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La lógica de la guerra, una evidencia la pulsión de muerte

27/09/2010- Por Amelia Haydée Imbriano - Realizar Consulta

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La guerra se desenvuelve en una relación especular, en una identidad lograda en la relación dialéctica con el otro, para el caso, el enemigo. Es la identificación que evidencia la ambivalencia estructural donde la agresión voraz del sujeto expresa su dominio. La guerra es un retorno a la insondable especularidad articulada a las vivencias de fragmentación a imagos de cuerpo fragmentado; de allí su carácter ominoso evocador de la identificación narcisista, constitutiva de la agresividad que apuntala a segar la existencia del otro (...) La guerra podría entenderse como puesta en escena de crímenes del superyó. La compulsión del imperativo con su trasfondo aniquilante se encuentra con los desatinos del goce que impele a las prácticas sacrificiales y a los holocaustos, como apuesta a la muerte y a la inmortalidad. Su función esencialmente simbólica, retorna en lo real, sobre la sangre y los cuerpos devastados (...) La meta de borrar el odio del espacio comunitario equivale a pretender sofocar la fuente de la pulsión, y por ende, a aniquilar las condiciones de posibilidad del lenguaje. El proceso del lenguaje, portador del devenir cultural, se presenta durante la lucha civilizadora en que se traban Eros y Tánatos desde los comienzos de la humanidad.

Para considerar algunos aspectos de la lógica de la guerra nos referiremos a Carl Philipp Gottlieb von Clausewitz (1780–1831). Militar prusiano, fue uno de los más influyentes historiadores y teóricos de la disciplina militar moderna. Es conocido principalmente por su tratado De la guerra[1], donde aborda durante ocho volúmenes un análisis sobre los conflictos armados, desde su planteamiento y motivaciones hasta su ejecución, interesándose particularmente por las cuestiones relativas a la táctica, estrategia y filosofía o política de la guerra. Sus obras influyeron de forma decisiva en el desarrollo de las tácticas de guerra militar occidentales, y se enseñan hoy tanto en la mayoría de las academias militares como en los cursos avanzados de gestión empresarial.

Clausewitz define la guerra como una forma de relación humana donde aparece la intención de doblegar, de someter al otro. La esencia de la guerra es el combate, tratándose de un acto para imponer la propia voluntad al adversario por medio de la fuerza física. El propósito es derribar al otro, desarmar o derrotar al adversario, cuestión que implica “un excesivo derramamiento de sangre”. La guerra es un asunto humano, es “una forma de relación humana, una actividad social caracterizada como conflicto de grandes intereses”[2]. Por ello, para el autor, se hace pertinente compararla con el comercio y la política, en tanto implican modos de relación homólogos a la guerra, y participan de la guerra. “La verdadera arma de la guerra es la fuerza moral, que hace expresión de un poder desmedido e insospechado. Esto es lo que impulsa el arte de la guerra”[3]. La guerra es un acto de fuerza y no hay límite para la aplicación de dicha fuerza. Cada adversario fuerza la mano del otro y esto redunda en acciones ilimitadas. Los enemigos se construyen mutuamente. La acción del otro dependerá de dos factores inseparables: la magnitud de los medios a su disposición y la fuerza del motivo que lo impulsa. Podrá ser fácil determinar el primero, pero no lo es tanto medir el segundo: “ya no soy, pues, dueño de mí mismo, sino que él fuerza mi mano como yo fuerzo la suya”[4]. “La guerra no es un acto aislado; se entrecruzan en ella diversidad de circunstancias, implica multiplicidad de decisiones y nunca estalla súbitamente; se toma su tiempo. Los oponentes no son abstractos el uno para el otro, así que cada uno se detiene, en su acción recíproca, lejos del esfuerzo máximo y no pone en juego la totalidad de sus recursos. Cada uno modula su esfuerzo según el otro, en una continuación de la especularidad no comandada sólo por el exceso, sino regulada de alguna manera por el límite que hacen a las transacciones comerciales y políticas, operando una lógica de la economía política de los recursos físicos. La lógica del exceso, la transposición de límites establecidos y la amenaza de transponerlos aún más, es el objetivo político como causa original de la guerra”[5].

Nos ha resultado interesante encontrar algunos señalamientos de Lacan sobre la guerra, tales como:

“¿No sabemos acaso que en los confines donde la palabra dimite empieza el dominio de la violencia, y que reina ya allí, incluso sin que se la provoque? Si llevan pues allí la guerra, sepan por lo menos sus principios y que se desconocen sus límites si no se la comprende con un Clausewitz como un caso particular de comercio humano”[6].

“La victoria en la guerra es de una fuerza moral. Soportada sobre la intrepidez de un pueblo, reside en una relación verídica con respecto a lo real”[7].

“Ser objeto de negociación no es, sin duda, para un sujeto humano, una situación insólita, pese a la verborrea sobre la dignidad humana y los Derechos del Hombre. Cada quien, en cualquier instante y en todos los niveles, es negociable, ya que cualquier aprehensión un tanto seria de a estructura social nos revela el intercambio […] Todos saben que la política consiste en negociar, y en su caso al por mayor, por paquetes, a los mismos sujetos, llamados ciudadanos, por cientos de miles”[8]

Entonces, podemos orientarnos pensando la guerra, tanto con Clausewitz como con Lacan, como un modo de relación humana, comercio humano, en donde se juega el valor de una fuerza “moral” en su relación con lo real, y allí se trata “de una verdad en juego”.

Clausewitz reconoce en la guerra lo que él denomina “una extraña trinidad”:

1.- el odio, la enemistad y la violencia primitiva de su esencia; 2.- el juego del azar y las probabilidades; 3.- el carácter subordinado de instrumento político. El primero interesa al pueblo; el segundo, al jefe y al ejército; el tercero, solamente al gobierno[9].

El psicoanálisis puede decir del carácter particularmente complejo y paradójico de la guerra por cuanto su inscripción en lo simbólico se articula al despliegue imaginario, anudados a lo real, como lo innombrable del goce y de la plétora (exceso de sangre y de humores del cuerpo) de los cuerpos. Estos tres elementos, las pasiones, el azar y la política trascienden al sujeto, forjando ante la guerra la posibilidad de vínculo, de goce y de límite.

La guerra tiene un aspecto moral innegable, una fuerza moral; por un lado, como exaltación de valores y virtudes, por otro lado, como ética implicada en toda política. Esto soporta la ambivalencia del héroe entre víctima y asesino; es un mártir que mata sin reparos, asumiendo al mismo tiempo el sacrificio y el crimen. La legalidad de la guerra autoriza, al igual que la legitimidad de su motivo.[10]

Si bien la guerra es política, también es azar y pasión. Nada más real que el azar y el goce. El azar es la otra cara de la causalidad, es indeterminación radical, en su encuentro con lo real que designa el mal-encuentro. El goce, inexpugnable empuje mortificante y mortífero, encuentra en la guerra su resquicio y, por qué no, su esplendor. La confrontación bélica es una extrema polaridad que da curso al despliegue y puesta en juego de las pasiones, el amor, el odio y la ignorancia; polaridad donde la victoria de uno depende de la destrucción del otro. La exaltación y el paroxismo irrumpen frente al empuje irrefrenable que conduce al desconocimiento del otro, a su borramiento.

Al respecto de la pasión de ser, Lacan refiere: “El deseo es lo que se manifiesta en el intervalo que cava la demanda más acá de ella misma, en la medida en que el sujeto, al articular la cadena significante, trae a la luz la falta en ser con el llamado a recibir el complemento del Otro, si el Otro, lugar de la palabra, es también el lugar de esa falta. Lo que de este modo al Otro le es dado colmar, que es propiamente lo que no tiene, puesto que a él también le falta el ser, es lo que se llama el amor, pero también el odio y la ignorancia. Es pasión de ser”.

La guerra se desenvuelve en una relación especular, en una identidad lograda en la relación dialéctica con el otro, para el caso, el enemigo. Es la identificación que evidencia la ambivalencia estructural donde la agresión voraz del sujeto expresa su dominio. La guerra es un retorno a la insondable especularidad articulada a las vivencias de fragmentación a imagos de cuerpo fragmentado; de allí su carácter ominoso evocador de la identificación narcisista, constitutiva de la agresividad que apuntala a segar la existencia del otro.

La política, soportada en el discurso, introduce elementos del orden del ideal y, por consiguiente, de la ley con su consecuente efecto pacificador. Implica, además, el ordenamiento que a la vez intenta cierta regulación del goce, de sus modalidades en la época, así como de las convivencias de los goces particulares. Pero así como la política puede regular los excesos y apaciguar, puede también incitarlos, siendo motivo a la desmesura.

Frente a esta situación de estructura, se destaca la trascendente función apaciguadora de lo simbólico, que interviene para mediar y regular el vínculo social. Está allí como pacto, inclusive precio a la violencia, dominando sobre lo imaginario y con posibilidad de actuar para refrenarla. Lacan, en un tiempo temprano de su trabajo, se ocupó con empeño en esta perspectiva refiriéndose a un orden simbólico en relación al Nombre del padre. Sin embargo, luego advierte que la violencia no tiene como fuente única y esencial lo imaginario.

Atender con detenimiento a la función del superyó en lo simbólico, altera la idea de que lo simbólico introduce la paz entre los hombres e indefectiblemente enfrenta al despliegue de sus paradojas. Suele creerse que en lo imaginario encontramos la guerra estipulada por el estadío del espejo y que el superyó simbólico, por el contrario, permite a los individuos vivir juntos. En los primeros tiempos de la enseñanza Lacan apunta en este sentido, son nociones que luego revertirá[11].

La política remite a un ideal, a la unidad de ilusiones, instalándose en ese punto que dice de lo imposible de la armonía. Todo ideario político es un sistema simbólico que funciona como ilusión articulada al orden significante, aunque prime lo imaginario. Pero en una ilusión hay un engaño y una verdad en juego (engaño: el Uno, verdad: la falta en ser). La política opera para velar la inconsistencia del Otro, la falta en ser, de allí los estragos que produce su derrumbe.

El ideal del yo y el superyó, que inicialmente aparecen en Freud confundidos y hasta equivalentes, encuentran su posibilidad de distinción y desarrollo en la intuición fundamental de Lacan sobre la división del sujeto y, más precisamente, la división del sujeto contra sí mismo. El sujeto desmiente la búsqueda del bien, el bien para los otros así como su propio bienestar, de manera que resulta incomprensible para él mismo. Lacan precisa así la función del superyó con el nombre de goce: este constituye un bien para el sujeto, un bien absoluto separado del bienestar y más afín al malestar, dando lugar a plantear una nueva ética, o mejor, una aporía en el campo de la ética. La cuestión del bien queda articulada “en el mal por el mal”[12], cuyas vías de búsqueda configuran las diversas coartadas del sujeto.

El superyó es delimitado conceptualmente por Lacan con el imperativo de ¡goza! Se instaura una paradoja porque gozar es imposible para el sujeto. Es incitación e interdicción, configurando un mandato imposible. Ante la función del superyó se evidencia dos caras de la ley: la ley como organizadora y reguladora y la ley en tanto incidencia perturbadora que presentifica una opaca tentación. Este es el lado de la ley que cursa la exigencia del superyó. La ley, operación por la cual el Nombre del Padre ordena y regula, encuentra en su envés un espacio, un residuo que escapa al anudamiento del deseo y la ley, precisamente porque la barrera del deseo articulado a la ley, que pone límite al goce, no es completamente infranqueable. El superyó es donde la ley falta; en el lugar de su falla insubsanable vocifera perenne en la subjetividad, recordando la inconsistencia del Otro. Así todo ejercicio de goce se inscribe en la deuda de la ley, resto imposible de disolver que condena al sujeto. Es éste el precio que irremediablemente ha de pagar el ser hablante por el hecho de ser habitado por la cultura, haciendo estructural su malestar.

El superyó no trabaja hacia la paz de los hombres, no es la vía del lazo social, dado su carácter catabólico, hace por excelencia expresión individual opuesta al conjunto. Remite a la ley, pero no como pacificadora o socializante, sino como insensata, que entraña un agujero.

En la vida social, el superyó enseña sus efectos que contemplamos perplejos y cómplices, como en la guerra, evidenciando el entrecruzamiento de la hostilidad y la cultura. La cultura se sostiene en la ley que regula el lazo social y que pacifica, pero esa misma ley somete a sus imperativos hostiles. Es allí donde se dilucida el superyó como instancia asediante de la vida del sujeto, al dividirla contra sí mismo, y corroedora del lazo social, es incidencia de un goce que va más allá de toda regulación posible.

Es tiempo de volver a leer en El malestar de la cultura la propuesta respecto de un “ideal que mata”, donde Freud avizora que lo simbólico es fuente de malestar y muerte.

La guerra podría entenderse como puesta en escena de crímenes del superyó. La compulsión del imperativo con su trasfondo aniquilante se encuentra con los desatinos del goce que impele a las prácticas sacrificiales y a los holocaustos, como apuesta a la muerte y a la inmortalidad. Su función esencialmente simbólica, retorna en lo real, sobre la sangre y los cuerpos devastados.

Una de más usadas herramientas en la práctica de la guerra son la humillación, la coerción física y la tortura. Así, se utilizan formas brutales de descubrimiento del cuerpo a través de técnicas emergentes para explorar, marcar, clasificar y almacenar los cuerpos de quienes podrían encarnar al enemigo. Siempre se trata de que el cuerpo del otro pueda ser utilizado por terceros con el objeto de destruir los parámetros de su otredad y de su pudendum. Entre ellas: la vivisección, los actos de degradación que involucran relaciones con vómitos, semen, heces u orina, la fragmentación de las partes corporales, la decapitación, el empalizamiento, el destripamiento, el aserramiento, la violación, la incineración, el estrangulamiento, el ahogamiento, la dominación, la penetración de los orificios del cuerpo, etc. Varios son los procedimientos empleados por los torturadores, pero principalmente cuatro:

1.- Mostrar, exhibir o poner al descubierto lo íntimo en partes, principalmente el ano y los genitales; 2.- Ubicar sobre el cuerpo del otro, elementos que estén definitivamente fuera de lugar, por ejemplo, embadurnarlo de excrementos humanos; 3.- Excitar la mirada y la escucha del prisionero: obligar la visión de figuras humanas fragmentadas, obligar la escucha de voces de animales feroces o humanas de dolor; 4.- La torre humana: consiste en apilar cuerpos desnudos en cuatro patas, unos encima de otros, embadurnados de excrementos a modo de pegamento, y a su vez con las manos o los pies de unos penetrando los orificios de otros hasta romperlos (ojos, orificios nasales, oídos, partes genitales, ano, ombligo, vagina). Estos montones de carne o torres humanas, se configuran generalmente en una sesión de entretenimiento de los agresores, que para aumentar su goce con lo escópico, les sacan fotos y las ponen en Internet, posando también los agresores con grandes sonrisas. ¡Han gozado!

Estas técnicas son evidencias, brutales, de que los objetos de la pulsión, que se prestan al goce, son parciales: los orificios y sus mucosas (boca y labios, ano y escíbalo, entre otros), lo escópico, la voz, son los predominantes, pero no olvidaremos que el mismo Lacan considera que pueden existir muchos más.

Cabe preguntar: ¿es posible una civilización mundial igualitaria?

Si se consumara, el proceso de extensión que se lleva adelante en nombre de Eros acabaría por crear una comunidad que se confundiría con la humanidad toda, en la cual sería posible cumplir con el mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo. Observemos que semejante civilización invierte las formas originales de la civilización antigua, cuyos paradigmas fueron los griegos y los hebreos. Entre ellos la meta era alcanzar el nivel más elevado de cultura en provecho de una comunidad muy reducida, meta manifiesta entre los helenos, que denominaban “bárbaros” a los que no hablaban su misma lengua, y también evidente entre los judíos, que se consideraban elegidos, señalados por Dios con una marca: la circunscisión[13]. Sin duda, con los ideales igualitarios de la civilización global contemporánea, ese proyecto nos parece condenable. No obstante, esa condena no toma en cuenta que la meta de borrar el odio del espacio comunitario equivale a pretender sofocar la fuente de la pulsión, y por ende, a aniquilar las condiciones de posibilidad del lenguaje.

El proceso del lenguaje, portador del devenir cultural, se presenta durante la lucha civilizadora en que se traban Eros y Tánatos desde los comienzos de la humanidad. Eros gana terreno sobre Tánatos al precio de ejercer la represión, al precio de causar nuevos retornos de lo reprimido que se manifiestan en culpa y deuda. Se entiende que ese mecanismo no hallará cauce el día en que el exterior (el extranjero odiado) quede suprimido. De este modo, el proceso de “igualación humanista” revela su índole entrópica y sólo puede llevar a la muerte de la civilización. Tánatos logrará su desquite.

 

 

Nota: este escrito se corresponde con desarrollos de la 2da. edición corregida y aumentada del libro “La Odisea del siglo XXI” que la autora ha publicado en Editorial Letra Viva.

 



[1] Clausewitz, Carl. De la guerra. Barcelona. Labor. 1992

[2] Ibid, pág. 134.

[3] Ibid, pág. 183.

[4] Ibíd, pág. 34.

[5] Castro, María C. Del Ideal y el Goce. Univ. Nac. De Colombia, Bogotá, 2001, pág. 110

[6] Lacan, Jacques. “Introducción al comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneinung de Freud”. Escritos 2. Siglo XXI. Bs. As. 7ma. Ed. 1981. Pág. 136.

[7] Lacan, Jacques. “La psiquiatría inglesa y la guerra”, en Uno por Uno, Revista Mundial de Psicoanálisis, Nº 40. Bs. As., Eolia. 1994, Pág.9.

[8] Lacan, Jacques. El Seminario… Libro 11. Ob. Cit. Pág. 13.

[9] Clausewitz, Carl. De la guerra. Ob. Cit. P. 50

[10] Castro, María C. Del Ideal y el Goce.Ob. Cit. Pág. 111.

[11] Castro, María C. Ibíd. Pág. 137.

[12] Lacan, Jacques. El Seminario de Jacques Lacan. Libro 7. Paidós. Bs. As. 1988. Pág. 230.

[13] Freud, S. Moisés y la religión monoteísta. Obras completas. Ob.cit. Tomo XXXX


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