramos en nuestra condición humana la causa de la guerra, de los genocidios y de la lucha de clases.
Vean “Inside Job” un documental sobre las causas del desastre financiero mundial del 2008. Unos pocos obtuvieron cientos de millones de dólares a costa de millones que perdieron sus casas, su trabajo y sus ahorros.
Escuché que la crisis griega se debe al gasto irracional en armamentos que le compró a Francia. O sea, un negociado de alto nivel.
Resumiendo:
Tenemos un serio conflicto entre el Deseo infantil de que todo y todos estén a disposición incondicional de uno; y el Deber de respetar al vecino y ser solidario.
El Poder (el gobierno) debería fortalecer al Deber para con la especie humana, pero tiende más a estar del lado del Deseo para unos pocos.
La frustración, inevitable, tiende a fortalecer al Deseo y a debilitar al Deber.
¿Cómo lograr un Poder, un gobierno universal con una legislación racional del enorme potencial humano; que imponga una justicia social a toda la especie humana? Sin ejércitos, sin fronteras y con una sola moneda universal.
Que no se convierta en un grupo mafioso y corrupto; lo que es un riesgo muy serio.
Entonces los desafíos son varios:
Eliminar las fronteras
Eliminar los ejércitos y toda la maquinaria bélica.
Crear un Poder central democrático (ejecutivo, legislativo y judicial) y evitar su corrupción.
Crear un código legislativo para imponer una justicia social a la especie.
¿Todo esto no es más que una fantasía utópica??
Si el trasbordador espacial fue posible, si el hombre fue a la Luna y volvió.
¿Por qué no hay solución para los problemas éticos de la especie humana?
O ¿no hay interés en resolverlos?
La inteligencia humana no se destina a resolver el problema, sino a sacarle la ventaja posible (para el grupo de pertenencia) a esa realidad.
No estamos muy lejos de la próxima guerra que será nuclear.
Sálvese quien pueda y cómo pueda es el mensaje de la cultura humana
¿No es posible cambiar eso?
Tampoco es fácil aceptar eso.
© elSigma.com - Todos los derechos reservados