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Implicancias del lugar del cliente en la prostitución/ 1

23/06/2004- Por Juan Carlos Volnovich - Realizar Consulta

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El cliente, el más guardado y protegido, el más invisibilzado de esta historia, es el protagonista principal y el mayor prostituyente. La explotación de mujeres, de niños y niñas se hace solo posible gracias al cliente aunque su participación en este asunto aparezca como secundaria, como secuela de un flagelo, como subproducto de una oferta. Los trabajos que se dedican al tema los ignoran y a los clientes mismos les cuesta aceptar su condición. Representarse como tales.

“Ante la intensa corriente de opinión que propugna actualmente la necesidad de una reforma de la vida sexual, no será quizá in

“Ante la intensa corriente de opinión que propugna actualmente la necesidad de una reforma de la vida sexual, no será quizá inútil recordar que la investigación psicoanalítica no sigue tendencia alguna. Su único fin es descubrir los factores que se ocultan detrás de los fenómenos manifiestos. Verá con agrado que las reformas que se intenten utilicen sus descubrimientos para sustituir lo perjudicial por lo provechoso. Pero no puede asegurar que tales reformas no vayan a imponer a otras instituciones sacrificios distintos y quizá más graves.”

                                                                                      S. Freud

 

  Los clientes, esos seres anónimos, comunes, invisibles. Si algo tienen en común los varones homo o heterosexuales que consumen prostitución es justamente eso: son invisibles. Casi todos los trabajos de divulgación o académicos que se encargan del tema coinciden en ocultar y silenciar el lugar de los clientes. Casi todas las investigaciones acerca de la prostitución eluden detenerse en aquellos que la consumen. Son escritos que, al tiempo que conducen hacia la digna intención de estudiar el fenómeno y denunciarlo, protegen con un manto de inocencia a los usuarios. Así, casi siempre hablar de prostitución es hablar de las prostitutas (putas, gays, taxi boys, travestis), de los rufianes y de los burdeles, de las mafias y de los proxenetas, pero no de los clientes. La prostitución ocupa mucho lugar en los medios de comunicación de masas, en trabajos sociológicos y es un dolor de cabeza para los organismos internacionales que tienen que elegir entre aceptarla como un trabajo legal o condenarla, pero de los clientes, nada se dice. Nada se sabe.

Silvia Chejter en el “Informe Nacional de UNICEF sobre la explotación sexual de niñas, niños y adolescentes en la República Argentina” (Septiembre 1999) refiere que de un total de trescientas noticias periodísticas sobre este tema sólo dos aludían a los clientes y en esas dos, aparecían apenas tangencialmente.

  El cliente, el más guardado y protegido, el más invisibilzado de esta historia, es el protagonista principal y el mayor prostituyente. La explotación de mujeres, de niños y niñas se hace solo posible gracias al cliente aunque su participación en este asunto aparezca como secundaria, como secuela de un flagelo, como subproducto de una oferta.    

  Los trabajos que se dedican al tema los ignoran y a los clientes mismos les cuesta aceptar su condición. Representarse como tales. No se reconocen así.

El cliente es un tipo como cualquier otro: abogado, policía, arquitecto, psicoanalista, gente de trabajo, políticos y desocupados. Señores de cuatro por cuatro y muchachos de bicicleta. Son púberes de más de trece años, adolescentes, jóvenes, viejos y ancianos. Casados y solteros. Son diputados y electricistas; rabinos, curas y sindicalistas. Son capacitados y discapacitados. Son tipos sanos y enfermos. Una señora que conozco, la mamá de un varón con síndrome de Down, contrató a una prostituta para que, una vez por semana, visite a su hijo y, de paso, formó una asociación con otras madres de mogólicos que comparten la misma prostituta.    

En definitiva, todo varón homo o heterosexual es un potencial cliente una vez que ha dejado de ser niño. Así, no sería demasiado exagerado afirmar que la sola condición de varón ya nos instala dentro de una población con grandes posibilidades de convertirnos en consumidores. 

  La prostitución como venta o alquiler de servicios sexuales no es, como se suele pensar, uno de los “progresos” de la civilización y de la creciente mercantilización de servicios que se pueden adquirir con dinero. Es cierto que con el capitalismo aparecen los intermediarios o “celestinos”, proxenetas que, como en todo comercio, se tornan indispensables para asegurar la mejor satisfacción y organización de la demanda. Pero la prostitución como tal, como recompensa económica por favores sexuales, antecede al capitalismo. Sin duda que la inscripción simbólica y la figura que transita por el imaginario social no ha sido siempre la misma en las diferentes culturas y en épocas distintas, pero puedo afirmar sin temor a equivocarme que la prostitución no es un invento del capitalismo.

  En “Clío”, el primero de Los nueve libros de la historia, Heródoto refiere queLa costumbre más infame de los babilonios es esta: toda mujer natural del país debe sentarse una vez en la vida en el templo de Afrodita y unirse con algún forastero. Muchas mujeres orgullosas por su opulencia, evitan mezclarse con las demás, van en carruaje cubierto y permanecen cerca del templo; las sigue gran comitiva. Pero la mayor parte hacen así: se sientan en el recinto de Afrodita llevando en la cabeza una corona de cordel; las unas vienen y las otras se van. Quedan entre las mujeres unos pasajes tirados a cordel, en todas direcciones, por donde andan los forasteros hasta que terminan eligiendo a alguna. Cuando una mujer se ha sentado allí, no vuelve a su casa hasta que algún forastero le eche dinero en el regazo, y se una con ella sexualmente fuera del templo. Al echar el dinero debe decir. “Te llamo en nombre de la diosa Milita”. Las asirias llaman “Milita” a la diosa Afrodita. Como quiera que sea la suma de dinero, la mujer no podrá rehusarla: no le está  permitido porque ese dinero es sagrado; entonces la mujer sigue al primero que le echa dinero y no rechaza a ninguno. Después de la unión sexual, cumplido ya su deber con la diosa, vuelve a su casa, y desde entonces por mucho que le ofrezcas, ya no lo volverá a hacer. Las que están dotadas de hermosura y talla, vuelven pronto del templo; pero las que son feas se quedan mucho tiempo sin poder cumplir la ley, al punto tal que algunas permanecen tres y cuatro años esperando recibir los favores del forastero.”

Como ven, nada tiene que ver la prostitución griega ligada al culto divino de Afrodita con la prostitución pagana o la práctica laica de nuestros días pero de todos modos es necesario aceptar que, así como en la actualidad de manera sincrónica la prostitución atraviesa todas las clases sociales, de manera diacrónica atraviesa toda la historia de la humanidad cambiando, eso sí, la inscripción simbólica que la legitima.

Decía, entonces, que el hecho de que los intermediarios aparezcan a menudo como independientes y con poderes iguales o mayores a los de los consumidores, no debe hacernos olvidar que han sido generados por estos. De modo tal que si bien la oferta pareciera orientar y fomentar la demanda, se trata no sólo de dos factores que se realimentan entre si, que inciden uno sobre el otro, sino de una demanda preexistente cuya materialidad está garantizada por las representaciones que circulan en el imaginario social.

  En la última reunión del Seminario de la Ética, cuando Lacan intenta revalorizar el deseo para la ética a partir de afirmar que el deseo humano supone que todo lo que sucede de real es contabilizado en algún lado, recurre a Nunca en Domingo, la película de Jules Dassin en la que Melina Mercouri encarnando a una memorable prostituta multilingüe (dominaba varios idiomas, todos aprendidos en la cama) seleccionaba a sus clientes y... nunca en domingo. En el comienzo de la película, en la escena del bar, cuando el personaje griego baila y celebra estrellando las copas contra el piso, una tras otra, la cámara enfoca la caja registradora que, cada vez, contabiliza el estrépito. Pero allí por un lado está Illya (Melina Mercouri) y sus compañeras de trabajo; por el otro los marineros recién desembarcados desesperados por recibir la anhelada atención. También, está el rufián. Sólo el rufián “sin rostro” está oculto. Es al Gran Amo, al rufián “sin rostro” disimulado por unos enormes anteojos negros, al que Dassin primero y Lacan, después, denuncian como el poder oculto. Los marineros aparecen como lo que son: frescos, graciosos, saludables marineritos de colegio norteamericano.         

Así, los clientes, esos seres inocentes, víctimas ante el estímulo y la facilitación de tanta oferta, son muchas veces los principales reclutadores de prostitutas y los principales responsables en la cada vez más reducida edad de la “mercadería” que consumen.

  Decía que al poner el foco en las mafias, al penalizar a los proxenetas y a las prostitutas, se elude a los clientes y, de esta manera, la sociedad en su conjunto se encarga de aliviar la responsabilidad de aquellos que inician, sostienen y refuerzan esta práctica. De modo tal que cualquier intervención en este problema debería tener en cuenta las representaciones que en el imaginario social legitiman la prostitución. Las leyes de Códigos Penales o los tratados internacionales son necesarios pero nunca serán suficientes para contrarrestar prácticas convalidadas por las costumbres: derechos de los hombres sobre el cuerpo de las mujeres, derechos de los poderosos sobre el cuerpo de los débiles. 

  Decía que si hay algo que llama la atención es la ausencia de los clientes en los discursos acerca de la prostitución. Los clientes brillan por su ausencia y, si aparecen, lo hacen desde la psicopatología. Por eso pienso que los psicoanalistas debemos estar muy alertas acerca de este tema. Si rápidamente nos allanamos a etiquetar como perversión sexual las prácticas que los clientes sostienen con las prostitutas; si clausuramos el problema con el título de sadomasoquismo porque un empresario contrata a una prostituta para que orine sobre él en una exaltación jubilosa de la “lluvia dorada”; o si nos conformamos con cerrar la cuestión del señor que demanda púberes para su satisfacción sexual como “pedófilo”, corremos el riesgo de llevar agua para el molino del ocultamiento. Ninguna duda cabe que la paidofilia es una grave infracción a la ley y un abuso intolerable pero el término “paidofilia” tanto como el de “perversión sexual” designan a una patología que podría suponer por derivación a los clientes que frecuentan prostitutas como desviados sexuales, como una anormalidad con nombre propio dentro de la psicopatología, de manera que se evaporaría su carácter de abuso de poder y de violación de toda ética humana. Tanto si aceptamos la naturalidad de ésta práctica como si consideramos al cliente como un enfermo mental (seguro que los hay, pero ese no es el caso) nos equivocaríamos mucho, estaríamos eludiendo la responsabilidad del usuario sostenida por el peso de las costumbres o por la psicología y, lo que sería peor aun, eludiríamos la perspectiva política de las prácticas prostituyentes.

 

  Por razones de espacio solo enunciaré aquí los títulos de los temas que comenzaré a desarrollar y que voy a retomar en próximas publicaciones. A saber:

·         Las relaciones sexuales con prostitutas (me refiero exclusivamente a aquellas en las que está presente el intercambio sexo por dinero) tanto refuerzan como desmienten los estereotipos convencionales de aquello que se entiende por masculino y femenino. Tienen, si se quiere, un cierto carácter innovador. A veces los varones son activos; otras veces son pasivos. Los ideales estéticos pueden estar presentes o ausentes. El embarazo puede ser un atributo erótico. La exposición a penetraciones y castigos es más frecuente de lo que generalmente se supone. La experiencia está del lado de la mujer.

·                     El pago garantiza que el deseo de la mujer quede siempre en suspenso. Aun en aquellos casos en los que se aspira a que la prostituta llegue al orgasmo como evidencia del placer recibido, lo más anhelado por los varones, ser objeto del deseo de una mujer, es lo más temido. La pasión sexual a precio fijo y por un lapso de tiempo pautado, la condición de descartable hace a la prostituta prima hermana de la esposa frígida. Ambas –frigidez y erotismo comprado– se encargan de atenuar el temor del hombre al cuerpo de la mujer. El pago no es condición para lograr lo que no se puede conseguir por otros medios; el pago es esencial en el caso de varones que disimulan la humillación a partir del valor en el mercado de los “gatos” que usan.

·                     La relación sexual es sólo un medio para ejercer el poder que la degradación del objeto amoroso como fin, testimonia. Cuando la dominación se ha erotizado, la explotación se ejerce para controlar y expropiar a las mujeres de su deseo.

·                     Pautado por horario, lugar y precio, el rendez vou con el cuerpo de una mujer vivido siempre como peligroso, sirve de pretexto para el despliegue de una escena totalmente ritualizada, simulacro de un encuentro sexual, parodia de una relación pasional, en la que todo esta puesto al servicio de la dominación, la denigración femenina (y por lo tanto de la humillación masculina), en la que se recrea un encuentro con el cuerpo de una mamá dónde el varón a veces se instala en el lugar de bebé (masajes, pasividad, succión del pene, danza del vientre de la odalisca, atenciones de la geisha), recibe castigos corporales infringidos por una mamá sádica cuando se porta mal y, en otras, ejerce el papel activo del violador autorizado. Hay algo de resto traumático de una seducción infantil que esta escena repite. 

 

 


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