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Soñé un camino en la vida. René Descartes y la prehistoria del psicoanálisis

13/04/2021- Por Matías Wiszniewer - Realizar Consulta

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El autor nos propone un arco que articula la respuesta de Dios a Moisés a la excomunión de Lacan y su Seminario 11. El hilo que teje la trama se sirve de referencias autobiográfica y filosóficas cartesianas para localizar en el cogito el sostén frente al abismo que separa al sujeto de toda garantía de saber sobre el fundamento.

 

                                 

                    Grabado antiguo de Renatus Descartes (1640-1700)*

 

 

 

“Decidí abandonar el mundo de las letras para dirigirme al Libro del Mundo, no buscando otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo.”
                                              

                           René Descartes, Discurso del Método, 1637



יהוה

 

  “Soy El que Soy” dice La Voz, tras la zarza ardiente, cuando Moisés pregunta a Eso que le habla cuál es Su Nombre. Los eruditos que estudian la Torá saben ‒porque en hebreo no existe el verbo “ser” en tiempo presente‒ que la traducción que acabo de escribir no es correcta, y que entonces lo que en realidad responde Eso o Ese (que luego será aludido como “Dios”) es que se llama “Seré lo que Seré”.

 

  Las letras hebreas del verbo que da sentido a la sentencia son las mismas que constituyen, en el texto bíblico, el Tetragrama impronunciable (que titula este apartado) del Nombre de Dios. “Ser” es, según lo que La Voz comunica en ese momento y por la eternidad del tiempo, una potestad divina.

  El pueblo hebreo, que había nacido como tal a partir de este diálogo plasmado en el Éxodo bíblico, engendró una bifurcación en Jesús de Nazaret. El cristianismo de mártires de los primeros siglos de nuestra era se institucionalizó, y la Institución generó díscolos, que devinieron herejes.

  En 1517 un monje alemán, Martín Lutero, clavó 95 tesis en la catedral de Wittenberg y la Cristiandad occidental crujió como nunca. La Iglesia y el Imperio le exigieron a Lutero que abjurase, pero él no podía abjurar:

 

“Mi conciencia es cautiva de la palabra de Dios -dijo ante ellos- así que no sería bueno ir contra mi conciencia; por eso no puedo ni quiero retractarme de nada, ¡que Dios me ayude, amén!” 


  Aquello que se había pronunciado ante Moisés ahora habitaba en la conciencia del monje alemán. ¿Quién afirma la sentencia? El mismo fraile. Fe en Dios que deviene fe en mi conciencia. El cristiano se autoriza a sí mismo a interpretar las Escrituras. Cisma, corte: no hay vuelta atrás.

  Un siglo después cierto joven francés buscará, también, la verdad en sí mismo, hasta parafrasear al divino Interlocutor de Moisés, pero ‒como Lutero‒ desde una intimidad radical: no puede haber duda alguna ‒anota en sus Meditaciones‒ de que, cada vez que la formule (o bien “mientras la pronuncie o la conciba”), la proposición “Yo soy, yo existo”, es necesariamente verdadera.

 

  El Dios bíblico enuncia Su verdad (verdad del mundo, arrojada a un tiempo ilimitado) como aquella que “será lo que será”; René Descartes encuentra la primera certeza sobre el mundo en el fundamento indubitable de su propio “soy”, también arrojado al devenir del tiempo.


  Durante mis investigaciones para la escritura del libro Invierno sueco, el último viaje de René Descartes (Letra Viva, Buenos Aires, 2020) se me presentaron ciertos descubrimientos. Entre ellos, hubo uno que primero fue intuición, pero luego, gracias al trabajo con destacados psicoanalistas como Rolando Karothy y Pablo Kovalovsky, adquirió el rango de una certeza documentada: me refiero a la resonancia entre la experiencia cartesiana que tuve oportunidad de ir conociendo durante esas investigaciones, y el psicoanálisis, al que había accedido también gracias a una larga marcha, tanto desde la lectura de sus textos como desde mi praxis como analizante. 

  Pude apreciar que, así como Lutero y Descartes encontraron la eternidad de lo que es en la claridad de la propia conciencia, así el sujeto contemporáneo se enfrenta a un tipo de indagación equivalente cuando ingresa al espacio de la sesión psicoanalítica para anoticiarse de lo Otro que lo habita.

 

Lej Lejá: de las Escuelas a los Viajes


  René Descartes se formó con los jesuitas en La Flèche
(el mejor colegio de aquella Europa), entre 1607 y 1615, período que pasó internado entre sus muros, y estudió mucho. Pudo así ponerse al tanto de lo que las Escuelas de su época habían llegado a saber, y de algunas cosas más, gracias a la exploración personal de la vasta biblioteca y, quizás, a algunos “herejes” que conoció en los pasillos, en los patios y en los alrededores del Colegio. Y después de absorber tantos saberes, decidió alejarse, lanzarse a explorar nuevos rumbos. Lo cuenta él mismo en el Discurso del Método:


“Aun habiendo procurado instruirme en una de las más importantes escuelas de Europa, y habiendo recorrido muchos libros, me descubrí cada vez más sumido en la ignorancia…”[1]


  Reconoce el prestigio del lugar en que bebió los cimientos de su saber, pero cuestiona sus limitaciones, y da cuenta de cómo se enfrentó a ellas:

“No bien la edad me permitió salir de la sumisión de los preceptos, abandoné por completo el mundo de las letras. Y habiendo resuelto no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo, o bien en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar…”[2]

  Y a partir de su conversión en viajero, empleará también esos años mozos en reflexionar sobre su recorrido, porque “en los viajes y en este tipo de reflexiones hay más verdades que en el gabinete de un hombre de letras”. Y hará una disquisición: que en el aprendizaje de la diversidad de costumbres y culturas que proporcionan los viajes (diversidad equivalente a la que encontraba en las opiniones de los filósofos, es decir, en los saberes de las Escuelas) tampoco se logra dar con un fundamento irrefutable. Entonces:

“Aprendí a no creer firmemente en nada de lo que me hubiera convencido por ejemplo o costumbre… y fue mucho mejor haberlo hecho luego de haber abandonado mi tierra y mis libros.”[3]

  Esta actitud ‒opuesta a la de los ámbitos académicos de los que había decidido alejarse‒ constituirá esa semilla del método cartesiano que lo conducirá a una nueva visión del mundo, donde los saberes, en lugar de perderse en las “filosofías especulativas”, podrán utilizarse para “llegar a conocimientos muy útiles para la vida”.[4]

  Abandonar los libros, las Escuelas y la propia Francia para buscar, en la verdad del viaje y de sí mismo, una “ciencia maravillosa” cuya revelación comentaremos más abajo. Se trata del imprescindible abandono de lo dado, que en términos bíblicos conocemos como Lej Lejá: el mandato de partida y de corte que, en Génesis XII, la Eterna Voz le indica a Abram.

  La oposición entre el saber establecido por los estamentos escolásticos y la auténtica búsqueda de la verdad, queda reafirmada por Descartes cuando señala la “malevolencia y envidia” que reinan en las “disputas de las Escuelas”, donde “jamás he visto que se haya descubierto verdad alguna”, pues “cada uno se preocupa por vencer” al oponente, esforzándose solamente en “mostrar verosimilitud…”[5]

  Descartes se remonta aquí al Sócrates que atacaba a los sofistas, esa suerte de “embaucadores” que se preocupaban más por convencer con argumentos que por la verdad de sus argumentaciones. Y cuando elige como paso fundamental de sus andanzas intelectuales “la investigación de sí mismo”, para buscar allí la evidencia que las Escuelas no le dieron, es difícil para nosotros, lectores del siglo XXI, no asociar ‒más allá de las reminiscencias délficas‒ su método con el del psicoanálisis (donde el paciente busca, en el marco del soporte otorgado por el analista, indagar en su propia verdad particular).



De los Viajes a la revelación de los Sueños

 

  En tiempos de los celtas (pueblos que habitaron Europa antes de la conquista romana) el ritual indicaba, a principios de noviembre, una de las celebraciones más importantes del calendario: el Samhain marcaba un nuevo ciclo anual en la naturaleza, a partir de la purificación representada por el inicio del invierno y de las ceremonias que simbolizaban el reencuentro de los vivos con los espíritus de los antepasados.

  La Cristiandad incorporó y adaptó ‒como tantas otras‒ esta festividad pagana. Corría el siglo VIII de nuestra era cuando el Papado instituyó, en las mismas coordenadas temporales, el Día de Todos los Santos (esa All Hallows’ Eve que los irlandeses católicos introdujeran en Estados Unidos como Halloween).

 

  Pero hubo más: un soldado romano, Martín, devenido ‒después de que Jesús se le apareciera en sueños‒ príncipe de los cristianos, muere a principios de noviembre de 397 y es sepultado el 11 del mismo mes en Tours (la ciudad en que llegó a obispo). La tumba se convirtió en lugar de peregrinaje a lo largo de toda la Edad Media: en la noche del 10 al 11 de noviembre de cada año los viajeros celebraban, al igual que los antiguos Celtas, su propio encuentro con los muertos (más precisamente con “el” muerto), a través de la visita a aquel santo que había soñado encontrarse con Cristo.

 

  El ocaso de cada 10 de noviembre fue establecido en toda Europa como “la Noche de San Martín”. Era noche de juerga, de bailes callejeros, vinos y cerdos asados. Noche de celebración del ciclo de la vida que, después de sucumbir, renace, una y otra vez. Y los 11 de noviembre, el día en que San Martín había sido enterrado, era el comienzo del año judicial, se renovaban los contratos, y rendían sus exámenes los abogados.

  El 11 de noviembre de 1616, tiempo antes de partir de Francia, un René Descartes de 20 años obtenía su bachillerato en Derecho en la ciudad de Poitiers. Y durante otro 10 de noviembre, el de 1619, “en medio del jolgorio de San Martín”, en la pequeña y helada localidad de Neuburg, Alemania, a orillas del Danubio, morirá en el espíritu del futuro filósofo aquello que se había coronado en Poitiers, para dar lugar a un renacimiento: encerrado solo junto al fuego de una gran estufa, se sentirá iluminado por la revelación que él mismo describe como una “ciencia maravillosa”. Luego caerá dormido, y soñaría sus famosos tres sueños.

  En el primero de ellos, ese joven que ‒tan lejos de su patria‒ erraba en busca de la verdad (y de su verdad), se visualizó atrapado entre fortísimos vientos entrecruzados. Las corrientes de aire lo desequilibraban hacia su lado izquierdo, hasta el punto en que le costaba mantenerse en pie. Entonces aparecía una Escuela entre las brumas, y él intentaba refugiarse en allí, como si los vientos del deseo que intentaba seguir fuesen tan angustiantes, que otras fuerzas internas lo impulsasen a regresar a la comodidad que había dejado atrás.

  Se veía de pronto rodeado por un gentío de profesores y estudiantes que andaba perfectamente erguido en el patio escolar, mientras él apenas rengueaba, encorvado, lo cual le producía vergüenza. Luego de otra serie de peripecias (y de la aparición de un prometedor melón), se despertó agitado y atormentado.

 

  Intentó reflexionar sobre la lucha entre el Bien y el Mal que, según anotaría más tarde, creyó haber presenciado en el sueño que acababa de evaporarse. Pero agotado y dolorido del lado derecho, giró sobre sí mismo y, apoyado ahora sobre el lado izquierdo, volvió a quedar atrapado en las redes de Morfeo.

  El segundo sueño fue brevísimo: en pocos segundos un brutal estruendo lo devolvió a la vigilia. Y entre chispazos reales o imaginarios que le nublaron la vista, alcanzó a distinguir el resplandor del fuego en la gran estufa. Enseguida volvió a quedarse dormido, y llegó el tercer sueño, donde visualizó una Enciclopedia de infinitos saberes sobre una gran tabla. Luego, en esa misma mesa, distinguió el Corpus Poetarum, un compendio de latinos que había conocido en la biblioteca de La Flèche. Al abrirlo, el yo soñante leyó la pregunta fundamental: “¿QUÉ CAMINO SEGUIRÉ EN LA VIDA?”

  De inmediato, dentro del sueño, pensó que en cualquier poema hay más verdad que en las Escuelas y en la Filosofía. Y después apareció un desconocido, que le señaló otro verso (el primero) del mismo poema de Ausonio: “SÍ y NO” o bien “ES y NO ES”.    
Entonces la Enciclopedia del principio, que había desaparecido, volvió a aparecer, pero le faltaban varias partes: “el camino a seguir en la vida” sería el ir tras esas páginas, ahora ausentes. Y después todo se fue desvaneciendo: los libros, la mesa, el desconocido y el sueño mismo. Pero el soñante siguió durmiendo, y así, dormido, fue interpretando lo que había soñado.

  En las anotaciones que nos legó sobre sus vivencias de aquella noche de 1619, Descartes relata, además de los hechos soñados, sus auto interpretaciones. Piensa que los primeros dos sueños estuvieron atravesados por advertencias aterrorizantes vinculadas a su vida pasada.

 

  Las elucubraciones del soñante parecen seguir tensionadas, al igual que los sueños mismos, por elementos profundamente contradictorios, como si el dolor del lado izquierdo ‒el lado que representa sus elecciones contrarias al “Derecho”‒ le indicase el precio de soportar la soledad y el desierto del camino propio, carente de las garantías del ámbito escolar (y de las del ámbito familiar, al que también había renunciado).

 

  En el segundo sueño, donde el Bien y el Mal se ubican en lugares difusos e intercambiables (el estruendo espantoso que lo despierta representa, según las interpretaciones del soñante, tanto al “genio maligno” como a las puertas abiertas por el “Espíritu de la Verdad”), notamos que la torsión angustiante hacia el lado izquierdo había sido soñada mientras dormía apoyado en el costado derecho.

 

  Al darse vuelta ‒al dormirse por tercera vez, ahora sobre el costado izquierdo‒, parece que al fin el joven Descartes podrá empezar a saborear, en las imágenes oníricas, las dulces promesas representadas por el melón del primer sueño (fruto extranjero, que recién se hace popular en Francia durante el siglo XVI).

  Efectivamente, Descartes interpreta al tercer y último sueño como el que refleja sus verdaderos deseos. El diccionario enciclopédico representaría allí la reunión de todas las ciencias, y la antología poética del Corpus, la vía más elevada de acceso a la sabiduría universal. Por eso es el libro de poemas y no la enciclopedia el lugar en que aparece lo esencial de los tres sueños: la pregunta sobre el camino a seguir en la vida (que el soñante se verá impelido a responder), y la afirmación de los antiguos pitagóricos: “ES y NO ES”.

 

  Entonces, para recorrer el deseado “camino en la vida” y encontrar “la ciencia maravillosa”, no habría otro remedio que aceptar las contradicciones y las pérdidas implicadas en la senda de la sabiduría.


ES… un camino propio (“lógica paradójica”); NO ES… lógica silogística

 

  “Es y No Es”, al mismo tiempo: lo verdadero en los asuntos humanos se encuentra ‒según Pitágoras, igual que en el hinduismo y en el taoísmo‒ atravesado por ambos términos.

No es la lógica tradicional, entonces, la que el Espíritu de Verdad le indica en sueños a Descartes si quiere ir más allá del sitio de donde viene. No es la lógica tradicional, entonces, la que el Espíritu de Verdad (que se le presenta a Descartes en los sueños) le indica seguir para poder ir más allá del sitio de donde viene. Heráclito habló de la necesidad de comprender que la armonía es tensión de los opuestos; Empédocles, de que todo se mueve gracias al eterno juego entre el amor y la discordia; y la sabiduría China mencionó por la misma época, a través de Lao Tsé, que el equilibrio cósmico se da entre las fuerzas contradictorias del Yin y el Yang

 

Un contemporáneo de nuestro filósofo, el alemán Jacob Böhme, practicante de la Alquimia, señaló la articulación necesaria entre lo masculino y lo femenino, entre la dispersión y la fijación, entre el Sol y la Luna, entre sístole y diástole; y afirmó la presencia “del sí y del no en todas las cosas”. [6]


  Ya en el siglo XX, el filósofo y psicoanalista Erich Fromm, al explorar el punto de encuentro entre el psicoanálisis y el budismo zen, habló de una “lógica paradójica”, (diferente de la lógica aristotélica que supone que “A y no A, en tanto predicados de X” sólo son capaces de excluirse entre sí).

Para Fromm:

 

“la lógica paradójica predominó en el pensamiento chino y en la India, en la filosofía de Heráclito y… en los pensamientos de Hegel y de Marx. El principio general de la lógica paradójica ha sido descrito en términos generales por Lao-Tse: ‘Las palabras que son estrictamente verdaderas parecen ser paradójicas’. Y por Chang-tsú: ‘Lo que es uno es uno. Lo que es no-uno también es uno.’”[7]

  Y vemos en la letra del propio Descartes ‒más allá de las revelaciones oníricas de 1619‒ reparos muy explícitos a la lógica tradicional. En la segunda parte del Discurso, subraya que a la verdad no se accede por la vía de los silogismos:

“Buscando un método verdadero para conocer las cosas, había estudiado filosofía, lógica y matemáticas… La lógica y sus silogismos sirven más bien para explicar a otro lo que uno ya sabe, pero no para aprender...”[8]

  Y en un momento crucial, cuando lanza su propuesta metodológica “para encontrar la verdad en las ciencias” afirma que:

 

“… en lugar de la gran cantidad de preceptos que propone la lógica, decidí utilizar sólo cuatro”, entre los que se destaca el primero:
“No admitir jamás nada por verdadero que no conociera que evidentemente era tal; es decir, evitar minuciosamente la precipitación… y no abarcar en los juicios nada más que lo que se presentara clara y distintamente al espíritu, de modo que no sea posible ponerlo en duda.”[9]

  El corazón del método, entonces, por fuera de cualquier procedimiento silogístico, queda circunscripto a una apuesta intuitiva basada en esta regla (con todas las crudas pérdidas implicadas en ella), y en las restantes que enumerará a continuación en el mismo texto.

  Más tarde, en su respuesta a las Segundas Objeciones (recogidas por Marin Mersenne “de boca de teólogos y filósofos”) contra las Meditaciones Metafísicas, el pensador francés considera que cuando alguien dice:

 

“‘Pienso, luego existo’, no llega a conclusión de existencia… como por la fuerza de silogismo, sino como algo evidente, algo que ve por simple inspección del espíritu. Si lo dedujera por medio del silogismo, antes debería conocer esta premisa mayor: ‘Todo lo que piensa es o existe.’ En cambio, este conocimiento lo aprende porque siente en sí mismo que no puede ser que piense si no existe.”[10]

  El historiador y filósofo Richard Popkin, en su destacado ensayo Historia del escepticismo, de Erasmo a Spinoza, cuenta que para Pierre Bourdin el método cartesiano “rechaza todos los instrumentos de la filosofía anterior, especialmente los aristotélicos.”[11], y que este padre jesuita se pregunta con amargura sobre las consecuencias de los planteos de su contemporáneo: “Descartado el silogismo y la información sensorial ¿qué nos queda?”[12]
Popkin también explica que:

 

“el Cogito no funciona –como dicen algunos críticos‒ como conclusión de un silogismo, sino como conclusión de la duda, luego de llevar el escepticismo al límite”, y que “el Cogito se conoce a sí mismo ’por un simple acto de visión mental’”, para rematar estas reflexiones señalando que “La experiencia del Cogito gira en torno a la luz interna…, logra revelar el largamente buscado criterio de verdad y, con ello, la capacidad de conocer otras verdades… El Cogito nos deslumbra tan poderosamente con su claridad y diferenciación que no podemos dudar de él…”[13]

  Descartes rehúye de la escolástica, de los interminables y espurios “debates lógicos” de las escuelas de su tiempo, para viajar y buscar, en sí mismo, una verdad intuitiva. Pero además ‒y esto es muy importante‒ aclara la posición desde la que se propone encarar su investigación. No sólo renuncia a utilizar la argumentación lógica como lazo para convencer a los demás de que él es el que sabe cómo son las cosas (como Lacan, que solía correrse de la posición de aquellos que se afanan en convencer), sino que esquiva toda pretensión de ordenar cuál es el camino que deben tomar los otros:


“No es mi propósito aquí enseñar el método que cada cual deba seguir para conducir bien su razón, sino solamente hacer ver de qué modo traté de conducir la mía”[14]


  Entonces sólo le queda mostrar el modo en que “condujo su razón”, a través de un método intuitivo surgido en el ámbito de lo absolutamente singular.


Médico del Alma

  En la tercera parte del Discurso[15], Descartes se refiere a la “moral provisoria” que se auto prescribió para soportar la vida cotidiana mientras ponía en duda el conjunto de los saberes adquiridos. En ese marco vuelve a repasar su biografía, y comenta cómo es que:

 

“de las diversas ocupaciones de los hombres en esta vida”, trató de elegir la mejor; y que la elección fue “emplearme en cultivar la razón y el conocimiento de la verdad, siguiendo el método que me había prescrito.”     

  Cuando uno escudriña tanto la metodología filosófica como los relatos autobiográficos de Descartes, observa que sus indagaciones apuntan, en forma entrelazada, a la verdad sobre sí mismo y a la verdad sobre el mundo: no hay acceso posible al conocimiento universal sin pasar por el tamiz de Delfos: “conócete a ti mismo”. Como en la antigua sabiduría de la India, donde Brahman representa al universo como un todo, Atman a lo esencial de cada individuo, y el concepto “Brahman es Atman”, a la convergencia entre ambos órdenes.

  No resulta llamativo entonces que, en sus últimos años, Descartes postulara que aquella parte de las ciencias que se ocupa de curar a los seres humanos particulares (y en especial de curar su alma) era la más prometedora y significativa. En su prólogo a Las pasiones del alma bien recuerda Alberto Palcos que en el Cogito:

 

“hay una antena afectiva”, y que reparar en eso entraña “emancipar a Descartes de interpretaciones caprichosas y diversos rótulos equívocos”, además de salvarlo “del abismo que artificiosamente se ha cavado entre el filósofo y el psicólogo”.[16]

  Así es que en el momento final del Discurso, Descartes resalta que el fruto principal de la aplicación del nuevo método pasa por mejorar la conservación de la salud, “que sin duda es el primer bien y el fundamento de todos los demás bienes en esta vida”, y se entusiasma al anunciar con admirable acierto profético que en medicina:

 

“todo lo que se sabe es casi nada en comparación con lo que queda por saber, y que sería posible liberarse de una infinidad de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu, si se tuviese conocimiento de las causas y de todos los remedios que la naturaleza nos ha proporcionado…”[17]

 

  Descartes no escribió sobre medicina más que algunos comentarios y recomendaciones prácticas en su correspondencia, pero escribió Las pasiones del alma (su última obra), pionero intento de abordar, mediante un tratado, el panorama general de las oscuras inclinaciones que combaten en el espíritu humano, colocando así los cimientos de la “Psicología”.

  Cuando uno piensa a Sigmund Freud como el primero que en Occidente fue capaz de hacer jugar ‒con tanto éxito‒ la historia de la filosofía en el campo de la clínica médica, cuesta no ver allí el antecedente cartesiano.



Lacan y el “Freud cartesiano”

  De acuerdo con lo dicho hasta aquí, no deberíamos sorprendernos al corroborar la enorme importancia otorgada por Jacques Lacan, en Escritos y Seminarios, a la figura de su compatriota del siglo XVII, así como al descubrimiento del Cogito, al que señala como imprescindible para el surgimiento del psicoanálisis.

  “El modo de proceder de Freud es cartesiano…” lanza frente a su auditorio en la tercera clase del Seminario XI, en 1964. Freud había declarado, en la “Conferencia sobre la Escisión de la Personalidad Psíquica", en 1932, su famoso “Wo Es war, soll Ich werden” (“Allí donde Ello era, Yo [el sujeto] debe advenir”) como uno de los puntales del tratamiento psicoanalítico.

 

  ¿Y cuál es “el camino” que siguió Descartes, a partir de sus sueños, sino aquel que lo llevó desde la confusión de los saberes que le fueron transmitidos, a la claridad y la distinción de ese “yo” indudable que se le presenta con prístina evidencia en la epifanía de Cogito?

  Lacan reconoce a Descartes transitando una delgada cornisa entre dos supuestas “certezas”: las académicas con que se educó, y las de los escépticos. En la clase XVII del mismo Seminario, Lacan advierte que:

 

en ese momento inaugural del surgimiento del sujeto, Descartes tiene muy presentes a los libertinos que pululan a su alrededor, que son como el otro término de la vel de la alienación… son pirronianos, escépticos…” y por consiguiente “el paso encontrado por Descartes conduce la búsqueda del camino de la certeza hasta el punto preciso del vel de la alienación, para el cual sólo existe una salida: la vía del deseo.”[18]

  No es otra cosa que la vía del deseo la que lleva a Descartes a vencer al escepticismo, luego de seguirlo hasta las últimas consecuencias en su “vivo deseo de distinguir lo verdadero de lo falso”[19].

  Lacan, que acaba de ser excomulgado de la Asociación Internacional de Psicoanálisis (de hecho la primera clase de este Seminario XI se llama, precisamente, “La excomunión”) habla de ese otro excomulgado que lo antecedió en tres centurias.

 

Descartes –dice Lacan no fue “ni un dialéctico ni un profesor” sino que su biografía “está signada por sus vagabundeos por el mundo…”, vagabundeos que forman parte “de la introducción que hace Descartes de su propio camino hacia la ciencia…”.

  Hay que excomulgarse, salir a los caminos, lanzarse a lo desconocido para no quedar atrapado en la permanente repetición de lo mismo, porque como también señala el psicoanalista francés en la misma clase, “saber hay de sobra” en el Colegio donde se formó Descartes: “Descartes recibió su formación en La Flèche, es alumno de los jesuitas, y en lo que respecta al saber, y hasta a la sapiencia, allí no faltaba nada.”

  Por otra parte, Lacan arriba a una readecuación paradójica de la formulación del Cogito que Descartes escribe en el Discurso[20]. Enuncia Lacan en La instancia de la letra (y no sólo allí):

 

“Pienso donde no soy, soy donde no pienso”, también formulado más sencillamente como “o no pienso o no soy”.

 

  Pero la aparente paradoja quizás no sea tal: en su proceso de auto excomunión de los lugares en los que “saber hay de sobra”, y mientras viaja como un vagabundo hacia los sueños y la indagación de sí mismo, Descartes bien podría haberse concebido como aquel que “o no hace su camino en la vida”, “o no abandona las Escuelas”.

  Retomemos “el camino hacia la ciencia” que, según el comentario que ya vimos de Lacan, es iniciado por Descartes cuando transita la vía del deseo hacia el Cogito. ¿Qué sucede con ese derrotero una vez que el filósofo ya ha encontrado el punto de certeza indubitable?

  Entre 1630 y 1633, ya instalado en su exilio holandés, Descartes suspende por un tiempo el bosquejo de lo que serán las Meditaciones, y se dedica a aplicar su nuevo método al estudio del mundo físico. Cuando el producto de esos esfuerzos (cimiento de la “ciencia moderna”) está a punto de ingresar a las prensas, se conoce que Galileo acababa de ser condenado en Roma, lo que lleva al autor a suspender todo. El manuscrito queda guardado. Su publicación póstuma llevará el nombre de El mundo o Tratado de la luz.

  Ya en las primeras páginas de El mundo, nos topamos con un elemento esencial: la advertencia de que nada podemos saber acerca de la consistencia real del mundo que percibimos con los sentidos. Esto es un clarísimo antecedente de la insalvable división que, ciento cincuenta años después, establecerá Kant entre las cosas que se nos aparecen (fenómenos) y las cosas en sí mismas (nóumenos).

 

  En el primer apartado de El mundo, que lleva por título “De la diferencia entre nuestros sentimientos y las cosas que los producen”[21] (entiéndase aquí “sentimiento” como lo percibido por los sentidos), leemos lo siguiente:

 

“Pues aunque cada uno esté convencido de que las ideas que tenemos en nuestro pensamiento son enteramente semejantes a los objetos de las que proceden, yo sin embargo no veo ninguna razón que lo asegure, más bien lo contrario…”


  Pero entonces, ¿cómo es que hay una “ciencia moderna” cuyo supuesto fundador marca la imposibilidad de acceder a su objeto? Pues bien: hará falta un Garante. Pero tal Garante no garantiza la anulación del abismo que separa a eso real inaccesible de quien lo percibe, sólo puede ofrecer la confianza que permita creer, mediante una suerte de salto de fe, en la concordancia entre ambos términos. La “ciencia moderna” nace cortada en forma irreversible por esta falta originaria, es hija de una creencia.

  Al mencionar (en la ya referida clase III del Seminario XI) esta operación cartesiana que pone a Dios como Garante del salto que funda la ciencia, Lacan dirá que:

 

“… Descartes tiene que asegurarse de Otro que no sea engañoso, que además pueda garantizar, con su mera existencia, las bases de la verdad, garantizarle que en su propia razón objetiva están los fundamentos para que el real del que acaba de asegurarse pueda encontrar la dimensión de la verdad”.

 

  Aquí debemos interpretar la expresión “el real que acaba de asegurarse” como la certeza “Yo soy. Yo existo.” que el filósofo acababa de encontrar en el Cogito, y la enunciación “las bases de la verdad”, precisamente, como el hallazgo de la correspondencia indispensable que, luego del paso fundamental del Cogito, permite avanzar hacia la ciencia, gracias a la presencia de ese “Otro no engañador”, que es Dios.

  En la clase XVII del Seminario XI, Lacan se hace una pregunta cuya respuesta no puede ser sino afirmativa: “¿Permanece, por tanto, Descartes, apegado a la exigencia de garantizar toda búsqueda de ciencia… en un ser existente, que se llama Dios?”. 

 

Coda: una música infinita

  En tiempos remotos, parece que la búsqueda de lo Divino tuvo rasgos “psicoanalíticos”. Que los primeros filósofos fueron en realidad (o fueron también) sacerdotes, guías religiosos. Que Parménides (en verdad Parmeneides), supuesto “padre de la lógica occidental”, habría sido uno de esos hierofantes.

  En el Proemio de su famoso Poema, luego de atravesar “las Puertas de la Noche y del Día”, Parménides o Parmeneides cuenta que la diosa que allí lo esperaba le dijo: “no es un destino funesto el que te ha impulsado a tomar este camino, que en efecto se encuentra separado del sendero de los hombres.”

  En los oscuros lugares del saber se llama el libro donde el filósofo británico Peter Kingsley nos recuerda estos asuntos, y donde además cuenta que aquellos sacerdotes-filósofos, también llamados iatromantis, eran los encargados de conducir a los iniciados (o a los “pacientes”), mediante una técnica llamada “de incubación”, hacia ciertas cuevas donde se les indicaba permanecer acostados… y soñar, en busca de la cura.

 

  En la antigua Pérgamo, actual Turquía, he tenido oportunidad de visitar las ruinas del templo dedicado a Asclepio (o Esculapio, el dios griego de la medicina). Allí se pueden ver también los vestigios del Asclepeion, un hospital que en su tiempo estuvo dedicado a la atención de pacientes con dolencias del espíritu.

 

  ¿Y en qué consistía el tratamiento? Los pacientes debían alojarse en el santuario, para que sus “sacerdotes-psiquiatras” los llevaran una y otra vez, a través del Kryptoporticus (largo y subterráneo “pasillo místico”, que corría entre abundantes manantiales) a un dormitorio especial en el que debían soñar. Después los “pacientes” tenían que dar cuenta de lo que habían soñado, y en base a esa narración el médico indicaba el tratamiento.

  “Seré lo que seré” vimos al principio que dijo La Voz a Moisés, frente a la zarza ardiente, en los prolegómenos del Éxodo (es la verdad universal y eterna la que habla allí).

  “Mi conciencia es cautiva de la Palabra de Dios” y “no puedo contradecirla”, afirmó Lutero en 1517: ahora hay un hombre que incorpora el fundamento divino en su propia subjetividad. Y luego, frente a otro fuego, que no es zarza ardiente sino estufa, y que no está en el Sinaí sino en Neuburg, Alemania, el joven René Descartes vislumbró aquello que lo llevaría a transformar el “seré lo que seré” en la certeza del “yo soy, yo existo”.

  “Brahman es Atman” recitaba la sabiduría védica: la verdad del Cosmos enhebrada con la del Yo individual, La Voz que le habló a Moisés con lo que Descartes y Lutero escucharon en sí mismos.

  Pero Descartes volverá a vincular ambos órdenes en sentido inverso: para poder habitar un mundo, luego de conocer la certeza de sí mismo, deberá hacer jugar –como Garante– a Eso que, eterno y sin nombre, constituye la esencia del texto bíblico. Y entonces sí podrá haber un Yo que –limitado y dividido, pero autorizado a transitar, en tanto sujeto deseante, el “conócete a ti mismo” inscripto en Delfos– sea capaz, como en la sentencia de Sigmund Freud, de advenir, y de cantar su parte en la música infinita.    

 

 

Arte*: “Renatus Descartes, nobil. Gall. Perroni Dom. summus mathem. et philos”. Grabado anónimo. Obra expuesta en The British Museum de Londres.   

 

 

Referencias Bibliográficas

Obras de Descartes citadas en este artículo:


El mundo o Tratado de la Luz, traducción de Ana Rioja, Alianza Universidad, Madrid, 1991
Discurso del Método, traducción de J. Rovira Armengol, Losada-Océano, Buenos Aires-Barcelona
Meditaciones metafísicas, traducción y notas de E. López y M. Graña, Gredos, Madrid, 1987
Las pasiones del alma, prólogo de Alberto Palcos, Coyoacán, México, 2000
Las pasiones del alma, prólogo de Alberto Palcos, Coyoacán, México, 2000
Descartes, Ouvres et Lettres, André Bridoux, Gallimard, Dijon, 1958
Ouvres de Descartes, (Charles Adam et Paul Tannery, 1897-1909), J. Vrin, Librairie Philosophique, París, 1996



Otras obras citadas o referidas:


Baillet Adrien, Vie de Monsieur Descartes,
Cole John The olympian dreams and youthful rebelion of René Descartes, University of Illinois Press, Chicago, 1992
Clarke Desmond, Descartes, a biography, Cambridge University Press, New York, 2006
Rodis-Lewis Geneviève, Descartes, Biografía, Península, Barcelona, 1996   
Shorto Rusell, Los huesos de Descartes, Duomo, Barcelona, 2009      
Watson Richard, Descartes, el filósofo de la luz, Javier Vergara, Barcelona, 2003        
Mehl Edouard, Descartes en Allemagne, Presses Univeritaires de Strasbourg, Estrasburgo, 2001         
Grayling Anthony Clifford,
Descartes, vida y lugar en su época, Pre-Textos, Valencia, 2007 
Aczel Amir,
El Cuaderno Secreto de Descartes, Biblioteca Burdian, Esapaña, 2005     
Popkin Richard, La historia del escepticismo, desde Erasmo hasta Spinoza, Fondo de Cultura Económica, México, 1983
Kingsley Peter, En los oscuros lugares del saber, Atalanta, Girona (España), 2006
Enriquez Mariana, Celtas, Gradifco (Mitología), Buenos Aires, 2007
Roos Alexander, Alquimia & Mística, Taschen (Biblioteca Universalis), 1997-2016
Mahadevan T.M.P., Invitación a la filosofía de la India, México, 1998
Lao Tsé, Tao Te Ching, traducción, prólogo y comentarios de Leonor Calvera, Leviatán, Buenos Aires, 2009
Los filósofos presocráticos, traducciones y comentarios de Conrado Eggers Lan y Victoria E. Juliá; Gredos, Madrid, 1978
Mondolfo Rodolfo, Heráclito, Siglo XXI, Buenos Aires, 2000
Suzuki D.T. y Fromm Erich,  Budismo zen y psicoanálisis, Fondo de Cultura Económica, México, 2010   
Baas Bernard / Zalosyck Armand, Descartes y los fundamentos del psicoanálisis, Atuel/Ánfora. Buenos Aires, 1994.
Karothy Rolando, El psicoanálisis y sus relaciones con la ciencia, artículo
Gerber Daniel, Lacan y la libertad, artículo, México, 2010
Lacan Jacques, Seminarios, Paidós, Buenos Aires, 1995
Lacan Jacques, Escritos, Siglo XXI, Buenos Aires, 2002
Chamana Roland, Diccionario del Psicoanálisis, Amorrortu, Buenos Aires, 2002
Albano-Gardner-Levit, Glosario lacaniano, Quadrata, 2006
Freud Sigmund, Obras Completas, traducción de Luis López-Ballesteros, Biblioteca nueva, Madrid, 1981





[1] Discurso del Método, parte I, pg. 27

[2] Ibíd., pg. 31

[3] Ibíd., pg. 32

[4] Ibíd., parte VI, pg. 76

[5] Ibíd., parte VI, pg. 82

[6] Alquimia & Mística, pg. 25

[7] Budismo Zen y Psicoanálisis, pg. 111

[8] Discurso del método, parte II, pg. 38

[9] Ibíd.

[10] En Oeuvres et Letters (1958), pgs. 375-76, traducción de Bárbara Poey, itálicas MW

[11] Descartes no rechaza al propio Aristóteles como pensador, sino a los aristotélicos de las Escuelas de su tiempo. Esto queda muy claro en la sexta parte del Discurso (pgs.82-83), cuando luego de advertir “a nuestros descendientes” que “no crean nunca que viene de mí lo que lo que les digan, si no lo he divulgado yo mismo”, critica “las extravagancias que se les atribuyen a los antiguos” y desliza una crítica puntual hacia “los apasionados que siguen ahora a Aristóteles…”

[12] Richard Popkin, Historia del escepticismo, de Erasmo a Spinoza, pg.292

[13] Ibíd., pgs. 276 a 279

[14] Discurso del método, parte I, pg. 27

[15] Ibíd., parte III, pg. 46

[16] Las pasiones del alma, Coyoacán, pg. 22

[17] Discurso del método, parte VI, pg. 77

[18] El derrotero por el cual Descartes supera la alienación de dos términos (el saber “de sobra” de las Escuelas, y la certeza de la imposibilidad de saber de los escépticos), hasta encontrar la “separación” liberadora del Cogito, parece ser tomado aquí como metáfora del proceso de alienación/separación, constitutivo del sujeto, que Lacan postula en este Seminario.

[19] Descartes, Ibíd., parte I, pg. 32

[20] El famoso “Pienso, luego existo” (al constatar que pienso, o que dudo, o que siento, o que percibo cosas, no pudo dudar de que existo) de la Cuarta Parte del Discurso del Método, no existe en las posteriores Meditaciones Metafísicas, donde la idea es formulada como que, en determinadas circunstancias, la proposición “Yo soy, yo existo” es necesariamente verdadera.

[21] De la versión española de Ana Rioja para Alianza Universidad, Madrid, 1991; se lee como “De la difference entre nos sentimens & les choses qui les produisent” en la versión francesa de las Obras Completas de Adam & Tannery, 1897-1909. 

                        


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