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Celos y paradojas de la vida amorosa (Crímenes por celos)29/02/2024- Por Marta Gerez Ambertín - Realizar Consulta

Los celos son “normales”, consustanciales a la subjetividad. Pero, si es así, ¿por qué se deplora padecer de celos?, ¿por qué los celos son temibles? Porque señalan una mácula, ubican la vulnerabilidad de cada quien al recordar la presencia constante como una sombra de algún/a rival que asecha implacable. Y, así, muestra a cielo abierto el “talón de Aquiles” de toda subjetividad, esa indefensión, esa fragilidad con la que todes conviven… En tiempos desasosegados, de crisis social y económica, muchas angustias se lateralizan hacia la vida amorosa por eso abundan las consultas al respecto.
Óleo de Charles-André van Loo (1760)*
1.- No hay candado ni aseguro en la vida amorosa
En tiempos desasosegados, de crisis social y económica, muchas angustias se lateralizan hacia la vida amorosa; así, abundan las consultas en torno a los padecimientos del amor, sobre todo aquellas vinculadas a los celos y las llamadas infidelidades, aún en los tiempos del pretendido poliamor.
El amor es una enigmática travesía de encuentros y desencuentros, y no siempre es “para siempre”. Ya lo destacó Lacan en su incontrovertida premisa: no hay relación sexual. Tan incontrovertida como la ley de gravedad. En la vida amorosa suele cumplirse aquel aforismo de que todo lazo amoroso tiene, como los medicamentos, fecha de caducidad.
Cuando se producen desencuentros amorosos se los vive como verdaderas catástrofes que producen dolor, pesadumbre, furor. El lazo amoroso, que –imaginariamente– se cree que es para siempre y al que se le pone metafóricamente un candado con la esperanza de enlazamiento eterno… ¡se rompe!
Y es que no hay candado que no se fracture, no es posible transitar el amor sin las intempestivas emboscadas de lo real y la castración, sin esos momentos que contrarían la supuesta e idealizada armonía. El amor supone enfrentarse día a día con contrariedades ya que quienes lo practican son humanos, demasiado humanos. Como hace decir Eurípides a Medea:
“¡Fuente amarga el amor! Quien ama sufre”.
Sin embargo, en los obstáculos está la “sal del amor” y es la inventiva para salvar los escollos lo que recrea, no sólo la apuesta amorosa, sino también la apuesta de vivir.
Entre las causales de las emboscadas al lazo amoroso los celos y la infidelidad tienen un lugar privilegiado. ¿Cómo atravesar una vida amorosa sin esa sombra que empaña su deseada placidez?
Pero, esos malvenidos condimentos del amor, ¿lo contrarían o lo potencian?, ¿no es extraño que alguien no haya visto nunca despuntar ni una mínima mueca de celos en su enamorado/a?, porque en los lances del amor la presencia de los celos es señal del interés que se suscita en el otro. Así como no hay humo sin fuego no hay amor sin celos.
Potencialmente todo sujeto es infiel: no hay fidelidad del sujeto del inconsciente ni hacia sí ni hacia el otro. Y cuando el partenaire amoroso comete un desliz esa potencialidad se agudiza. Pero, más que preocuparse por los factores que contribuyen a la infidelidad correspondería mejor preocuparse por los factores que contribuyen al cansancio o aburrimiento que puede producirse al partenaire.
La inmensa mayoría tiende a creer que complacer al otro es hacer exactamente todo lo que el otro quiere, dando por sabido lo que sería ese supuesto “todo”. Es el caso de quienes creen que para seducir a una mujer basta un cuerpo escultural o una abultada cuenta bancaria; o aquellas que creen que conservarán al compañero gracias a una casa impecablemente limpia, rica comida y niños aplicados. Y he aquí que la señorita engaña al empresario millonario con el portero y el señor prefiere a la del 3º C que siempre tiene la casa revuelta y los chicos sucios. ¿Qué ha pasado? En principio que le suponemos al otro un deseo, o un tipo de deseo cuadriculado. Son pocos/as –y son quienes triunfan en las lides amorosas– los que se toman el trabajo de indagar el deseo del otro ya que jamás lo dan por supuesto o sabido.
Lo dicho se resume en la gran paradoja del lazo amoroso: complacer no-todo o complacer descomplaciendo, generando el deseo insatisfecho, que sólo es tal. Ello así porque el único valor a dar al partenaire amoroso reside en la posibilidad de su pérdida. Si no existiera la posibilidad de su perdida no sería posible el amor que, según el aforismo de Lacan:
“es dar lo que no se tiene a alguien que no lo es”.
¿Enigmático? Obvio, pero ¿quién dice que el amor es, o debe ser, claro como el agua? Sólo las revistas “del corazón”… y por eso se venden.
Y es que si nadie, absolutamente nadie deseara al partenaire de turno, tampoco suscitaría el deseo que implica a cada uno. El deseo de otros/as por el partenaire es la condición sine qua non para el propio deseo. Roland Barthes lo ha sintetizado brillantemente:
“el ser amado es deseado porque otro u otros han mostrado al sujeto que es deseable”.
2.- Celos y celadas: desencuentros
Sin embargo, aunque los celos dan pautas del interés que puede despertar el otro, no son muy bienvenidos en la subjetividad.
Tan buenos radares provocan, por lo general, padecimientos de vulnerabilidad y derrota. No faltará quien diga: “jamás padecí los celos”. Habría que replicarle: “¿Ud. amó?” Porque... aunque cueste admitirlo, los celos son consustanciales a nuestra humanidad. Dicen del lugar que se otorga a los otros y del lugar que los otros otorgan a cada uno en sus vidas.
En suma, los celos dan cuenta de la tensión inevitable que provoca compararse con otro, con esa presencia irrevocable del o la “rival” que acompaña en la vida como una sombra de la que... ¡no conviene desprenderse! Desconocer a los otros como posibles rivales supone encerrarse en una torre narcisista que suele crear el espejismo de que se es “único/a”, acaso la más peligrosa de las trampas que puede tenderse un sujeto.
Ser celoso acaso, y diré una mala palabra en boca de una psicoanalista, es normal, quiero decir: es consustancial a la subjetividad. Pero, si es consustancial ¿por qué se deplora padecer de los celos?, ¿por qué los celos son temibles?
Porque señalan una mácula, ubican la vulnerabilidad de cada quien al recordar la presencia constante como una sombra de algún/a rival que asecha implacable. Y, así, muestra a cielo abierto el “talón de Aquiles” de toda subjetividad, esa indefensión, esa fragilidad con la que todes conviven porque:
“¿Quién tiene un corazón tan puro donde las sospechas odiosas no tengan sus audiencias y se sienten en sesión con las meditaciones permitidas?” (Otelo, Acto 3ro, esc. III).
Tal el precio a pagar por la bendita castración que permite vivir en el mundo de las diferencias sexuales, de sí y de los otros.
El amor, en sus vahos imaginarios, genera la creencia de ser exclusivo y único de cada quien que se cree con derecho a la exclusividad en la vida amorosa, pero los celos tocan todos los días la puertita narcisista para advertir que no hay único/a, hay otro/a, que puede sobrepasarte, en fin, que eres sustituible. Y nada insta más a conservar algo que la posibilidad de su pérdida.
De allí que yerran quienes creen que conservarán al partenaire entregándole todo, contándole todo, brindándole todo, viviendosólo a su servicio; porque, y es la paradoja de la vida amorosa: ¿por qué esforzarse en conservar aquello que no se puede perder? Habría que convivir con el único partenaire imperdible: la castración, esa que señala, precisamente, que no es posible transitar la vida amorosa sin el inalterable temor a perder o que nos pierdan; en suma, vivir sabiendo que el partenaire puede desear o desea a otres y viceversa. Es esa la preocupación constante que empuja a cada quien a no “abandonarse y obtenerse”. El lazo que une al otro no es para siempre, en todo caso, el “siempre” dependerá de lo que los partenaires pongan en juego, en lo que se apueste y arriesgue.
Cuando alguien está celoso padece de sospechas, sospecha del lugar que tiene en su partenaire y para sí mismo. Y ¿quién puede estar enteramente confiado?, ¿quién no teme como Otelo:
“¡ser arrojado del santuario en que deposité mi corazón, del santuario donde tengo que vivir, o renunciar a la vida!”?
Lamentablemente, no hay vacunas ni candados contra eso.
Los celos entrañan un peligro, porque ¿cuáles son sus límites “normales”? (nuevamente una psicoanalista cayendo en la trampa de las normalizaciones), ¿cuándo puede producirse el desbarrancamiento y hacer de la sospecha una práctica incontrolable? Es desde esta cuestión, de lo incontrolable de los celos, que pueden tornarse temibles.
Los celos frecuentes y cotidianos producen momentos de emboscadas del lazo amoroso, pero al mismo tiempo lo alimentan. Quien se siente celado, reconoce que la mirada del amado está ahí, lista para sospechar, vigilar y/o cuidar. Y quien cela reconoce, a su vez, que en ese amor está su vulnerabilidad, que el partenaire nunca le es indiferente. Otra vez Shakespeare en Otelo:
¡qué horas de angustia le aguardan al que duda y adora, idolatra y recela!
Pero... a veces los celos invaden a alguien de tal manera que producen catástrofes insoportables, esos celos ya no alimentan al amor sino que pueden llegar a destruirlo o destruir a sus protagonistas. Son los celos ligados a las locuras de amor, locuras que, aunque no ubican a su actor necesariamente en la psicosis, requieren de una visita al psicoanalista pues en estos casos quien padece los celos se ve compelido a una obstinación compulsiva de comprobación.
Ya no se trata del encanto de deshojar la margarita; el “me quiere..., no me quiere..., me engaña...” adopta un tono francamente amenazador. La Medea de Eurípides, de quien hice caso en mi libro Venganza y culpa[1], es un ejemplo de ello. La locura por celos, infidelidad y traición de su amado Jasón la lleva al asesinato de la rival, del padre de la rival y al de sus hijos amados, y todo para castigar al traidor en lo que más podía lastimarle.
3.- Crímenes por celos
Esos pasajes al acto o acting-out de las locuras por celos pueden ser graves porque a veces precipitan hacia el crimen, hacia el crimen por celos. Y nadie está libre de esa embestida de irracionalidad que arroja, hasta al más sensato, hacia un acto tan descontrolado como la muerte del partenaire y/o rival.
Configuran ese conjunto de los llamados “crímenes inmotivados” porque, paradojalmente, aunque el motivo de los “celos” puede parecer muy claro, aquel que mata bajo el influjo de los celos se precipita en un cono de sombras donde no puede encontrar motivo alguno para su acto.
Estos crímenes tienen el perfil del arrebato, del “golpe de locura”, una sin razón apasionada que se apodera del sujeto y lo conduce hacia ese lugar horroroso del asesinato del otro.
Pero llama la atención, en estos actos, el que en un altísimo porcentaje de casos el hombre celoso ataca a sucompañera, y la mujer celosa a la rival.
Es enigmático este encarnizamiento con las mujeres, ¿por qué es generalmente la elegida llegado el momento del crimen?
Es el lamento de Otelo:
“¡Qué podamos llamarnos dueños de estas mimadas criaturas, y no de sus apetitos!”
Otelo advierte que, aunque es el “dueño” de Desdémona –en tanto es Su “esposa”– no lo es de sus deseos y, ya que no puede serlo, la mata.
El problema reside en que se cree posible (¡y hasta necesario!) domesticar el goce de las mujeres, es decir, se confunde una relación, un lazo amoroso o sexual con una propiedad para negar el tremendo enigma que el goce femenino despierta. Creerse el dueño de la mujer, considerarla de su absoluta propiedad implica que nada de ella puede escapar al control del propietario.
Así, la manera de no temer a una mujer es considerarla su objeto, su cosa, su costilla: SU mujer. El problema está en que ella nunca es toda para él ni para nadie. Puede alguien creer ser su propietario, pero el goce femenino, sus apetitos siempre se escapan. Punto donde todo Eros de pareja corre el peligro de convertirse en un Tánatos de pareja.
¿Y las mujeres traicionadas? ¡Vaya sorpresa! Atacan, matan a la rival en el actig-out o pasaje al acto celoso y dejan vivito y coleando al traidor, como si éste nada tuviera que ver con la traición: la culpa es de “la otra”, esa que pudo obtener un goce inefable en los brazos del traidor y respecto de lo cual ellas quedan ajenas. Ese goce como plus, ese goce suplementario de las mujeres que Lacan llama el goce Heteros, goce de lo diferente.
Mientras los hombres descargan todo el furor en quienes creen SU mujer, su propiedad –para no interrogar ni cultivar el enigma “¿Qué quiere una mujer?”–; las mujeres, en cambio, lo hacen en la “otra” mujer, suponiendo que esa otra posee la clave de un goce diferente al que ella no accede. La otra es la culpable, por tanto, debe morir. Aquí también, nuevamente, el goce Heteros, de lo diferente, hace de las suyas.
Germen del femicidio/feminicidio, de ese temor/odio a las mujeres desde el lugar de enigma y tabú pero que es rechazado y por eso la violencia, el crimen y la segregación... allí donde eso que se escapa, lo real no puede ser reconocido como parte del ser de todos, de hombres y mujeres y las variaciones infinitas de la elección sexual (hetero, queer, trans, homo, bisexual, etc.).
Extraña y atroz manera de evitar interrogar al goce femenino en los crímenes por celos. Tal vez porque la sexualidad de la mujer es una tierra incógnita que no cesa de suscitar enigmas y conduce a veces (como a Medea) a “un tumulto de males sin salida”.
No hay respuesta última y definitiva para ese enigma que plantean los interrogantes en torno a las mujeres. Muchas veces el crimen de una mujer es un intento fracasado o una imposibilidad de cultivar el enigma antes que resolverlo –dice Lacan que sólo un hombre sin ambages puede reconocerlo y disfrutarlo–, creo entender desde allí las claves del femicidio y del feminicidio.
El asesinato se produce allí donde se quiere a la mujer sin velos, de-velada y de-valuada. Pero entonces ya no es una mujer, lejos de ello, es un mueble, sólo una cosa. Por eso llamo a ese asesinato, crimen por incompetencia, lo que para nada desculpabiliza o desresponsabiliza. Es el goce al que la Heteros lo que convoca al enigma, allí su diferencia, su encanto… o el espanto y quienes no pueden descifrarlo ni interrogarlo las eliminan, pero con ese crimen no logran sino hacer crecer la dimensión del enigma.
Arte*: Charles-André van Loo (1705 – 1765), fue un pintor francés de origen holandés.
“Miss Clairon in Medea”, Palacio Nuevo en Potsdam, Alemania. (1760, óleo sobre lienzo, 31 x 23). https://www.metopera.org/discover/education/educator-guides/medea/medea-in-painting-and-sculpture/
[1] Gerez Ambertín, Marta; Venganza <> Culpa. Dilemas y respuestas en Psicoanálisis. Editorial Letra Viva
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