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Cínica felicidad

01/06/2005- Por Leandro Pinkler - Realizar Consulta

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Hemos inventado la felicidad, dicen los seres humanos a los que Zaratustra dirige su enseñanza. Nietzsche los llama los últimos hombres, pequeños, mezquinos, cansados incluso para morir, se aferran a su propia domesticación que consideran prosperidad, convencidos de haber logrado con el progreso el máximo de libertad.
El cinismo es el síntoma de una época. Y la nuestra se compara con la que inició Alejandro en varios aspectos. Ambas se caracterizan por el individualismo y el cosmopolitismo, están signadas por el derrumbe de la tradición cultural.

Hemos inventado la felicidad – dicen los seres humanos a los que Zaratustra dirige su enseñanza

 

  Hemos inventado la felicidad –dicen los seres humanos a los que Zaratustra dirige su enseñanza. Nietzsche los llama los últimos hombres, pequeños, mezquinos, cansados incluso para morir, se aferran a su propia  domesticación que consideran prosperidad, convencidos de haber logrado con el progreso el máximo de libertad. ¿Quiénes son los últimos hombres? ¿Estaba Nietzsche pensando en el norteamericano desangustiado del neoliberal Fukuyama? Sin duda la pintura de la cultura europea de la revolución industrial del s. XIX suena hoy con más realismo si se recuerda que el mismo Nietzsche –en un escrito de juventud El estado griego había afirmado: En la Antigüedad existía una realidad: los esclavos. Hoy en cambio tenemos una mentira: la dignidad del trabajo. Porque antes había libres y esclavos, ahora en cambio esclavos somos todos... Pero hoy ni siquiera se habla ya de la dignidad del trabajo. No se tiene esa hipocresía, se prefiere el cinismo.

 

  Antes de que fuera burocratizada por las universidades y convertida en un discurso académico la filosofía fue una práctica, un way of life, muy especialmente en ese período de la historia que lleva el sello de Alejandro Magno, el tremendo discípulo de Aristóteles que produjo en términos del mundo antiguo lo que se da en llamar la primera Globalización. La campaña de Alejandro sobre Egipto, Mesopotamia, Afganistán y la India significó el primer encuentro entre dos mundos al construir un Imperio sostenido en el símbolo del nudo gordiano, el nudo que –como cuenta Plutarco en Las vidas paralelas el rey Gordias había trenzado de manera tremendamente intrincada, y un oráculo determinó que quien lo desatara llegaría a ser el rey del mundo. Hay que recordar que Alejandro en su paso por Frigia no logró desanudarlo y solucionó la cosa al estilo occidental cortando el nudo con un cuchillo. No se sabe entonces en qué se convirtió, si en el rey del mundo o en una caricatura que adoptó el estilo persa y se hizo divinizar ante el templo de Amón Ra en Egipto mientras provocaba desastres en Oriente y Occidente. Entre las anécdotas de los viajes del joven Alejandro sobresale la de su encuentro con Diógenes, al que el emperador quería conocer. Ante la propuesta del Gran Alejandro que le ofrecía cumplir cualquiera de sus deseos, el filósofo contestó acostado en su tonel: Apártate un poco, me quitas el sol. Se dice que en respuesta Alejandro exclamó: Si no fuera Alejandro, habría querido ser Diógenes.

  Si la figura de Diógenes tiene una poderosa seducción, se debe al hecho de que manifiesta una liberación frente al poder político, mientras pone en práctica el antiguo principio ético de que sólo es libre el que se gobierna a sí mismo aunque tenga la desgracia de ser gobernado por gente de inferiores cualidades. Se cuenta que en una ocasión Diógenes fue tomado como esclavo y cuando se le preguntó qué sabía hacer, contestó: gobernar. No perdía ocasión de despreciar las convenciones y denunciar la existencia de absurdos obvios en la vida normal y civilizada. Solía comentar que no iba al teatro porque le bastaba ver el mal desempeño de los actores en la sociedad. Y actor se dice en griego hipokrités, de donde deriva hipócrita como aquel que vela sus auténticos sentimientos en provecho del personaje con el que cumple. Pero en tal sentido hay que considerar si es mejor pasar de la hipocresía al cinismo. Porque a  Diógenes –y a sus sucesores– se los llamaba cínicos, que literalmente significa perros. Pues justamente el estilo de vida cínico pone en juego la mayor desfachatez y la  impudicia que proverbialmente muestran los perros. Masturbándose en público Diógenes se lamentaba de que el hambre no se calmara con solo frotarse. Pero esta actitud se erigía como testimonio de crítica a una cultura vacía e iba acompañada de una renuncia a las comodidades y una autodisciplina. El cínico fortalece la animalidad instintiva mediante un ejercicio continuo de la privación de todo lo artificial y consigue  endurecerse frente al desamparo de las circunstancias sociales. De manera que así como no es suficiente admirar a Groucho Marx para ser marxista, tampoco basta con proferir procacidades burlonas para pertenecer a la escuela de Diógenes. Por eso algunos –como el pensador contemporáneo Peter Sloterdijk en Crítica de la razón cínica– diferencian entre el cinismo de los primeros filósofos y el que actualmente se cultiva.

 

  El cinismo es el síntoma de una época. Y la nuestra se compara con la que inició Alejandro en varios aspectos. Ambas se caracterizan por el individualismo y el cosmopolitismo, están signadas por el derrumbe de la tradición cultural. Resulta necesario tener presente que el período de la historia que lleva el nombre de Helenismo –por la helenización de las culturas del Mediterráneo– se produce a partir de la caída total de las grandes polis, las ciudades estado de Atenas, Esparta, Tebas. Pues si bien siguen existiendo pierden –en la época en que el poder va a las manos de Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro– todo lo que sustentaba su patrimonio cultural,   los valores y creencias que representaban su grandeza. Ya no se trata de los héroes de las Termópilas, Maratón y Salamina que entregaron la vida por su patria sino de un individuo que sólo busca salvarse a sí mismo, porque las culturas regionales han debido ceder ante el Imperio macedónico perdiendo su identidad, incluso sus dioses. En este contexto nace el universalismo cosmo-polita, que tiene al cosmos como polis pero ya no tiene polis en un lugar concreto con su propia estética, su educación y sus mitos heroicos. Y proliferarán entonces los cultos de misterios orientales de la salvación del alma y las filosofías de la búsqueda individual de la felicidad, remotos antecedentes de los que la New Age y la autoayuda son turbios reflejos. Tal como ocurre en el llamado postmodernismo, se asiste a la muerte de los grandes relatos –muerte temporaria como lo es todo en la historia– mientras algunos creen que ha llegado la liberación.            

  Cuando todo tira para abajo, es mejor no estar atado a nada –cantaba Charly García como poeta del espíritu del tiempo–. En realidad los momentos de crisis pueden parecer los más interesantes ¿para qué lamentar la caída de algo si nunca hubo nada? Y si se habla de decadencia, ¿decadencia respecto de qué? ¿no es un sentimiento nostálgico que no se atreve a ver la realidad? La eficacia de la corrosiva criticabilidad  de todas las cosas sólo puede tener lugar en una edad crepuscular entre seres cansados. Por eso resulta descriptivo hablar de un nuevo cinismo como clima emocional preponderante, especialmente en los ámbitos intelectuales, de una negatividad que ostenta con su actitud: todo se ha desenmascarado y no pasa nada, mientras parece decir: hemos descubierto que nada tiene sentido excepto nuestros caprichos, vivamos de acuerdo a ello... La debacle colectiva de los valores y creencias que Nietzsche denominó nihilismo –anunciándola proféticamente para dos siglos de Occidente– tiene en el estilo cínico un peculiar gusto por mostrar impúdicamente los sentimientos más bajos con un efecto de sinceridad, mientras tanto la hipertrofia de imágenes en los medios de comunicación satura la sensibilidad de cualquiera. Pero al aludir nuevamente al pensamiento de Nietzshe hay que recordar que él distinguió entre el tipo de nihilista activo que lleva a la práctica el precepto de a lo que está cayendo hay que ayudarlo... a caer. El nihilista activo sostiene la intención creativa de producir una transformación mientras el nihilista pasivo padece el derrumbe con una protesta sentimental: ¡Qué barbaridad! Antes estábamos mejor. Pero ambos tipos existen, y no son las únicas posibilidades. Porque el cinismo contemporáneo va habitualmente acompañado de un cierto hedonismo mezquino, que tampoco es el del sabio Epicuro. Porque el epicureísmo fue sin duda una filosofía característica de la época helenística a la que nos referíamos –como también el estoicismo que merece un lugar aparte–. Pero el placer del que habla Epicuro como principio de la vida feliz es el más ascético goce de la imperturbabilidad del alma de aquél que disfruta enormemente al tomar un vaso de agua para saciar su sed. Un principio propio de una filosofía que desaconsejaba la vida política y los grandes emprendimientos, obstáculos para la obtención de un buen estado de ánimo: vive desapercibidamente –dice el famoso slogan epicúreo del bajo perfil como estilo de vida independiente–. El placer de Epicuro supone la sabiduría de la satisfacción de los deseos esenciales y representa todo lo contrario del mito tecnológico de la prosperidad que alimenta un hedonismo consumista.

  El interés por estas filosofías helenísticas acompañó la última reflexión del filósofo Michel Foucault que también percibía la analogía entre aquella época y la de nuestros tiempos. Foucault cita el mismo encuentro de Diógenes con Alejandro para comentar el concepto de parresía que puede traducirse por franqueza –literalmente significa decir todo–. Menciona el momento en que Diógenes le dice a Alejandro que él a pesar de creerse poderoso como rey carece de los signos propios del que tiene un verdadero poder: Es el signo propio de la abeja reina, que no tiene aguijón porque ninguna abeja osaría afrentarla. Tú en cambio estás armado hasta cuando duermes, y estar armado  es propio de alguien que tiene miedo, de un esclavo. La naturaleza misma de la parresía reside en el coraje de decir la verdad aun estando en una situación inferior de poder y es absolutamente contraria a la desfachatez de los que tienen el poder y se burlan de los demás ostentando la realidad de una situación injusta o mintiendo descaradamente. Porque mientras cierta humanidad vive alegremente el fin de los discursos totalizadores contenta de haber logrado una sociedad abierta en la que puede encontrar su felicidad, Robert Kagan –un apellido de desagradable sonoridad para la fonética castellana– propone una lectura de la actualidad de un sólido pragmatismo en su libro El regreso de la Antigüedad. No nos habla del Jardín de Epicuro ni del divino Platón sino del realismo histórico de Tucídides, el gran historiador que relata la guerra del Peloponeso, para poner de manifiesto cuál es el íntimo resorte que mueve la historia. Invoca el célebre episodio de los Melios. La isla griega de Melos   a causa de una crisis económica no podía cumplir con el pago de los altos tributos exigidos por la Atenas Imperialista, y ante la embajada ateniense los representantes de Melos le recordaron los principios racionales y democráticos sobre los que estaba basada su civilización. Los de Atenas respondieron: Hay una única razón: Los poderosos mandan, los sometidos obedecen. Todos los hombres de Melos fueron ejecutados y sus familias esclavizadas. El pensamiento de Kagan toma la historia como maestra con una hermeneútica norteamericana para recordarnos nuestra condición. No se puede negar su franqueza. Y resulta muy interesante el mensaje que recorre todo su libro: hay que cuidarse de los idealistas y de los fanáticos. Todos los que creen en algo son peligrosos. Además están locos. No es el caso del cínico contemporáneo, que  no se molesta por nada más que su perra felicidad.

 

 

 

 

 

 

 

 


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