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El goce de S. Kierkegaard04/07/2006- Por Sara Vassallo - Realizar Consulta
: Kierkegaard fue considerado por Lacan el más osado investigador del alma antes de Freud A partir del Seminario 10 se consuma el alejamiento de Lacan respecto de Hegel y el acercamiento a Kierkegaard. Imposible no retrotraernos a los cuestionamientos que el filósofo danés le dirigiera al gran filósofo alemán:. La existencia-dice Kierkegaard- no depende de la esencia ya que no es su especificación, la esencia es ideal y por ello definible y pensable, la existencia en cambio no es ideal sino real y por ello indefinible y no pensable. La verdad es la subjetividad ,en la que como existencia subjetiva se destacan la desesperación, la angustia, el temor, el temblor y el pecado. En definitiva Kierkegaard se levanta contra Hegel indicando que hay algo que en la dialéctica no puede suprimirse, la angustia objeta así la ilusión de un universal que pudiese reabsorber lo singular. En este excelente trabajo Sara Vasallo desarrolla de qué manera al introyectar como un veneno en el sistema de Hegel la «diferencia absoluta », en una época que llamaba al progreso y la reconciliación de las contradicciones, Kierkegaard descubría lo imposible de “revocar”, lo que el psicoanálisis llamaría la pulsión de muerte.
Totalmente inactual, tan inactual que se lo encuentra en
el exacto reverso de un cierto modelo de goce dictado por las sociedades
occidentales actuales, Kierkegaard (1813-1855) se habrá convertido, por esa
misma razón, en un pensador absolutamente actual. Capturado en la Ley protestante del padre, Kierkegaard
descubrió un día que esa Ley estaba contaminada por una falta, que el padre le
habría susurrado a medias palabras (eso que en el Diario describe como un “terremoto”). Durante la época de estudiante, postergando sin cesar la
obtención del diploma de teología, llevó una vida de desórdenes (que los
biógrafos coinciden en considerar más imaginarios que reales). Dos años después de la muerte del padre, acaecida en
1838, se comprometió con Regina Olsen, rompiendo al año su noviazgo. Esta
ruptura y las relaciones con el padre, más vivo que nunca después de muerto,
hicieron de él, como lo dice en el Diario,
un “autor”. A partir de 1841, Kierkegaard tuvo
dos ocupaciones centrales: caminar por las calles de Copenhague de día y
escribir de noche.
¿Habremos trazado así los pasos de la célula triádica
hegeliana (blanco de su polémica con Hegel), a saber: una Ley corroída por la
falta, la del padre, negada por el hijo y “revocada” (según el término de
Hegel) en la creación de obra? Kierkegaard leyó su propia
historia de otro modo. Escribió
para decir, apasionadamente, que la revocación especulativa (Aufhebung) de la contradicción no
existe, ni para él ni para nadie. En su
lugar, situó la «paradoja», o la «diferencia absoluta», un factor que Lacan
llamaría letal, que hace que la alienación primera en el Otro no pueda
mediatizarse. En resumen, prefirió ser aplastado por la contradicción a
pensarla desde lo alto de un sujeto que la hace y deshace. Prefirió ser una nada residual del Aut-Aut (título de su primer libro), “un
menos que nada”, como dice de sí mismo en el Diario en 1851, a sobrevolarla como el sujeto absoluto de Hegel.
¿Es masoquista esa preferencia? ¿O revela la
estructura de todo sujeto? Es cierto que el núcleo de su
descubrimiento teórico (esto es, la necesaria sustitución de la mediación hegeliana
por la paradoja, el pecado y la repetición) se confundió con su sufrimiento
vital. Todo, en su obra, es autobiográfico, y todo es a la vez reflexión pura. Desde sus primeros libros de 1843 (La Repetición y Aut-Aut), Kierkegaard se sabía ya situado, como sujeto, en el
“factor letal”. Descubrió, en la imposibilidad de repetir el placer en su
exaltación primera, un elemento mortal, heterogéneo a la vida (punto de partida
de muchas disquisiciones de Lacan en torno al “mas allá de la vida” real que actúa
en el principio del placer haciendo desvanecer el objeto de la pulsión).
Sometiendo la contradicción hegeliana a una especie de cortocircuito mortal,
hizo de Don Juan un melancólico y del hombre ético (el asesor casado de Aut-Aut) un hombre cómico. La Ley no
“revoca” (aufheben) el placer sino
que devuelve al goce, al lugar inaugural en que Kierkegaard no dejó de
entreverse a sí mismo como muerto. Cortocircuito perfectamente recognoscible en
su renuncia a casarse con una mujer a la que amaba: “En Oriente, el envío de un
cordón de seda significa para el destinatario su condena a muerte -le escribe a
Regina Olsen en la carta de ruptura de 1841- en este caso, el reenvío del
anillo [de noviazgo] sella la muerte del que lo manda”. Retirarse de la
normativa social rompiendo el contrato de noviazgo, suspender la ética, es
entrar en la esfera religiosa, la cual no excluye el mal sino que lo presupone
como su condición. En ese volver atrás, Kierkegaard encontró las dos salidas
posibles: o la fe o la angustia, situadas ambas al borde de toda ley
comprensible y de toda diferencia reconciliada. Introyectando como un veneno en
el sistema de Hegel la «diferencia absoluta» (y hay quien asimila a ésta,
basándose en textos de Wittgenstein que la mencionan, con los «márgenes del
lenguaje»), en una época que llamaba al progreso y la reconciliación de las
contradicciones, Kierkegaard descubría lo imposible de “revocar”, lo que el
psicoanálisis llamaría la pulsión de muerte.
Pocas cosas escaparon a la ironía de Kierkegaard : ni
la liberalización política y social de Dinamarca, ni la teología especulativa;
ni Mynster, obispo de Copenhague, confesor de su padre y amigo de la familia;
ni Hegel, a quien comparó con un escapado del hospital psiquiátrico que para
convencer que no está loco repite sin cesar una verdad objetiva incuestionable
(por ejemplo, la tierra es redonda). Tampoco el matrimonio, núcleo de la
paradoja más cruel y a la vez más cómica. Las palabras exaltadas del enamorado:
“estoy dispuesto a perderlo todo para tenerte”, dice, se vuelven una injuria
dichas por el mismo hombre ya casado, el cual no puede proferir la misma frase
sin estar dispuesto a perder al objeto ya poseído. Como el chiste freudiano, su
risa abre a la falla del Otro.¿No eleva acaso en el Post-Scriptum a las Migajas Filosóficas, el humor a condición para
entrar en la esfera de lo religioso, o sea, la esfera de lo Otro?
Para renunciar a lo que el sentido común llama felicidad,
para entrar en el centro incandescente de la paradoja, Kierkegaard tuvo que ser
objeto del Otro, en otras palabras, tener un síntoma. El tormento al que lo sometió ese síntoma quedó
sustraído para siempre a toda explicación concreta: “Después de mi muerte -escribe
en 1841-no se encontrará entre mis papeles (y es ese mi consuelo) una sola
explicación de lo que en el fondo llenó mi vida, no se encontrará […] ese texto
que explica todo y que siendo tal vez para los otros una bagatela, remite para
mí a hechos de una enorme importancia, pero que a mi vez considero como fútiles,
al suprimir la nota secreta que es su clave”. Calcándola de la segunda epístola
de san Pablo a los Corintios, Kierkegaard llamó a esa bagatela “su espina en la
carne”. Hay dos modos de abordarla: o se plantea la pregunta positivista de
cuál es su correlato empírico (¿homosexualidad? ¿impotencia sexual? ¿sífilis?)
para deducir algunas hipótesis de corte clínico, o atenerse a lo que dicen sus
textos. Y lo que dicen sus textos, como todo
lo que puede decirse de un síntoma, es sumamente equívoco. A su amigo Boësen escribe: “Tengo mi espina en la
carne, exactamente como el apóstol Pablo. Por eso no
pude integrarme en las categorías humanas comunes, y saqué la conclusión de que
mi tarea tenía que ver con lo extraordinario. Allí residía el obstáculo en mis relaciones con
Regina” ¿Pero qué tipo de obstáculo? ¿Ocultó con ese término un detalle
humillante que envolvió luego, en su tarea de escritor, en interpretaciones
magnificantes? ¿O hay que leer su espina en la carne como una formación
psíquica, huella del «pecado» del padre? Lo cierto es que en todas las
alusiones a ella, una vacilación se reitera: por un lado una “cosita” que lo
pone al margen de los demás, por otro, un signo de excepción. Por un lado el monstruo de Temor y Temblor, por otro lado la gloria de la marca (ya que
gracias a la espina, «salta más alto que los demás », dice en el Diario).
La psicología positiva, e incluso el psicoanalista,
pueden muy bien detenerse, satisfechos, ante lo que parece un claro signo de
masoquismo (¿perverso o moral? Habría que abundar en comentario para
dirimirlo). Ese signo dice: soy inferior a todos pero superior; un signo de
castigo clavado en mi cuerpo me hace sufrir, pero mi dolor es mi gozo, etc. La lógica de Kierkegaard sale al paso de esta
interpretación, ya que la vacilación mencionada es contrarrestada por una
convicción que la neutraliza (convicción demasiado reiterativa como para no
encontrarla en todas sus construcciones teóricas), esto es: no extirpemos la
espina. Para decirlo en un lenguaje que no es el suyo: si se extirpa la espina,
se extirpa el sujeto. El
enunciado es a la vez ético-clínico y teórico. Kierkegaard, como decía Lacan
respecto de Pascal, nos entrega su estructura (que no es lo mismo que decir que
interpreta su síntoma).
La interpretación psicológica del goce y su
presupuesto normativo (“Señores, hay modos más equilibrados de gozar”) y
terapéutico (“el Bien como meta del placer puede eliminar la espina”), queda
jaqueada. El goce de Kierkegaard, para usar un término de Hegel, no es una
categoría inmediata. ¿Lacan no separó acaso el masoquismo del sufrimiento,
definiéndolo en función exclusiva de la posición de objeto del sujeto? Al negarse
enérgicamente, comentando a san Pablo, a estampillar su espina con un sello
garantizador de elección, Kierkegaard se niega a “hacerse objeto del Otro”. Hace de ella no un signo sino un significante. Y nadie
como él se opuso tan radicalmente a los sistemas de méritos y recompensas
calculadas del cristianismo. Un verdadero cristiano nunca está seguro de haber
sido elegido, dice. La fe, repite, es riesgo y angustia. Más aún, supone, como en el caso de Abraham, pasar del
otro lado de las reglas morales (¿hay algo más criminal que aceptar immolar a
su hijo Isaac?).Y el mal no es un contenido humano inscripto en las reglas de
la comunidad. Reside en la posibilidad
(estructural) de que la Ley misma se dé vuelta y diga dos cosas a la vez. Es imposible, a este respecto, no sospechar, en virtud
del lazo indeleble entre síntoma y concepto, que la «paradoja» de Kierkegaard
no sea una emanación de esa Ley que «se convierte en tentación», como lo dice
en Temor y Temblor, la ley del padre.
El que debía representar una ley sin falla le ordena a Abraham sacrificar al
hijo de la promesa, y le dirige a Adán, con una frase que según Kierkegaard,
Adán no entendió del todo, una prohibición (“no comerás de los frutos …”) en la
que éste oye la orden contraria («comerás…»).
Comparemos dos registros en principio incomparables: la
clínica y la teología. Así como
no basta el diagnóstico positivista respecto de la espina (el que quiere ante
todo enterarse de su correlato real), así también no se trata de hacer del
cristianismo un “objeto de saber” para gente culta. El cristianismo, dice
Kierkegaard, no es una doctrina sino una “contradicción de la existencia”. El saber objetivo no agota la verdad, no se cansa de
repetir. Y como telón de fondo se escucha: el sentido de la espina tampoco es
objetivo, ni lo es su supuesto remedio, lo que importa es su real y lo que se
haga de ella. Más todavía, el acto en que
se la convierta. “Renunciemos a toda curiosidad [se refiere a san Pablo],
condenada por anticipado ….”. No hay duda de que habla de él mismo. El
argumento es idéntico, en el fondo, al de la nota secreta: sería vano ventilar
el detalle realista de su “bagatela”. El secreto
forma parte de la estructura, el síntoma encierra un real irreductible a lo
simbólico. El psicoanalista debe agradecer a Kierkegaard por haber ocultado su
secreto, lo cual no es un defecto sino una lección ético-clínica (a condición,
claro, de perderlo como paciente).
No olvidar la espina tiene, pues, una afinidad con ese
retorno mencionado hace un momento, o sea, retorno “allí donde [el sujeto]
estaba”, que lo devuelve a su lugar en la estructura. Retorno a un real que no
es la realidad del dolor tomado como “curiosidad” (el que se exhibe como
mercadería en las pantallas de televisión, por ejemplo) sino a lo que
Kierkegaard llama “el sufrimiento eterno”, al que no es forzoso darle un
sentido exclusivamente religioso. En una nota del Post-Scriptum, escribe: “Solo los gitanos, las bandas de brigantes,
los vivos (y los diplomáticos) tienen como máxima no volver al lugar adonde
estuvieron una vez”. La ironía oculta una verdad profunda: para llegar al “sufrimiento
eterno” hay que obviar el sufrimiento “inmediato”, el que se usa en el manoseo
de la noción banalizada de masoquismo, y efectuar un retorno. El que efectuó
Raskolnikov, por ejemplo, en la novela de Dostoïevski, Crimen y Castigo, cuando confesó su crimen, no por un lacrimógeno
arrepentimiento sino para volver a instalarse en el agujero de la Ley que había
creído tapar asesinando.
¿Se liberó Kierkegaard de la ley paterna, por escribir
en El concepto de la angustia una
teoría del pecado que difería de la tradición augustinana de la predestinación?
No precisamente. Si hubiera suprimido la alienación en la Ley paterna,
no habría residuo de goce. Dicho de otro modo, Kierkegaard sería hegeliano. No
la suprimió pero introdujo en ella la paradoja, eso que el psicoanálisis no
podrá arrancarle nunca, el “salto” que hace del pecado un enigma incompatible
con la mediación de Hegel. Liberado por lo mismo que lo alienó, Kierkegaard
tocó aquí un punto álgido: ser libre no es, como lo deja entender a menudo el
malentendido respecto de la libertad existencial, suprimir la alienación
primordial en el Otro sino que supone aceptarla (incluso en Sartre, aunque éste
no lo haga fácil de ver).
Al escribir otra versión de la Ley adentro de la Ley
que lo constituye, el sujeto de Kierkegaard no puede reducirse a la rápida
definición del masoquismo perverso que diría : “hacerse objeto del Otro”, lo
cual implica la ilusión de rellenar el vacío del Otro con su propio goce. Kierkegaard no puede caer ciegamente en ella, puesto que,
al engendrar el pecado en la angustia, que es angustia de nada, ha tachado ya
al Otro. Se necesita algo más para comprenderlo. Ese algo más reside en un saber. El masoquista “sabe
más” que el sádico, concluye Lacan el 14 de junio de 1967. ¿En qué consiste ese
más? Lo leeré, siguiendo a Kierkegaard, como un saber de la estructura. Con
todo lo que ese saber implica, en Kierkegaard, de no-saber (irreductible,
justamente, a la mediación de Hegel). Un poco más, el masoquista, comparado con
el sádico, no solo se pone “deliberadamente”, como dice Lacan, en el lugar del
objeto sino que lo sabe. En el caso de Kierkegaard, faltaría decir que lo sabe
al poner por escrito una construcción del síntoma que lo lleva más allá de su
ciega particularidad, lo cual anula, por la misma razón; la importancia de
calificarlo de masoquista u otra cosa. Y al mismo tiempo, no se priva de
escribir que su saber es goce: “Hay una alegría indescriptible, inexplicable,
escribe en el Diario en agosto de
1838, que nos ilumina de un modo tan brusco e inmotivado como la explosión del
apóstol: regocíjense, lo repito, regocíjense. No es una alegría por esto o
aquello, sino un pleno grito del alma …”. Goce sin
objeto inmediato que se puede asimilar, en una extrapolación psicoanálítica, a
la propia operación lógica de la separación en su expresión singular. Puro goce de saberse resto - y no objeto - del Otro.
¿Qué reprochaba Kierkegaard a la Iglesia Protestante
de su época? Haber hecho del Otro un colchón
confortable y rellenarlo con un saber. Prefería a Feuerbach, escribía en El Instante (diario que él mismo
financió al final de su vida), y no a Martensen, máximo exponente de la
teología especulativa. Porque
también para Kierkegaard el “existente” debía ser real y no ideal. Pero no en
el sentido de la «transformación de la teología en antropología» del maestro de
la izquierda hegeliana, sino en un sentido más sutil, el que surge de su teoría
de la comunicación directa e indirecta (anticipación fulminante de la
diferencia lacaniana entre otro y Otro), esto es, lo real de un existente que
“ex-siste”, como en la repetición, a todo objeto.
“Decíles a los
hombres que los he querido mucho”, cuenta su amigo Boësen que le dijo antes de
morir. Con su ironía exquisita, sabía que
sus paradojas, sepámoslo o no, son las de todos. Pero su sufrimiento se
acrecentó a partir de 1847, cuando Regina Olsen se casó con Schlegel. Se lo ve
en el Diario. Su idea había sido que
la perdería si se casaba con ella, pero ahora la perdía de otro modo. Sus
ataques a la iglesia protestante se vuelven muy violentos. ¿Qué pretende -le replican los contemporáneos- que
volvamos a ser mártires? ¿Por qué sufrir? ¿Quién nos va a tirar a la fosa de
los leones? ¿No tenemos derecho a ser felices? Y él respondía que era
absolutamente cierto, que el perseguidor ya no existía, pero que el error de
los que así le replicaban era suponer, en esa pregunta misma, que “todos” eran
cristianos. Ese “todos” garantizador de verdad objetiva barría con el Individuo
y con… el dolor de la espina. No habría más “subjetividad”, ni “relación
absoluta con lo absoluto”. El protestantismo olvidaría al sujeto y se acogería
a la sociedad del bienestar que suprimiría al Otro (al enigma que habita el
lenguaje y la sexualidad, enigma que exige una “comunicación indirecta”). ¿Y
cómo amar, en esas condiciones, “indirectamente”, a una Regina Olsen que no
fuera objeto de amor sino el Amor ? El sujeto se volvería objeto, pero no para
el Otro “desconocido” de Las Migajas
filosóficas, sino para el Otro que le dice: “¡Encontré tu felicidad! ¡Ya
está! ¡Aquí tengo la mercadería! ¡Con resultado garantido!”. El Otro del
“devenir cristiano” suplantado por Otro objeto. ¿Y qué oponía, en realidad, con
tanta aspereza, al final de su vida, a Mynster, sino un Otro inconsistente, que
su espina clavada en la carne venía, sí, a rellenar, pero no para obtener
resultados en un más allá que él despreciaba tanto como los materialistas, sino
para volverse, en virtud de un sufrimiento cuya causa concreta sigue siendo
incomprensible, un “menos que nada”? Un “menos que nada” más real que el hombre
de Feuerbach, ya que era su propio síntoma, construido en el goce de la
escritura, “suspendiendo”, para emplear sus propios términos, la ley del padre.
“Menos que nada”: ni marido, ni pastor, apenas “poeta del cristianismo”, como
se definía. Enunciador invisible, a través de
múltiples seudónimos, de su propia nada. Y no hay clínica psicoanalítica que
pueda contra eso.
Sara Vassallo*
*
Profesora en el Colegio Internacional de Filosofía de París
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