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El problema de la verdad en Nietzsche08/05/2003- Por Silvio Juan Maresca - Realizar Consulta
No es fácil hablar de Nietzsche en forma general. En realidad, se ha abusado de ello. Vivía aun Nietzsche, postrado en la demencia, y el saqueo ya había comenzado. Su peculiar modo de escritura, condicionado en gran medida por sus achaques, favoreció el procedimiento. Pareciera que cuando de Nietzsche se trata, cesa la cautela académica. Todo se reduce a buscar los fragmentos que corroboran la perspectiva del lector, omitiendo desaprensivamente el resto. ¿Que Nietzsche es corresponsable de este modo de apropiación? Seguro, pero eso no lo hace menos objetable.
No es
fácil hablar de Nietzsche en forma general. En
realidad, se ha abusado de ello. Vivía aun Nietzsche,
postrado en la demencia, y el saqueo ya había comenzado. Su peculiar modo de
escritura, condicionado en gran medida por sus achaques, favoreció el
procedimiento. Pareciera que cuando de Nietzsche se
trata, cesa la cautela académica. Todo se reduce a buscar los fragmentos que
corroboran la perspectiva del lector, omitiendo desaprensivamente el resto.
¿Que Nietzsche es corresponsable
de este modo de apropiación? Seguro, pero eso no lo hace menos objetable.
Nuestro
camino es otro. Más allá de la “bestia rubia”, tan cara al nazismo, y del
“alegre danzarín” de la cohorte posmoderna, aspiramos a establecer lo que Nietzsche dijo, postergando cualquier imagen global
de su filosofía. Todavía no sabemos si el pensamiento de Nietzsche
puede compactarse en una cosmovisión; ni siquiera sabemos si apunta a ello.
Centrarse en lo escrito por Nietzsche no implica un
trasnochado anhelo de objetividad ni renunciar al propio pensamiento. Se trata,
por el contrario, al decir de Adriana Fernández, de captar los núcleos de
sentido y desplegar lo retenido en ellos, yendo con Nietzsche
más allá de Nietzsche.
Tampoco
es fácil hablar en forma general de la doctrina de Nietzsche
acerca de la verdad. Y por lo que se acaba de decir, ni siquiera conveniente.
Como se sabe, hay distintas etapas en el pensamiento de Nietzsche.
A partir de Fink, los intérpretes acostumbran
distinguir entre una etapa “romántica” (hasta 1876), una etapa “ilustrada”
(desde 1876 a 1882), el Zaratustra, que por sí
solo constituiría una etapa, y una cuarta etapa, de destrucción de la
metafísica occidental, que abarcaría todos los escritos posteriores al Zaratustra. Es indudable que se registran fuertes
virajes en la evolución del pensamiento de Nietzsche.
Pero no es menos cierto que en muchos aspectos hay más continuidad de lo que
suele suponerse. Existen continuidades subterráneas, imperceptibles a simple
vista. Refiriéndose, por ejemplo, a las dos primeras etapas, cabe observar que Nietzsche jamás fue un romántico típico como habitualmente
se cree (e, incluso, él mismo creyó) y que su
concepción de la Ilustración se aleja en más de un punto de la imagen
estereotipada que se tiene del Iluminismo.
Sea
como fuere, hay algunas modificaciones significativas en la concepción
nietzscheana de la verdad a lo largo de su obra. Pero las líneas fundamentales
están trazadas desde el comienzo y nunca se abandonarán del todo. Sin embargo,
la cosa se complica aun más por el consabido perspectivismo
de Nietzsche que, entre otras cosas, es un método
y empieza a desarrollarse con claridad a partir de Humano, demasiado humano.
Hace
ya muchos años[1],
sostuvimos en contra de Habermas y muchos otros que
el perspectivismo no se reduce en Nietzsche
a una dimensión gnoseológica, como si consistiere en un vulgar relativismo que
deja subsistir un mundo unívoco allende la representación. El perspectivismo nietzscheano es “ontológico”, siempre y
cuando concedamos por un momento que esta palabra guarde todavía en Nietzsche algún sentido asignable. Pero además el perspectivismo es en Nietzsche
una práctica constante de lectura, jamás abandonada siquiera un instante, a
partir de la disolución positivista del sujeto trascendental, operada desde Humano,
demasiado humano. Esto implica que la “misma” cosa, pongamos la “verdad”,
puede ser leída en forma divergente de una obra a otra, dentro de una misma
obra, de un párrafo a otro y, en el límite, dentro de un mismo renglón, con
prescindencia de toda “teoría del conocimiento”. Nada garantiza, encima, que
los distintos aspectos de la “misma” cosa se reunirán finalmente en una
totalidad comprehensiva, lo cual tampoco debe entenderse como indiferente y
anárquica multiplicidad. Dentro de una tensión siempre reinante, complejas
unidades jerárquicas se constituirán coyunturalmente. Se refleja así, con
fidelidad, el juego de los impulsos.
Cuando
encaramos la cuestión de la verdad en Nietzsche, es
casi obligado partir de un texto inédito e incompleto de 1873: Sobre verdad
y mentira en sentido extramoral. Los textos
inéditos y póstumos de Nietzsche presentan una
multitud de problemas, sobre los cuales los investigadores se ha detenido poco. Respecto de los primeros, es decir, de
aquellos textos no editados pero sí destinados a la edición en una forma
similar a la que se encuentran, cabe preguntarse con qué criterio, si es que lo
hay, Nietzsche daba a publicidad ciertos escritos y
reservaba otros, cosa que hizo durante toda su vida. ¿Existe alguna constante
que nos permita adivinar un criterio, salvo en el caso de El Anticristo
o Ditirambos de Dionisos, inéditos porque no alcanzaron a publicarse
antes del ataque de Turín?
Con
respecto a los póstumos los problemas son mucho más graves. De acuerdo con
Andrés Sánchez Pascual, denominamos póstumos aquellos textos no destinados a la
edición en la forma en que se encuentran. Se trata, en líneas generales, de
apuntes muy breves, tipo mensajes telegráficos, a menudo crípticos, debido a su
carácter escueto, llenos de suposiciones implícitas, destinados, creo yo, a
servir de ayuda memoria para un eventual desarrollo ulterior. Atrapar un
pensamiento en pleno vuelo, no dejarlo escapar, ese parece ser el rasgo común a
muchas de estas notas. Basta comparar algunos de estos fragmentos con su
elaboración posterior, cuando han servido de base a algún texto redactado y
publicado, para ver la distancia que los separa.
El
problema de los póstumos se agudiza por la tendencia de numerosos intérpretes a
privilegiarlos, subordinando la obra editada por Nietzsche.
Curiosa propensión. ¿Será que lo críptico y deshilvanado de las anotaciones
favorece el aprovechamiento para fines ajenos? ¿O será tal vez que muchos
fragmentos póstumos están escritos en un lenguaje más “filosófico”, según la
tradición, facilitando así aparentemente la lectura? Un ejemplo paradigmático
lo brinda Heidegger, cuya interpretación de Nietzsche, tan influyente como arbitraria, por no decir
errónea, abreva casi exclusivamente en los póstumos, con preferencia aquellos
que integraron la célebre Voluntad de poder, obra a cuya redacción, como
se sabe, Nietzsche había renunciado, se presume en
forma definitiva, poco antes de caer en la demencia. Vale la pena subrayar que
la interpretación de Heidegger dominó el panorama de
las lecturas filosóficas de Nietzsche, casi sin
rivales, durante alrededor de veinticinco años (1945-1970).
Se
conoce que la responsable de la selección y edición de los póstumos que
configuraron La voluntad de poder fue Elisabeth,
la hermana de Nietzsche, celosa custodio de los
papeles y la imagen del hermano, muerta recién en 1936. Pero amén de su
adscripción al nacionalsocialismo, coherente continuación de su acendrado
antisemitismo, que tanto propició la apropiación de algunos aspectos de la obra
de Nietzsche por la banda de criminales que conducía
aquel movimiento político, el peor pecado de Elisabeth
no es el que comúnmente se le imputa. Fueron muy pocas las alteraciones y
omisiones que la fiel pero posesiva hermana, tan despreciada intelectualmente
por Federico, introdujo en la obra de éste. Más bien lo condenable estuvo en
publicar sin mayores aclaraciones gran número de los problemáticos póstumos,
omitiendo para colmo de males las fechas de redacción de cada uno de ellos,
extrayendo fragmentos de aquí y de allá, desgajados de contexto y referencias.
Por el contrario, la tan meneada cuestión de las adulteraciones y omisiones,
como ya he dicho, minúsculas e insignificantes, por lo general vinculadas con
un pudor personal algo pacato, se relaciona con un fenómeno editorial, propio
del mundo capitalista, prohijado más o menos concientemente por intérpretes,
prologuistas, traductores y afines. Hay que vender libros. Para ello es preciso
mostrar que la nueva edición de una obra ya publicada contiene sustanciales
modificaciones, cosa que a veces sucede sólo de modo aleatorio. Fuera de todo
esto, tenemos que agradecer a Elisabeth la
conservación de la obra de Nietzsche, justo en
especial de la póstuma, que ocupa en volumen más de la mitad de sus obras
completas, como con tanto coraje ha subrayado también Andrés Sánchez Pascual,
oponiéndose a la opinión comercial prevaleciente.
El
propósito evidente de Sobre verdad y mentira en un sentido extramoral es destruir la concepción tradicional de la
verdad, imperante en Occidente desde los
griegos[2].
Se trata de la verdad como adequatio (entre
los griegos, homoiosis), o sea, como
adecuación entre el discurso (la proposición, el enunciado) y la realidad. Que
la modernidad, a partir de Descartes, haya puesto el acento en la certeza, no
alcanza a conmover el primado de la adequatio,
al menos en principio.
En
realidad, lo que sorprende al joven Nietzsche en Sobre
verdad y mentira... es que en el ámbito del animal-hombre surja algo así
como la verdad y, todavía más, un impulso a la verdad. Idéntico asombro anima
un breve ensayo de la misma época, Sobre el pathos
de la verdad, que también permaneció inédito, formando parte de Cinco
prólogos a cinco libros no escritos, un conjunto de cinco opúsculos entre
los que se destacan El Estado griego y El certamen de Homero.
¿Cómo
en la esfera de este animal, ávido y voraz como todo lo viviente, condenado a
luchar por la supervivencia y cuya consciencia no es
más que un instrumento de engaño y disimulo al servicio de la conservación de
la vida, puede haber surgido la “verdad”? Hay que explicarlo pero, al mismo
tiempo, se hace necesario demoler toda ilusión de adecuación, la inveterada
creencia de que dadas ciertas condiciones el lenguaje podría coincidir con la
realidad.
En efecto, desde antiguo se sostiene que la
verdad reside en el enunciado. Son las proposiciones, no las cosas, las que
cabe calificar de verdaderas o falsas. Pero ¿qué pasa si el lenguaje se muestra
radicalmente incompatible con la realidad, constitutivamente incapaz de
reflejarla? Y ese es precisamente el caso. Como parte de un aparato de disimulo
–en el límite, de distorsión- el lenguaje es por naturaleza retórico.
Las figuras retóricas –Nietzsche privilegia con razón
la metáfora- no son un acaecer circunstancial del lenguaje sino que el
lenguaje, todo él, es esencialmente retórico, “trópico”. En cambio que reflejar
la realidad, replicarla, la sustituye. Donde había cosas ahora hay palabras.
Tales afirmaciones solo sorprenderán a quienes crean que las funciones
primordiales del lenguaje son el conocimiento o la comunicación. Pero el
lenguaje es ante todo vehículo de poder, continuación de la guerra por otros
medios.
En el
origen de la palabra sólo encontramos una serie de transposiciones, obra del
intelecto artista, artífice inconsciente que desconoce la mediación. Las cosas
transcurren aproximadamente así: la X de la cosa en sí, lo real, se presenta
ante todo como estímulo nervioso. El estímulo nervioso se trasmuta en imagen.
Primera transposición, primera metáfora; nada en común poseen el estímulo
nervioso y la imagen. A su vez, la imagen se transfigura en palabra (sonido
articulado). Segunda transposición, segunda metáfora, nuevo salto, ¿qué mínimo
común denominador homogeneizaría imagen y palabra? Resuena en todo esto el
conocido argumento de Gorgias, en especial su tenaz
negativa a aceptar una comunidad sensorial, la “natural” traducción de las
afecciones de un sentido a otro, su supuesta equivalencia.
En
suma, entre palabra y cosa ningún puente conduce de una a otra orilla. La
ilusión de la adecuación queda definitivamente rota. Realidad y lenguaje se
excluyen recíprocamente, no reconocen punto alguno en común.
Ahora
bien, ¿qué valor tienen estas afirmaciones de Nietzsche
sobre la naturaleza y la (imposible) “génesis” del lenguaje? ¿Qué teorías las
respaldan? ¿Cuál es la consistencia de éstas? Además de Gorgias,
parece primar un empirismo psicologista que recuerda
vagamente a Hume. No falta algún eco kantiano, remoto
y distorsionado. Pero en realidad esto no importa en lo más mínimo. Porque si
no existe la verdad como adecuación, el papel de la teoría cambia
drásticamente. En efecto, ya no es cuestión de sopesar la verdad o falsedad de
una teoría (carecería de sentido) sino de armar construcciones precarias,
provisorias y conjeturales a fin de obtener ciertos resultados. Ficciones
útiles, que se toman o edifican por un momento y luego de cumplida su función
se abandonan sin más trámite. Si no hay verdad tampoco hay lugar para el
enamoramiento o la nostalgia.
Debido
a la naturaleza del lenguaje, la adecuación es imposible. Sin embargo, la idea
tradicional de verdad se ha instalado y persiste. ¿Cómo entenderlo? Por un
lado, el engaño (el autoengaño) se perfecciona con el tránsito de la palabra al
concepto, taumaturgia de un olvido que consumando la alineación a lo real,
permite la cristalización del concepto tradicional de la verdad y el nacimiento
de la ciencia. La constitución del concepto tradicional (también vulgar) de
verdad presupone el borramiento de lo real. Provista
de sus conceptos, la ciencia se anticipará a sí misma en lo real elidido y
luego, olvidando este paso, encontrará lo que puso de
antemano como si hubiera estado desde siempre allí. Sustraído lo real, podrá
hacerse valer uno de los axiomas implícitos de la práctica científica: todo lo
racional es real, todo lo real, racional. No obstante, con esto no está dicha,
ni mucho menos, las última palabra sobre el olvido y
sobre la ciencia, dos tópicos que preocuparán a Nietzsche
desde el principio hasta el final de su obra y que irán desplegando distintas
facetas, no siempre congruentes, a la luz el perspectivismo
mencionado más arriba.
Pero
además, a pesar de la imposibilidad intrínseca de la adecuación, la idea de
verdad ha surgido y se ha impuesto por imperiosas necesidades prácticas. Decir
la verdad, esto es, decir siempre aproximadamente lo mismo sobre lo mismo,
atenerse a las convenciones prescritas, equivale a sellar un tratado de paz
entre los hombres. No es sólo que la palabra apacigüe. Urge que el otro llegue
a ser previsible pues de lo contrario se padecerá un perjuicio. El mentiroso,
es decir, quien transgrede el acuerdo y adultera el
sentido establecido de las palabras, deberá ser castigado, excluido de la
comunidad.
Se
entenderá ahora tal vez la conocida fórmula, las frases más difundidas del
texto que estamos comentando: “Por tanto, ¿qué es la verdad? Una multitud en
movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos; en una palabra, un
conjunto de relaciones humanas que, elevadas, traspuestas y adornadas poética y
retóricamente, tras largo uso el pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes: las verdades
son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas ya utilizadas que
han perdido su fuerza sensible, monedas que han perdido su imagen y que ahora
entran en consideración como metal, no como tales monedas”.
Sin
embargo, no quedaría totalmente erradicado el concepto de verdad como adecuación
si algunos otros lenguajes, distintos del hablado, pudieran identificarse con
la cosa misma. Aunque herida de gravedad, la vieja noción de verdad reclamaría
aun sus derechos. El apartado 4 de La visión dionisíaca del mundo,
escrito que data de 1870 y es considerado uno de los trabajos preparatorios de El
origen de la tragedia, se encarga de abatir definitivamente la ilusión de
adecuación, persiguiéndola hasta sus escondites más recónditos. En efecto,
aparte del lenguaje conceptual, existe el lenguaje de los gestos y los sonidos.
Del lenguaje del gesto al lenguaje del sonido y, dentro de éste, del ritmo a la
armonía, el lenguaje se “aproxima” progresivamente a la cosa en sí. No
olvidemos el privilegio que Schopenhauer, por estos
años, junto con Wagner, mentor de Nietzsche,
concedía a la música, capaz de expresar el núcleo más íntimo del mundo, la
voluntad, la cosa en sí. Para el Nietzsche de La
visión dionisíaca... el “sentimiento” ocupa el lugar que Schopenhauer había adjudicado a la vida de la voluntad inconsciente.
El lenguaje conceptual sólo es apto para expresar “representaciones
concomitantes” susceptibles de consciencia. El
lenguaje de los gestos ostentará una mayor afinidad con estas representaciones.
Por fin, el lenguaje de los sonidos logrará comunicar “las emociones de la
voluntad misma”. “La armonía es símbolo de la esencia pura de la voluntad”. ¿No
hemos accedido pues, a través de la armonía, a la tan ansiada adecuación? Así
cabría pensarlo si Nietzsche, dos páginas antes, no
hubiera definido el símbolo como “copia completamente imperfecta, fragmentaria,
un signo alusivo”. El camino regrediente del lenguaje
conceptual a la música no equivale a un hallazgo de lo real sino que diseña una
aproximación asintótica. Pero ésta sólo produce una ilusión de cercanía; la
distancia sigue siendo infinita. Únicamente la hipocresía habilita a los epistemólogos de raíz positivista a exhibir la aproximación
asintótica como sinónimo de adecuación. Pero Aquiles no alcanza nunca a la
tortuga, ni la flecha su blanco (Zenón de Elea). El
pasaje al límite es un artilugio inaceptable. Años después, por si quedaba
alguna duda, en el § 215 de Humano, demasiado humano, Nietzsche se pronuncia categóricamente en contra de la
creencia en cualquier posible relación inmediata entre música y realidad. “En
sí ninguna música es profunda y plena de significado, no habla de la
“voluntad”, de la “cosa en sí”; esto el intelecto sólo ha podido figurárselo en
una época que había conquistado todo el perímetro de la vida interior para el
simbolismo musical. El intelecto mismo es
el único que introdujo esta significación en los sonidos (...)”.
La
música no alcanza por otros medios lo que a la palabra le está vedado; sin
embargo, queda claro que para el joven Nietzsche el
derrumbe de la verdad como adecuación, a causa de la radical incompatibilidad
entre cualquier tipo de expresión lingüística y lo real, no implica la
desaparición de lo real. Aquí se localiza la frontera que separa a Nietzsche del pragmatismo, en particular el de Rorty. Lo real ni se eclipsa ni se diluye en el lenguaje,
sólo sucede que lenguaje y realidad son magnitudes recíprocamente
inconmensurables.
Esto
tiene consecuencias decisivas respecto de la verdad. Porque –al menos en el
joven Nietzsche- el rechazo de la adecuación, muy
lejos de implicar la reducción de la verdad a lenguaje, a creencia compartida,
etc., abre hacia otra dimensión de la verdad, a saber, la verdad trágica, la
verdad de lo real o, si se prefiere, lo real como verdad. La verdad cae ahora
del lado de lo real. Despejada la adecuación, acotado su dominio, la verdad
auténtica se revelará ahora como horror, abismo y aniquilación; justamente el
caos informe y tenebroso, cruel y primigenio, en que se hunde la experiencia
dionisíaca. Lo dionisíaco, en este sentido, es la
verdad. Pero en el límite extremo, acallado todo lenguaje, el vértigo horrendo
de lo imposible. Por eso, ni la verdad auténtica demanda conocimiento, ni lo dionisíaco, a pesar de sus recursos simbólicos, se basta a
sí mismo. La monstruosa desnudez de lo real exige transfiguración, única manera
de soportarse, de cursar el espanto. Esa transfiguración de la verdad es la
belleza, obra exclusiva de Apolo. De ahí el arte, como redención de la verdad.
En
este punto, vale la pena detenerse un momento para salir al encuentro de una
opinión tan extendida como incorrecta. Según ella, Nietzsche
sería un apologista de lo dionisíaco, del caos y la
embriaguez, acérrimo enemigo del racionalismo apolíneo. Pero lo apolíneo coincide tan poco con lo
racional como lo dionisíaco con lo pasional. En todo
caso, racionalidad y pasión son, respectivamente, la degeneración de lo
apolíneo y lo dionisíaco que sobreviene cuando se
deshace la conjunción de verdad y belleza creadora del acto trágico, es decir,
cuando se rompe la alianza entre Dionisos y Apolo. Nietzsche no es menos apolíneo que dionisíaco.
La antítesis correcta no es Dionisos contra Apolo, Apolo contra Dionisos, sino
ambos contra Sócrates. Por eso, con más rigor, hay que decir que la
preeminencia despótica de la razón no reconoce una procedencia apolínea ni
dionisíaca; constituye el elemento específicamente socrático.
Hemos
mencionado el acto trágico[3].
La palabra “acto”, de resonancias aristotélicas, no fue usada de manera casual
o arbitraria. En efecto, nosotros creemos que Nietzsche,
al concebir la tragedia como alianza entre Dionisos y Apolo, conjunción de
belleza y verdad, renueva a su manera el pensamiento nuclear de la metafísica
occidental, a saber, la enérgeia aristotélica.
Aunque no sin diferencias, claro está. Porque el acto aristotélico, en su
perfecta autorreferencia, es demasiado transparente,
demasiado luminoso, unilateralmente apolíneo. En él, la belleza oculta por
completo la verdad. En cambio, el acto trágico, en su más extrema luminosidad,
permanece gravado por el horror de lo real. Acto abismado, lo llamamos. En un
mismo gesto inmóvil, la belleza se erige triunfante, mientras se hunde simultáneamente
en lo abismal. Indiferente a toda dialéctica, la perfección es anhelo, el
anhelo, perfección.
Al
fracturarse la ilusión de la adequatio, se
abre el abismo (caos) de la verdad, exigiendo redención estética. El acto
trágico resultante, la recuperación de la enérgeia
aristotélica en estos términos, es la clave de lectura de las Consideraciones
intempestivas (1874-1876), aquellos cuatro ensayos subsiguientes a El
nacimiento de la tragedia donde Nietzsche,
pareciendo relegar a sus amados griegos, se vuelca de súbito sobre la más
inmediata actualidad. Desde la nueva aprehensión de la verdad, consciente de su
índole y requerimientos, Nietzsche se lanza de lleno
sobre la cultura de su época, resueltamente, con una actitud crítica
hiperbólica y despiadada. Educación, ciencia, filosofía, Estado, arte,
religión, usos, costumbres, en fin, todos y cada uno de los aspectos del
presente desfilarán ante los ojos del filósofo sin obtener de él el menor signo
de aprobación. Pero, en síntesis, ¿qué critica Nietzsche
a la cultura de su época, a esa
modernidad tardía y autosatisfecha que comparece ante su mirada? Por sobre
todas las cosas, su falsedad. Falsedad consistente ya no en la
inadecuación sino en haber absolutizado el movimiento
en cuanto movimiento, a consecuencia de creer en la historia como realización
de lo Absoluto. Doctrina moderna que alcanza su paroxismo en la filosofía de la
historia de Hegel.
Creer
que el desarrollo histórico entraña la realización de una plenitud es confundir
el movimiento (kínesis) con el acto (enérgeia), denegar la taxativa incompatibilidad
establecida por Aristóteles en Met. q, 6 entre ambos
términos. Es suponer groseramente, además, que el movimiento es el pasaje de la
potencia al acto cuando, en realidad, sólo es el acto de la potencia en cuanto
potencia (enérgeia atelés),
potencia incapaz de pasar por sí misma a acto alguno. Aun cuando el movimiento
fuese puesto en marcha por algún acto, quien permitiría así la actualización de
la potencia en cuanto potencia; el acto, como fin, se mantendría ajeno al
movimiento. Por ende, el movimiento, contra lo que se figura Hegel, no
agregaría nada al acto, ni tan siquiera un despliegue de lo implícito en él. El
acto está siempre completo en sí, acabadamente desplegado en todas sus posibles
determinaciones; caso contrario, no sería acto alguno. Tal como el acto al movimiento, éste permanece
extrínseco a aquél, no lo integra en ningún sentido. Quien se mueve no es;
recíprocamente, quien es, no se mueve. Lo cual no significa que esté quieto. El
reposo es el contrario del movimiento, su opuesto dentro del género. Lo
inmóvil, verdadera dimensión del acto, es por su parte el contradictorio del
movimiento, su opuesto extragenérico.
Pero
encima, para peor, el hombre de la modernidad tardía cree que la historia ya ha
producido su fruto maduro, desentrañado su secreto, realizado lo que tenía que
realizar. Así, este hombre crepuscular se siente con todo derecho un heredero,
dispuesto a juzgar y a gozar el conjunto del pasado, como si éste hubiera sido
construido con vistas a él. Asimismo, se siente dispensado de todo esfuerzo
creador. Idolatra el cambo por el cambio mismo, cuya insustancialidad simula lo
real en el reino de la absolutización del movimiento.
Frente
a semejante desierto (Nietzsche no usa todavía el
término nihilismo), frente a la radical falsedad que comporta el progresismo
historicista, contaminando todas las esferas de la vida social, es preciso
oponer una vez más la tajante distinción entre el movimiento y el acto o, lo
que es lo mismo, extraer de la verdad trágica los presupuestos de una auténtica
cultura, de una cultura verdadera, que no podrá ser “histórica” o “moderna”.
Lejos
de arrojarse vorazmente ahita sobre un pasado
histórico sin límites ni horizonte o de atiborrarse de información
impertinente, una auténtica cultura, guiada por la verdad, se orientará a la
producción del genio, en cuya perfección (apolínea) podrá la naturaleza
(dionisíaca) alcanzar su fin, redimirse de sus contradicciones, de su estúpido
derroche, de su irremediable fealdad.
Con el
genio (artista, filósofo, santo) la naturaleza se instala en su fin y despliega
su obrar. Habitualmente no obra; cae en el movimiento (la historia, puro
desgaste). El movimiento, la historia; promesa perennemente diferida de una
plenitud, fondo caótico apenas domeñado gracias a su frustrada aunque en
definitiva benéfica orientación al fin. Si la cultura no pone obstáculos, la
naturaleza alcanzará aquí y allá, aleatoriamente, su
fin. Si la favorece, el éxito será más frecuente; dentro de ciertos límites,
hasta podrá programarse. Por último, si la cultura inhibe el fin de la
naturaleza, difícilmente ésta consiga en algún caso triunfar, degradándose en cambio en un devenir cada vez más
insignificante. Esta es precisamente la situación de la cultura contemporánea,
según el Nietzsche de las Intempestivas; pero
cualesquiera sean las relaciones entre naturaleza y cultura, no existe un fin
de la historia o, dicho de otra manera, positivamente, la historia ha llegado a
su fin cuantas veces ha surgido el genio.
Ahora
bien, ¿cómo logra la naturaleza instalarse en su fin? ¿Cómo pasa del movimiento
al acto? Sencillamente, no pasa. Con la aparición del genio, dice Nietzsche, la naturaleza, que nunca salta, pega un salto de
alegría y arriba así a su fin. No hay pasaje sino salto.
Pero
¿cómo es posible el salto? Reaparece aquí el olvido, cumpliendo funciones más
nobles que en nuestra consideración anterior. Sin embargo, hay algo en común:
la ruptura de la continuidad. El olvido es la suprema virtud del genio. El
olvido es más originario que la memoria. La memoria es sólo una circunscripta
alteración del olvido, necesaria dentro de ciertos límites, estrechos por
cierto, si hay salud. La memoria hipertrofiada, cualidad sobresaliente del
hombre contemporáneo, es siempre síntoma de enfermedad, de impotencia de
actuar. En el límite, quien recordara todo no haría nada. Debemos evitar
confundir no obstante el olvido con la amnesia, deudora y eficaz complemento de
la memora. El olvido interrumpe las cadenas causales, suspende el devenir,
permitiendo así el salto al acto, la transfiguración del horror en lo bello.
Nos
hemos detenido en este ensayo en los puntos de vista de Nietzsche
acerca de la verdad en sus obras juveniles, pertenecientes al período
“romántico”, los explorados más sistemáticamente por nosotros en los últimos
años. No podríamos finalizar, sin embargo, sin referirnos someramente a la
evolución ulterior de la cuestión de la verdad en el pensamiento de Nietzsche.
El
período llamado “iluminista” de la obra de Nietzsche, que irrumpe abruptamente con la publicación de Humano,
demasiado humano, libro dedicado a Voltaire, nace
teñido por la desconfianza hacia la “redención estética”, pergeñada por el Nietzsche al calor de su admiración por el arte de Wagner. Nietzsche juzga no haber
ahondado suficientemente en el horror de lo real, haberse apartado demasiado
pronto de perspectivas inquietantes, de regiones peligrosas, fascinado por la
estética wagneriana. Por mi parte, opino que este parecer es antes bien una
impresión subjetiva de Nietzsche que algo que se
trasunte con claridad en su obra. Nietzsche nunca
fue, a mi juicio, tan “romántico” como creyera.
Sea
como fuere, a partir de Humano, demasiado humano, Nietzsche
decide postergar por el momento cualquier ensayo de redención por el arte,
enfriando su actitud hacia él, relativizándolo de
muchas maneras, sin por ello abandonar su percepción apocalíptica de lo real,
sino mas bien, si cabe, intensificándola. Con la desjerarquización del arte, la figura del genio pierde
relevancia; también el genio es “humano, demasiado humano”.
Nietzsche siente que aun no se ha internado lo
suficiente por el riesgoso camino de ruptura de las ilusiones, recorrido que se
le impone como inexcusable. La razón y la ciencia, a las cuales se ha mostrado hasta ahora poco
afecto, aunque no sin matices, aparecen a partir de Humano, demasiado humano
como el instrumento más apropiado para la nueva tarea: derribar las ilusiones
que todavía se mantienen en pie.
Hasta aquí,
salvo el cambio de posición subjetiva, nada ha variado en forma drástica: la
razón y la ciencia, más allá de su función constructiva, hacen valer su esencia
disolvente, aspecto que Nietzsche, junto a la función
constructiva, también había destacado con nitidez en su etapa “romántica”. El
arte, dispositivo redentor, aunque inhibido temporariamente
en sus efectos, tampoco cambia su naturaleza. En suma, arte y ciencia no
intercambian sus lugares ni sus papeles, sólo que en su afán de aventurarse aun
más lejos por el camino destructivo, Nietzsche
minimiza el arte y privilegia la ciencia –una ciencia sui generis, coincidente
apenas en algunos puntos con la práctica científica ordinaria-.
Para
decirlo todo de una vez: es preciso atacar de frente, sin piedad y sin
disimulos, la religión y la moral, en particular la religión y la moral
cristianas, que hasta el presente no habían sido el centro explícito de los
embates. Las ilusiones religiosas y morales son ahora las víctimas predilectas
de un apetito sacrificial exacerbado.
Sin
disponer todavía del término, Nietzsche deviene
nihilista. Su objetivo inmediato es conquistar una irrestricta libertad de
espíritu; el desasimiento será la consigna de estos años. Mejor que el genio,
el “espíritu libre”. El “iluminismo” de Nietzsche
radica en su impiedad frente a las construcciones imaginarias de la cultura
occidental que, por lo demás, ya se tambalean sin sustento. Metafísica, moral,
religión, en menor medida el arte y la ciencia al uso, sufrirán los ataques de
una razón implacable, consciente de su negatividad, que en contraste con el
iluminismo corriente, ni sueña con sustituir el enjambre de las creencias
tradicionales por alguna verdad de lo real, producto de su propia cosecha. El
“racionalismo” de Nietzsche no supone la racionalidad
de lo real, que presenta rasgos aun más refractarios a la razón que en la etapa
juvenil. Todo lo real es racional y todo lo racional, real es, en definitiva,
un dogma moral.
En
este contexto de apelación a la razón y a la ciencia como potencias puramente
destructivas, que por momentos nos recuerda a Sade, y
sin abjurar de su captación de la verdad, en su fusión con lo real, como
trasfondo terrorífico, Nietzsche desplaza sin embargo
ahora la verdad hacia su propio proceder desmitificador. Así, hablará en Humano,
demasiado humano del “método estricto de la verdad” (§ 109). Por la vía de
la profundización de sus estudios sobre el cristianismo, esta verdad nihilista,
vocación de la razón y de la ciencia, irá configurando la célebre “voluntad de
verdad”, tema descollante de Así habló Zaratustra,
Más allá del bien y del mal, La genealogía de la moral, los
póstumos referidos al nihilismo. Nietzsche
comprenderá finalmente su ejercicio iluminista como
legado lógicamente necesario del cristianismo, cuya rigurosa veracidad lo
llevará a sucumbir como religión a manos de su propia moral y como moral en el
altar de la “voluntad de verdad”. Pero por este camino la verdad, principio
metodológico de la etapa “iluminista”, confluirá, en
lo más recóndito del desierto del nihilismo, con la verdad como horror
primigenio de lo real. El “iluminismo” sólo ha prolongado el rodeo de algo ya
sabido desde El nacimiento de la tragedia: la ciencia, en el límite, se
topa con lo imposible; allí, reconoce la necesidad del arte.
Por
otro lado, los póstumos posteriores al Zaratustra
muestran la reaparición insistente de la verdad como ficción, de la verdad
gregaria y social, la misma que en Verdad y mentira... aparecía como
metáfora ignorante de su naturaleza, simulacro de adecuación. Se desdibuja allí
la verdad de lo real, alimentando a pragmatistas y demás ficcionalistas
del conocimiento. Sin embargo, la verdad-mujer del Zaratustra
y de los Prólogos de 1886 a La Gaya
ciencia y a Más allá del bien y del mal, mantiene la perspectiva de
la identidad de lo real y la verdad, retrotrayendo a lo enigmático y horrendo
de las “madres del ser” (El nacimiento de la tragedia). Por fin,
“voluntad de verdad”, verdad-ficción y verdad-mujer deberán entrecruzarse y
distinguirse en el juego entre muerte de Dios, superhombre, voluntad de poder y
eterno retorno.
[1]Véase S. J. Maresca, “El horizonte ontológico de la diferencia”, S. J. Maresca, En la senda de Nietzsche, Bs. As., Catálogos, 1991, pp. 83-110 (esp. pp. 85-96).
[2]Para un análisis más detenido y documentado de lo siguiente, véase S. J. Maresca, “Verdad auténtica y transfiguración”, S. J. Maresca y otros, Friedrich Nietzsche: verdad y tragedia, Bs. As./Madrid, Alianza, 1997, pp. 15-39.
[3]Para un análisis más detenido y documentado de lo siguiente, véase S. J. Maresca, “Las Consideraciones intempestivas de Federico Nietzsche”, S. J. Maresca y otros, Verdad y cultura. Las Consideraciones intempestivas de Friedrich Nietzsche, Bs. As./Madrid, Alianza, 2001, pp. 15-78.
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