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Entrevista a Gabriel Rolón14/06/2009- Por Emilia Cueto - Realizar Consulta

El Lic. Gabriel Rolón relata sus inicios como docente y músico que le permitieron solventarse la carrera de psicólogo, el encuentro con Alejandro Dolina, los intereses compartidos, el surgimiento de la amistad entre ambos y su inserción en los medios de comunicación. También hace alusión a su concepción sobre el lugar del psicoanálisis y el analista en relación a, como él la llama “gente de a pie” y el aumento de las consultas que –según refiere– ha producido la publicación de sus libros. Los estereotipos que intenta cuestionar y los prejuicios que, desde los colegas siente se han volcado sobre su quehacer, o sus propios prejuicios a la hora de pensar su vinculación e inserción en distintos ámbitos del psicoanálisis, son algunos de los temas desplegados en estas páginas.
-Habiéndose recibido de Perito Mercantil comenzó sus estudios en Ciencias Económicas, carrera que dejó para pasar al Profesorado de Matemáticas, a la par que se encontraba en análisis. ¿En qué momento y por qué decide pasar del lenguaje de los números al lenguaje del inconsciente?
-Yo soy profesor de música y en ese entonces daba clases en un colegio secundario. Eso me permitía adentrarme en el clima del colegio, para quedar enganchado y cuando me recibiera de profesor de matemáticas, seguramente quedarme allí juntando experiencia docente. Y en un momento entendí que más que enseñarles a los chicos, me gustaba escucharlos. Me di cuenta porque en las horas libres, mientras todos los profesores se reunían a fumar, a tomar café y relajarse en la sala de profesores, yo me iba al patio a hablar con los estudiantes. A veces interrumpía la clase y decía: bueno ustedes hagan otra cosa pero en silencio y acercaba a algún chico adelante para conversar con él porque lo veía mal, o me decían: ¿profe puedo hablar con usted? Y me empecé a dar cuenta de que más que trasmitirles conocimientos, lo que me gustaba era escucharlos, tratar de ver si los podía ayudar de alguna manera. Eso me hizo un clic y me dí cuenta que lo mío pasaba por el lado de la psicología.
Había tenido mucha lectura de Freud y otros autores antes de la facultad, me apasionaba. Incluso había leído como cualquier adolescente de mi época, cosas que hacían a la psicología oriental: Castaneda, Gurdjieff, Ouspensky. Asimismo accedí a otras lecturas en esa búsqueda adolescente por romper moldes o por encontrar algo que se diferencie un poco del entorno. Lo mío siempre había ido por el lado de lo que tenía que ver con la psicología. Así, tome conciencia de que no tenía que seguir estudiando docencia, porque si me recibía, el trabajo demandaría ocupar 40 horas o más para vivir de eso, entonces lo mejor era que cambiara rápidamente de barco y me pusiera a estudiar psicología. No fue sin un cierto temor, un esfuerzo, porque tenía 26-27 años e iniciar una carrera a esa edad me parecía un poco fuerte. Mi imaginario marcaba que uno empezaba una carrera cuando terminaba la secundaria o un poquito después, pero por suerte me decidí, de lo contrario me hubiese arrepentido mucho.
-Una de sus pasiones, como menciona, era y es la música, lo que a su vez le permitía solventar sus otros estudios. Fue por la música que conoció a Alejandro Dolina, ¿cómo se produjo ese encuentro?
-Yo trabajaba como guitarrista de tango. Alejandro estaba buscando guitarristas porque tenía ganas de hacer una grabación y era amigo de uno de los cantantes de Hernán Salinas, uno de los cantantes que yo acompañaba. Entonces, charlando Hernán le dijo: bueno te voy a presentar a los violeros míos a ver que te parecen, y fue así como fuimos un día a casa de Alejandro los tres guitarristas. Yo ya lo leía, lo admiraba, lo escuchaba, pero personalmente lo conocimos ahí, nos quedábamos y empezamos a armar temas, a juntarnos una vez por semana. Poco a poco se fue dando que terminaban los ensayos, los demás se iban y por ahí Alejandro y yo nos quedábamos conversando. Empezamos a descubrir que teníamos algunos temas en común: la literatura, la mitología. Se dio así que alguna vez por ahí recibí un llamado un sábado a la noche: ¿qué vas a hacer? “Yo nada” ¿Querés que salgamos a tomar un café? Salíamos a conversar y se genero una amistad. Con Alejandro trabajé por primera vez colaborando en una investigación periodística, también desarrollé una cierta colaboración en guiones de un programa de televisión que él hizo con Lalo Mir, que se denominó “Fuga de cerebros”. Yo ya había participado como músico con él, como invitado en algún espectáculo teatral suyo, o acompañándolo en su programa de televisión con las guitarras. Y un día me convocó para hacer una suplencia de Guillermo Stronatti, quien no podía asistir al programa por cuestiones personales durante dos semanas. Ya había transcurrido mucho tiempo, me había recibido de psicólogo, y la idea de hacer algo con la música, con el arte, era un sueño abandonado por mí. Apareció esa contingencia, y me quise dar el permiso de cumplir un sueño, porque para mi trabajar con Alejandro, cuando yo tenía 23-24-25 años era uno de mis sueños. “¡Cómo me gustaría trabajar con este tipo!” decía cuando lo escuchaba o cuando lo leía, se dio esa posibilidad y me fui. Fui a Mar del Plata por 2 semanas y me quede 15 años.
-Es de afianzarse en los lugares.
-Por lo general si, porque suelo generar vínculos. O sea, me quedo cuando estoy bien en un lugar; o si no, no estoy. Me gusta trabajar con amigos, me gusta la posibilidad de sentir que me llevo bien, que me tratan bien, que quiero a la gente con la que trabajo. Me cuesta mucho el trato frió e impersonal. Me pasó con Alejandro, con la Negra Vernaci, que también me invito a dar una charla en su programa cuando empecé a hacer algo como psicólogo en los medios. Fui por única vez, después me dijo venite nuevamente y ya hace diez años que estamos juntos. Me pasó con Mariana Fabiani en RSM, quien me dijo: “Venite Gabi de invitado un día, y hacemos un sketch, una broma: que nos analizas”... y me quede un año y medio.
Por lo general se me da esto de querer a la gente con la que hago cosas, que me tomen cariño, y que surjan proyectos que duran más de lo pensado. Lo que sucede es que nunca pienso: “bueno, total son dos días” o “total voy de invitado una vez”. Siempre que voy a algún lugar trato de entregar mucho realmente, entregar como si me pagasen por ello. En algunos casos, como en la suplencia relatada, había retribución económica, pero en otros no. Es una invitación: “te querés venir al programa a hablar de esto”. Y la verdad es que no me imagino otra manera de hacer las cosas que no sea de un modo muy apasionado, muy comprometido. Es cierto que muchas veces “hago la plancha”, pero porque me toca ir a un lugar donde digo: “esto no es para mí”, “¿qué estoy haciendo acá?”, entonces pienso: “tratemos de pasar la tormenta sin que haya demasiados heridos”. Intento acomodarme a las aguas de cómo vengan en ese caso los programas. Pero cuando no es así, y cuando tengo la posibilidad, siempre trato de sumar como si fuera un trabajo, aunque sea solo una colaboración. Entonces a veces se generan y aparecen vínculos, o se abren puertas que uno no visualizaba antes. En ese sentido mi vida ha tenido unas cuantas sorpresas.
-Con anterioridad al vínculo con Dolina ¿Había pensado alguna vez en participar en medios masivos?
-Si, me gustaba. Como usted bien dijo, una de mis pasiones es la música, yo hubiese querido ser músico y estudié. Creo que no tuve el talento necesario como para destacarme, pero lo intenté. Eso me llevó a subirme mucho a los escenarios como músico, como cantante, desde muy chico. Desde los 12-13-14 años hasta que me recibí. Pagué mi carrera, aparte de mi trabajo como docente, cantando en lugares, en fiestas privadas, en todo lo que se pudiera. Necesitaba costearme los estudios. No tenía quien me los pagara, ni quien me ayudara. Así que el contacto con la gente, haber ido a radios a cantar, a hacer música, estaba. Incluso armé un programa anteriormente con un querido amigo, con Carlos Viturro. Habíamos realizado un programa en FM Palermo, un programa de radio. La radio me encantaba. Intenté acercar uno o dos proyectos, de esos que uno deja en la recepción a los tipos de seguridad y que allí quedan. Me atraía la radio. La televisión no tanto. Los analistas somos más proclives a la palabra que a la imagen. La televisión es a mi pesar. Es un medio donde creo que me desenvuelvo tranquilo y bien, pero toda la vida prefiero la radio. La radio sí era uno de esos gustos, esos deseos, esos sueños que uno tiene también. No sé si sueños, sueño es muy grande, es una palabra que se aplica a la música en mi caso. La radio es como algo que era lindo hacer.
-En una entrevista realizada por Bernardo Borkenztain se define como ex-artista marcial, kungfuteca y relata que en función de ello aprendió a respetar al maestro y seguir sus enseñanzas, ¿A quiénes considera sus maestros y por qué?
-Depende de los campos. Obviamente en la radio a Alejandro Dolina y a Elizabeth Vernaci. Pienso que tuve la posibilidad de trabajar con los dos más grandes. De haber sido un tiempo atrás hubiesen sido Antonio Carrizo o Héctor Larrea, esos personajes que tenían que ver con la comunicación, pero también con la cultura. Ahora creo que los dos más grandes son “el negro” y “la negra”. Tuve la suerte de trabajar con ellos y los reconozco como maestros en la radio. A Alejandro también en algunas cuestiones que tienen que ver con la literatura y con el pensamiento. En televisión, de quien aprendí mucho es de Guillermo Andino. Guillermo es un tipo muy inteligente y no sé si todo el mundo se da cuenta de eso. A veces puede pasar como una cara linda que presenta noticias, pero es licenciado en Ciencias Políticas, un tipo que ha leído mucho. Yo aprendí con él que se puede hacer televisión, que es un medio terrible, voraz, tenso, sin faltarle el respeto a nadie. Uno se pone nervioso, la gente viene, te pide las cámaras, te hablan de esto, de lo otro y uno se saca. Jamás en tantos años de trabajo le vi a Guillermo faltarle el respeto a alguien. Y cuando le hablaban por la famosa “cucaracha” e interrumpía la conversación porque le estaba hablando el productor, jamás dejaba de decir: “Disculpame, ¿qué me estabas diciendo?” o “Dame un segundo, después lo conversamos porque me están hablando”. Creo que ese trato respetuoso con los compañeros que estábamos por debajo de él -porque él era el conductor-, me quedó grabado porque me parece que habla de cómo una persona es, justamente en un lugar donde todo hierve, donde todo está tenso, donde todo quema. En referencia al kung fu del que conversábamos anteriormente, los shaolines decían que un shaolin es aquel que está tranquilo donde los demás están nerviosos, y está calmo donde los demás sienten miedo. Yo a él lo veía así, como un tipo capaz de agarrar el “hierro caliente” sin faltarle el respeto a nadie. Entonces, lo considero en ese aspecto -de cómo uno tiene que comportarse en los medios a pesar de lo que se juega- como alguien que, a mí, me enseño muchísimo. Después en los otros ámbitos, en la psicología, reconozco como mi maestro a Horacio Manfredi. Horacio es Profesor Ajunto Regular de Psicoanálisis Freud en la Universidad de Buenos Aires, y es con quien hice mi formación y de quien escucho todas las críticas porque sé de donde vienen. “Mirá un analista dijo esto de tu libro” ¿Quién es? ¿Qué sé yo? Pero cuando Horacio me dice: “mira Gabriel hay una parte de tu libro... ” A ver, ¿por qué? Contame, explicame, decime... tenés razón, entonces voy a cuidar más la manera de sugerir algo, o esta otra. Porque cuando vos le reconocés autoridad a alguien y sabés que esa persona te habla desde un buen lugar, y que te quiere bien, no es necesariamente porque te da mimos, a veces te critica. Siempre recibo bien las críticas de alguien que me quiere. O que no me quiere pero me evalúa con coherencia, que no es prejuiciosa, que es justificada. Y en ese sentido he encontrado en Horacio un referente de lo que es el psicoanálisis, de lo que es el pensamiento, y la actitud ética dentro de la profesión. En contra del reconocimiento que él me ha hecho para unas cosas, pero de la mano de la crítica que me ha hecho en otras. Y en música, hay dos maestros que nos atraviesan a los argentinos que transitamos ese camino: son Bach -en un sentido universal- y Piazzolla, en un sentido más cercano.
-En una entrevista publicada en la Revista Noticias refiere que: “La teoría psicoanalítica es maravillosa y a veces los psicoanalistas no hemos estado a la medida de los cambios de los tiempos para adaptar el método”. ¿Qué cambios propondría y por qué?
-Considero que básicamente hay que recordar que Freud expresaba que la realidad es una cuarta instancia psíquica, e intentar aplicar fríamente lo que en Paris o en Viena funciona, puede llegar a ser una torpeza para la realidad argentina. No, por supuesto, a la hora de escribir en el pizarrón la formula de la metáfora paterna, o de dibujar el gráfico del jarrón invertido, eso funciona en todas partes al momento de pensar. Pero si uno no entendía, por ejemplo, en el 2000 o 2001 que cuando un paciente pedía pagar la mitad, o venir cada 15 días, no era una resistencia, sino una realidad, creo que se estaba perdiendo la posibilidad de escuchar lo que estaba pasando.
Me parece, por ejemplo, que se puede hacer psicoanálisis cara a cara. Yo utilizo mucho el diván. Pero cuando no, desde mi misma técnica, desde mi misma teoría, hago psicoanálisis cara a cara, sin ningún problema. Me parece que hay que evaluar muy bien cuales son los pacientes posibles para nosotros los analistas; y en cuales, con humildad -porque nuestra técnica está castrada como nuestra teoría-, debemos reconocer que no son casos para nosotros y confiar -por qué no- en otras teorías que aunque estén enfrentadas en el modo, inclusive de pensar al sujeto, para ese sujeto en particular pueden ser, en ese momento, mejores que la nuestra. Yo trato de tener una actitud abierta, me parece que el psicoanálisis, básicamente, tiene que ver con no olvidar que pensamos al paciente como un sujeto del inconsciente y que sostenemos la castración en nuestra escucha. Después si los tuteamos, si le hablamos en el ascensor, si pasamos por un bar, están sentados y nos dicen: “sentate” y nos quedamos un minuto charlando, no pasa nada, no pasa nada.
Por suerte tuve un analista, digo por suerte porque uno es hijo de su análisis también, muy abierto. Tuve un analista que estuvo junto a Oscar Masotta y la gente que introdujo a Lacan en Buenos Aires, que estaba más allá de los estereotipos y las cuestiones religiosas que a veces tiene el psicoanálisis. Era un tipo totalmente abierto, que no tenía problemas en decirme -si estaba muy agotado por estar en el consultorio desde las 8 de la mañana siendo las 8 de la noche: “¿le jode si la sesión la hacemos en el café de la esquina, que no salí en todo el día?” ¡Vamos! Y he tenido unas sesiones bárbaras y no se le caía ningún anillo, ni se me caía ninguna transferencia por esas cosas.
Lo que a mí, humildemente, me parece es que hay que tener cuidado y no transformar al psicoanálisis en una religión. A veces escucho charlas que me parecen ciertamente discusiones religiosas y eso me preocupa. Me preocupa a la hora de pensar si quiero integrar eso o quedarme. Me preocuparía quedarme, yo prefiero irme de esos lugares, de los que seguramente me echarían igual, no hace falta que me vaya, pero seguramente ellos están encantados de que yo no pise sus entidades. Por mi parte, también estoy encantado de no hacerlo. Me parece que, excepto que lo veamos como algo filosófico, el psicoanálisis tiene que estar piel a piel con la gente. El psicoanálisis es un método clínico, no existe un analista si no hay un paciente. Si después todos los analistas del mundo queremos encerrarnos a discutir está todo bien, pero esas ya son cuestiones más filosóficas. Y cuando de esas cosas se deduce, que el que no acepta esta nueva fórmula que nosotros hemos planteado es un hereje, eso es algo religioso. Afuera sigue estando la gente con los mismos dolores y los mismos sufrimientos de siempre, mientras nosotros por ahí nos encerramos a discutir. Desde que me recibí siempre he ejercido, no he estado un solo día lejos del paciente, y casi desde que me recibí no estuve jamás en reuniones de analistas.
-¿Por qué no?
-La verdad, porque no las disfruto. Porque me parece que hablan de otras cosas de las que a mí me interesan. El ejemplo freudiano de ir construyendo, a partir de lo que el paciente devuelve, la teoría y la idea que se tiene. “¡Pucha!, antes caminaba por las calles de Viena y por el parque, y ahora me parece que no; antes al paciente le daba té con masas, y ahora me parece que mejor no; antes trataba de hipnotizarlo y me parece que no; o le ponía la mano y no; y por ahí, por qué no la asociación libre”. Me parece que lo que da la clínica, no lo dan otras cosas. Yo prefiero, he preferido en mi experiencia, pasar por lo clínico. Y obviamente, cada vez que lo he necesitado, consultar a los que yo creo y reconozco como maestros, en cuanto al conocimiento que tienen, para consultar, para supervisar como corresponde. Pero, tener que analizarme con un analista durante tantas horas, para que me permitan ser miembro de algún lugar, no quiero ser miembro de ningún lado, quiero ser analista de los pacientes que quieran analizarse conmigo y yo crea que puedo ayudar. Quiero ser miembro de eso nada más.
-No todas las instituciones psicoanalíticas tienen esa modalidad.
-No, no, yo no digo que todas, para nada. De hecho suelo tener material que publican sobre seminarios que dictan y me parece que son interesantísimos. Digo simplemente que no es para mí, que siento que mi rol no esta ahí, no soy feliz ahí, no me seduce. Me sucedió, por ejemplo, a la hora de escribir o de armar ciertas charlas que en ocasiones me invitan a dar, que planteo: “bueno ¿pero es para la gente de a pie, no?” Lo pregunto, porque si va a estar lleno de analistas no me interesa, yo no soy el más apto para dar una charla sobre teoría psicoanalítica estando Manfredi, Laznik o Mazzuca por ejemplo. Tipos que realmente trabajan mucho, y todo el tiempo están profundizando teóricamente, dando clases. Si alguien quiere escuchar algo teórico, puede recurrir a ellos. Creo que tengo, dentro de lo que es el psicoanálisis, una virtud -que por ahí muchos ven como defecto- que es que puedo, más o menos, traducirle a la gente una manera de pensar. No para ayudarlos, desde el punto de vista de lo dogmático, ni de la autoayuda, pero sí para que pensemos sobre algunos temas. Podemos hablar del inconsciente, de la castración, y de la diferencia entre el objeto de deseo y el objeto de amor. Podemos hablarlo en las charlas, y la gente se engancha, pregunta, reflexionamos juntos, y eso me sale bien. Lo otro en una época lo pensé. Pensé -no se olvide que tengo una formación docente- por qué no intentar entrar a una cátedra ya que docente soy y psicoanalista también. Pero la verdad es que las cátedras que me llamaron no tenían que ver con el psicoanálisis, en su momento las psicoanalíticas no me llamaron, ni me presenté, ni intenté, y después ya se me fueron las ganas. Pero cuando digo esto no les estoy faltando el respeto, ni digo que está mal ir a una asociación, digo, simplemente que a mi no me gusta, a mi me gusta otra cosa.
-La relación entre la comunidad analítica y quienes participan en los medios de comunicación ha sido compleja.
-Sí, sí, conflictiva diría yo.
-Lo que suele aparecer es la exclusión, el cuestionamiento. Así lo refirió Eva Giberti cuando abordamos este tema en un reportaje realizado hace unos años o José Abadi cuando habla del “prejuicio de desjerarquizar la teoría” al promover la divulgación ¿Usted coincide en que se trata de un prejuicio? y de ser así ¿qué subyace a esta posición?
-Sí, sí. Creo que en los medios uno puede ser regular, malo, más o menos bueno, muy bueno, como en todas partes. Hay cuestiones que obviamente no son aptas para hacer en un medio, uno no puede hacer clínica en un medio de comunicación. Lo que sucede es que, así como hay muchísimos que tienen una escucha generosa y abierta para lo que uno hace, hay otros que no. Por ejemplo, a mi programa Terapia única sesión, en chiste le pusimos ese nombre porque me causaba mucha gracia un artículo que había leído acerca de la terapia única sesión, que se estaba practicando en Estados Unidos. Me resultaba gracioso que alguien pensara que en un día, porque se pasaba todo un día con el psicólogo, se iba a curar. A modo de chiste dije: “bueno, ya que vamos a hacer una sola entrevista pongámosle terapia una sola sesión”. Y por ser analista, buscamos una rima escenográfica que proponía, que en vez de cara a cara, se acuesten en un diván. Pero que no era otra cosa más que un periodístico, íntimo, pero totalmente respetuoso. Yo les preguntaba a todos y cada uno de los invitados de que tema querían hablar. Jamás hice una interpretación de nada a modo de lapsus, nada. Era una entrevista como las que yo soñaba, como las que Jesús Quinteros hacía en el Perro verde o el Negro Guerrero Marthineitz en A solas. Simplemente con el chiste escenográfico del diván. Después, creo, no se pudo hacer del todo, porque había cuestiones externas a mis decisiones con las que yo no comulgaba mucho: estaba demasiado iluminado, con demasiados objetos en la escenografía, pero eso estaba fuera de mis manos.
Cuando realicé ese programa de entrevistas, salieron notas en la Revista Noticias. Una chica cuyo nombre no recuerdo -no la conozco, no sé si es de los medios o no, no era psicóloga, pero alguna licenciatura en algo relacionado a esto creo que tenía- decía: “Bueno, todos ya sabemos lo que es Gabriel Rolón”. Una persona a la que no vi nunca en mi vida, no se como puede saber quien es Gabriel Rolón. Ella -con la que jamás crucé una palabra, que nunca entró a mi consultorio, que nunca fue mi paciente- lo que podría decir es “no me gustan los programas que hace Rolón” y eso sería válido. Pero “Todos ya sabemos como es Gabriel Rolon, un mercader”, me pareció ofensivo. Pero bueno, a mi las ofensas solo me llegan de la gente que respeto, de los que no, no. Pero se armo una cosa, como si yo estuviera haciendo poco menos que una mala praxis. Hubo una nota, incluso, que involucró analistas a los que respeto mucho, como Germán García, que contestó perfectamente a la pregunta mal formulada. Y supongo que, por ahí, alguien no habituado a los vericuetos y a los enredos de los periodistas, cae a veces en la trampa de la pregunta: “¿Qué opina usted de la posibilidad de analizar a una persona por televisión?” Y obviamente Germán García dijo lo mismo que hubiera dicho yo y cualquier analista ético, decente y coherente. Y ellos lo traducían como que lo decía con respecto a mí. Pero yo nunca he analizado a alguien por televisión. Muchas veces me han dicho: “Usted que analizó a Nazarena Velez”. Nunca analicé a Nazarena, es una chica divina, le tengo mucho cariño, nos vimos unas cuantas veces, compartimos algunos programas, le hice algunas notas, pero nunca fue mi paciente, nunca la analicé. Se genera una confusión. Nosotros los intelectuales del psicoanálisis o de la cultura, los que hemos tenido la suerte de pasar por una universidad -cosa que en este país es casi milagroso o privilegiado- deberíamos pensar antes de hablar. El prejuicio justamente es eso: un juicio previo, es decir “yo opino esto de Fulano, no me importa, no voy a ver lo que hace. Si lo voy a ver, va a ser teñido de esto”. A mi no me molesta que se hable mal de las cosas que hago. Decir el programa de Rolón no me gusta me parece totalmente válido. Ahora decir: “es un mal tipo, Rolón es un chanta, Rolón está totalmente fuera de lugar”. Algún paciente mío que no se halla sentido conforme, puede decir: “A mí no me sirvió como analista”, que no quiere decir que yo sea un chanta, un mal tipo o un falto de ética. No todos los analistas son para todos los pacientes. Pero esas cosas producen prejuicio, yo no lo tengo. La gente se asombra cuando, por ejemplo, no crítico a Stamateas, de un modo maligno o a Bucay: “Pero usted habla bien”. Si, por qué voy a hablar mal, por qué voy a hablar mal de Stamateas que es doctor en sexología, doctor en psicología, que ha pasado por la universidad. Después no comulgo con sus ideas y nunca hemos cruzado palabra, porque él tiene algo de fe en su práctica clínica, no tiene que ver con lo que yo haría. Pero no puedo ofender a alguien por ejercer una técnica de modo diferente, no me prendo en eso. Solamente hablo de la gente de la que puedo hablar bien; de la que no, prefiero callar. Hay que tener cuidado antes de ofender a alguien.
- ¿Tiene alguna idea, acerca de qué es lo que puede haber detrás de ese prejuicio?
-Pareciera haber una idea generalizada, no solo en el ámbito psicoanalítico, que conlleva el juicio de que todo lo que es exitoso tiene que ser “berreta”. Así, pareciera que si un tipo es bestseller no puede escribir bien. Por ejemplo, a mí me causó gracia, cuando una vez me dijeron: “Usted que es escritor de bestsellers”, y yo me reí mucho. ¿Cómo se escribe un best seller? ¿Cómo sabe uno como escribirlo? Un libro se puede convertir en best seller después de publicado, cuando empieza a vender y se ubica y vende mucho, pero ojalá uno fuera escritor de best sellers. En ese caso, en nuestra profesión por ahí el bestseller por excelencia sea Sigmund Freud y nadie podría decir que Freud escribiese mal. Premio Goethe de Literatura en 1930 y escritor delicioso. Me parece que cuando alguien masivamente llega, existe la tendencia a creer que es malo. Entonces este prejuicio actúa. No creo ser un tipo maravilloso en lo que hago, creo que hay cosas que hago bien, otras que hago muy bien, y otras que directamente prefiero no hacerlas, porque me doy cuenta que no me van a salir. Básicamente, en los medios me manejo de una manera lúdica. Para mí los medios son una sublimación, un lugar donde voy a descomprimirme, a reírme, a crear un personaje, a hablar de -como en mi programa de radio- literatura, historia, música. Donde eventualmente, por ahí, puedo responder una consulta que hace alguien, pero jamás digo: “Bueno, usted lo que tiene que hacer...” Nunca. Si puedo decir: “a veces, en casos como este suele pasar que...”, es porque me parece que es lindo pensar a través de un disparador.
-Quizás eso posibilite que la persona que está formulando la consulta, o quien está escuchando, piense que algo de eso le concierne y solicite una entrevista. En el reportaje anteriormente mencionado, dice que desde que se editó Historias de Diván aumentaron la consultas a psicoanalistas, ¿Cómo arribó a esa conclusión?
-En realidad por comentarios de analistas que están más ligados a círculos que yo, que están en la universidad, que son amigos, o que atienden y me dicen: “La otra vez estábamos hablando en la reunión de cátedra tal y salió el tema de tu libro y de los que estábamos ahí, el 80% habíamos recibido dos o tres pacientes que vinieron a consultar a raíz de tu libro”. Y por ahí me han dicho algo del estilo de la reinstalación de la palabra diván. Una de mis grandes luchas en todo lo que he hecho, y no porque esté en contra de lo otro, pero si porque creo firmemente en el psicoanálisis, fue reestablecer la palabra análisis. Intentar que la gente que había reemplazado la palabra análisis, por la palabra terapia: “voy a terapia”, volviera a decir: “voy a análisis”. Al menos los que se analizan, los que van a terapia, van a terapia, pero los que van a análisis, van a análisis. Pienso que hay ciertos significantes que he intentado volcar en el conocimiento general, como reinstalar la idea y la palabra diván, la idea y la palabra análisis, sostener el lugar del inconsciente y del “todo no se puede”, en medio de doctrinas facilistas que vienen a intentar transmitir que querer es poder. El libro El secreto dice: “usted piense mucho esto y lo va a atraer”. Y yo jamás he hecho, jamás vendí un libro, un artículo, basándome en querer jugar al juego fácil de decirle a la gente lo que quiere escuchar. Podría haber escrito -de hecho la editorial así lo pensaba- el libro: “Las 50 preguntas que usted le quiere hacer a un psicólogo”. Y aconsejar acerca de cómo hablar con los hijos, acerca del divorcio, cómo comunicarle a los padres la identidad gay, cómo manejar una separación. No quise eso, me metí a escribir sobre la muerte, la pérdida, el dolor, los duelos. Pero bueno, esa parte no la ve ninguno de los que se enoja conmigo, porque soy un analista que intenta hablar claro. Mi primer libro fue automáticamente, por su titulo y su cosa, al estante de autoayuda y costó mucho modificar eso. El otro día me di cuenta que -para mi fue un mimo, pero me parece que está un poco equivocado- fue catalogado como psicoanálisis. Eso es un paso.
-¿Por qué equivocado?
-Pienso que tal vez el psicoanálisis esta más en los libros de texto. Creo que está bien que mis libros estén al lado de los libros de Irwin Yalom, por ejemplo, más que de los libros de Osho. Yo me siento más cercano a Yalom que a Chopra. Creo que me siento más afin, que me he ganado el derecho a que me pongan más cerca de Yalom que de Chopra. De hecho Yalom, por medio de su editora en Argentina, me ha pedido que prologara su último libro. Para mí es realmente un placer porque es un profesional serio. Su técnica se aleja un poco del psicoanálisis, pero no me molesta eso. Mi pelea intelectual en la trasmisión pasa siempre por el lado de darle un lugar de respeto al psicoanálisis.
-En sus libros se observa por un lado un gran despliegue de los casos presentados, de las vidas, los sentimientos, pero también hay una gran exposición de su trabajo, sus intervenciones. Incluye lo que dice, lo que hace, lo que siente, o por qué no puede intervenir en determinado momento con una paciente al resultarle esa situación muy cercana a su propia historia,... a su madre.
-Sí, por ejemplo, ahora que cita esto: ¿la contra-transferencia la invente yo? ¿Soy el único analista del universo al que esto le pasa? ¿O yo lo puse, lo mostré, me encontré con este problema? Y hasta mostré: cuando un analista está trabado, no puede escuchar, no le sirve al paciente. O sea, hice una autocrítica muy dura de cómo estaba trabajando y de cómo no estaba funcionando desde el lugar del analista, cómo se destraba esto, cómo fui a mi propio análisis y charlándolo pude trabajarlo. ¿No nos pasa esto de verdad a los analistas? A lo mejor la gente toma a mal que uno diga que somos sujetos humanos a los que nos pasan cosas, que no con todos los pacientes podemos, que hay momentos en donde nos trabamos porque está en juego nuestra historia. Si, nuestro quehacer es en un alto porcentaje la lucha contra la contratransferencia. Todo el tiempo estamos tratando de no volcar, no mezclar nuestras ideas, nuestros preceptos, nuestras emociones y escuchar respetando éticamente el deseo del paciente. Yo lo cuento y dicen: “Uh, mira este tipo, ¡mira que analista!, los confunde a los pacientes con la madre”. He escuchado críticas por esas exposiciones, pero lo único que intenté, y de verdad, es que la gente pudiera entender que no somos excéntricos de “Villa Freud” para personas snob, que dos veces por semana tienen ganas de tirar su dinero. Trabajamos con el dolor de la gente, y a veces eso involucra nuestro propio dolor. Y a mi me pareció que era importante, que era bueno para el psicoanálisis.
-No todas las historias en sus libros tienen un “final feliz”. Por tomar un ejemplo, el último caso del segundo libro es muy duro, doloroso y deja abierta una incógnita, como así también en la historia de Majo ¿por qué eligió incluir esos casos?
-Le agradezco mucho realmente lo que dice, porque es la primera de todas las personas que me hace una entrevista en estos dos años y medio, desde que publiqué el primer libro, que lo reconoce de esta manera. Casi todos los periodistas que me han hechos notas vienen y dicen: “pero sus historias siempre terminan bien”. Y yo digo: Bueno, Majo se muere, el último caso del primer libro no entra en análisis. Usted tiene una escucha diferente y se da cuenta de eso. La mayoría piensa que los casos terminan bien. Y yo me pregunté por qué, cuando es tan evidente. Cómo pueden venir con el caso Majo, una chica que se muere a los 20 años, y decirme que termina bien. ¿Y sabe a qué respuesta -que puede ser errónea- llego?, a que en todos los casos, lo que si hay es el develamiento de alguna verdad y me parece que eso a la gente le suena que está bien. Dicen: “termina bien, se murió, no importa, la sensación de que se devela una verdad es algo bueno”. Y en ese sentido, creo, que si el libro produce eso yo me siento feliz, porque en el segundo libro no es casual que la bajada sea del dolor a la verdad. ¿Qué libro de autoayuda o de “palmoterapia” pondría “Del dolor a la verdad”? ¡Estamos hablando de dolor!
-No sé porque insiste con el tema de la autoayuda, en ningún momento lo que allí se despliega hubiese sido posible sin su presencia, sin la presencia de un dispositivo que tenga que ver con el analítico.
-Lo digo porque he recibido cuestionamientos en el nivel de: “Bueno, ahora que te va bien con la autoayuda”. Y creo que hay que leer –sobre todo los colegas- con mucho prejuicio, con mucha mala intención, para encontrar en el libro, un libro de autoayuda. Uno puede decir que son malos, pero no que son de autoayuda, y lo digo con respeto. Hay libros que se llaman de autoayuda, que a alguna persona en algún momento determinado la pueden llevar a simbolizar, a poner en palabras, con una metáfora encontrar un sentido que la ayude a pensar en su dolor. No digo que esos libros estén mal, sino simplemente que ese no es el camino que yo elegí.
-Leyendo sus libros me encontré no acordando con algunas de sus intervenciones, diciendo “no hubiera dicho, escrito o hecho tal cosa”, pero después pensé que puedo decir eso porque allí se encontraba reflejado lo que usted había hecho. Esto no es habitual en las viñetas o recortes sobre los que se suele trabajar.
-Eso me molesta mucho. Y, ojo, me parece bien, a mí algunos amigos me han dicho: “¿Pero por qué esta intervención?”, así como lo hace usted, pero desde este mismo lugar de respeto de alguien que piensa. Y dicen: “Mirá, a mi se me hubiera ocurrido por este otro lado”. Otra cosa es un supervisor, o alguien que te dice: “mira yo intervendría distinto”, y te lo dice con respeto.
Me sucedía cuando miraba en algunas series de televisión -que comprometían lugares de psicólogos, donde por ahí veía que la trama venía bien, y cuando llegaba la intervención del psicólogo me lo dejaba de creer porque decía: “¿Esto de donde lo sacó?” O sea, nada por aquí, nada por allá. ¿De dónde esta intervención magistral, si con los datos que salieron no lo puede tener? Me doy cuenta que hay una falla del libretista y le dejo de creer, suspendo la incredulidad que uno tiene que tener para disfrutar de una ficción. Entonces lo que he intentado en mis libros, justamente, es justificar mis intervenciones -que pueden ser correctas, algunas pueden ser desacertadas-. Pero he intentado justificarlas: “yo hice esto, por esto, porque escuché esto, porque me pareció que aquello”. Tomé tal decisión y puede ser cuestionable, pero lo hice porque sentí que la gente que se estaba alejando del psicoanálisis -en pos de otras terapias más breves, más cercanas- pensaba que nosotros, los analistas, decíamos “ajá,.... ujú”, no saludábamos en la calle, cobrábamos caro y conducíamos terapias largas, pero parece que no sabían desde donde interveníamos, como interveníamos, que nos quedábamos callados porque sí. Por eso intento justificar todos y cada uno de los silencios que aparecen en el libro. Trato que se entienda que cada vez que los analistas formulamos una intervención -sea una interpretación, un señalamiento, un acto o un silencio- es porque pensamos que tiene que ir eso. No porque tenemos un “Manual del analista no habla nunca”. Después, ciertas cosas cayeron un poco antipáticas en algunos lugares o a algunas personas y a otras no. Creo que otras personas han recibido bien esto, lo que en los medios no especializados se ha llamado la “humanización” del analista. El psicoanálisis es humano, es profundamente humano, si hay una teoría que piensa al sujeto realmente como un sujeto humano, es el psicoanálisis, y que lo acompañe en sus deseos y sus contradicciones, en sus aspectos más humanos, somos nosotros los analistas. Habíamos quedado un poco deshumanizados me parece. Hay ciertos estereotipos que nos hacían mal, por ahí yo soy el equivocado, pero a mí me ha ocurrido que gente que me escribía a la página, mandaba mensajes a la radio o me encontraba por la calle, me decía: “recomiéndeme un psicólogo, pero por favor que no sea analista”. Eso no me sucedió más desde que escribí los libros. Obviamente que a mi se me acerca gente que me conoce y que confía en mi, no se me acerca todo el mundo. Pero, al menos esas personas que antes también me conocían, confiaban en mí y me pedían que no querían un analista, ahora me piden un analista. En ese sentido me siento contento. Yo me preguntaba: “¿por qué no un analista, si yo soy analista?” y “¿por qué me lo piden a mí?” y “¿qué estamos haciendo los analistas para que la gente diga: “No, yo ya fui con uno que no me hablo en cinco sesiones, nunca me dijo nada”. Me pareció que no todos los analistas somos iguales y no era un pecado que yo comunicara eso. ¡Me van a excomulgar!
-Me da la impresión que se “excomulgó” usted primero
-Por ahí hay algo de esto. La facultad me contuvo en momentos muy difíciles de mi vida, si no hubiera estado estudiando, si no hubiera estado cursando en la facultad, la hubiera pasado mucho peor, hubiera sufrido mucho, pero eso me brindó la posibilidad de sueños y proyectos en una etapa muy dura de mi vida. Así que yo amo, adoro la facultad, y cada vez que paso la miro emocionado. El olor de la facultad, de sus libros. Sé, por ejemplo, que me auto-excomulgué del disfrute de mis cafés en la facultad. Me gustaba mucho ir a tomar cafés, un poco quemados con pastafrolas un tanto duras, pero tenía que ver con mi vida, con lo que yo era; yo era eso, soy eso. Pasé por esas escaleras, por esas aulas, di todos mis exámenes, o sea obtuve mi título. No soy ningún ladrón, me recibí, hice el mismo camino que hicieron todos. En un momento empecé a sentir, y me hago cargo totalmente de esto, que cuando entraba en la facultad y me acercaba a leer un libro por ahí, alguno miraba -y esta es una interpretación mía- con una mirada de cierta desaprobación. Como si yo, realmente, para los demás no perteneciera a ese lugar. Y me auto-excomulgué, deje de ir. Me llamó mucho la atención cuando me convocaron a dar una charla, hace dos años más o menos, en la Universidad de Buenos Aires, y respondí 10 y 15 veces que no, hasta que me convencieron. Decía: “no, para qué quieren que vaya”. Sentía que iba a ser apedreado públicamente y no tenía ganas. Me asombré mucho cuando vi el aula repleta, preguntas muy interesantes, alumnos muy abiertos y fui despedido con una ovación. Constituyó una de las emociones más grandes de mi vida, porque qué más puede querer uno que ser reconocido ahí donde ha aprendido, ha estudiado, ha cursado. Mas sé que no elegí el camino para obtener ese reconocimiento. Tengo otros reconocimientos que también son muy lindos. Pienso que tiene razón, probablemente yo también tenga mucho que ver. De hecho cuando empecé la charla en la U. B. A. lo primero que dije, cuando vi el aula llena, fue que había llegado sintiendo que ellos tenían un gran prejuicio hacia mí, y que yo tenía un prejuicio enorme hacia ellos, y que iba a tratar de hablar con ellos de lo que ellos quisieran, a ver si cuando terminara la charla alguna de las dos posiciones había cambiado. Pero les dije -sentí necesario confesar- que les suponía prejuicios hacia mí, y que se preguntarían “quién es este chanta, qué está en la televisión, que analiza por televisión, que se hace el sabiondo por radio”.
No soy paranoico. Mi hijo cursaba psicología en la U. B. A. y estaba en una clase donde la adjunta dijo: “Bueno, todos sabemos que Rolón es un chanta”. Es muy duro para un chico escuchar eso de su padre, de alguien que no lo conoce, no lo trató, que no se analizó con él, que jamás tuvo una charla seria. Mi hermana estudia psicología, mi hijo hizo un intento en psicología, después se ve que era un lugar un poco incomodo para él, pero tengo amigos que forman parte de cátedras. Hay gente que trabaja en mi equipo, que hoy da clases en la facultad y algunos dicen: “Yo prefiero no decir que estoy en tu equipo, porque la titular es medio hincha pelotas con esto, con aquello”. No me lo invento, se lo juro. Después tengo mi prejuicio y me hago cargo, pero al menos es una ilusión, no una alucinación.
-El pensador y escritor Sartori nos habla de la transformación del homo sapiens en homo videns, de la palabra destronada por la imagen y de la primacía de la imagen sobre lo inteligible, incluso habla de la importancia que tiene la televisión ¿Considera posible que la subjetividad se dirija hacia un postpensamiento acorde a la nueva cultura audiovisual?
-No. Creo que la imagen no va a destronar nunca a la palabra. Porque es con palabras como uno piensa. El pensamiento se arma en función de palabras, por eso aquel que tiene más palabras puede potencialmente pensar mejor, por eso la importancia de la cultura y la diferencia entre quien no ha podido formarse y quien sí. Lo cual no quiere decir que no haya inteligencias motrices u otro tipo de inteligencias, que pueden tener otras personas. Creo que el sujeto humano es un sujeto de la palabra, y eso no lo va a poder destronar una imagen. Yo estoy totalmente en desacuerdo con la frase que dice “una imagen vale más que mil palabras”. Me parece que hay imágenes que conmueven, como hay palabras que conmueven. Puedo conmoverme ante la magnitud del Guernica y sentir un impacto, que a lo mejor a una novela le hubiese llevado 100 páginas producirme, pero si quiero entender porqué esas imágenes transmiten lo que transmiten, lo tengo que pensar. Y si me quiero enterar lo tengo que leer o lo tengo que escuchar, y lo tengo que procesar. Yo veo ese toro caído, pero será a partir de que alguien venga y me diga: “el toro representa a España” que podré enterarme de todo un contenido que alguien armó en pensamientos y después plasmó en una imagen. Por eso creo que, por suerte, los sujetos de excelencia -como los llama Ortega y Gasset- son sujetos de la palabra. La imagen está muy bien, a mí me gusta -ciertas imágenes, otras no- y uno puede contar algunas cosas con imágenes, pero no puede armar la teoría de la relatividad con imágenes, resolver el Teorema de Pitágoras, ni puede llegar con imágenes a la resolución de un conflicto de la niñez. Somos sujetos atravesados por la palabra y constituidos por la palabra. Que la imagen después sea utilizada de tal o cual manera, que los elementos de poder, que por limitaciones propias tengan más acceso a la imagen que a la palabra, provoquen impacto en afiches de tal o cual manera en vez de sostener ideas, no quiere decir que el sujeto humano, la humanidad, vaya en camino de abolir la palabra, sería un retroceso. Caerse del mundo de las ideas para entrar al mundo de las imágenes sería una verdadera tragedia.
-En nombre de elSigma le agradezco que nos haya permitido dialogar sobre distintos momentos de su vida, a la par de trasmitirnos su experiencia en torno a lo que entiende como la práctica del psicoanálisis, su inserción en los medios de comunicación de la mano de significantes que hacen a nuestra práctica en el imaginario de la gente, sin dejar de tener en cuenta prejuicios propios y ajenos.
Gabriel Rolón es Licenciado en Psicología. Ha participado y participa en programas de radio y televisión, dentro de los cuales se destacan La venganza será terrible, junto a Alejandro Dolina; Tarde Negra, Va x Vos y Siempre listos, como columnista. También en Todos al diván (Roberto Pettinato y Karina Mazzocco) y Resumen de los medios (RSM) (Mariana Fabiani). Desarrolló sus propios programas: Noches de diván, Radio Mitre AM790 y Terapia (única sesión), por América TV. Sus libros publicados son: Historias de diván, Editorial Planeta (2007); Palabras cruzadas. Del dolor a la verdad, Editorial Planeta (2009)
Desgrabación: Ailin Flaminman
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