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El retorno de Nietzsche a Freud

29/07/2002- Por Carlos D. Pérez - Realizar Consulta

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            Cuando Freud produce el mayor giro teórico, en Más allá del principio de placer[1], ubica el dilema de la repetición como cuestión central. Hasta entonces concernía a lo reprimido que tiende a expresarse a contrapelo del tener conciencia de lo que se trate. La clásica fórmula, acuñada en Recordar, repetir y reelaborar es “repetir para no recordar”[2]. En Más allá... retoma este punto de vista y a su través vislumbra lo esencial de la repetición no en un efecto de la represión sino en algo de fuerza más elemental, originaria. Esta repetición comienza a resultarle elocuente en lo propio del trauma y el juego infantil. A propósito del célebre Fort-Da es posible ubicar su fundamento en la iteración de un ritmo y sus variaciones.

            Freud alude a la repetición mediante una expresión de Nietzsche: “eterno retorno de lo igual” escribe[3] entre comillas y sin mencionar al autor. Resulta notable esta remisión tácita al pensador alguna vez aludido por Freud cuando de su pluma esperaba un encuentro con lo que en él se resistía a la palabra; en carta a Fliess escribe[4]: “Ahora me he procurado a Nietzsche, en quien espero encontrar las palabras para mucho de lo que permanece mudo en mí, pero no lo he abierto todavía”. Permanecería cerrado, a la manera de un resto capaz de irrumpir como formación extraña, tanto que en esa carta también se lee una caracterización de neto corte nietzscheano que Freud hace de sí mismo: "Porque no soy ni un hombre de ciencia, ni un observador, ni un experimentador, ni un pensador. Soy nada más que un temperamento de conquistador, un aventurero, si lo quieres traducido, con la curiosidad, la osadía y la tenacidad de un tal".

            Nietzsche está presente en los grandes vuelcos de la teoría freudiana. Recordemos otro que marca el pasaje de la primera a la segunda tópica, producido en El yo y el ello cuando incorpora la noción que por vía de Groddeck le llegara de Nietzsche –desarrollada por éste en Más allá del bien y del mal-[5]:

“En lo que respecta a la superstición de los lógicos: no me cansaré de subrayar una y otra vez un hecho pequeño y exiguo, que esos supersticiosos confiesan a disgusto, - a saber, que un pensamiento viene cuando ‘el’ quiere, y no cuando ‘yo’ quiero; de modo que es un falseamiento de la realidad efectiva decir: el sujeto ‘yo’ es la condición del predicado ‘pienso’. Ello piensa: pero que ese ‘ello’ sea precisamente aquel antiguo y famoso ‘yo’, eso es, hablando de modo suave, nada más que una hipótesis, una aseveración, y, sobre todo, no es una ‘certeza inmediata’. En definitiva, decir ‘ello piensa’ es ya decir demasiado: ya ese ‘ello’ contiene una interpretación del proceso y no forma parte del mismo”.

Por su parte, Freud se refiere a Groddeck, de quien dice[6] que “insiste, una y otra vez, en que lo que llamamos nuestro ‘yo’ se comporta en la vida de manera esencialmente pasiva, y –según su expresión- somos “vividos” por poderes ignotos {unbekannt}, ingobernables. Todos hemos recibido {engendrado} esas mismas impresiones, aunque no nos hayan avasallado hasta el punto de excluir todas las otras, y no nos arredrará indicarle a la intelección de Groddeck su lugar en la ensambladura de la ciencia. Propongo dar razón de ella llamando ’yo’ a la esencia que parte del sistema P y que es primero prcc, y ‘ello’, en cambio, según el uso de Groddeck, a lo otro psíquico en que aquel se continúa y que se comporta como icc”. En nota al pie deja constancia de la genealogía del concepto: “El propio Groddeck sigue sin duda el ejemplo de Nietzsche, quien usa habitualmente esta expresión gramatical para lo que es impersonal y responde, por así decir, a una necesidad de la naturaleza, de nuestro ser”.

El caso no es sólo que Freud se vuelve nietzscheano en esto y con el eterno retorno, ya veremos el modo en que Nietzsche evidencia, en el núcleo de su concepción, algo que es dable desentrañar desde la perspectiva freudiana.

 

Nietzsche había resultado, para Freud, una figura inalcanzable[7]: “Durante mi juventud, Nietzsche significó para mí algo así como una personalidad noble y distinguida que me era inaccesible”. Sumemos a esta íntima veneración la presencia que seguramente tuvo por vía de quien fuera el apasionado amor de Nietzsche: Lou Andreas Salomé. Una vía exquisitamente valorada por Freud que pudo llevarlo a una desilusión –¡oh las mujeres!-; el propio Freud admite que en lo relativo a Nietzsche su distinguida Lou “jamás quiso hablarme de él”[8]. Agreguemos en esta lista, hecha un poco al azar, al escritor Arnold Zweig[9], quien insistía en que Freud daba estatuto teórico a la efusión de Nietzsche: “Pero durante estos últimos años me he vuelto a acercar a él (Nietzsche) por el mero hecho de haber reconocido en usted, querido padre Freud, al hombre que ha sabido realizar lo que en Nietzsche sólo fue una pintura: el que ha vuelto a dar a luz la Antigüedad, el que ha revalorizado todos los valores, quien ha acabado con el cristianismo; el verdadero inmoralista y ateo, el que ha dado un nuevo nombre a los impulsos humanos, el crítico de toda la evolución cultural hasta nuestros días y el que ha hecho todas las demás cosas que le son atribuibles solamente a usted, que ha sabido evitar siempre todas las distorsiones y locuras puesto que ha inventado el psicoanálisis y el no el Zaratustra”. Por si fuera necesario agrego que las tesis de Nietzsche aparecieron en las discusiones de los miércoles de la Sociedad Psicoanalítica de Viena.

Se comprende que Nietzsche estuviese presente para Freud por más de un camino. Obviamente, la inversa no es válida, Nietzsche no leyó a Freud pero produjo más de un señalamiento para entender que su obra tenía en la mira alguien de su estatura[10]: “Todavía espero yo que un médico filósofo, en toda la extensión de la palabra –uno de aquellos que estudian el problema de la salud general del pueblo, de la época, de la raza, de la humanidad- tenga alguna vez el valor de llevar a sus últimas consecuencias la idea que yo no hago más que sospechar y aventurar”. Y anticipadamente dejó estos versos[11]:

 

Mis maneras y mi lenguaje te atraen,

            vienes en pos de mí; ¿quieres seguirme?

            Síguete a ti mismo fielmente

            y me seguirás. ¡Despacito, despacito!

                       

            ¡Vaya si Freud lo hizo, a cada paso de su autoanálisis! Años más tarde confesaría, dando razón al poema[12]: "Me rehusé el elevado goce de las obras de Nietzsche con esta motivación conciente: no quise que representación-expectativa de ninguna clase viniese a estorbarme en la elaboración de las impresiones psicoanalíticas. Por ello, debía estar dispuesto -y lo estoy, de buena gana- a resignar cualquier pretensión de prioridad en aquellos frecuentes casos en que la laboriosa investigación psicoanalítica no puede más que corroborar las intelecciones obtenidas por los filósofos intuitivamente".

Consideremos algo más sobre las aspiraciones de Freud, a propósito de las líneas directrices seguidas por él y por Fliess, en la carta fechada el 1 de enero de 1896[13]: "Veo que tú, por el rodeo de tu ser médico, alcanzas tu primer ideal, comprender a los hombres como fisiólogo, como yo nutro en lo más secreto la esperanza de llegar por ese mismo camino a mi meta inicial, la filosofía. Pues eso quise originalmente, cuando aún no tenía en claro para qué estaba en el mundo".

 

            Vayamos aproximándonos al eterno retorno. Esta noción es difícil por circunstancias que pueden resultar paradójicas: Nietzsche lo llama su “pensamiento abismal”[14], la “fórmula suprema de afirmación a que se puede llegar en absoluto”[15]. En el ensayo autobiográfico -relativo a sus obras- titulado Ecce homo, emplea estas palabras cuando refiere el modo en que se le impuso la idea del Zaratustra[16], pero antes de ir al tema importan algunas consideraciones previas: El 15 de octubre de 1888, día en que cumple cuarenta y cuatro años,  Nietzsche decide “contarse la vida a sí mismo”[17]. El siguiente 29 de diciembre envía las últimas correcciones del texto a la imprenta pero al inicio de 1889, el 3 de enero estalla en un delirio y es internado. Mucho se ha debatido cuánto hay de locura en su obra, pero la discusión es vana si atendemos a sus formulaciones no axiomáticas, que apuntan contra toda aseveración que pretenda encerrar una verdad; según esta perspectiva no es factible asimilar esos desarrollos a un sistema delirante, siempre atiborrado de certezas inamovibles. En definitiva, cada lector sigue un itinerario singular y en él tiene la libertad de subrayar lo que sea o, como dice Barthes con feliz expresión[18], de leer levantando la cabeza. Nietzsche es prolífico en hacernos levantar cabeza.

            Valgan estas consideraciones para  dejar asentado que su obra no es la de un loco, pero... ¿cuánto de la producción de alguien debe ser considerada obra? ¿Qué sucede con lo que el escritor no llegó a publicar o no quiso hacerlo? Más aún, si hubiese querido dar a publicidad lo escrito en estado demencial, ¿lo sumamos sin más al resto? Rimbaud escribió cartas luego de dejar de “escribir”. ¿Son parte de su obra? Kafka encargó a un amigo la tenencia de manuscritos que no debían ser editados. ¿Es una traición al autor que los tengamos a disposición, por ejemplo su famosa carta al padre? Freud no quería que “la llamada posteridad” leyera su correspondencia con Fliess[19]. Sin embargo, hoy hallamos referencias que nos resultan decisivas en ese epistolario. En esto me ubico en la posición del escritor y arriesgo que cada cual debiera decidir el destino de lo escrito, es una cuestión de respeto. No obstante, si los textos que fueren ganan la calle ya no hay forma de soslayarlos, y los lectores nos valemos de ellos a pesar de –a veces- la forma contrariada en que el autor ha reaccionado contra esto. En el caso de Nietzsche hay una complicación adicional, porque no es desatinado entrever en algunos párrafos la huella de la exaltación propia de los estadios terminales de la sífilis, si esto fue lo que padeciera. Doy un ejemplo, que no es indistinto: Desde su primera obra, El nacimiento de la tragedia, la figura de Dioniso es la contraparte de Sócrates, pensador racional que reniega de lo trágico; luego, Dioniso encarna la trasvaloración de la moral cristiana. Si decimos trasvaloración mentamos un pasar a través de los valores establecidos para llegar -poniendo primero del revés esos valores- a una nueva valoración. Pero el caso es que luego de irrumpir el delirio Nietzsche escribe cartas que firma Dioniso, otras el Crucificado y a veces con ambas denominaciones. A pocos días de internado en Turín lo visita Franz Overbeck, lo encuentra rodeado de papeles. Entre ellos rescata un manuscrito, cuidadosamente envuelto, titulado El Anticristo. Debajo, un subtítulo: Trasvaloración de todos los valores. Pero esta línea estaba tachada y sustituida por otra: Maldición sobre el cristianismo. Dioniso no es anti sino la afirmación de la contrariedad que nos constituye, de igual modo que la trasvaloración no maldice sino que pasa a través, incontables momentos de Nietzsche son elocuentes al respecto. Ese pasar es devenir, un movimiento que no se detiene ante estación alguna en tanto la locura es detención, un instante coagulado que se arboriza en delirio. Cuando la trasvaloración es tachada por una maldición hay fundados motivos para inferir que el curso trasvalorativo ha sido bloqueado.

            En Ecce homo tenemos este indicio. Con estas palabras, Ecce homo –“ahí tenéis al hombre”-, Pilatos habría presentado a Cristo ante el pueblo luego de haberlo hecho azotar. Nietzsche las escribe como título de su ensayo autobiográfico, colocándose en la posición de Pilatos, pero también es Cristo, el hombre profanado que estas palabras designan. La técnica de Nietzsche no era nueva, el Zaratustra está plagado de alusiones evangélicas que emplea para ironizar sobre el texto sagrado o para trasvalorarlo. Al momento del testimonio de Ecce homo la Biblia, de tan citada, ha contagiado a Zaratustra. Si la Biblia es El Libro, en los pródromos del delirio Nietzsche ubica su Zaratustra en el mismo lugar[20]:

“Esta obra ocupa un lugar absolutamente aparte. Dejemos de lado a los poetas: acaso nunca se haya hecho nada desde una sobreabundancia igual de fuerzas. Mi concepto de lo ‘dionisíaco’ se volvió aquí acción suprema; medido por ella, todo el resto del obrar humano aparece pobre y condicionado. Decir que un Goethe, un Shakespeare no podrían respirar un solo instante en esta pasión y esta altura gigantescas, decir que Dante, comparado con Zaratustra, es meramente un creyente y no alguien que crea por vez primera la verdad, un espíritu que gobierna el mundo, un destino -, decir que los poetas del Veda son sacerdotes y ni siquiera dignos de desatar las sandalias de un Zaratustra, todo esto es lo mínimo que se puede decir y no da la idea de la distancia, de la soledad azul en que esta obra vive. Zaratustra tiene eterno derecho a decir: ‘Yo trazo en torno a mí círculos y fronteras sagradas; cada vez es menos el número de quienes conmigo suben hacia montañas cada vez más altas, - yo construyo una cordillera con montañas más santas cada vez’... Antes del Zaratustra no existe ninguna sabiduría, ninguna investigación de las almas, ningún arte de hablar: lo más próximo, lo más cotidiano habla aquí de cosas inauditas. La sentencia temblando de pasión; la elocuencia hecha música; rayos arrojados anticipadamente hacia futuros no adivinados”.

El problema que me presenta Así habló Zaratustra –lo digo en singular, no pretendo generalizar- es que este personaje distante de todo y de todos, sabiondamente sentencioso, por momentos sofoca mi interés en la lectura. Se ha dicho que es la obra donde Nietzsche presenta poéticamente sus tesis filosóficas, pero su insistencia en parafrasear alegorías evangélicas me harta[21]. Hallo más poesía en su otra producción. No obstante hay momentos más que suficientes para que su lectura sea necesaria. Del Zaratustra quisiera ocuparme y estoy dilatando la entrada no por prevención sino para dejar asentadas algunas cuestiones que luego habrán de servirme para ensayar una clínica textual. Esta clínica no pretende abordar la persona Nietzsche sino hallar en los textos elementos que permitan fundar inferencias.

 

            Guste o no, Así habló Zaratustra ocupa un lugar de importancia en la literatura, y como ya se ha visto fue crucial en la estima del propio Nietzsche quien refiere, con la exactitud que se adjudica a una revelación, el momento en que vino a él menos la inspiración que el íntimo mandato que le impuso escribir la obra. Dispuesto a relatar la historia del Zaratustra dice cómo le llegó la idea del eterno retorno a comienzos de agosto de 1881[22]: “Aquel día caminaba yo junto al lago de Silvaplana a través de los bosques; junto a una imponente roca que se eleva en forma de pirámide no lejos de Surlei, me detuve. Entonces me vino ese pensamiento”. De inmediato prepara un esbozo de cinco puntos de la obra por venir y lo titula “El retorno de lo idéntico”. El punto quinto concierne a lo que llama “El nuevo centro de gravedad: el eterno retorno de lo idéntico[23].

            A partir de aquí se plantean una serie de cuestiones: Zaratustra debía ser el libro en el que se enseñase la doctrina, el propio Nietzsche así lo anota en su esbozo, luego de concebir el nuevo centro de gravedad: “¿Qué hacemos con el resto de nuestra vida – nosotros los que hemos pasado su mayor parte en la más esencial ignorancia? Nos dedicaremos a enseñar esta doctrina, - es el medio  más eficaz para asimilarla nosotros mismos. Nuestra especie de felicidad como maestros de la más grande doctrina”. Pero no es del todo así. Hay capítulos dedicados al eterno retorno, pero no podría decirse que la obra le está consagrada.

            Un antecedente del pensamiento abismal aparece en La gaya ciencia, que data de 1882 –luego del episodio de revelación y antes de Zaratustra-. Está en el capítulo “Peso formidable”[24], que cito completo:

“¿Qué ocurriría si día y noche te persiguiese un demonio en la más solitaria de las soledades, diciéndote: ‘Esta vida, tal como al presente la vives, tal como la has vivido, tendrás que vivirla otra vez y otras innumerables veces, y en ella nada habrá de nuevo; al contrario, cada dolor y cada alegría, cada pensamiento y cada suspiro, lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño de tu vida se reproducirán para ti, por el mismo orden y en la misma sucesión; también aquella araña y aquel rayo de luna, también este instante, también yo. El eterno reloj de arena de la existencia será vuelto de nuevo y con él tú, polvo del polvo?’ ¿No te arrojarías al suelo rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que así te hablaba? ¿O habrás vivido el prodigioso instante en que podrías contestarle: ‘¡Eres un dios! ¡Jamás oí lenguaje más divino?’ Si este pensamiento arraigase en ti, tal como eres, tal vez te transformaría, pero acaso te aniquilara: la pregunta, ‘¿quieres que esto se repita una e innumerables veces?’ ¡pesaría con formidable peso sobre tus actos, en todo y por todo! ¡Cuánto necesitarías amar entonces la vida y amarte a ti mismo para no desear otra cosa que esta suprema y eterna confirmación!”.

Parece menos una revelación que la tortura de alguien atravesado por el infortunio. Nietzsche se limita a mentar una vida que se reiteraría sofocando cualquier pretensión de libertad; todo tal cual, en el mismo orden, la misma sucesión una y otra vez. ¿Cuál es el abismo si todo se cierra sobre sí mismo? ¿Por qué saludar la noticia de tal repetición como un mensaje divino, una confirmación? La confirmación divina orienta hacia la Biblia. En el Eclesiastés[25] se lee:

 

Lo que fue, eso será;

lo que se hizo, eso se hará.

Nada nuevo bajo el sol.

Si algo hay de que se diga: “Mira, eso sí que es nuevo”, aun eso ya sucedía en los siglos que nos precedieron.

 

Resulta por lo menos raro que quien se define en la línea de Heráclito y apuesta al devenir salude la perpetua reiteración de lo mismo. Pero algo sucede con relación al instante, tenemos dos en el párrafo antes citado: uno es un instante homologado al yo: “también este instante, también yo”. No es esto lo que podría festejar Nietzsche, quien en Zaratustra escribe: “Mi yo es algo que debe ser superado: mi yo es para mí el gran desprecio del hombre”[26]. El otro instante, presentado de modo distinto, es el prodigioso momento de la confirmación de la vida. A esta noción le falta el acople con la voluntad de poder que afirme la alteridad, y esto tendrá que llevar la noción de eterno retorno a una reformulación. No descuidemos la cuestión del instante, será decisiva en la próxima consideración.

            En Así habló Zaratustra el eterno retorno es claramente articulado en dos capítulos: “De la visión y el enigma” y en “El convaleciente”. En el primero, Zaratustra dice: “Sombrío caminaba yo hace poco a través del crepúsculo de color de cadáver, - sombrío y duro, con los labios apretados. Pues más de un sol se había hundido en su ocaso para mí”[27]. Ese color cadáver tiñe al sol, al más de un sol hundido en su ocaso. ¿Es una alegoría de la muerte del sol? ¿Quizá la muerte de Dios? En Freud encontramos un respaldo para la presunción. En el caso Schreber señala[28]: 

            “El propio Schreber nos facilita la interpretación de este mito solar. Identifica al Sol directamente con Dios... No soy yo responsable por la monotonía de las soluciones psicoanalíticas si aduzco que el Sol, a su vez, no es otra cosa que un símbolo sublimado del padre... En la resolución psicoanalítica de fantasías patógenas en neuróticos uno halla corroborada esta tesis con harta frecuencia... Por una de mis pacientes, que había perdido a su padre muy temprano y buscaba reencontrarlo en todo lo grande y sublime de la naturaleza, he considerado probable que el himno de Nietzsche ‘Antes del nacimiento del sol’ expresara esa misma añoranza”. Y en nota al pie, luego de consignar que se trata de un capítulo del Zaratustra –vecino a los que estamos examinando- agrega: “También Nietzsche conoció a su padre sólo cuando niño”[29].

Zaratustra asciende por un sendero de montaña acompañado por un enano que se ha sentado sobre su hombro, un alter ego, representación caricaturesca del yo. Este enano es un paralítico-paralizante cuyos pensamientos resultan gotas de plomo en los oídos y el cerebro de Zaratustra cuando le escucha decir que su arrojo en lanzarse hacia arriba lo hará caer como a una piedra, más cuanto más alto ascienda. Luego el enano calla y ese silencio entre ellos es para Zaratustra mayor soledad que si estuviera solo. Como mucho o casi todo en el texto, estas alusiones pueden o deben ser leídas alegóricamente: aquí es un debate librado en el espíritu de Zaratustra, que tiende a la superación de sí, pues el hombre ha de ser superado, y procura trasvalorarse en superhombre. A pesar de las palabras del enano Zaratustra continúa subiendo, soñando, queriendo luchar contra la opresión como un enfermo atormentado que por un momento duerme pero una pesadilla de inmediato lo despierta. Entonces cobra valor, detiene la marcha e increpa a su acompañante: “¡Enano! ¡Tú! ¡O yo!”. Dicho esto, esgrime su arma más potente: “Pero yo soy el más fuerte de los dos: - ¡tú no conoces mi pensamiento abismal! ¡Ése – no podrías soportarlo!”[30]. El enano salta de su hombro y se encarama a una piedra, poniéndose en cuclillas. No es difícil relacionar este pasaje con lo que Nietzsche dice de sí mismo al momento de serle revelado el pensamiento abismal: caminaba a orillas del lago de Silvaplana, en un momento se detiene junto a una enorme roca y allí lo ilumina ese pensamiento.

            El enano y Zaratustra están ante un portal en el que se juntan dos caminos que trazan una recta interminable; uno extendido hacia atrás, el otro hacia delante; sobre el portal está inscripta la palabra instante. Atendamos a lo que dice Zaratustra:

“Dos caminos convergen aquí: nadie los ha recorrido aún hasta su final.

            “Esa larga calle hacia atrás: dura una eternidad. Y esa larga calle hacia adelante – es otra eternidad.

            “Se contraponen esos caminos: chocan derechamente de cabeza”.

            No se trata de un pasado que atraviesa el instante para continuar en futuro; ambos, pasado y futuro, confluyen en el instante y chocan. El instante es, para Nietzsche, una forma del estallido.

Ahora podemos volver sobre la doble versión del instante antes consignada y comprender que se juega por la segunda acepción mientras la primera, asimilada al yo, es propia del enano. El abismo es menos el tiempo incontable de uno u otro lado que el instante de colisión. ¿Qué podría hacer el yo-enano con esto salvo revolverse ante el exceso, la violencia del fogonazo implosivo?  

            La conversación entre ambos personajes se orienta hacia los caminos. Zaratustra pregunta si esos caminos se contradicen eternamente a lo que el otro contesta, con sapiencia doctoral: “Todas las cosas derechas mienten, murmuró con desprecio el enano. Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo”. La respuesta es certera pero la verdad del círculo suprime el instante. Zaratustra se encoleriza al escuchar estas palabras y pide al enano preste atención al instante: Hacia atrás hay una eternidad, donde todo lo que pudo ocurrir ya tendría que haber ocurrido alguna vez, el mismo portal tiene innúmeras existencias previas. Pero el instante arrastra todo, incluso a sí mismo y esto es lo absurdo de un abismo carente de espacio o figuración, salvo la del pórtico que enmarca un vacío.

            A continuación, Nietzsche alude nuevamente –como lo hiciera en La gaya ciencia- a la araña y la luna:

“Y esa araña que se arrastra con lentitud a la luz de la luna, y esa misma luz de la luna, y yo y tú, cuchicheando ambos junto a este portón, cuchicheando de cosas eternas - ¿no tenemos todos nosotros que haber existido ya? – y venir de nuevo y correr por aquella otra calle, hacia adelante, delante de nosotros, por esa larga, horrenda calle - ¿no tenemos que retornar eternamente?”.

Según Deleuze[31], la araña “es el espíritu de la venganza o del resentimiento. Su poder de contagio es su veneno. Su voluntad es una voluntad de castigar y de juzgar. Su arma es el hilo, el hilo de la moral. Su predicación es la igualdad (¡que todo el mundo se vuelva semejante a ella!)”. No sé si se puede ir tan lejos en la estima, pero algo hay en Nietzsche que orienta en esa dirección, ya que en El Anticristo escribe[32]: “El concepto cristiano de Dios – Dios como Dios de los enfermos, Dios como araña..... ¡Dios, degenerado a ser la contradicción de la vida, en lugar de ser su transfiguración y su eterno ! ¡En Dios, declarada la hostilidad a la vida, a la naturaleza, a la voluntad de vida”. ¿Y la luna? Es la contraparte del sol, hundido en su ocaso; si Nietzsche menciona un “crepúsculo color cadáver”, la luz de luna ha de ser quien confiere esa coloratura, produciendo desolación. Su mención sirve para establecer un puente con la escena infantil que refiero a continuación: Zaratustra siente miedo de los pensamientos que le imponen la eterna repetición; entonces intercala un comentario revelador[33]:

“... tenía miedo de mis propios pensamientos y del trasfondo de ellos. Entonces, de repente, oí aullar a un perro cerca.

            “¿Había oído yo alguna vez aullar así a un perro? Mi pensamiento corrió hacia atrás. ¡Sí! Cuando era niño, en remota infancia:

“entonces oí aullar así a un perro. Y también lo vi, con el pelo erizado, la cabeza levantada, temblando, en la más silenciosa medianoche, cuando incluso los perros creen en fantasmas:

“de tal modo que me dio lástima. Pues justo en aquel momento la luna llena, con un silencio de muerte, apareció por encima de la casa, justo en aquel momento se había detenido, un disco incandescente, - detenido sobre el techo plano, como sobre propiedad ajena”.

            Sánchez Pascual, traductor y comentador de la obra, capta la trascendencia de estos párrafos; en la nota 229 comenta: “Una vivencia profundamente grabada en Nietzsche fue la del traslado de su familia, tras la muerte de su padre, desde Röcken, donde Nietzsche había nacido, a Naumburgo. El traslado se hizo un día de abril de 1850, mucho antes del amanecer. Mientras los carros cargados esperaban en el patio, un perro empezó a ladrar tristemente a la luna”[34]. Ese ladrido de perros a la luna –como gustaba decir Homero Manzi- marca el retorno de un ocaso que en el instante estalla como aullido ante la evidencia del padre muerto, Dios muerto eternamente presente como ausencia abismal. El mismo traslado de la familia pudo ser luego metaforizado en el choque de caminos en el portal del instante.

Vuelvo sobre algo apuntado anteriormente: no se trata de inferir que la persona-Nietzsche sufrió de tal o cual modo la ausencia paterna, sí se trata de valernos del texto-Nietzsche que transcurre por estos andariveles para entregarnos su pensamiento abismal. Llamo Nietzsche a este instante en que su letra lanza una y otra vez, en eterno retorno, el carrete de la ausencia, por siempre ajeno a la ridícula pesadez del enano que subido al hombro le dicta palabras de plomo. Zaratustra siente lástima por el perro que cree en el fantasma de lo muerto; él debe aceptar la ausencia a la que nos devuelve el perpetuo retorno.

            El tema del perro aparece nuevamente, hacia el final del Zaratustra, para subrayar esta significación. Zaratustra se dirige a los hombres superiores para decirles que Dios ha muerto y en un momento exclama[35]:

“¿Habéis entendido esta palabra, oh hermanos míos? Estáis asustados: ¿sienten vértigo vuestros corazones? ¿Veis abrirse aquí para vosotros el abismo? ¿Os ladra aquí el perro infernal?

            “¡Bien! ¡Adelante! ¡Vosotros hombres superiores! Ahora es cuando la montaña del futuro humano está de parto. Dios ha muerto: ahora nosotros queremos – que viva el superhombre”. 

 

            ¿El eterno retorno de lo idéntico? En tanto no cesa de producirse podría ser eterno pero no constante, puesto que si constantemente retornase no habría retorno sino presencia que no se disuelve. A un tiempo de retorno de lo ausente ha de seguirle otro de ausencia de retorno, sin que deba pensarse en una secuencia medida con reloj. Si decimos retorno de lo ausente/ausencia de retorno/retorno/ausencia... damos con un ritmo abierto en la iteración del ida y vuelta que puede examinarse a propósito del Fort/Da. En el “eterno retorno de lo mismo” encuentra Freud el enlace entre pulsión y muerte. Ambos autores cruzan, aquí, sus caminos.

            ¿En qué radica lo idéntico del retornar? Según Nietzsche, en que sea algo acontecido innúmeras veces, pero no es la identidad en la que alguien pueda reconocerse a la manera yoica, enana, pues lo que retorna y deshace lo constituido es la ausencia de una presencia, lo que no es, lo no alcanzado como estabilidad. La paradoja del retorno de lo idéntico es que lo mismo retorne como alteridad. Retorna lo otro del sí mismo, el no ser como violenta contraparte.

Nietzsche rechaza la idea de un ser constituido a la manera parmenídea; en vez de eso apunta al puro devenir, y cuando postula que la máxima aspiración de la voluntad de poder es que el devenir alcance una precaria forma de ser nos coloca ante el pensamiento abismal, ajeno a cualquier sustancialidad.

 

            Retomando el hilo del relato de Zaratustra: teníamos a la araña, y si la puntualización de Deleuze es adecuada, con ella la moral acusatoria, el veneno de la culpa que tejiendo sus redes exige igualdad en la renuncia. Difícil no relacionar esta presencia en el texto con lo dicho por Freud a propósito del mito del asesinato del padre primordial a manos de su descendencia, de lo que deriva el pecado original y las restricciones que obligan al emparejamiento de derechos y obligaciones. Pero la lectura de Nietzsche es otra: cuando pasa por esta experiencia Zaratustra se encuentra solo; la araña, el enano, el portal han desaparecido, sólo queda él, en medio de un desierto alumbrado por un claro de luna. Si la línea de lectura que sigo es pertinente, equivale a decir: la superación que supone el superhombre trasvalora la posición del yo-enano, acepta la muerte del Dios-sol, hundido en su ocaso, el vislumbre de que la moral tiene por función, mediante la culpa, mantener la tensión con un valor-verdad supremo que es preciso desanudar. Un solo movimiento hace desaparecer a los tres hasta que por eterno retorno quedemos otra vez expuestos al dilema. Hay devenir si este atravesamiento puede ser nuevamente producido. El di tu palabra y hazte pedazos se conjuga de este modo.

 

            A partir de aquí, Nietzsche se vale de otra figura para avanzar en lo relativo al instante: Zaratustra encuentra a un joven pastor que yace en tierra y a un perro que aúlla, como pidiendo socorro. El hombre se retuerce, ahogado, porque una enorme serpiente negra se ha introducido en su boca. En vano intenta Zaratustra sacarla tirando de ella, entonces, con un grito horrorizado ordena: “¡Muerde! ¡Muerde!”. Nietzsche intercala a continuación, por boca de su personaje, este pedido[36]:

            “¡Resolvedme, pues, el enigma que yo contemplé entonces, interpretadme la visión del más solitario!

            “Pues fue una visión y una previsión: - ¿qué vi yo entonces en símbolo? ¿Y quién es el que algún día tiene que venir aún?

            “¿Quién es el pastor a quien la serpiente se le introdujo en la garganta? ¿Quién es el hombre a quien todas las cosas más pesadas, más negras, se le introducirán así en la garganta?

            “- Pero el pastor mordió, tal como se lo aconsejó mi grito; ¡dio un buen mordisco! Lejos de sí escupió la cabeza de la serpiente: - y se puso en pie de un salto. –

            “Ya no pastor, ya no hombre, - ¡un transfigurado, iluminado, que reía! ¡Nunca antes en la tierra había reído hombre alguno como él rió!”.

 

            El propio Nietzsche entrega los elementos para develar esta alegoría: Zaratustra se acompaña, desde el inicio de la obra, con dos animales: un águila –el animal más orgulloso bajo el sol- al que ha visto volar en círculos y una serpiente –el animal más inteligente- enroscada al cuello del águila no como presa sino como amiga (tanto el volar en círculos como la serpiente anillada son símbolos del eterno retorno).

La serpiente o el dragón formando un círculo, representada desde antiguo como el animal mordiéndose la propia cola, recibía el nombre de Ouroboros –de ouro, “rey” en lengua copta y ob, serpiente en hebreo-. En esa forma anillada veían el transcurso de los años y el retorno al origen, según consigna Michael Maier en Atalanta fugiens (Openheim, 1618)[37]. La noción de un retorno, asociado a la idea de energía cósmica, no es idea original; antes que eso, Nietzsche se ubica en la línea de una larga tradición[38]. Una ilustración tántrica muestra dos serpientes –figuración de la perpetua energía- que enrollan sus cuerpos en torno a un falo –lingam en la terminología hindú-. A veces, el Ouboros está integrado por la unión de dos serpientes que simbolizan lo masculino y lo femenino dando forma a un círculo que es tanto lo eterno como un sugestivo cero; la serpiente o dragón superior es el espíritu universal que todo lo anima pero todo lo mata y es capaz de asumir todas las formas de la naturaleza. Todo y nada al mismo tiempo –cero y falo-. Al separarse, el cero o infinito se rompe iniciándose la serie: aparecen dos, que luego son tres y después cuatro. En el Código de Flanel (antiguo tratado de química), su primera lámina es una vara y dos serpientes que se devoran mutuamente; encarnan la rotación cíclica de la destilación y la condensación, en tanto las dos serpientes que entrelazadas rodean el caduceo de Mercurio, otorgan poder y capacidad de tomar la forma que se quiera; el símbolo pasó a representar la medicina. Horapolo, sabio egipcio del siglo V d.C., responsable del primer desciframiento de los jeroglíficos en lengua griega, escribe: “Cuando representan el universo, dibujan una serpiente con escamas multicolores que se devora la cola...”. Y así como algunas propuestas de Nietzsche fueron usadas, a instancias de su hermana, para alimentar la ideología del nazismo, también el Ouboros tuvo similar destino. La Sociedad Teosófica, fundada en 1875, pergeñó como emblema esta figura, agregándole por sincretismo la esvástica oriental, la estrella judía de seis puntas y la cruz de asa del antiguo Egipto. Para esta sociedad, el cosmos evoluciona desde el cuerpo sexuado al cuerpo etéreo de la luz; ese camino conduciría a la raza aria, dominante, hacia la superación. Estas doctrinas encontraron terreno abonado en la ideología nacional-socialista. Lamentablemente, también el superhombre nietzscheano. Nunca más tremenda que aquí la evidencia del nefasto resultado al que conduce la cerrada obsecuencia de lo ano.

            Goethe emplea la figura del Ouboros en una narración fantástica titulada El cuento[39]: La bella Flor de Lis carga con el estigma de dejar inánime a quien toque. Cautivo de su belleza, un joven se precipita hacia ella, quien intentando detenerlo extiende los brazos pero sólo consigue tocarlo antes del abrazo. El cuerpo sin vida del joven cae el suelo. En ese momento interviene una serpiente, que formaba parte de los protagonistas de la historia: “...la serpiente comenzó a moverse tanto más activamente, parecía meditar un medio de salvación. Y realmente sirvieron sus extraños movimientos para evitar, al menos por un rato, las espantosas consecuencias inmediatas. Ella formó con su flexible cuerpo un amplio círculo alrededor del cadáver, tomó el extremo de su cola con los dientes y permaneció quieta acostada”. Hacia el final del relato se pedirá honrar la memoria de la serpiente capaz de regenerar la vida y tender puentes de comunicación entre los pueblos.

 

            Lo que Nietzsche presenta es el enigma del acontecimiento, del instante en que la mordida rompe el círculo de la repetición, porque al decir del propio Nietzsche[40], “en el fondo nada es una repetición, pero recuerda algo vivido. El estímulo de lo nuevo, de lo que, sin embargo, suena al viejo gusto – como una música con mucho de horrible”. Horroroso o sublime, decisivo, insistentemente se reitera el instante portador de la clave que incita al acto libertario que desencadena la risa del pastor. En “El convaleciente”, lo sucedido al pastor se traslada al propio Zaratustra, quien luego de enfrentar el pensamiento abismal cae en un letargo que dura siete días (probable alusión al Génesis, los días que lleva al Creador concebir el mundo). Los animales que le acompañan velan por él. Cuando se recupera, le hablan a Zaratustra:

            “Oh Zaratustra, dijeron a esto los animales, todas las cosas mismas bailan para quienes piensan como nosotros: vienen y se tienden la mano, y ríen, y huyen, y vuelven.

            “Todo va, todo vuelve; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer, eternamente corre al año del ser.

            “Todo se rompe, todo se recompone; eternamente la misma casa del ser se construye a sí misma. Todo se despide, todo vuelve a saludarse; eternamente permanece fiel a sí el anillo del ser.

            “En cada instante comienza el ser; en torno a todo ‘aquí’ gira la esfera ‘allá’. El centro está en todas partes. Curvo es el sendero de la eternidad.

            “- ¡Oh truhanes y organillos de manubrio!, respondió Zaratustra y de nuevo sonrió, qué bien sabéis lo que tuvo que cumplirse durante siete días. –

            “- ¡Y cómo aquel monstruo se deslizó en mi garganta y me estranguló! Pero yo le mordí la cabeza y la escupí lejos de mí”.

 

            Luego de este diálogo se produce un giro sorpresivo, que coloca al superhombre en posición de superar la eterna repetición, porque ya no es la serpiente quien ahoga sino lo que llama “hombre pequeño” –antes había sido un enano-. El adjetivo no niega su inteligencia: el enano es inteligente, como lo es la serpiente, como los animales que hablan a Zaratustra y él llama “truhanes y organillos de manubrio”, del mismo modo que en La voluntad de poder los nihilistas o el “último hombre” lo son, a ninguno de ellos le falta inteligencia. Es que la misma inteligencia debe ser trasvalorada, al estilo de cuando postula la preeminencia del ello sobre el yo:

            “El gran hastío del hombre – él era el que me estrangulaba y el que se me había deslizado en la garganta: y lo que el adivino había profetizado: ‘Todo es igual, nada merece la pena, el saber estrangular’.

            “Un gran crepúsculo iba cojeando delante de mí, una tristeza mortalmente cansada, ebria de muerte, que hablaba con una boca bostezante.

            “‘Eternamente retorna él, el hombre del que estás cansado, el hombre pequeño’ – así bostezaba mi tristeza y arrastraba el pie y no podía adormecerse...

            “‘¡Ay, el hombre retorna siempre! ¡El hombre pequeño retorna siempre!’” [41].

            Luego de esto, aparece una de las veces que Zaratustra enuncia la famosa frase: “He dicho mi palabra, quedo hecho pedazos a causa de ella: así lo quiere mi suerte eterna, - ¡perezco como anunciador!”.

 

            Hay una llamativa coincidencia entre el hacer pedazos la repetición mordiendo y escupiendo una cabeza de serpiente y el propio hacerse pedazos. Esto se consuma en el instante del acto que libera la alegría del vivir[42] como alteridad de la vida consensuada: En un nivel la repetición, en otro Dios y la moral, en otro el hombre pequeño se desvanecen al ser afirmado el devenir que activa el factor pulsionante, la voluntad de poder.    

 

            Quizá resulte evidente algo antes señalado: Si el instante se detiene, se fija -y nada más fijo a una creencia que el delirio-, el devenir es tiempo coagulado, el pasar a través de la transvaloración retorna a la posición anti, que por especularidad sostiene aquello a lo que se opone. Entonces Dioniso se funde con el Crucificado y éste da vida a Dios, tal como Freud interpreta la génesis de la religión -a propósito del pecado original- y el propio Nietzsche señala, con meridiana claridad en “Los presos”[43], alegoría de Cristo que concluye con estas palabras: “Yo os he dicho, que pondré en libertad a aquellos que crean en mí; lo afirmo con tanta certidumbre como que mi padre vive aún”.



[1] Tomo XVIII de las Obras completas. Amorrortu, Buenos Aires, 1979.

[2] “... el analizado no recuerda, en general, nada de lo olvidado y reprimido, sino que lo actúa. No lo reproduce como recuerdo, sino como acción: lo repite, sin saber, desde luego, que lo hace”. Tomo XII, pp. 151 y 152. Obras completas, Ibíd. 1980. Las cursivas son de Freud.

[3] Capítulo III. Ibíd.

[4] Carta del 1 de febrero de 1900. En Sigmund Freud. Cartas a Wilhelm Fliess (1887-1904). Amorrortu, Buenos Aires, 1994.

[5] Parágrafo 17. Alianza, Madrid, 1983. Las cursivas son de Nietzsche.

[6] Capítulo II de El yo y el ello. Tomo XIX de las Obras completas. Ibíd. 1979. Las cursivas son de Freud.

[7] Carta a Arnold Zweig del 12 de mayo, 1934, en Correspondencia Freud-Zweig. Gedisa, Barcelona, 1980.

[8] Carta a Arnold Zweig del 11 de mayo, 1934. Ibíd.

[9] Carta a Freud del 28 de abril, 1934, en Correspondencia Freud-Zweig. Ibíd.

[10] La gaya ciencia, página 17. Editores Mexicanos Unidos. México, 1984.

[11] “Vade mecum-Vade tecum”. Ibíd. P. 25.

[12] Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico. Tomo XIV de las Obras completas. Amorrortu, Buenos Aires, 1979.

[13] Sigmund Freud. Cartas a Whilhelm Fliess (1887-1904). Ibíd.

[14] “¡Yo Zaratustra, el abogado de la vida, el abogado del sufrimiento, el abogado del círculo – te llamo a ti el más abismal de mis pensamientos!

    “¡Dichoso de mí! Vienes - ¡te oigo! ¡Mi abismo habla, he hecho girar a mi última profundidad para que mire hacia la luz!”. “El convaleciente”, en Así habló Zaratustra. Alianza, Madrid, 1983.

[15] Ecce homo. Alianza, Madrid, 1984.

[16] “Voy a contar ahora la historia del Zaratustra. La concepción fundamental de la obra, el pensamiento del eterno retorno, esa fórmula suprema de afirmación a que se puede llegar en absoluto...”. P. 93. Ibíd. 

[17] “Introducción”, p. 9. Ibíd.

[18] “¿Nunca os ha sucedido, leyendo un libro, que os habéis ido parando continuamente a lo largo de la lectura, y no por desinterés, sino al contrario, a causa de una gran afluencia de ideas, de excitaciones, de asociaciones? En una palabra, ¿no os ha pasado nunca eso de leer levantando la cabeza?”. “Escribir la lectura”, en El susurro del lenguaje. Piadós, Barcelona, 1987. Las cursivas son de Barthes.

[19] “Nuestra correspondencia era la más íntima que usted pueda imaginar. Habría sido penoso en extremo que cayera en manos ajenas... No me gustaría que nada de esto llegara a conocimiento de la llamada posterioridad...” le escribe a Marie Bonaparte al enterarse que ella le ha comprado las cartas a un comerciante de objetos de arte de Berlín. “Introducción”, en Sigmund Freud. Cartas a Wilhelm Fliess (1887-1904). Ibíd. 

[20] Ecce homo, pp. 101 y 102. Ibíd. Las cursivas son de Nietzsche.

[21] Sobre todo en la erudita edición de Alianza Editorial, a cargo de Andrés Sánchez Pascual, cuya profusión de aclaraciones y remisiones a la Biblia obligan a detener la lectura varias veces en cada página. Uno no levanta la cabeza, sorprendido por lo escrito, sino para corroborar en las notas ubicadas al final qué palabras del texto sagrado está parafraseando Nietzsche.

[22] Ecce homo, p. 93. Ibíd.

[23] Nota 128 de Ecce homo. Ibíd. Las cursivas son de Nietzsche.

[24] Capítulo numerado CCCXLI. Editores Mexicanos Unidos, México, 1984.

[25] 1. Primera parte.

[26] “Del pálido delincuente”. Ibíd. 

[27] La cursiva es de Nietzsche.

[28] Puntualizaciones psicoanalíticas sobre un caso de paranoia (Dementia paranoides) descrito autobiográficamente, tomo XII, pp. 50 y 51 de las Obras completas. Ibíd. 1980.

[29] Si fuera como Freud dice, lo de no haber leído a Nietzsche, ésta sería una excepción.

[30] La cursiva es de Nietzsche.

[31] Nietzsche, p. 54. Arena Libros, Madrid, 2000

[32] Parágrafo 18. Alianza Editorial, Madrid, 1992. La cursiva es de Nietzsche.

[33] La cursiva es de Nietzsche.

[34] A partir de aquí, Sánchez Pascual consigna la fuente: “Véase la descripción de esta escena en los escritos autobiográficos recogidos por K. Schlechta en el tomo III de sus Obras de Nietzsche, pp. 17, 93-94, 109”.

[35] “Del hombre superior”. Ibíd. La cursiva es de Nietzsche. 

[36] Las cursivas son de Nietzsche.

[37] Citado en Alexander Roob: Alquimia y Mística. Taschen, impreso en Italia, 1997. Esta referencia y las que siguen fueron tomadas de la parte dedicada a la serpiente.

[38] Dado que Zaratustra pregunta por lo que vio en símbolo, en lo que sigue tomo como referencia el símbolo de la serpiente; pero el eterno retorno también podría ser rastreado en una gran diversidad de fuentes mitológicas.

[39] Alción, Córdoba, 1994.

[40] Fragmentos póstumos, 11 (148). Norma, Bogotá, 1997. La cursiva es de Nietzsche.

[41] La cursiva es de Nietzsche.

[42] Como diría la Chona. No obstante, la expresión me resulta pertinente. Habría que poner “alegría del vivir” en paralelo con “voluntad de poder”.

[43] En El viajero y su sombra. Fontana, Barcelona, 1994.


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