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Duelo y emancipación. El llamado insoslayable de Jorge Alemán, y un giro cartesiano

11/09/2021- Por Matías Wiszniewer - Realizar Consulta

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En un recorrido que indaga en las raíces mismas del origen griego del pensamiento occidental, Matías Wiszniewer recorre el cogito cartesiano y las referencias de Jorge Alemán. Interroga, en el contexto vigente del neoliberalismo actual, no solo acerca del destino de la revolución y la emancipación, sino el modo en que queda anudada la existencia humana.

 

                                                                                  Jorge Alemán*

 

 

 

    “Si no soy para mí, ¿quién lo será?
      y si sólo soy para mí, ¿qué soy?”
                           

                   Hillel, Pirkei Avot 1:14, Jerusalén, Siglo I



  ¿Qué es el hombre?
Antiquísima interrogación que nos acompaña no sólo desde el origen de la filosofía occidental, sino también, por lo menos, desde las sabidurías de Oriente y de Egipto, y que hoy podríamos formular de manera más refinada: ¿cuál es la verdadera estofa de lo humano?
Cuestión candente en el inicio del nuevo milenio.

  ¿Terminaremos los humanos convertidos en meros engranajes “hablados” por una maquinaria ultra sofisticada, cual puesta al límite de lo que Chaplin advirtió en Tiempos Modernos? ¿O es otro el destino que nos aguarda? ¿O nos aguarda el llamado de Sócrates, cuando le respondió a Critón frente al patíbulo que “más importante que prolongar la vida, es vivir bien”?

  ¿Se trata de “honrar la vida” o sólo de “durar y transcurrir”? ¿Tuvo sentido “la Revolución”, tuvo sentido ese “ser de izquierda” al que se entregaron tantos “militantes” de mi generación y de las generaciones que me precedieron? ¿Valieron y valen la pena los esfuerzos de Sigmund Freud y de sus sucesores, y los de tantos pacientes que gastan sus años buscando en el diván una pequeña luz de acceso a lo sublime, o bien, a la verdad de su deseo? ¿Qué lugar debería ocupar, en fin, la dimensión ética en el laberinto cotidiano de cada uno? O de otro modo, ¿qué espacio queda para un proyecto político acorde a la realización individual de los sujetos?


  Jorge Alemán, en su vivaz, imprescindible intento de hacer honor a estas historias, nos interpela como un profeta contemporáneo cuando advierte que “no desear el tiempo siempre interminable de la emancipación sería, a mi juicio, como no desear.”[1]

 

  Sin ese anhelo de emancipación, sin la aspiración humana a una instancia más plena de existencia que la que propone el algoritmo subyacente al “discurso capitalista”, el riesgo es que el deseo de los sujetos (razón de ser del “estar en el mundo”) se debilite hasta el punto de extinguirse en el sinsentido de una reproducción tan incesante como carente de todo valor.



Platón y lo político. “Lo Justo” en la antigua Grecia

 

  Para Platón, la política (es decir, el compromiso de cada ciudadano con su ciudad, con su polis), está íntimamente ligada a la Idea de la Justicia (y ésta, a su vez, a la Idea del Bien) y a cómo oponerse a lo injusto. Se trata de que la Ley llegue a ocupar el lugar de “reina soberana”.

 

  Es por eso que Sócrates, en su último acto, pone a la Ley por encima de la propia vida: no considera justa la condena a la que fue sometido, pero las instancias legales de la ciudad lo condenaron, y es más justo cumplir la disposición (aun injusta) de los tribunales, que “hacer justicia por mano propia” y huir de la implacable sentencia.

 

  La búsqueda platónica de la Justicia (que requiere averiguar lo que la Justicia sea en sí misma) implica que lo que es justo, lo sea tanto para la polis como para el individuo, es decir, tanto para lo colectivo como para lo subjetivo. E implica también considerar a la Injusticia como “el mayor de los males del alma”.

  Pero ni Platón ni Sócrates surgieron de un repollo. Son parte de un período concreto y determinante de la historia de Grecia en general y de Atenas en particular.
Unos doscientos años antes de la muerte de Sócrates, el poeta y legislador ateniense Solón, ocupado en restablecer la armonía social en una época en que los ricos eran demasiado ricos y los pobres demasiado pobres, había proclamado la necesidad de que “ningún bando venciera ante la Justicia”.

  Solón procuró imponer (como lo habían hecho las Tablas de la Ley dadas a Moisés en el desierto) una legislación escrita (Diké) frente a la normativa tradicional (Themis) que, al trasmitirse en forma oral, daba lugar a arbitrariedades. Y como bien señala Lucas Soares[2], se puede establecer una relación muy clara entre la posición política de Solón y una de las primeras sentencias con sesgo ético de la filosofía, que para la misma época aparecía en la pluma del Anaximandro: en el célebre fragmento 12-B1 este filósofo milesio escribe que “a partir de donde hay generación para las cosas, allí también se produce su destrucción, según la necesidad… unas a otras pagan la culpa, y la reparación de la injusticia…”

  En medio de graves conflictos sociales y políticos, de luchas intestinas entre las ciudades griegas, y de guerras externas en las que toda la civilización helénica se jugaba la supervivencia contra el Imperio Persa, se fue consolidando en Atenas una nueva forma de gobierno, la Democracia, que llegó a su apogeo durante el gobierno de Pericles, en el centro del siglo V, “el siglo de oro” de los atenienses.

  Como ha pasado tantas veces, luego de alcanzado el cenit, un proceso histórico se debilita y decae: luego de la muerte de Pericles, el esplendor de la ciudad inigualable se fue apagando. Entonces los ciudadanos de Atenas condenaron a Sócrates, y Platón, el discípulo decepcionado, se dedicó a investigar y a escribir. Escribió mucho, y mucho de lo que escribió tuvo que ver con una profunda indagación sobre la esencia de lo justo en sí.


Revolución, duelo y emancipación

 

  Entre las Tablas de la Ley, las leyes de Solón, las primeras filosofías jónicas y los desarrollos posteriores de Platón y Aristóteles, se fue dibujando un paradigma ético que, de una u otra manera, hemos heredado.

 

  “Pagarán la culpa” unos a otros y habrá “reparación de la injusticia”, anotó Anaximandro. “Armonía es tensión y equilibrio de los opuestos” completó Heráclito, casi en la misma época, desde otra de las colonias griegas de Asia Menor.

  ¿Y qué otra cosa vinieron a hacer ‒miles de años después‒ las revoluciones que se sucedieron desde la toma de la Bastilla en 1789, sino intentar “la reparación de la injusticia”, procurando restablecer esa “armonía” que, como anhelaba Solón, haría que “ningún bando venciera ante la Justicia”? Sin embargo, en las últimas décadas hemos observado cómo la ola de profundos cambios políticos y sociales que sacudió la faz del planeta, aun dejándonos la marca de su legado, ha retrocedido.

  Ante esta realidad histórica incontrastable, se abren tres alternativas, que atraviesan los textos de Jorge Alemán:

  a) Adherir al escepticismo capitalista neoliberal que decreta, mediante el ardid del “Fin de la Historia”, el olvido de la antigua aspiración a la “Idea del Bien” como orientadora última de la acción humana, dejándonos a merced de un “discurso delirante”, inscripto en un “presente perpetuo y sin historia”;

  b) Una defensa obtusa, con escasos matices, autocríticas o rectificaciones, de aquellas ideas revolucionarias que no han logrado dar respuesta a las necesidades que las impulsaron;

  c) Ser fiel al deseo que motorizó esas revoluciones (en el entendimiento de que la búsqueda de la Justicia es inherente a la condición humana), pero hacerlo a la manera del poeta Basho, que llamaba no a imitar a los maestros que nos precedieron, sino a “buscar lo que ellos buscaron” (o dicho en sintonía marxista, hacerlo con conciencia de que la Historia, cuando intenta repetirse a sí misma, lo hace como farsa). A esta última opción obedece, a mi criterio, la convocatoria de Alemán. 

  “Descartada la hipótesis revolucionaria, que actualmente ingresaría en una lógica sacrificial… son las izquierdas las que, con recursos simbólicos muy escasos y limitados, deben asumir legados emancipatorios de distintos signos…”[3] escribe el psicoanalista argentino residente en Madrid, en consonancia con lo que acabo de mencionar.


  Alemán muestra, además, una posición crítica respecto de la aspiración utópica que guió al viejo proyecto revolucionario. Esa utopía (tal como resulta propio de toda utopía) es irrealizable, porque ‒en términos del psicoanálisis‒ aspira a completar aquello que por estructura, tanto a nivel del sujeto como de la sociedad, no admite ser llenado (en este punto Alemán articula, en diálogo con Althusser, el “fantasma” que opera en el terreno psíquico individual, con la “ideología”, que lo hace respecto de lo comunitario).

 

  Por otra parte, el psicoanalista y pensador hace notar ‒abrevando en Marx‒ que “el capitalista también está sometido a las reglas del sistema”[4] y que “tampoco los explotadores pueden tener una auténtica vida humana al estar obligados al sostenimiento de la reproducción ilimitada del capital”[5], por lo cual deberíamos afirmar, aunque suene paradójico, que el sujeto capitalista, actor que se supone de primer orden en el sostenimiento del estado de cosas neoliberal, es también un potencial actor en la lucha emancipatoria contra eso mismo que reivindica pero que, al mismo tiempo, lo somete.[6]

 

  Lo anterior lleva a ver la necesidad de tramitar un duelo, por partida doble: duelo por el fracaso, al menos parcial, de un proyecto al que generaciones entreras apostaron sus existencias (frustración cuya marca quedó establecida, a dos siglos exactos de la Revolución Francesa, con la caída del Muro de Berlín), y duelo por asumir que, si bien es posible reformular los sueños que allí se jugaron, no lo es seguir sosteniéndolos de la manera en que se lo hizo, y esto es así no sólo por la propia experiencia histórica, sino también por el hecho de asumir como cierto lo que Alemán denomina “la mala noticia” dada por el psicoanálisis.

  En una reciente entrevista, aludía Diana Sperling al psicoanálisis como “una revolución [que] como todas las grandes revoluciones, implica una herida narcisista. Es clave esto de saber que no decimos lo que queremos, sino que somos dichos de algún modo por algo que nos habita. Por eso Sigmund Freud dice: ‘El yo no es amo en su propia casa’. Estamos siendo atravesados todo el tiempo por algo que no sabemos o no dominamos. Es un aporte fundamental.”[7]

  Lo que señala Sperling da muy buena cuenta de esa “mala notica” donde Alemán ve el límite del proyecto revolucionario utópico, porque “la revolución” implicada por el psicoanálisis, advierte sobre la imposibilidad de suturar la herida traumática original de un sujeto que adviene al mundo dividido en su estructura (impedimento ya insinuado, por ejemplo, en el texto Bíblico, donde el Protagonista principal del relato es designado con un tetragrama impronunciable, grupo indescifrable de letras que sólo mucho más tarde será traducido como “Dios”).

  Frente a este límite estructural, que el psicoanálisis viene a recordarnos, Jorge Alemán recurre al trípode conceptual duelo-memoria-deseo, porque ‒sostiene‒ no puede haber acceso a la verdad que buscamos (ante el presente absoluto y desmemoriado del neoliberalismo) “sin duelo por el trauma que nos constituyó frente a un real imposible de simbolizar, sin la memoria que trabaja las marcas de ese duelo… y sin la insistencia inclaudicable del deseo” que nos habita.[8]

  Es interesante notar cierta concordancia o paralelismo entre las promesas neoliberales y las implicadas en la esperanza utópica, a las que el psicoanálisis nos invita a renunciar. Dice Alemán que “en todo proyecto de izquierda… subyace una dimensión ética irreductible relativa a la justicia. Y donde hay ética siempre hay un deber de renuncia frente a las pulsiones narcisistas, esas mismas que el orden neoliberal impulsa ilimitada y constantemente.”[9]

  En este sentido, el proyecto utópico que había surgido para dar respuesta al capitalismo, estaría actuando como espejo del neoliberalismo, porque promete, en ese porvenir que algún día tendrá lugar, la misma ilusión de completitud que el discurso capitalista “vende” dentro de un presente que se desplaza, con disposición metonímica, una y otra vez.

 

  Me gustaría asumir el riesgo de formularlo de esta manera: que ambas caras de la moneda estarían operando para ocultar lo que de insoportable tiene el saber sobre nuestro incierto devenir de seres fallidos, complejos, finitos e irreversiblemente incompletos, y que la superación de ambos espejismos resulta imprescindible para poder accionar (en forma concreta y viable) en torno a eso que, ya en muy antiguos textos hebreos, se mencionaba como Tikún Olam (la reparación del mundo).

 

 

El giro cartesiano


  Se suele señalar a René Descartes como “el padre” de la ciencia moderna, de “la técnica”, del racionalismo, de la filosofía moderna y del mismísimo capitalismo. Considero que algunas de estas afirmaciones podrían ser en parte ciertas, pero apuesto a que vale la pena detenernos un minuto en este hito y ver con más detalle de qué se trata: como en el film El ángel exterminador de Buñuel, a veces la salida de un laberinto requiere retroceder, con la guía de la memoria, hasta el momento en que fuimos atrapados por él; y si realmente en Descartes se encuentra algo del origen de nuestra época, es allí adonde parece recomendable regresar.[10]

  Antes de convertirse en célebre filósofo, Descartes fue un joven inquieto, en conflicto con los saberes de su tiempo. Luego de haber estudiado con los jesuitas, durante nueve años, en uno de los mejores Colegios de Europa, sintió que los saberes adquiridos no hicieron más que mantenerlo en la ignorancia, porque no había en ellos nada de la verdad que él quería encontrar.

 

  Entonces tomó la decisión de abandonar su Francia natal y viajar por Europa (en sus propias palabras, de “dejar atrás el mundo de las letras para leer el Libro del Mundo”[11]). En ese derrotero, terminó por concluir que lo que tenía que hacer era estudiarse a sí mismo, y fueron los tres sueños que tuvo en esa etapa en Alemania, los que le revelaron “el camino a seguir en la vida”.

 

  Los viajes siguieron por un tiempo más. Volvió a Francia, y luego de otros tantos años, sintió que había llegado el momento de escribir la obra que había soñado, para lo cual necesitó emigrar definitivamente de su país e instalarse en las tierras libres (o al menos algo más libres) de los Países Bajos donde ‒según consignó en su correspondencia‒ “cada cual se ocupa de sus negocios” y “nadie me presta atención”. Consigue así, en el exilio que vivirá en las siguientes dos décadas, su tan preciada soledad.
Resulta que este viajero amante de la soledad, que se inspiró en una noche de sueños, es el supuesto “padre del racionalismo occidental”.

  Lo primero que elabora, en su búsqueda de la verdad, es un método de conocimiento que tiene por regla principalísima el “no admitir como cierto” nada que no se presente clara y distintamente a la intuición. Este apotegma, que parece tan simple, es el que lo lleva a demoler (en principio como absolutamente falsos) todos los saberes adquiridos.

 

  La duda metódica pone en cuestión incluso la existencia del propio cuerpo, la validez de las matemáticas y, por supuesto, el que haya un Dios bondadoso y perfecto (primera “muerte de Dios” en la filosofía, bastante antes de Nietzsche). En términos de lo que después va a retomar Lacan, todos los enunciados del pensamiento son puestos en duda.

 

  Pero en medio de tan angustiosa tormenta espiritual, donde Descartes se describe como atrapado “en un remolino de agua, sin poder hacer pie”, encuentra algo indudable: si estoy pensando (o bien: si estoy ejerciendo el acto de la enunciación), aunque todos los pensamientos que pienso sean quimeras, no puede ser que yo, que soy el que tengo esos pensamientos, no exista.

 

  Entonces, en la segunda parte de la Meditaciones Metafísicas, está en condiciones de afirmar ‒como ya había anticipado con el famoso “Pienso (o bien: dudo-percibo-siento-quiero), luego existo” del Discurso del Método‒ que la proposición “Yo soy, yo existo”, es necesariamente verdadera[12].

  Jacques Lacan sostiene que el camino seguido por Descartes, para llegar a esta formulación del Cogito, es “la vía del deseo”.[13] Dentro de su conocido diálogo con la lingüística, y en varios lugares de su obra, Lacan establece como una de las dimensiones de la “división del sujeto” la producida entre enunciado y enunciación.

 

  En el caso del “sujeto Descartes”, tal división salta a la vista: la duda metódica avanza paso a paso, mostrando que, si se es consecuente con el método propuesto, no hay manera de asegurar ni siquiera la veracidad de enunciados que se presentan como muy obvios e indudables, porque no cumplen con la regla de “no afirmar como cierto” nada que no se presente como tal, con toda evidencia, en forma directa, clara y distinta al espíritu.

 

  Pero sí es posible tener certeza de la verdad del acto de la enunciación: certeza de que soy yo el que está enunciando, aunque los enunciados que enuncio (o los pensamientos que pienso) fuesen todos absolutamente falsos. Y si yo enuncio, es porque allí (o aquí) hay un deseo que me mueve a hacerlo, como hay un deseo que me mueve a poner todo en duda, porque quiero (quiere Descartes) encontrar una verdad que se resista a toda duda posible, y así vencer el escepticismo.

 

  Es por eso que Lacan ve que este procedimiento fundacional del “sujeto de la ciencia” (sin el cual no habría ciencia moderna), sigue “la vía del deseo”.

  Lo que hay entonces, como origen de la ciencia moderna, es una fidelidad deseante en la “búsqueda de la verdad”, que se resuelve como captación intuitiva (no “racional”) de que si estoy enunciando (o si estoy pensando) es porque existo. Si a esto añadimos que, para poder ir más allá de la verdad de sí mismo (de mí mismo) y avanzar en el conocimiento de “las cosas externas”, a Descartes no le queda más remedio que reintroducir al Dios que había puesto en duda, a un Dios absolutamente bondadoso que, “incapaz de engañarme”, me garantice que lo que los sentidos me dicen que es una piedra, sea efectivamente una piedra.

 

  Entonces resulta imprescindible concluir que la ciencia moderna (y el capitalismo que se organiza a su alrededor) tienen como “pecado original” estructurante (y “forcluido”) lo siguiente: la verdad intuitiva y enteramente subjetiva de su fundador como único fundamento cierto, y la necesidad de ese fundador de recurrir a Dios como única forma de afirmar que el mundo externo al propio pensamiento subjetivo ‒es decir, el objeto imprescindible y único de toda indagación científica‒ existe verdaderamente.

 

  Y si esto es así, debemos concluir que en el corazón mismo de la estructura “capitalismo-ciencia moderna” se encuentra latente la semilla de la “emancipación” superadora de la que habla Jorge Alemán: no se trata ‒como quiso “la Revolución”‒ de destruir, de convertir en cenizas lo que hay, sino de reconfigurarlo, haciéndole saber (recordándole) que eso que se muestra como avasallante, completamente cierto y ciertamente completo, proviene de una salto de fe, de una apuesta, que es un “no todo”, una construcción que tiene como centro un núcleo vacío, y como verdadero motor un orden intuitivo que lo único que puede afirmar con certeza es que quiere afirmar algo.



La soledad: común

 

 “Oh, no puedes ser feliz
  con tanta gente hablando, hablando a tu alrededor”
                         Charly García y Pedro Aznar, Hablando a tu corazón

  

“Lo que habla sólo tiene que ver con la soledad…” Jacques Lacan, Seminario Aun (citado por Jorge Alemán en Soledad:Común)

 

 

  Hacia el final de su adolescencia, el protagonista de El barón rampante ‒la gran novela de Ítalo Calvino‒ se impone una regla muy particular, a la que será fiel por siempre: vivir trepado a los árboles de su comarca, y no bajarse jamás de ellos. Sin embargo, no deja de participar con gran interés de los acontecimientos de su tiempo, ni de relacionarse con sus allegados, ni de formar pareja.

 

  En una entrevista de 1977 Calvino comenta que “… el barón es un personaje que participa en la vida de todo el mundo, pero guarda una distancia, porque ocurre que los poetas pueden ser también revolucionarios; es una distancia necesaria que permite ver mejor las cosas, estar fuera y dentro de ellas al mismo tiempo.” [14]

  En el primero de los sueños de juventud, a René Descartes alguien le ofrece un melón. El propio soñante interpreta, al analizar la escena onírica, que ese dulce fruto representa “los encantos de la soledad”. El sueño fue luego validado por la biografía, porque el filósofo francés, como señalamos antes, eligió la soledad que le brindaban los parajes urbanos y campestres de Holanda para plasmar la escritura de su obra.

 

  Pero al igual que el barón rampante, sólo de manera parcial Descartes fue un solitario: tuvo él también un activo intercambio con sus contemporáneos, y estaba tan lejos de desinteresarse por el devenir humano que dedicó su vida al legado que tantos siglos después nos sigue interpelando.

  Jorge Alemán arranca su ensayo Soledad:Común postulando que “hemos escogido estos dos términos, Soledad:Común, separados por dos puntos que quieren indicar una relación de conjunción y disyunción entre ambos…”[15] Esta tensión de opuestos (recordemos al Heráclito citado al principio), es equivalente a la que va a separar y juntar, como eje de la formulación alemaniana para una “Izquierda lacaniana”, los términos “Psicoanálisis” y “Política”.

  Si como afirma el autor pocas líneas después, siguiendo a Lacan, el sujeto surge “sin posibilidad de ser representado en su totalidad por los significantes que lo instituyen”; si la soledad de ese sujeto es radical “en la medida en que ninguna relación ‘intersubjetiva’ o ‘amorosa’ puede cancelar en forma definitiva ese lugar vacío…”, y si el surgimiento del sujeto a partir de lo que Lacan llama “el Otro” (es decir, a partir de “lo Común”) se da en el marco de una “brecha ontológica” que le impide encontrar un fundamento en común con lo Común, de lo que se trata (y allí parece residir el lugar de “lo Político”) es de bordear ese vacío, esa imposibilidad, ese abismo entre ambos órdenes, y “hacer algo con eso” sin procurar desconocerlo (sin actuar con “mala fe”, diría Jean Paul Sartre).

  En la cura a la que apunta el psicoanálisis ‒afirma Alemán más adelante, en la misma obra‒ hay una instancia en la que “se radicaliza la experiencia de la soledad, en la medida en que el sujeto logra separarse del significante Amo…”, es decir, en la medida en que logra afirmarse ‒como el barón rampante y como Descartes‒ más allá del origen que lo determina. Si esto es así, la cura psicoanalítica, que reconfigura de esta manera la soledad radical del sujeto y su relación con lo Común, adquiere una dimensión política.

  Harto complejo resulta, en fin, el entramado que nos presenta Jorge Alemán, pero uno siente que en estas complejidades se juega mucho de lo esencial de nuestra época. Se trata sin dudas de una tarea ardua (como arduo es todo le excelso, diría Spinoza), pero no sin antecedentes: todo el espíritu del Tao, que vertebra a una de civilizaciones vivas más antiguas y más ricas del planeta, gira en torno a un vacío, a una imposibilidad expresada en la primera sentencia del Tao Te King:

  “El Tao que puede ser expresado no es el Tao Absoluto,
  El nombre que puede ser revelado no es el Nombre Absoluto,
  Sin nombre es el principio del Cielo y la Tierra…”[16]

  Duelo para superar lo que no anduvo, memoria para recordar “los saberes no sabidos”, y la fuerza vibrante del deseo, para persistir en el intento (a pesar de que para el propio Alemán “el término emancipación es sumamente problemático, por los interrogantes que suscita”[17]).

 

 

Referencias Bibliográficas

 

Alemán Jorge, Ideología. Nosotras en la época. La época en nosotras., La Página, Buenos Aires, 2021
Alemán Jorge, Soledad:Común, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2012
Calvino Ítalo, El barón rampante, Bruguera, Barcelona, 1980
Descartes René, Discurso del Método, traducción de J.R. Armengol, Losada-Océano, Barcelona, 1998
Descartes René, Meditaciones metafísicas, traducción y notas de E. López y M. Graña, Gredos, Madrid, 1987
Lacan Jacques, Seminario XI, París, 1964 (versión castellana de Paidós, Buenos Aires, 1991)
Lao Tse, Tao Te King, Coyoacán (traducción de José Miguel Tola), México DF, 1996
Platón, Diálogos, Gredos, Madrid, 1986
Soares Lucas, Platón y la política, Tecnos-Anaya, Buenos Aires, 2010
Soares Lucas, Anaximandro y la tragedia, Biblos, Buenos Aires, 2002
Wiszniewer Matías, Vericuetos del espanto. Filosofía de la tragedia y la revolución.,
                                     Ediciones del Signo, Buenos Aires, 2007
Wiszniewer Matías, Invierno sueco. El último viaje de René Descartes., Letra Viva, Buenos Aires, 2020

 


Imagen*: http://coninformacion.undav.edu.ar/527.html

 



Notas

[1] Alemán Jorge, Ideología, pg.140

[2] Soares Lucas, Anaximandro y la tragedia

[3] Alemán Jorge, ibid., pg.111

[4] Alemán Jorge, ibid., pg.85

[5] Alemán Jorge, ibid., pg.22

[6] Para más detalles sobre este asunto, así como sobre el “duelo” posterior a la caída del Muro de Berlín tratado en líneas siguientes, véase mi libro Vericuetos del Espanto

[7] Diana Sperling entrevistada por Jorge Fontevecchia en Diario Perfil, Buenos Aires, 15 de agosto de 2021

[8] Alemán Jorge, ibid. pg.108

[9] Alemán Jorge, ibid. pg.111

[10] Véase un punto de vista algo diferente al consabido sobre René Descartes, sus ideas y su tiempo en mi novela histórica Invierno sueco. El último viaje de René Descartes

[11] Descartes, Discurso del Método, Parte I

[12] Descartes, Meditaciones metafísicas, Meditación II

[13] Lacan Jacques, Seminario XI, Clase 17

[14] Citada en el prólogo de la edición de Bruguera

[15] Alemán Jorge, Soledad:Común, pg.11

[16] Lao Tse, Tao Te King, pg. 23

[17] Alemán Jorge, Ideología, pg.139

 


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