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La cuestión de la analogía entre el goce masoquista y el más de gozar en el Seminario XVI (D’un Autre à l’autre) Parte III

16/07/2007- Por Sara Vassallo - Realizar Consulta

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En el seminario de La Angustia, la elaboración de la perversión masoquista se entrevera con el matema de la división del sujeto en el Otro, del cual surge como resto. En D’un Autre à l’autre, Lacan va a hacer desempeñar a ese resto (objeto a) la función de “más-de-gozar”. Esa nueva formalización (que no anula la anterior) no disipa, en nuestra opinión, la yuxtaposición de los niveles teórico y práctico que acabamos de señalar, aunque la abra a otras dimensiones. El término “analógico” utilizado en el seminario del 22 de enero de 1969, en un pasaje clave referido a Pascal, condensa la problemática a la que apuntamos: “El goce masoquista es un goce analógico. El sujeto adopta en él de manera analógica la posición de pérdida, de deshecho, representada por a en el más-de-gozar [...] el sujeto juega con la proporción que se sustrae, aproximándose al goce por la vía del más-de-gozar” (D’un Autre à l’autre, Paris, Seuil,134). El magnífico trabajo de Sara Vasallo gira en torno de este pasaje, para intentar responder a la pregunta de si se puede separar la elaboración del masoquismo de eso que Lacan llama en el mismo seminario “la lógica con la que se debatió Pascal sin saberlo”


La gracia y la libertad

Suscitadas por el anatema que la Iglesia Católica lanzó contra el jansenista Arnauld, excluido de la Sorbona, las Provinciales de Pascal abordan el tema siguiente: ¿pueden los hombres observar los preceptos divinos por la razón natural, en el marco de la autonomía de la voluntad? ¿O solo un poder infinitamente superior y desporporcionado a su razón, que Dios no da a todos, puede hacerles efectuar el acto de caridad? El problema toca, como ya se lo puede entrever, la cuestión del acto y de lo que, en su efectuación, depende del Otro. Los escritos sobre la gracia (aunque mucho menos conocidos), abordan el mismo interrogante tratando de justificar el texto del reciente Concilio de Trento de 1649. Como es imposible seguir el detalle prodigioso de las vueltas argumentativas con que Pascal intenta aclarar los equívocos de la polémica de la Iglesia con Arnauld (en una vertiginosa maestría del significante donde el equívoco es iluminado y a la vez oscurecido sin cesar por otro equívoco), nos limitaremos a insistir en el punto que nos ha ocupado hasta ahora, a saber, la desproporción en el don de la gracia, que interviene aquí para establecer una “incertidumbre necesaria” (la expresión es de Pascal) en la relación del sujeto con el Otro. Siguiendo paso a paso los escritos sobre el libre albedrío de San Agustín, Pascal escribe: “Ven ustedes que se puede decir sin contradicción que Dios previene (advierte) al hombre y que el hombre previene (advierte) a Dios; que los mandamientos son siempre posibles para el justo y que algunos mandamientos no siempre son posibles para algunos justos; que Dios no abandona al justo, si éste no lo abandona primero, y que Dios es el primero en abandonar al justo” (Troisième écrit sur la grâce, Ibid, 988). Lo que está en cuestión es si el poder de actuar según la caridad viene del Otro o del sujeto, a lo cual Pascal responde que viene del Otro a condición de que el sujeto lo desee libremente: “Se puede ser católico y pelagiano a la vez, en la medida en que digamos que podemos cambiar para mejor nuestra voluntad, pero se es pelagiano si se cree que ese poder es nuestro, y católico si se cree que es de Dios y que una misma cosa es posible para nosotros solamente cuando Dios nos depara una voluntad fuerte y poderosa e imposible cuando no lo hace” (Ibid, 990). Una cosa es querer y otra poder, como lo demuestra San Agustín en sus Confesiones cuando, a punto de abrazar la fe, hace vanos esfuerzos por renunciar a la sexualidad, sin lograrlo. ¿De dónde viene la fuerza para poder, ya que la voluntad es impotente? De un Otro que supera forzosamente la razón humana, replica Pascal a jesuitas y molinistas. Lo que ocurre es que es difícil afirmar ese poder como si fuera tangible. Los signos con que se lo puede reconocer no son unívocos: “Es verdad que Dios da sin que se le pida nada, y que Dios da lo que se le pide. Que Dios opera sin que el hombre coopere, y que el hombre coopera con Dios; que la gloria es una gracia y una recompensa; que Dios es el primero en abandonar y que el hombre es el primero en abandonar; que Dios no puede salvar al hombre sin el hombre, y que esto no ocurre a causa del hombre que se esfuerza y corre, sino solo a causa de Dios que hace misericordia” (Troisième écrit sur la grâce, Ibid, 991). La frase “Dios no puede salvar al hombre sin el hombre”, que pertenece a San Agustín, nos pone en el núcleo de la aporía: “Porque Dios no deja de dar su ayuda a los que no dejan de pedirla. Pero también, el hombre no dejaría nunca de pedir ayuda si Dios no dejara de darle la gracia eficaz de pedirla. De tal modo que en este doble ‘dejar de’, ocurre que Dios es siempre el primero en empezar.....” (Ibid). Como Dios puede abandonar sin que el hombre lo abandone, el círculo se resuelve suspendiendo toda explicación causal. El problema de la causa se resuelve reemplazándola con el juicio “oculto e impenetrable” de Dios que explica, sin explicar, que aún cuando el hombre lo haya buscado, Dios puede abandonarlo: “Los ha abandonado a su libre arbitrio por un juicio justo pero oculto” (Ibid, 991), dice citando siempre a San Agustín. Lo oculto en Dios rompe, pues, la justa proporción entre mérito y recompensa. Notemos que la relación del hombre con Dios no está encarada como una relación dual con un pequeño otro. Entre Dios y el sujeto cristiano, es Dios el “primero en comenzar”. La gracia no es una recompensa por un acto puntual y la elección es un enigma: “Porque ¿quién ignora que es un principio indubitable en la doctrina de San Agustín que la razón por la cual, entre dos justos, uno perservera y el otro no, es un secreto absolutamente incomprensible?” (Ibid, 992). Que la gracia pueda ser acordada a un pecador y no al justo (que no abandonó a Dios), es lo que mantiene la desproporción.
Se verifica en estos pasajes, con especial luminosidad, el comentario de Lacan: “El religioso deja que Dios se encargue de la causa pero corta allí su propio acceso a la verdad” (La science et la vérité, Points Seuil, 239). Notemos sin embargo que, según Pascal, aunque sea absolutamente cierto que quien no buscó a Dios no lo encontrará y que, aún cuando lo haya buscado, Dios lo abandona a veces inexplicablemente, lo importante es haberlo buscado, así como en el “pari” lo importante es apostar, sean cuales fueren las consecuencias. En realidad, al establecer que Dios puede retirar la gracia al que le rogó que se la diera, manteniendo a la vez que Dios no puede salvar al hombre sin el hombre, Pascal preserva el libre arbitrio contra los calvinistas que lo suprimen. Paradójicamente, el hecho de que el religioso deje a Dios encargarse de la causa, no suprime el libre albedrío. Cosa que los calvinistas deshechan ya que sostienen que “Dios, creando a los hombres en Adán, tuvo una voluntad absoluta, antes de prevenir cualquier mérito o desmérito, de salvar a una parte y condenar a la otra [de la humanidad]. Que para ese fin Dios ha hecho pecar a todos los hombres en él, para que todos se vuelvan criminales, pudiendo así condenar justamente a los que había resuelto condenar y envió a Jesucristo para redimir solo a aquellos que había resuelto salvar cuando los creó. Todo ello está lleno de error” (Ibid, 956).
Es evidente que si hay perversión en la escena primitiva del pecado original, es el calvinismo el que la lleva a su máxima expresión pero no la posición de Pascal, la cual, a pesar de admitir que Dios puede abandonar al hombre arbitrariamente, plantea como condición primera que Dios cuenta con el hombre para salvarlo. Así, afirmar que con las luces naturales o con la “gracia suficiente”, el cristiano no puede salvarse (ya que supone que Dios es siempre el primero en empezar) no quiere decir que el sujeto no sea libre.
Llegamos aquí a un resultado semejante al del argumento geométrico por el cual hay que aceptar la tesis que aún no siendo razonable, sea contraria a una antítesis absurda. En efecto, se tendría tendencia a considerar contradictorio que se pueda afirmar el libre arbitrio manteniendo a la vez que Dios “es el primero en empezar”. Pero para Pascal, la lógica de la recompensa o el castigo defendida por los jesuitas pertenece al mismo orden de pensamiento que el determinismo calvinista. Sin la libertad de aceptar o negar la gracia dada, la gracia no sería viable. Es así como Pascal puede oponer no solo a los calvinistas sino también a jesuitas y molinistas la misma frase que San Agustín oponía en el siglo IV a los maniqueos y pelagianos, esto es, que Dios no salva al hombre sin el hombre. Da así un sentido a la frase censurada de Arnauld: “los preceptos no son posibles a los justos”.... sin la gracia eficaz. La estrategia de Pascal radica en conservar el libre arbitrio sin dejar al mismo tiempo de salvaguardar la iniciativa primordial e “impenetrable” del Otro. Tanto si se elige, como el ateo, que Dios no es o, como el jesuita, que Dios es, se suprime la indecisión y la angustia. Es así que Pascal anula lo que un consenso instituido consideraría como contradictorio, esto es, que la libertad se hace posible por la prevalencia del Otro (contradicción en la que el ateo o libertino basaría su argumento central para negar que Dios existe y afirmar la autonomía de la razón y la voluntad). Como no hay contradicción entre el libre albedrío y la existencia del Otro y como el Dios de Pascal, al igual que lo infinito, “no tiene relación” [rapport] con el hombre, se hace necesario postular su existencia.
Los tres pasos de la lógica antes señalados encuentran de nuevo un terreno de aplicación en el plano de la libertad: 1) soy libre, dice el libertino, mi voluntad (o mi deseo) no es la voluntad del Otro 2) Pascal replica: crees que eres libre pero no sabes lo que dices. La gracia suficiente, dada por la razón, no es un poder actual en el acto de caridad El Otro “es el primero en empezar”. 3) Soy libre, concluye Pascal, no porque no dependo del Otro sino precisamente porque el Otro es el primero en empezar. A través de esta aporía, Pascal plantea el problema de la libertad de un modo que lo acerca, a pesar de que sus preocupaciones sean teológicas y no psicoanalíticas, al planteo de la relación del sujeto lacaniano con el Otro.
La afinidad con la lógica que desgajamos respecto del pecado y el “pari”, se extiende, pues, a los Escritos sobre la gracia. Al sentido común (y a la razón), que sostienen que la voluntad libre desaparece si es la voluntad del Otro la que hace actuales los actos, Pascal opone, para decirlo en lenguaje lacaniano, la diferencia entre el Otro y el otro. El eufemismo jesuítica del “poder próximo”, atacado en las Provinciales, queda encerrado dentro de un registro dual donde el sujeto y Dios aparecen en relación especular. En cambio, tanto en la reflexión de San Agustín como de Pascal, hace falta un “Dios oculto” (expresión extraída del libro de Isaías del Antiguo Testamento) para que cobre sentido el libre albedrío. Del Otro no emanan signos sino significantes. Solo respecto de ese Otro como lugar de significantes surge el sujeto. Suprimir el Otro imaginariamente (como lo proponen el libertino o el discípulo de Pirrón con los que Pascal dialoga constantemente) sería confundirlo con lo que Lacan llamaría el otro. La introducción del don incalculable y misterioso de la gracia emplaza, en cambio, una estructura donde Dios aparece como tercero: “Si Dios se revelara continuamente a los hombres, escribe Pascal a la Señorita de Roannez, no habría ningún mérito en creer en él; y si no se revelara nunca, habría muy poca fe. La realidad es que se oculta habitualmente y se revela raras veces a aquellos a los que quiere comprometer a su servicio...” (Ibid, 509). O sea, no habría verdadera elección si estuviéramos seguros de la existencia del Otro.
En el plano teológico en que se sitúa Pascal, si la salvación no fuera una decisión divina impenetrable, tampoco habría búsqueda de Dios. Si transponemos al plano del psicoanálisis ese argumento, resultaría que la gracia suficiente defendida por los jesuitas (que Dios da a todos) se integraría en una de las variantes de lo que Lacan llama “la razón desde Freud”, o sea, un poder ilusorio respecto de la alienación primordial en el significante del Otro.
Queda atrapada en esta aporía la frase que Pascal oye de boca de Dios: “No me buscarías si no me hubieras ya encontrado”. La frase podría escribirse, por supuesto, cambiando el sujeto de la enunciación: “Yo no te buscaría si no te hubiera ya encontrado”. Atribuida a Dios, expresa la certeza por parte del creyente de ser amado o elegido pero, lejos de ser una certeza tranquilizadora, mantiene al cristiano en una búsqueda incesante. El ya en si no me hubieras ya encontrado expresa el encuentro súbito, en un instante de goce, con un real que aparece entre dos significantes- y no entre dos signos. El proceso se verifica en el amor, la fe o la creación artística o intelectual. Lo que se busca estaba ya en lo real del significante y puede revelarse o no, sin que el sujeto lo decida.
En una palabra, Dios es lo real por excelencia. Bajo los argumentos de una disputa de orden teológico con el libertino, al que reprocha no entregarse al Otro, se puede rescatar lo que en ella nos indica, para el psicoanálisis, la necesidad del Otro en la estructura. ¿Se trata del Otro como lugar o del Otro que el masoquista necesita imperiosamente para estructurar su goce? No hay duda de que ambos niveles están constantemente presentes en los argumentos de Pascal.
Tampoco dejan de estarlo en el Otro de Lacan, que solo puede definirse, en definitiva, en contraposición con el otro. “El psicoanálisis no ha terminado con la teología”, decía Lacan en 1960. Es probable que la lógica aporética que anula la contradicción entre libertad y voluntad del Otro haciendo surgir un Otro que no existe, sea uno de los terrenos donde la teología tenga todavía algo que decir al psicoanálisis. Es ella la que enfrenta a Pascal con jesuitas y escépticos y a Lacan con los que banalizan el Dios ha muerto de Nietzsche. En el fondo, el ateo de Lacan es el que no comprendió la acción lógicamente predominante del significante Uno que divide al sujeto (lo cual, es preciso decirlo, no acarrea en absoluto una posición de sometimiento a ningún amo, ni divino ni humano). Y si es cierto, como lo dice Pascal inclinándose ante San Agustín, que aunque el cristiano lo busque, Dios puede abandonarlo, interpretar ese abandono en términos de justicia cuantitativa, equivaldría a eliminar el punto que se sustrae y que hace que lo importante no sea encontrar sino buscar, aunque la búsqueda no conlleve nunca, como la ganancia en el “pari”, una certidumbre. En el “no me buscarías si no me hubieras ya encontrado” se hace camino el proceso del significante lacaniano: lo que importa no es el significado (el contenido incuestionable y objetivo de una prueba que obedece al principio de realidad) sino lo real forcluido en el significante.

El “pari”

La antinomia que se despliega en el “pari” es la primera de las enumeradas en el fragmento n° 447 de los Pensamientos (según la edición de Chevalier): “que Dios sea o no, que el alma sea con el cuerpo o que no tengamos alma, que el mundo sea creado o no, que el pecado original sea o no (Ibid, 2011). A partir del párrafo que empieza “Hablemos ahora según las luces naturales” (Ibid, 1213), y reiterando el giro característico de otros textos citados, Pascal dice: 1) Dios es incomprensible, no tiene ni límites ni partes. No somos nosotros quienes podremos resolver el enigma ya que no tenemos ninguna relación [rapport] con él. 2) No nos reprochen, pues, no dar razón de una religión que no tiene pruebas para demostrar lo indemostrable. Como “la razón no puede determinar una apuesta sobre algo que no podemos conocer”, como “un caos infinito nos separa”, es en la “extremidad de esta distancia infinita, [donde] se juega un juego en que habrá cara o seca. ¿A qué apostará usted? Por la razón, no puede apostar ni a cara ni a seca. Por la razón, no puede defender ninguno de los dos. No critique, pues, a los que ya tomaron una decisión, ya que usted no sabe nada de ello” (Ibid, 1213). 3) Una vez que se ha establecido que es tan imposible concebir que Dios es como que no es, invita a su interlocutor a apostar por la renuncia a los placeres, para ganar el infinito. Ante lo elevado del precio, el interlocutor propone que lo mejor es no apostar. A lo cual Pascal replica: “Hay que apostar. No es voluntario. Estamos embarcados”.
Esta réplica inaugura el segundo movimiento del texto. “Hay dos series iguales, dice, reiterando lo dicho antes: las chances de ganar, las chances de perder. Por un lado dos cosas que perder, la verdad y el bien; dos cosas que ganar, la voluntad y la razón, el conocimiento y la beatitud; dos cosas que huir, el error y la miseria. Si apuesta a que Dios existe, no hiere su razón, dice al libertino, puesto que las dos series son iguales”. Procede, pues, como con el vicio y la virtud, la grandeza y la miseria, que no son contrarios, lo cual significa, que son “igualadas”, como las dos series, por el infinito que las circunda.
“Hé aquí un punto evacuado”, agrega. Pero se presenta la pregunta por la felicidad eterna: “¿Pero su beatitud? Pesemos la ganancia y la pérdida, tirando a cara, que Dios existe. Examinemos estos dos casos: si usted gana, gana todo. Si pierde, no pierde nada. Apueste entonces a que existe, sin vacilar” (Ibid, 1214).
Podemos decir entonces que Pascal presenta por un lado dos series iguales, donde el “enjeu” es un objeto finito, y por otro lado un infinito a ganar. El texto plantea aquí una dificultad al lector (esté o no familiarizado con los problemas matemáticos), ya que no se sabe bien en qué serie situar ese “infinito a ganar”, ni siquiera si es preciso situarlo en una de ellas o afuera de ambas. En efecto, el infinito es designado de dos modos, una vez como “una eternidad de vida y felicidad” y otra vez como una “infinidad de vida infinitamente feliz”. La dificultad introducida por esta ambiguedad ha sido explicitada por Lachelier (“Notes sur le pari de Pascal”, en Du fondement de l’induction, Fayard, 1992), quien transa la dificultad del modo siguiente: la “eternidad de vida y felicidad” designa la felicidad común y la vida en su duración ordinaria, en su adición de placeres por así decir empíricos. La promesa del más allá, desde el punto de vista del escéptico, interlocutor ficticio de Pascal, es considerada como una suma de los placeres tal como se presentan en la única vida de que disponemos. La “eternidad” en la frase “una eternidad de vida y felicidad” designaría según Lachelier (aunque no lo diga en estos términos) la suma imaginaria de los placeres haciendo caso omiso de la función del cero. En cambio la segunda mención: “infinidad de vida infinitamente feliz” no designaría, siempre según Lachelier, la suma adicionada de los momentos de felicidad ordinaria sino una especie de “infinito intensivo” (se lo puede entender como un infinito de orden simbólico, concebido con independencia de la suma empírica de los números). Es evidente que la distinción de Lachelier, a pesar de no utilizar la formalización lacaniana basada en el cero, la anticipa de algún modo porque solo distinguiendo los aspectos empírico y simbólico del concepto de infinito puede entenderse que haga irrupción en la serie de los números finitos un infinito inconmensurable con el primero, que introduce un real en la serie (que Lachelier llama intensivo). La postura de desprecio por los filósofos adoptada por Lacan, quien declara que ninguno de ellos percibió que hay dos infinitos en el “pari” ni fue capaz de tomar el argumento pascaliano de otro modo que como una variante del argumento ontológico, pasa por alto el hecho de que insistir en el corte entre los dos tipos de infinito (como lo hace Lachelier) e incluso señalar lo incompatible entre matemáticas y metafísica en que se detienen los comentarios de tipo existencial, implica entrar en el fondo del problema, esto es, el infinito inconmensurable no se puede decir sino en los agujeros que perforan la serie misma (lo finito).
Pascal escribía por arranques súbitos, en notas sueltas, dejando para un momento ulterior una redacción más clara. Pero en su apresuramiento (y aunque el texto no aclare si las dos expresiones son equivalentes o no), se vislumbra en esa ambigüedad misma una intuición de base, a saber: hay un infinito que no es idéntico a la suma de los números finitos, por más que se lo imagine como totalización. En el conjunto del texto, la fórmula “infinidad de vida infinitamente feliz” deja, pues, entrever el elemento inconmesurable. Y el texto de Pascal no ejercería su extraña seducción si no girara en torno a esa confusión, suscitada por la dificultad de concebir el infinito al nivel simbólico y al mismo tiempo condicionado por la serie misma de números finitos. Creo que F. Regnault apunta a la misma ambigüedad en el seminario sobre La plusvalía de mayo-junio de 2005 en la Escuela de la Causa freudiana, respecto de la plusvalía y el valor de cambio: la plusvalía, dice Regnault, es al mismo tiempo calculable e incalculable. Lo cual puede decirse del infinito del “pari” tanto como del goce en psicoanálisis: se lo aborda fatalmente como calculable y cuantificable en lo imaginario, aunque solo esa dimensión imaginaria permita acceder a la función del objeto a como más-de-gozar, que la contradice ya que implica una dimensión de incalculable. La asimilación del cero al a que propone Lacan permite pensar, precisamente, lo inseparable de ambas dimensiones: la dimensión empírica de la suma de finitos de la serie de números enteros, y la idea (inverificable empíricamente) de lo infinito de la serie.
De acuerdo con esto, lo que se juega para el jugador de Pascal (eso que llama “infinidad de vida infinitamente feliz”) sería lo incalculable de un goce que se diferencia de la suma imaginariamente calculable de vidas y placeres de la “eternidad de vida y felicidad”. ¿Pero cómo jugar (como es el caso del “pari”) con la perspectiva de una ganancia (o un goce) que no se puede calcular y que nunca nos será devuelta? En los juegos en general se piensa en términos de equivalencia: juego tal cantidad de dinero para ganar un bien, cuyo valor es comparado con el dinero que apuesto. Mal que mal, entre la incertidumbre de la ganancia y la certidumbre de la pérdida existe un factor común, que es el número total de las chances. Si compro cien billetes de lotería sobre cien, estoy seguro de ganar, si compro uno, mi incertidumbre es igual a 1 sobre 100.
Pero el argumento de Pascal desafía la posibilidad de ese cálculo, basado en ese factor común, cuando propone al libertino que si las chances de perder no son infinitas, y el valor de eso por lo que se apuesta es infinito, el valor que resulta de multiplicar una única jugada (pese a que existan mil chances de perder) por lo infinito del valor en juego va a dar por resultado un valor que va a superar siempre infinitamente la apuesta, que por definición es finita. Todo se presenta como si quisiera hacer compatible (¿o finge hacerlo?) ese valor infinito con los dos elementos de cálculo del “pari”, o sea, 1) la proporcionalidad entre lo que se juega y el beneficio posible 2) la relación entre la certidumbre del primero y la incertidumbre del segundo.
Es en este punto donde Pascal da vuelta las certezas del escéptico, convencido de que entre la certidumbre de la apuesta y la incertidumbre de lo que se gana, hay una “distancia infinita” (lo cual le hace desistirse de la renuncia a los placeres). Pascal quiere convencerlo de lo contrario: el jugador que juega algo finito se imagina que la distancia es infinita pero en realidad permanece en el registro de lo finito. Recordemos que en El espíritu de la geometría, Pascal consideraba que el infinito y la nada son inconcebibles para nosotros y sin embargo se nos imponen como evidentes. Trasladando el argumento al juego, ¿para qué calcular la proporción entre la jugada y el posible beneficio, entre la certeza de apostar y la incertidumbre de ganar, pregunta Pascal al escéptico, si de todos modos no hay proporción alguna con el infinito o la nada que la circundan? “Hay que renunciar a la razón para conservar la vida”, agrega. Este enunciado es equívoco a su vez. En efecto, la vida que se quiere “conservar” debe entenderse en el sentido de lo que Lachelier llama “infinito intensivo” (que Lacan llamaría real), o sea, no se trata de la suma de goces empíricos contabilizada y proyectada en un más allá imaginario. De donde resulta que lo que el jugador cree razonable, o sea, conservar su vida en la tierra, consiste, en realidad, para Pascal, en perderla; el escéptico se proyecta en un infinito imaginario y no simbólico (el que divide al sujeto). No hay duda de que resuena aquí la fórmula evangélica: “Quien quiera salvar su vida, la perderá pero quien la pierda a causa de mí, la salvará”, pasada por el tamiz de un imposible cálculo de probabilidades. Las dos series, creciente y decreciente, que Lacan presenta a través de Fibonacci, o sea: 1) jugar multiplicando las chances de ganar 2) jugar multiplicando las chances de perder, se anulan tirando al azar (hasarder) el único bien de que se dispone “por una ganancia infinita tan previsible como la pérdida de la nada” (Ibid, 1214). Para marcar precisamente el corte pascaliano entre lo finito y lo infinito, que invalida las reglas de las partidas, Lacan sitúa el Otro, o sea, el infinito como “enjeu”, afuera de las tres matrices: “Los que quieren inscribir el “pari” de Pascal en los términos de la teoría de los juegos, no aciertan con el problema” (D’un Autre à l’autre, 154).
Resulta de esta lógica disparatada que la desproporción no se da, como lo cree el escéptico, entre las dos series sino entre éstas y lo que Lacan llama el Otro en su esquema (y que Pascal llama una infinidad de vida infinitamente feliz): “Hay una infinidad de vida infinitamente feliz [imposible de totalizar], una sola chance incierta de ganar contra un número finito de posibilidades de perder y lo que usted juega es finito”, dice Pascal al libertino. “Ello suprime toda partida. Dondequiera hay infinito y donde falta una infinidad de posibilidades de perder contra la de ganar, no hay que vacilar, hay que darlo todo” (Infini rien, 1214). El jugador de Pascal se sitúa, pues, afuera de todo juego y de todo cálculo de probabilidades.
Se aprecia ahora, en su ambigüedad, la fórmula “La unidad agregada al infinito no lo aumenta en nada” (Ibid, 1212). Pascal sabe, como lo enseñaba Galileo, que “los predicados de igual y desigual, más pequeño y más grande, solo pueden aplicarse a lo finito pero de ningún modo al infinito, so pena de violar el octavo axioma de Euclides según el cual ‘todo grande es más grande que la parte’ ”. Por lo tanto, es falso decir, desde las matemáticas, que toda unidad agregada al infinito no lo aumenta en nada. Por eso Lacan insiste en que el término unidad en esa frase debe entenderse como el cero. Lo que ocurre es que al escribir esa frase Pascal ha saltado ya del cero que produce la serie infinita matemática, a la connotación de nada para calificar al “monstruo incomprensible”. ¿Por qué, si no fuera así, se le ocurriría tirar a cara o seca su vida terrena y sus placeres como una “nada”? ¿No había defendido con uñas y dientes, en su controversia con el reverendo padre Noël, que el vacío no se confunde ni con el cuerpo ni con la nada sino que es un tercer término, del mismo modo como, en los Pensamientos y en la Apología, el entre-dos entre los abismos de lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande existe realmente? O sea, esa nada del entre-dos es algo y no nada. Y sin embargo, Pascal dice en el “pari” que aún cuando perdiera en el juego, no perdería “nada”.
Llegados a este punto, parece menos tenue el deslinde entre lo que al principio de este artículo planteábamos entre la función del más-de-gozar y la identificación masoquista con el resto del Otro. El deslinde existe a partir de la decisión subjetiva por la cual el algo (entre-dos) se convierte en nada. Es lo que lleva a Pascal a escribir el texto sobre el “pari”. Lo que le interesa es salvar su alma que voga, como cualquier otro finito, en medio de un universo infinito que se mueve sin fin y sin objeto, como dice Koyré, en el espacio eterno. Ese paso del entre-dos a la nada (donde se prefigura la sintaxis masoquista) se produce justamente en ese punto imposible de reabsorber por el cálculo de probabilidades, en que Pascal afirma que la jugada que apuesta al infinito iguala los finitos: “Si hay tantas chances de un lado como de otro, la partida debe jugarse de igual a igual, en ese caso la certidumbre de lo que se apuesta es igual a la incertidumbre de la ganancia” (Ibid, 1215). Como lo demuestra exhaustivamente Daniel Parrochia (Mathématiques & existence, Vallon, 1991), la jugada de Pascal no resiste al cálculo de probabilidades (cuya autoría, ¡paradoja de las paradojas! le pertenece a él mismo y a Fermat, con quien inventó la teoría de las partidas). ¿Cómo se transforma, en efecto, la proporcionalidad entre lo apostado y lo que se espera ganar (en el juego del escéptico) en igualdad entre la certeza de ganar y la certeza de perder (en el juego del creyente)? No se puede no admitir que, así como era imposible concebir un punto que se moviera a una velocidad infinita por todo el espacio (hipótesis que Pascal presenta sabiendo que contradice las leyes de la física), así también es imposible considerar que una jugada donde hay una sola chance sobre mil de ganar lo infinito, convenga al jugador. Sin embargo, Pascal la mantiene. “Nuestra propuesta está en una fuerza infinita, concluye, cuando se arriesga lo finito en un juego donde existen iguales chances de ganar o perder, y el infinito para ganar” (Ibid, 1215).
El recorrido por los textos sobre el aburrimiento nos daba un punto de partida para explicar esta paradoja. Se reiteraba en el fragmento sobre la nariz de Cleopatra, por ejemplo, el razonamiento de Miseria y Grandeza, donde Pascal decía que la comparación que hacemos de nosotros en el plano finito “nos da pena”. La originalidad de Lacan es haber refractado el infinito que para Pascal iguala las series decreciente y creciente, en el cero que introduce un incalculable entre cada unidad de la serie (incalculable que permite a la vez, contar). La función del cero no aparecía en el rasgo unario, que Lacan elaboró manejando la metáfora de la huella originaria borrada en tanto Uno. No es inexacto decir, sin embargo, que la huella borrada tenía la misma eficacia del cero, al hacer que la diferencia entre los números (unos) de la serie no coincida con la diferencia absoluta instaurada por el rasgo unario como Uno divisor.
El “pari” reproduce, pues, la lógica evocada más arriba en virtud de la cual entre dos supuestos contrarios, se elige el que, a pesar de ser incomprensible, contradice un término contrario considerado como racional. Los pasos que la articulan serían los siguientes: 1) El ateo dice: solo arriesgo algo para recuperar algo; si pierdo, la pérdida será calculable. Pero me niego a renunciar a la única vida que tengo contra mil posibilidades de perder 2) Pascal replica: lo que usted considera calculable como una unidad (o sea, su vida) está ya dividido por lo infinito incalculable. Cuando usted dice que la proporción es infinita entre lo que arriesga y lo que puede ganar, usted cree no pecar contra la razón” (Ibid, 1214-1215) 3) ¡Y bien! Es al revés, la razón ha perdido sus poderes frente al problema de la inmortalidad del alma. Juguemos, entonces, nuestra única vida.
Vuelve asimismo, en el contexto del juego, el argumento utilizado respecto del pecado. Aunque se lo considere razonable, dice Pascal, “no sirve para nada decir que es incierto jugar y cierto que uno se expone, ni que [es] infinita la distancia que media entre la certeza de lo que uno arriesga y la incertidumbre de lo que se puede ganar [...] Eso es falso. En verdad, hay infinidad entre la certeza de ganar y la certeza de perder...” (Ibid, 1215). Esa infinidad nos remite a la metáfora del punto que se bambolea de un lado para otro entre los dos extremos sin encontrar un lugar fijo donde agarrarse, con que Pascal metaforiza la situación del entre-dos. En tanto se crea que se gana o se pierde apostando uno contra dos o dos contra tres, y no cero contra dos o contra tres, no se comprenderá que lo que se gana en la serie creciente no es más respecto de lo que se pierde en la decreciente. En el plano del goce, Lacan expresó alguna vez esa situación diciendo que creemos saber lo que ganamos pero nunca lo que perdemos. Para Pascal, lo infinito como real opera ya cuando creíamos ganar o perder, poniendo en un mismo nivel la pérdida y la ganancia. Para Lacan, la función del más-de-gozar representa esa pérdida que es imposible de contar o medir, que escribe con la cifra a: “elegimos el a porque estábamos enfrentados al problema de saber cómo figurar lo que se pierde en el hecho de plantear arbitrariamente el 1 inaugural reducido a su función de marca” (D’un Autre à l’autre, 139).
El “pari” excluye, por consiguiente, que se juegue en el nivel de lo finito para obtener a su vez una suma de momentos finitos, o que se apueste a que Dios existe con la perspectiva de una compensación, poniendo ambas cosas (el fajo de fichas y la cantidad de billetes que se quiere ganar) en el mismo plano. La condena eterna no viene, pues, de apostar a que Dios no existe. ¿A qué se estaría condenado, en ese caso, ya que el “pari” no alude en ningún momento al infierno? La condena, si la hay, consistiría más bien en creer que podemos abstenernos de jugar, o sea, lo peor de todo es la indiferencia que le merece al libertino “tranquilo y satisfecho” la inmortalidad del alma. Esta postura correspondería, en el esquema donde Lacan hace alternarse las posibilidades de guardarse o perder el a, ganando o no el infinito (a saber: 0,∞, a,-∞, -a,0 y a,0), a la última de éstas, o sea, “al que se guarda el a y duerme tranquilo” (D’un Autre à l’autre, 148). Es evidente, sin embargo, que Lacan se cuida de identificar ∞ con una infinidad de vida infinitamente feliz y la pérdida del a con la renuncia a los placeres, ya que incluye también entre los que pierden deliberadamente el a no solo al indiferente sino a los que “tiran por la borda su vida sin importárseles en absoluto la inmortalidad del alma” (Ibid, 149). Ilustraría este último caso, por ejemplo, el personaje mítico de Don Juan, del cual sería difícil decir que renuncia a los placeres. Al cruzar las cuatro posibilidades apuntadas en la página 148, el “sentido” del sacrificio pascaliano es pasado por alto. Lo que interesa a Lacan es interpretar la pérdida de la vida en contrapunto con la ilusión de su reduplicación imaginaria en el más allá. Ilusión que persiste en la tendencia muy terrenal, neurótica por excelencia, a creer que uno podría haber sido otra cosa de lo que es, o podría haber hecho otra cosa que lo que hace. En lo filosófico, esa ilusión de reduplicarse en un segundo sujeto, o ser “amo”, está ilustrada a las claras en el desdoblamiento hegeliano entre las figuras de la conciencia por un lado, sujeto del enunciado de La Fenomenología del espíritu, y el “nosotros” (el filósofo) sujeto de la enunciación (donde el segundo sujeto decreta, en un saber crepuscular, la verdad del primero que ya murió). El seminario El Objeto del psicoanálisis había formulado ya claramente la idea: “Dado ese objeto desconocido que nos divide entre el saber y la verdad [...] ¿cómo no esperar que la segunda [la vida en el más allá] nos dé una vista sobre la primera [la vida terrena], o sea, que el significante no sea lo que representa al infinito el sujeto para otro significante, sino para otro sujeto que también seremos?” (curso del 9 de febrero de 1966).
Sugerimos más arriba que la lógica de Pascal tenía puntos en común con los procesos inconscientes de desplazamiento del sueño y el chiste (si es que se acepta la argumentación del pecado que hemos presentado más arriba donde el pecado es locura, en boca del escéptico, cambia su sentido al ser repetido por segunda vez por el creyente). Ha llegado el momento de marcar esa afinidad, pero para decir que es solo aparente. Ya que lo que eluden los chistes que Freud califica de cínicos en El chiste y su relación con el inconsciente, es precisamente la desproporción entre infinito y finito que Pascal vehiculiza en su “pari”. Los chistes cínicos, observa Freud, infringen por vías indirectas el consenso social porque revisten bajo una forma aparentemente lógica, un Carpe diem oculto expresando en voz baja lo que todos alguna vez hemos pensado y no decimos, o sea, que “no hay nada que esté por arriba del goce y que no importa el modo de obtenerlo”. Según esto, el contenido reprimido del chiste epicúreo o cínico es exactamente inverso a la renuncia pascaliana a los placeres. Para explicar que el chiste del hombre que come un plato de salmón a la mayonesa, por ejemplo, oculta un Carpe diem, Freud nos dice que el desplazamiento operado por la repetición tres veces de comer salmón a la mayonesa le sirve al pobre para desviarse de la pregunta del rico que implica en el fondo: “Eres pobre, no tienes derecho a gozar, no te dí dinero para eso”. Al desviarse del contenido de la pregunta, la respuesta disfraza la reivindicacion del goce inmediato, dice Freud, rechazando toda postergación del goce. “Desde que hemos empezado a dudar del más allá, el Carpe diem se vuelve un precepto serio”. Ese precepto enuncia una sabiduría popular donde se expresan de un modo burdo los valores de la filosofía escéptica, que Freud resume del modo siguiente: “Estoy de acuerdo en postergar la satisfacción pero ¿estaré mañana en este mundo? ¿La sociedad me va a recompensar acaso por todas las renuncias que tengo que hacer?”. La pregunta, que Freud justifica desde una postura agnóstica, ha caído ya en desuso para nosotros en nuestra era capitalista, donde el Carpe diem adquiere el estatuto de un “derecho”. Más allá del desprestigio en que cae, en la cultura lúcida y arreligiosa, la creencia en un más allá, el chiste del hombre del salmón a la mayonesa supone la misma equivalencia entre la apuesta finita y la recompensa en el más allá que Pascal reprocha al escéptico. ¿Cómo es posible? se pregunta éste último, encima de que la vida es corta y los placeres tan dificiles de obtener ¿tengo que sacrificarla?
Sería falso, pues, decir que el chiste en cuestión se opone término a término o de un modo simple a la invitación de Pascal a renunciar a los placeres. Si aplicamos la lógica de éste último introduciendo el 0 entre 1 y 2, contribuiremos tal vez a afinar la noción de masoquismo primordial. Habíamos visto que el pasaje sobre las pruebas produce un efecto de sideración, semejante al del chiste, que se puede resumir así: 1) Libertino: Necesito pruebas para creer 2) Pascal: Aquí tienes las pruebas 3) Libertino: Son irrebatibles pero no puedo creer 4) Pascal: A mí tampoco me sirven las pruebas. En consecuencia, arrodíllate, humilla tu razón, haz los gestos del culto, y terminarás por creer..... La repetición y el desplazamiento en 2) y 4) del término prueba, hacen que ésta cambie de sentido. Para el libertino, la prueba es material, literal o histórica. Para el creyente, pertenece a la evidencia incomprensible de lo real. En Pascal, el desplazamiento y la repetición explicitan lo real en vez de reprimirlo, al revés del chiste, que lo oculta. Aún más, la conclusión del “pari” pretende que el otro asuma ese real mediante prácticas que rebajen su razón.
La acentuación de la paradoja de lo real se produce asimismo con la doctrina del pecado. El pasaje subrepticio señalado antes entre el sentido del enunciado la doctrina del pecado es locura en boca del libertino, hacia la doctrina del pecado es locura en boca del creyente, transforma el sentido de la palabra locura. Ignoro si Pascal hace un uso consciente de la interpretación llamada espiritual, opuesta a la literal, de los textos sagrados. Según ella, bajo la acción del espíritu, el intérprete libera la palabra del sentido equívoco encerrado en ella al nivel de la “letra” cambiando así todo el texto (y el alma del creyente) utilizando la misma palabra o grupo de palabras. El caso es que en Pascal, un mismo enunciado cambia de sentido pero no para disfrazar, como en el chiste cínico, que el goce inmediato es el mayor de los bienes posibles sino para decir que todos los bienes finitos están divididos por lo infinito. Lejos de ser el simple reverso del Carpe Diem (escéptico o cínico), el “pari” lo absorbe y le agrega un elemento más, o sea (valga la redundancia), el más-de-gozar que introduce un cero en la suma empírica de bienes. En resumen, los chistes que Freud clasifica como cínicos eluden ese “más” que “se sustrae” y la risa en ellos va unida a su omisión. En el “pari”, en cambio, que produce una sideración que no se manifiesta con la risa, Pascal eleva paradójicamente a su extremo grado de existencia el punto que se sustrae entre “eternidad de vida” y “una infinidad de vida infinitamente feliz”. ¡Hasta tal punto se sustrae que hay que hacerlo existir tirándolo al azar como una “nada”!

Por consiguiente, si Lacan puede hablar de “analogía” entre más-de-gozar y goce masoquista, es porque pone el a en el más-de-gozar en función de no poder medir el goce con un criterio de saber, haciendo que el masoquista responda a esa imposibilidad de medir (y de saber) “acentuando” la posición del objeto (recordemos que en esa “acentuación” reside para Lacan la posición del masoquista). El recorrido hecho hasta ahora prueba que es exactamente ése el procedimiento de Pascal. Pero Pascal es demasiado lúcido como para no ver que él mismo produce un corte entre el entre-dos en el plano de la ciencia y el entre-dos como sujeto cristiano, puesto que dice que la ciencia “no vale una hora de esfuerzo”. Ello no impide que una extraña analogía gobierne ambos registros (la ciencia y la moral). Analogía que no dudaremos en poner en paralelo con la que establece Lacan entre el más-de-gozar y el goce masoquista. Lo cual no significa en absoluto que el primero resulte inseparable del segundo (la relación es de analogía y no de homología, como ocurre, en cambio, tal como lo señala F. Regnault en el seminario citado de 2005, entre el más-de-gozar y la plus-valía de Marx). Si el entre-dos es resto entre los dos infinitos, es en el segundo entre-dos (o sea, el nudo entre miseria y grandeza), donde el primer resto se transforma en objeto-residuo. Se resuelve así, por vía del fantasma, lo inconcebible del corte. Lo cual confirma con fuerza la posición de Lacan en virtud de la cual todo síntoma resuelve un imposible.


La analogía entre más de gozar y goce masoquista en el sujeto cristiano

Considerarse como una nada a nivel teórico no basta. Hay que dejar marcas en lo real, en lo posible en el cuerpo, renunciar al yo y sus placeres. En lenguaje psicoanalítico, al narcisismo. La ascesis cristiana encaja exactamente con este procedimiento. Pascal no se propone comprender racionalmente el enigma del “monstruo incomprensible” sino más bien ponerlo en acto. Para ello hay que pagar un precio fuerte: “Solo creo en los relatos cuyos testigos se harían degollar [para probar su verdad]”, escribe en la Apología. Solo el sacrificio y el odio de su propio yo, prueban la existencia del sujeto. Es ésta, se dirá, una posición que se justifica en el marco del sometimiento a las verdades del cristianismo. Existen otros métodos para probar la existencia del sujeto. En épocas de crisis religiosa, la renuncia al placer no tiene porqué manifestarse en suplicios o prácticas anacoretas (masoquistas en el sentido banal) volviéndose simbólica. Sartre, por ejemplo, que se declaraba ateo, ¿no definió acaso la literatura como una ascesis por medio de la cual el escritor renuncia a vivir? Utilizando“sin saberlo” la lógica del más-de-gozar, decía en Las Palabras que en el momento de morir, “la muerte no se llevaría más que a un muerto”.
Vimos antes que al escribir la frase “la unidad agregada al infinito no lo aumenta en nada”, Pascal había saltado ya del cero a la connotación de nada para calificar al entre-dos. Solo porque la decisión está ya tomada al nivel del síntoma, se explica que se le ocurra apostar su única vida para perderla en el juego como una “nada”. Hubiera podido perfectamente seguir frecuentando la corte y los círculos científicos, que no vacilaban en abrirle sus puertas, y mantener su tesis sobre el entre-dos en el campo de la ciencia. Decidió sin embargo retirarse del mundo, para acentuar su “nada”. Sería vano interponer un vínculo de causalidad entre esa decisión y la formalización teórica. El recorrido por Pascal nos confirma en que el síntoma aparece en el punto en que el sujeto tropieza con un incalculable del goce, pero por otro lado nos disuade en cuanto a lo ejemplar del estatuto de la posición masoquista. Entre la formalización teórica del más-de-gozar como función del a y el goce práctico masoquista donde se acentúa la posición del objeto hay, utilizando términos de Pascal, una desproporción.
Respondemos, así, a nuestro interrogante inicial. Pero queda por saber en qué la argumentación de Pascal encierra un síntoma. Este se situaría, en el caso de la apuesta, en el hecho de jugar “en un extremo”, o sea, en el límite con el principio del placer. Pascal no deja de hacerlo explícito: “Dios es o no es. ¿Hacia qué lado nos inclinaremos? La razón no puede determinar nada: hay un caos infinito que nos separa. Se juega un juego, en el extremo de esta distancia infinita [subrayado por mí] donde habrá o cara o seca” (Ibid, 1215). Que la partida se juegue en el extremo de la distancia infinita, es lo que ocurre en el goce de la anoréxica. Adoptando el lenguaje del psicoanálisis, se dirá que la anoréxica juega en el límite entre el goce (que Lacan llamó a veces absoluto) y el principio del placer. Sería tan ridículo para la anoréxica observar un régimen de comida para adelgazar unos kilos como lo sería para el verdadero jugador marcharse del casino una vez que ganó el dinero equivalente a un coche o una camisa. Al querer alcanzar el goce, la anoréxica se acerca lo más posible al extremo de la nada (la serie decreciente de Fibonacci). Si lo que Lacan llama goce está del otro lado del límite, al rechazar todo alimento, la anoréxica (y nada demuestra que Pascal no lo fuera) hace exactamente lo mismo que lo contenido en la definición del más-de-gozar en D’un Autre à l’autre: “[...] el sujeto juega con la proporción que se sustrae, aproximándose al goce por la vía del más-de-gozar” (Ibid, 134). Lo mismo ocurre con el jugador digno de ese nombre. En El jugador de Dostoïevski, el protagonista Alexis juega, al principio, para conquistar a Paulina. Cuanto más seguro está de haberla perdido, más suerte tiene en la ruleta, hasta el punto de que se convierte, al lado de Mademoiselle Blanche, la parisina mediocre y calculadora, en un mero instrumento para que se enriquezcan ella y los que la rodean, ya que no aprovecha un céntimo de las sumas ganadas. La relación entre la pérdida y la ganancia oscila aquí también entre el acercamiento a dos extremos, entre los cuales se avizora una pérdida anterior a toda apuesta, que Alexis encarna cada vez más a medida que se vuelve el perro faldero de Melle Blanche. La novela distingue perfectamente el cálculo de uno a uno y dos a dos en la ambición mezquina de la parisina, que se limita a contar el dinero que recibe de Alexis, y por otro lado el acercamiento a lo que Pascal llamaría los dos infinitos (que se manifiesta en la caída de Alexis en la humillación y la nulidad social). Tanto el juego, la anorexia o el sometimiento exacerbado al Otro marcan una práctica de exceso que implican acercarse constantemente a un límite. Sin embargo, el masoquista sabe que en el fondo no se lo franquea nunca realmente. Eso explica que la humillación del jugador de Dostoïevski esté atravesada por una callada pero potente ironía. Como lo dirá Lacan en D’un Autre à l’autre, “el masoquista es el verdadero amo, es el amo del verdadero juego” (Ibid, 352). Se explica así, por fin, la yuxtaposición señalada por Lacan entre los terrenos teórico y clínico cuando insiste en “cierta ambigüedad [...] entre por un lado la pulsión de muerte, teórica, y por otra parte un masoquismo que solo es práctica – práctica mucho más astuta, ¿pero de qué? Práctica del goce, en tanto no es identificable a la regla del placer-” (D’un Autre à l’autre, 113-114). Declara, además, y de un modo significativo para nosotros, “que ha querido preservar la instancia” (Ibid, 113) de esa ambigüedad.
¿No resurge aquí lo que acabamos de excluir, o sea, el valor de ejemplo del masoquista respecto del más-de-gozar? Aparentemente sí, si se tiene en cuenta que el cruce de las cuatro variantes de la matriz del curso del 29 de enero de 1969 (creer que el Otro existe/no creer que el Otro existe, perder el a/no perderlo), parecen incluir síntomas diversos (obsesivo, histérico) dentro de un esquema global que es de carácter masoquista puesto que se trata en él de perder o no el a. Pero si se examina la matriz de más cerca, se ve que Lacan aplica la pérdida en términos estrictamente neutros al nivel del síntoma, ya que se trata siempre de lo perdido originariamente en la constitución del sujeto.
Lacan despoja, pues, al “pari” de todo sentido religioso que pudiera otorgarle el masoquismo. ¿Pero Pascal podría haberlo construido si no lo hubiera llevado a ello una decisión al nivel del síntoma? De hecho, la analogía que tratamos de esclarecer en Lacan entre más-de-gozar y práctica masoquista se concretiza vívidamente, en Pascal, en el desliz que hemos intentado seguir por el cual se va desde el entre-dos hasta la nada. Lo ilustra con particular fuerza la Prière pour demander à Dieu le bon usage des maladies. El texto habría sido escrito, según su hermana Gilberte, “durante los últimos cuatro años de su vida”, después de haber “agotado sus fuerzas vitales en los problemas de la geometría”. Acuciado por dolores insoportables, Pascal invoca a un Otro a quien ofrece su dolor para darle un sentido: “No pido que me exhimáis de los dolores puesto que ellos son la recompensa de los santos pero pido no ser abandonado a los dolores de la naturaleza sin los consuelos de vuestro Espíritu [.....] pido, Señor, experimentar al mismo tiempo los dolores de la naturaleza por mis pecados y los consuelos de vuestro Espíritu por vuestra gracia....” (Ibid, 611). Reiterando las fórmulas utilizadas en La conversion du pécheur, se anticipa a la muerte pidiendo a Dios que lo ayude a renunciar a todo bien mundano, reescribiendo así la conclusión final del “pari”: “Señor, haced que en el instante de mi muerte, cuando esté separado del mundo, desprovisto de todas las cosas, solo en vuestra presencia [...] haced que me considere en esta enfermedad como en una especie de muerte, separado del mundo, despojado de todos los objetos de mis apegos, solo en vuestra presencia, para implorar de vuestra misericordia la conversión de mi corazón” (Ibid, 607). La sumisión con que se entrega a Dios se expresa en un ni.... ni que reutiliza la argumentación ya señalada para el pecado y la gracia: “No os pido ni salud, ni enfermedad, ni vida, ni muerte, sino que dispongáis de mi salud y de mi enfermedad, de mi vida y de mi muerte, para vuestra gloria, para mi salud y para la utilidad de la Iglesia y de vuestros santos  [.....] Solo Vos sabéis lo que me conviene; sois el amo soberano, haced de mí lo que queráis. Dadme, sacadme, pero conformad mi voluntad a la vuestra en una sumisión humilde y perfecta y en una santa confianza [.....] No sé qué es más conveniente para mí, la salud o la enfermedad, los bienes o la pobreza [....] es ése un discernimiento que supera la fuerza de los hombres y de los ángeles y que está oculto en los secretos de vuestra providencia, que yo adoro y no quiero profundizar” (Ibid, 613). La nada se torna amable por el amor que Dios puede manifestarle: “Tened mi cuerpo por agradable, no por mí mismo ni por todo lo que contiene, puesto que todo en él es digno de vuestra cólera, sino por los dolores que soporta, que es lo único que puede ser objeto de vuestro amor. Señor, amad mis sufrimientos y que mis males os inviten a visitarme” (Ibid, 611).
El texto de la Plegaria resume todos los rasgos que habíamos notado a propósito de la gracia: la necesidad de acatar al Otro, en quien se delega la decisión de transar acerca de toda proporción razonable entre la salud y la enfermedad (lo cual corresponde, en lo personal, a la subordinación sin reservas de Pascal a los dogmas de la Iglesia Católica Apostólica Romana); la aceptación consciente de que solo el Otro convertirá en sentido “impenetrable” su propio dolor; la transformación enigmática de su cuerpo como despojo en cuerpo glorioso; la miseria del cuerpo en cuyos extremos se revelaría, de una forma incomprensible, la inmortalidad del alma. Pero sobre todo, la nada, representada aquí en un cuerpo exangüe, se convierte en algo por el amor con que la revestirá el Otro. Todo, en la Plegaria, reitera la lógica absurda de la libertad: la necesidad de que el pecador busque al Otro, lo incierto de la elección, la desporporción injusta entre la prioridad de la voluntad del Otro y la prioridad del sujeto, el círculo vicioso, aunque deliberadamente asumido, entre el Dios que se revela y el que se oculta.
La escritura del síntoma masoquista se inscribe, al mismo tiempo, en La Plegaria, en una teoría del sujeto cristiano que hace surgir a éste en uno de los “extremos” que dividen lo finito y lo infinito. Lo ineluctable de esa división, afirmada fuera y por encima de todo masoquismo, es lo que da pie a Lacan para transformar la frase de Pascal (“la unidad agregada al infinito no lo aumenta en nada”) en esta otra: “Ninguna adición del uno [del sujeto incluido en el Uno] al otro [del sujeto del goce] podría totalizarnos bajo la forma de una cifra cualquiera, un Dos sumado, [totalizar] ese Yo dividido por fin unido consigo mismo” (D’un Autre à l’autre, 135). Con lo cual se define el sujeto dividido del psicoanálisis. Podríamos preguntarnos si la tesis de la división del sujeto no se ve aquí particularmente fortalecida por la doctrina cristiana del pecado original con la que San Agustín y Pascal dividen a su manera al sujeto cristiano. ¿El a de Lacan no desempeña una función similar a la que desempeña el pecado original en la versión jansenista (y no jesuítica) desgajada por las Provinciales? Se lo puede afirmar en la medida en que el tercer término de la dialéctica de Pascal (donde opera lo incomprensible), transferido al psicoanálisis, funciona como el límite imposible de fijar entre el goce y el saber. ¿Qué muestra Pascal sino la “incapacidad” humana para acceder al Otro y la necesidad de recurrir, entre el goce y la incertidumbre de ser elegido, a la gracia eficaz dada por Otro? La diferencia con Lacan, se dirá, es que éste afirma que el Otro no existe. Sin embargo, si hay alguien que demuestra que para afirmar que el Otro no existe, primero hay que suponer su existencia, ése es Pascal.
En La Angustia (1962-1963), el objeto a se había construido para responder a la dialéctica hegeliana, mostrando que la contradicción entre dos términos no se revoca en un tercero sino que éste, haciendo volver al sujeto al término inicial y redoblándolo, introduce en el seno de la contradicción un “real” que impide la Aufhebung. Al sostener que el Uno no agota al Otro, Lacan razonaba en La Angustia a la sombra de Kierkegaard. En D’un Autre à l’autre, somete al Pascal dividido entre la ciencia y la religión católica, a una interpretación basada en la función del a del objeto a. Al hacer operar esa función en las dos series de números (creciente y decreciente), muestra, basándose en la ley descubierta por Fibonacci según la cual el tercer término de la serie numérica está formado por la adición de los dos precedentes, que un factor (o sea, el a) impide en ambas series la totalización del Otro como Uno. En D’un Autre à l’autre se reitera, pues, el problema de La Angustia, aunque combinando esta vez el cero con el hallazgo de Fibonacci, que le hace anticipar de un golpe: “La equivalencia de a y cero solo quiere decir esto: al nivel de una teoría del juego, una apuesta arriesgada debe ser considerada una apuesta perdida” (D un Autre à l’autre, 145). Traduciendo: lo que se hace al jugar, tanto si se gana como si se pierde, es perder el cero, o sea, el elemento invisible que sin embargo hace posible sumar y restar. Basta recorrer la totalidad del seminario para comprobar que el juego en cuestión y la pérdida que le es propia se extienden a múltiples planos como la relación del amo y el esclavo (donde el goce del esclavo se le sustraería a Hegel, que “no supo elucidarlo”), la “dominación asombrosa” del objeto a que oculta el goce en la explotación del otro, o la posición de a del psicoanalista.
Al remplazar la unidad por el cero (en la frase “la unidad agregada al infinito no lo aumenta en nada”), Lacan está lejos de presuponer que el matemático Pascal ignore la función del cero (vimos en página 28 cómo Pascal asocia ésta con la incapacidad humana de concebir los dos extremos). Con la función de cero del a, Lacan funde en uno solo los esquemas ya utilizados el 13 de diciembre de 1961 en La Identificación (el Otro como Uno medido por el a) y el 1 de marzo de 1967 en La Lógica del Fantasma, en que aborda la función del número de oro. La adopción del a para explicar la imposibilidad de totalizar el Uno en el campo del deseo se yuxtapone entonces perfectamente con lo que es propio del cero en matemáticas: “el resultado de la adición solo puede figurarse con el signo que designa uno de los términos sumados” (Ibid, 144).
Lo importante para nosotros en este punto es que la acentuación del objeto a que caracterizaba la posición masoquista en La Angustia y en La Lógica del fantasma enfatiza ahora, en D’un Autre à l’Autre, el aspecto simbólico que pone al a en otro nivel respecto de la ilusión de rellenar, en lo imaginario, la falta del Otro “acentuando” la posición del objeto. Si la función del a es la del cero, en efecto, ésta consiste en no agregar nada al infinito de la serie: “Es respecto de ese infinito [numérico] como el elemento de partida, o sea, lo que se juega, se vuelve ineficiente, o sea, neutro [....] se vuelve cero, ya que se identifica a sumar cero al infinito” (Ibid). Es ese no agregar nada lo que creímos reconocer en la retórica de Pascal en registros ajenos a las matemáticas, o sea, el pecado, la gracia y la prueba, donde el enunciado del creyente no cambia desde el punto de vista lógico el enunciado proferido por el escéptico. Entre ambos enunciados, ninguna lógica basada en la contradicción podía explicar la elección del primer término (el pecado es) y no del segundo, aparentemente razonable (el pecado no es) opuesto al primero. Ya sugerimos que esta lógica disparatada tiene elementos comunes con la que Lacan pone en funcionamiento en un punto crucial de la teoría, o sea, la alienación del sujeto en el rasgo unario. Lo muestra entre otros múltiples pasajes de D’un Autre a l’autre, el siguiente: “todo lo que se deja atrapar en la función del significante no puede ser dos sin que se ahonde en el dicho lugar del Otro, un conjunto vacío.....” (Ibid, 378). Esa lógica se anticipa, por otro lado, en La science et la vérité a propósito de la causa, cuando para definir la relación con la verdad como causa en el psicoanálisis, Lacan la define no como una “categoría de la lógica” sino como la que produce “todo el efecto”. En el plano del pecado a que aludíamos más arriba, “todo el efecto” (o sea, el pecado es) deja de ser una verdad sobre una verdad, lo cual ocurriría si fuera reductible a una verdad lógicamente opuesta a el pecado no es. Esa causa es integrable solo en una lógica de lo real, que es la que Lacan ha sacado a luz a propósito del rasgo unario: “Lo que me estaba esperando desde siempre de un ser oscuro ¿cómo podría totalizarse con un trazo, el cual no se marca sino dividiéndolo más claramente aún que lo que puedo saber?” (La science et la vérité, 229). Esa causa que no es ni final, ni formal ni eficiente, se asemeja como dos gotas de agua a la causalidad de la que Lacan dice que es preciso “asumir”: la fórmula de Freud - Wo es war, soll Ich werden - “hace surgir la paradoja de un imperativo que me impele a asumir mi propia causalidad” (Ibid, 230). Asumir mi causalidad no puede sino equivaler a la operación por la cual no se elige un significante entre dos, como si, al modo de los jesuitas de los que se burla Pascal, se pudiera ser “amo” de esa elección, sino que se acata el significante originario que me divide. De un modo similar, operando con la lógica de retroacción del significante originario, Pascal dice al escéptico: “Hay que apostar, eso no es voluntario” (OC, Ibid, 1213).
Todo lo precedente confirma, pues, en el proyecto que parecía ser el de La science et la vérité, o sea, situar el objeto del psicoanálisis respecto del objeto de la ciencia. A la pregunta ¿el psicoanálisis es una ciencia? Lacan responde: hay que ver primero en qué consiste el estatuto de su objeto, del cual afirma un poco más adelante que “hay algo [en él] que no ha sido todavía elucidado desde que la ciencia nació” (La science et la vérité, 228). Aunque se pierda luego en los desfiladeros de los cuatro tipos de causa, el texto indica que eso que no ha sido elucidado en el objeto de la ciencia es su afinidad con el objeto del psicoanálisis, o sea, el objeto a en tanto divide al sujeto. En el campo de la ciencia, no creo que ello pueda significar otra cosa que lo que el científico Pascal describe en El espíritu geométrico como la evidencia de lo incomprensible que se revela al hombre de ciencia. Al afirmar que ningún esquema a priori de tipo kantiano, ningún filtro (empírico o racional) entre el sujeto y la realidad, explican esa evidencia, y al resaltar el cogito de Descartes como lo que instituye una relación “puntual y evanescente” con el saber, Lacan confrma las respuestas más tardías del interview Radiophonie, o sea, que el estatuto “no elucidado todavía” del objeto de la ciencia es el estatuto de lo real.
La lectura del “pari” inscribe así la obra de Pascal en la convergencia que la noción de real introduce entre el objeto de la ciencia y el objeto del psicoanálisis. Pero no agota lo que habíamos señalado como un desvío de algunos significantes desde la ciencia hacia la religión. En el plano altamente teórico al que lo lleva su reflexión matemática y geométrica, Pascal desvía, forzándolos, en el plano del sujeto religioso, los enunciados de la ciencia. La homología entre Dios y el infinito matemático, por ejemplo, es forzada. Vimos que tampoco es cierto que lo finito (que designa al número) “se anonade ante el infinito” y que la frase del fragmento del “pari” (“la unidad agregada al infinito no lo aumenta en nada”) es perfectamente equívoca. Asimismo, cuando Pascal dice que no podemos decir que el infinito es, ni lo que es, tampoco profiere un enunciado matemático, ya que para un matemático, el infinito “es” aunque no sepa lo que es. Lacan subraya ese desvío diciendo que Pascal “opacifica el infinito de un modo homólogo al Ser divino” (Ibid, 147). Hasta el uso oscilante del término infinito o infinitamente entre la ciencia y la moral para rechazar la oposición simple entre el vicio y la virtud, conserva la rémora matemática en virtud de la cual “nada será justo en esa balanza” (Ibid, 1137). Pero cuando escribe en los Pensamientos, que “el hombre supera infinitamente al hombre”, por ejemplo, se hace evidente la subjetivación del término.

El desvío se vuelve contundente cuando el entre-dos se convierte en el cuerpo sufriente entregado al Otro en la Plegaria. Como en la Apología, se reconoce “como nada frente a Dios”. El anonadamiento ante el Otro no es de índole matemática sino sintomática. Al preguntarnos, al comienzo de este artículo, por el posible estatuto de ejemplo del masoquista, apuntábamos al estatuto de resto. No se puede negar que el obsesivo, al resistirse a entregar su objeto para salvaguardarse del goce, escamotea el resto. Se convierte en un muerto, por cierto, matando su deseo, pero no por ello alcanza el límite de la muerte (“se acerca lo más posible a la muerte quedándose fuera de su alcance”, dice Lacan en La relation d’objet, 27). El masoquista tampoco la alcanza pero “acentúa” el resto, mientras que el obsesivo, al eludir la muerte y el goce, se elude también como resto, ya que se empeña desesperadamente en negar al Otro que lo divide. Como lo observara Lacan en La Lógica del fantasma, el masoquista “sabe” más que el sádico acerca de su división. También podría decirse que sabe más que el obsesivo. “Domina el juego” haciendo real la marca originaria dejada por el rasgo unario (lo cual es tan paradójico, desde el punto de vista de la lógica basada en la no-contradicción, como la coexistencia del libre albedrío con la existencia del Otro). Es así como su goce puede equipararse con el modelo teórico del más-de-gozar, cosa que no sucede con el obsesivo. Situarse en el extremo de la serie no le sirve a éste más que para postergar su “pari”, guardando el objeto. En este sentido, fuera de todo lazo determinista de causalidad entre teoría y práctica, es indudable que la “práctica” del masoquista, que se entrega como una nada al Otro, tiende un puente certero con la teoría del más-de-gozar. De ahí la “ambiguedad” entre ambas.
¿Tiene que ver esta ambigüedad con la tradición cristiana en la que se nutrió Lacan, que justifica de mil maneras y en diferentes niveles - perverso, supersticioso, vulgar o sutilmente teórico- la idea de un sujeto que no puede surgir sino en correlación estrecha con la conciencia de su propia nada? (que el tema no sea cristiano sino judeo-cristiano, lo mostraría la lectura pormenorizada del libro de Isaías, que se parece en más de un punto a la Plegaria para el buen uso de las enfermedades de Pascal). Lo que Lacan presenta como la cifra (a) incapaz de totalizarnos entre Otro y Uno no reproduce, por cierto, el pecador de Pascal, que asume su nada adoptando la práctica repetitiva y “abêtissante” del culto. No es difícil, sin embargo, leer en la relación del sujeto cristiano con el Otro que se teje en Pascal, una lógica de lo real que al borrar el privilegio de la razón, pone en funcionamiento una desproporción radical entre significante y significado. No es un azar que sea el teólogo y el científico, y no el filósofo, el que Lacan reivindica como un pensador de la división del sujeto: “La infinidad de la pequeñez es menos visible, escribe Pascal, los filósofos quisieron llegar a ella pero es ahí donde todos tropezaron. Es eso lo que dio lugar a esos títulos tan comunes, De los principios de la cosas, De los principios de la filosofía y otros similares, tan fastuosos, en efecto, aunque en apariencia lo sean menos que este otro que nos salpica la cara: De omni scibili [de todo lo que puede ser sabido]” (Ibid, 1108). La desproporción inconmensurable entre miseria y grandeza le hace mirar con ironía a Platón y Aristóteles: “Solo se los puede imaginar con grandes túnicas de pedantes. Eran gente honesta que se divertían, como muchos otros, con sus amigos [....] si escribieron de política, era como si hubieran querido arreglar los problemas de un hospital psiquiátrico [....] si fingieron hablar de política como de algo muy importante, es porque sabían que los locos para quienes escribían se creían reyes y emperadores....” (Ibid, 1163). Se lo ve, para Pascal la gracia eficaz, al introducir un infinito que anonada la razón natural, constituye el meollo para comprender no solo el universo material sino el universo psíquico. Y si la religión, a diferencia de la filosofía, deja abierto el agujero de lo real (para volver a escupir el sentido por el mismo agujero, según el dicho lacaniano), es porque el Otro con el que se enfrenta el religioso es convocado por el goce del síntoma y no por el deseo de saber. ¿Pascal inventó el “pari” para resolver el nudo del síntoma o al revés, dedujo del argumento matemático la decisión de renunciar a los placeres? Optar por la primera alternativa, lo cual es ineludible, implica poner a la filosofía, como es el caso de Pascal, en un segundo plano.
Para que el Otro ex-sista como resultado de la barra que separa Dios existe/Dios no existe, se precisa la lógica de lo real que hemos tratado de leer en Pascal. Una afinidad evidente la une con el argumento que opone al escéptico (“No me reproches que el pecado original es una locura, ya que te lo presento como tal”) y con la objeción dirigida al mismo escéptico en el “pari” (‘No me repliques que hay una distancia infinita entre los finitos, ya que estamos ya divididos por ella’). Quisimos mostrar que la decisión de dar un estatuto a lo real gobierna todo el pensamiento de Pascal. Que se la pueda comprender a través de la tríada del Otro, el Uno y el a, como lo hace Lacan, no impide que ella surga clara y explícitamente de las Sagradas Escrituras, de las epístolas paulinas y de los escritos de San Agustín que fueron las fuentes de Pascal (abordadas con la carga de equívoco propia del significante). Que la prédica de Cristo haya sido escándalo para los judíos y locura para los griegos, según la fórmula de San Pablo, se debe también, parece decir Pascal, a que el discurso religioso está hecho de significantes, ya que si se supera la letra en él por un sentido “espiritual”, todo cambia de sentido (no otro es el proceso de la conversión, donde lo incomprensible vuelve en una segunda vuelta a iluminar lo comprensible). En todo caso, e independientemente de que el Libro XVI del Seminario interprete a Pascal desde los descubrimientos de Fibonacci, la inscripción del sujeto del psicoanálisis en un sujeto cristiano alienado al Otro por una lógica inconsciente (que ninguna filosofía propone), se podría probar no solo por las alusiones a Pascal en los libros XIII y XVI del Seminario sino además por los reenvíos a San Pablo en momentos cruciales de La Etica del Psicoanálisis sobre la relación del ley y el goce, tanto como por el recurso a la teoría kierkegaardiana del amor cristiano para justificar la estructura triádica del nudo borromeo en el Libro XXII del Seminario. Es ésta una conjetura que solo tiene valor si se considera esa inscripción como un momento de la articulación lacaniana del sujeto. Ese momento resulta, sin embargo, esencial.
En la continuidad con la historia precedente de la crítica existencial del hegelianismo, sobre todo Kierkegaard y Heidegger, donde el sujeto se define como lugar de una “elección absoluta” en el primero (lo cual significa abandonar una filosofía del objeto), y como un “ser eyectado” en el segundo, destacar la yuxtaposición “ambigua” del masoquismo perverso y de la función del más-de-gozar significa para nosotros rescatar en todo su valor el estatuto de resto del sujeto. Ese estatuto se encuentra ya en el entre-dos que Pascal inserta, desde la ciencia, en la tradición cristiana. Sería inútil negar que el cambio que adquiere en Lacan, respecto de Freud, la fórmula ‘masoquismo primordial del goce’, se debe en parte a la inscripción de la teoría del sujeto en esa tradición. Lo cual explica que el esclarecimiento de la relación del sujeto del psicoanálisis con el sujeto de la filosofia se produzca justamente (en la clase mencionada del 8/6/66 en El objeto del psicoanálisis, y a pesar del desprecio por los filósofos) en torno al sujeto desontologizado excluido del Otro (ya demostrado por Kierkegaard y por Pascal).
La analogía señalada por Lacan entre el goce masoquista y el más-de-gozar conserva, pues, todo su valor, a condición de entender que el más-de-gozar rige todo síntoma. En cambio, afirmar, como lo hace el 4 de junio de 1969, que el psicoanalista, al ocupar el lugar del objeto a, “se convierte él mismo en su ficción rechazada” (D’un Autre à l’autre, 348), no implica ninguna analogía entre la función del psicoanalista y el masoquista (recuérdese que La Lógica del Fantasma lo definía como identificado con el objeto rechazado, para lo cual debía, precisamente, inflarse como objeto en el registro de lo imaginario). Ya que el psicoanalista, en la medida en que debe hacer como si se situara en el espacio que queda después de que el paciente ha evacuado al objeto a, ocupa esa función de un modo ficticio. Allí reside la diferencia entre el acto imposible que se juega en el “pari”, que compromete a fondo al sujeto Pascal, y el acto del psicoanalista teorizado como más-de-gozar. Teniendo en cuenta las oscilaciones en el uso del término infinito e infinitamente señaladas más arriba, y si recordamos que nos sostenemos “entre la nada y el infinito [...] infinitamente alejados de ambos extremos”, el Pascal que al decir que “el hombre supera infinitamente al hombre” paga infinitamente el precio de su división entre miseria y grandeza, tirando por la borda el a, supera infinitamente al psicoanalista.

Sara Vassallo
saravillam@yahoo.fr


BIBLIOGRAFÍA

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