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Correspondencia Freud - Romain Rolland. Notas sobre la angustia y la escritura

22/07/2003- Por Leonardo Goijman -

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Existen ciertas particularidades interesantes de su relación con Romain Rolland que nos sugieren la oportunidad de hurgar en su vínculo con el escritor y los sentimientos suyos subyacentes.
Freud tuvo, con R. Rolland una relación predominantemente epistolar.
La evocación y mediación elaborativa por medio de la escritura necesitó sortear los obstáculos de la culpa y la posibilidad de una transferencia fraterna, de Sigmund Freud, el premio Goethe por su trayectoria científica y humanística y Romain Rolland, el premio Nobel de Literatura, para finalmente poder expresarse.

ANGUSTIA Y ESCRITURA

 

                       

  A partir de la postulación de una angustia inconsciente y de un sentimiento inconsciente de culpa se abrió un amplio campo de consideración analítica. Pudo inferirse que toda una serie de actos sólo podrían explicarse como una manera de prevenir el desencadenamiento de angustia. Este descubrimiento fue complementado por la explicación de fenómenos que habían sido constatados clínicamente: la delincuencia por sentimiento de culpa, la reacción terapéutica negativa y el fracaso al triunfar.

  Los dos últimos tienen en común ese doble movimiento que va de la concreción inicial de un logro al ulterior retroceso, ya sea mediante el empeoramiento luego de la mejoría, en el caso de la reacción terapéutica negativa, y esa suerte de tentativa de “borrar lo sucedido” en el fracaso al triunfar.

  El caso de Dostoiewski nos muestra  un parentesco muy íntimo con estos cuadros, a la vez que una variedad con respecto a ellos. Se trata de la reiteración, a la manera de un ritual expiatorio, de una secuencia que comprende la compulsión a jugar, el endeudamiento posterior seguido del compromiso de escribir un texto, para saldar anticipadamente la deuda y poder, finalmente, poner en movimiento la producción de una obra literaria. La angustia ante la posibilidad de consumar una acción displacentera para el superyó operaba como un motor de la actividad autopunitiva que precedía, en cada caso, a la consumación de la acción prohibida. 

  El castigo se anticipaba al eventual crimen que se cometería con la escritura de la obra artística. El superyó obtenía su satisfacción, su resarcimiento, con la postergación y el sufrimiento que instituía el endeudamiento y la humillación.

 

  En el estudio de Freud sobre Leonardo da Vinci se destacan testimonios escritos pero no en tanto literatura sino como notas privadas en las que se infieren movimientos afectivos pero nunca una manifestación clara y directa de pesar, amor o frustración. Algunos de ellos son expresados en términos económicos, donde el costo en dinero daba cuenta de la importancia libidinal de sus destinatarios. De ese modo detallaba minuciosamente el costo de las compras que hacía a sus discípulos y en algún caso en que parece haber fracasado esta obstinada defensa obsesiva escribía al margen “ratero, mentiroso, terco, glotón”. También detallaba sus compras y el robo de dinero más el fracaso en lograr la confesión del hurto, pero anotaba al margen “4 liras”. El margen era el sitio para lo que más cera estaba de una expresión afectiva, pero podía verse reducida a una cifra en dinero.

  Esto se repite en las ocasiones de muerte de sus padres. Las noticias de la muerte de ambos padres en sus anotaciones fueron también observadas y comentadas por Freud. El detectó en la del padre una anotación muy formal y ceremoniosa en la que anunciaba el fallecimiento, con su fecha y hora, edad, parentesco y los hijos que dejaba. Pero adolecía de un error, la cantidad de hijos que omitió uno, y un lapsus, la reiteración de la hora, las siete: “El 9 de julio de 1504, miércoles, a las 7, murió Ser Piero da Vinci, notario en el palacio del Potestá, mi padre a las 7. Tenía 80 años de edad, dejó 10 hijos y 2 hijas”. Quizás la reiteración de la hora, obviamente sin importancia para el hecho desplazara a la noticia que mejor requería de esa acentuación: “mi padre”.

  Cuando fallece la madre vuelve a señalar cifras: “Gastos tras la muerte de Caterina para su entierro”, enumerando con fatigoso detalle la libras de cera, el transporte y erección de la cruz, el catafalco, los mozos de cordel, monjes y clérigos, toque de campanas, sepultureros, funcionarios y como adenda los gastos previos en honorarios del médico y hasta el costo del azúcar y la velas. No hay angustia perceptible pero sí denuncia de perturbación afectiva en la escritura. La mano maestra del dibujo y la pintura delataba, en  esa sutil minuciosidad, la emergencia del afecto.

 

  El referente que sigue, en esta puntuación sobre la angustia y la escritura, tiene como protagonista al mismo Freud. Estando de vacaciones mientras escribía “La interpretación de los sueños” llegó al punto en que se refería a los sueños diurnos y recurrió a un fragmento de una obra de Alphonse Daudet, “Le Nabab”. Se trataba de un personaje que habiendo quedado sin empleo vagaba por las calles y desplegaba su fantasía en sueños. En uno de ellos veía descontrolarse al caballo de un coche. Resueltamente salía a su encuentro y finalmente lograba dominar al animal. Se abría entonces la portezuela del coche y asomaba un alto personaje.

  “Me ha salvado usted la vida. ¿Qué puedo hacer por usted?”, le decía. Con ello consumaba su deseo: había obtenido, mediante una acción riesgosa, un empleo digno junto a un personaje poderoso. En el momento en que debía poner nombre al héroe soñador Freud no tiene a mano la obra de Daudet y recurre a su memoria pero comete un lapsus. En lugar de M. Joyeuse, el nombre correcto del personaje, anota M. Jocelyn. Al llegar de regreso a su casa recurre a su biblioteca y descubre su error. Pero enseguida se le revela realizado su propio deseo oculto: “Joyeux”, es decir, “alegre” en francés, es equivalente, en alemán a “Freud”. También él había vagado por Paris y probablemente habría ensoñado con casarse con algún alto personaje protector; de hecho había concurrido a casa del mismo Charcot y compartido alguna de las veladas ofrecidas por el maestro en la que había estado presente su hija. La escritura había delatado un fragmento de su fantasía. Pero esto no habría tenido ninguna relevancia si no fuese porque “La interpretación de los sueños” se había convertido en el escenario de elaboración de la muerte de su propio padre, ocurrida poco tiempo antes y en este proceso no podía estar ausente la angustia por la pérdida del objeto protagonista fundamental de sus fantasías y del drama que se convertiría en el núcleo de su teoría, el complejo de Edipo, que hace su presentación justamente en “La interpretación de los sueños”. La añoranza por el padre protector volvió a aparecer en la obra escrita de Freud, esta vez sin errores, como el factor por el cual ciertas personas pueden llegar a enfermar. Se trataba de “Una neurosis demoníaca del siglo XVII”, donde el pintor Cristóbal Haitzmann acudía a un monasterio buscando refugio para acallar sus alucinaciones.

  En el contenido de sus síntomas, alucinaciones y delirios, estaba presente la figura del diablo, que durante su permanencia en compañía de los monjes no se reiteró.

  Freud concluía que desde la muerte real del padre el desventurado pintor, no había podido soportar la lucha por la vida. Consecuentemente se había intensificado la fuerte añoranza de su padre y protector y con ella se había incrementado también su libido homosexual, que ante su censura se transformó en una tentación del diablo. Caracterizaba a esas personas como “eternos lactantes” que no están preparados para la vida adulta.

 

  Existen ciertas particularidades interesantes de su relación con Romain Rolland que nos sugieren la oportunidad de hurgar en su vínculo con el escritor y los sentimientos suyos subyacentes.

  Freud tuvo, con R. Rolland una relación predominantemente epistolar. Parece ser que el primer nexo fue Edouard Monod-Herzen a quien le agradeció en Febrero de 1923 su contacto expresándole admiración por el escritor y el deseo de entrevistarse con él.[1] Posteriormente expresó al mismo Rolland:

 

  para nosotros su nombre ha estado asociado a la más bella de las ilusiones; es decir, la extensión del amor a toda la Humanidad[2].

 

  En esta carta buena parte de la presentación que hace de sí mismo es francamente autodescalificatoria. Parecería corresponder a uno sus accesos de pesimismo sólo explicable por la inhibición que provocaba en él la personalidad de este intelectual que ya en 1915 había sido designado premio Nobel de literatura:

 

  Pertenezco, desde luego, a una raza que en la Edad Media  era tenida por responsable de todas las epidemias y a la que hoy se atribuye la desintegración del Imperio austriaco y la derrota alemana. Tales experiencias le quitan a uno la esperanza, y, desde luego, no dan base par concebir ilusiones. Gran parte del trabajo de mi vida (soy diez años más viejo que usted) ha transcurrido intentando destruir mis propia esperanzas y la de la Humanidad”, dice y acto seguido agrega:

 

  Mas si aquéllas no pueden ser hechas realidad, o lo logran sólo en parte; si en el curso de nuestra evolución no aprendemos a desviar a los propios instintos de la senda que conduce a la destrucción de nuestros semejantes; si continuamos odiándonos por cosas insignificantes y exterminándonos por un ruin ánimo de lucha; si seguimos explotando los grandes progresos realizados en el control de los recursos naturales para nuestra eliminación mutua, ¿qué clase de futuro se ofrece a nosotros? Sin duda, es difícil librar la preservación de nuestra especie del conflicto que existe entre nuestra naturaleza instintiva y la exigencias de la civilización.”      

 

  Desde ya que su alegato, en tanto llamado de atención acerca de la capacidad de destrucción a que puede llegar el hombre, está en la misma línea de análisis de las contradicciones a que se ve sometido bajo las condiciones de vida en la cultura. Es una apelación a la cordura de la especie humana, de una impecable lucidez y de permanente actualidad, como bien podemos constarlo ya en el siglo XXI.

  No obstante, sus expresiones referidas a haber perdido las esperanzas y sus intentos de destruir su propia esperanza y las de la Humanidad, así como su interrogante acerca del futuro que se nos ofrece hacen pensar en un plus procedente de sus propias vivencias. Seguramente habrán estado presentes en Freud la gran guerra y la consecuente decepción que manifestara como una gran desilusión ante las “grandes naciones” que habían desplegado tanta destrucción. A partir de 1920 estaba incorporado a la teoría psicoanalítica postulado el concepto de pulsión de muerte, a la que posteriormente atribuiría todas las formas de destrucción evidenciadas en la condición humana. Había soportado la tremenda experiencia de tener a sus tres hijos movilizados, uno de los cuales, Oliver, estuvo desaparecido por unos meses y se temió que hubiera fallecido. Obviamente, la familia Freud como todo la población de Europa, sufrieron los efectos de la posguerra, con sus secuelas de desorganización.

 

  En 1924 Romain Rolland visitó Viena y Freud manifestó a Stefan Zweig, amigo personal de su colega escritor el deseo de conocerlo personalmente, alegrándose de que fuera un deseo compartido.[3] La visita estuvo pactada para el 14 de mayo,[4] y suponemos finalmente se realizó, a juzgar por la siguiente carta de la que da cuenta su Epistolario. Estamos ya en el 19 de enero de 1926 y en ella no hace sino reiterar su admiración por su trayectoria humanitarista a través de penalidades y sufrimientos

 

  Yo también he propugnado siempre el amor a la Humanidad, aunque no por sentimentalismo o idealismo, sino por razones sobrias (…) Cuando por fin pude conocerle personalmente me sorprendió saber que aprecia usted tanto la fuerza y la energía y descubrir que usted mismo posee tal fuerza de voluntad

  Y concluía con un augurio para la siguiente década de quien ya debía frisar los sesenta años:

 

  Que la próxima década no le aporte sino éxito. Muy cordialmente suyo,

Y firmaba Sigm. Freud, aetat 70. [5]

 

  Ya no encontramos al Freud deprimido, pesimista o subestimado sino al hombre reconocido por una relación tan gratificante, a pesar de haber sufrido desde 1923 operaciones tan importantes debidas a su cáncer y la muerte de dos de sus seres más queridos, su hija Sofie y su nieto Heinele. Cuán grande debía ser para él la importancia de un lazo afectivo que expresaba tal comunidad intelectual y afectiva.

 

  La amistad epistolar continuó ese año, tres meses y medio después y fue la ocasión de expresarle ampliamente este reconocimiento. Se dirige a él como a su “Querido amigo” y agradeciéndole por sus líneas que

 

  se cuentan entre las cosas que más he apreciado (…) por su contenido y por la manera de expresarlo (…) Siempre es para mí como un accidente sorprendente el que parte de mis doctrinas y mi propia persona logren atraer una pizca de atención. Mas cuando hombres como usted, a los que he estimado desde lejos, expresan su amista hacia mí, una ambición mía se cumple”… y sigue en contenidos elogiosos. [6]

 

  En oportunidad de la redacción de “El malestar en la cultura” Rolland se convierte en interlocutor. El escritor había hablado a Freud acerca del “sentimiento oceánico” al que consideraba “la fuente genuina de la religiosidad” y lamentaba que no hubiese comentado sobre él en “El porvenir de una ilusión”. Freud, que no era creyente, hace un verdadero esfuerzo, e intenta explicar ese sentimiento que implicaba, en la expresión de R. Rolland el ser uno con el mundo. Es una buena ocasión para introducir su especulación sobre el sentimiento de sí mismo y su vínculo con el yo. El yo que, justamente, tiene una clara definición de su límite con el mundo aunque no la tiene con su interioridad, con su ello. No puede finalmente coincidir con Rolland pero aborda la discusión sobre el tema con altura y puede desplegar conceptos analíticos referidos al narcisismo, a la discriminación entre el yo y el no yo e ilustrar sobre la concepción freudiana de la persistencia en las huellas inconsciente de todos los momentos estructurantes del psiquismo y la convivencia simultánea de todos ellos. Ilustra su punto de vista con la comparación de la persistencia de los distintos restos de las fundaciones de Roma y la eventualidad del psiquismo de mejorar la visión que presta la arqueología de ellos al poder descubrir que, a diferencia de aquella, la arqueología psíquica puede encontrarlos conviviendo a pesar de los tiempos diferentes. Fuera de este capítulo continuará con sus propias elaboraciones sobre las causas del malestar y quedará este documento como uno de los mejores cuestionamientos del psicoanálisis a la problemática del hombre y la cultura.

 

  En 1931, ante la cercanía de la operación tan temida sentía que se aproximaba al fin de su existencia y llegó a expresarle a Rolland, con quien  siempre se había sentido muy bien, confesiones muy íntimas:

 

  y como sé que probablemente no volveré a verle me atrevo a confesarle que raramente he experimentado esa misteriosa atracción de un ser humano hacia otro tan vívidamente como con usted. Quizá  se deba a que me doy cuenta de que somos tan profundamente distintos. ¡Adiós! Suyo, Freud[7]

 

  No nos extrañan estos sentimientos ominosos ante la proximidad de una operación muy importante. Quizás extraña la naturaleza de sus expresiones afectuosas. Es probable que recubierta por el sobrerinvestimiento libidinal de objeto se esconda la proximidad siniestra de la muerte. Pero ¿cuál era la importancia de esta amistad para merecer este especial homenaje? No parece suficiente la admiración por el personaje célebre. Ya no tenemos más cartas salvo la que incluye en su Carta a Romain Rolland que acompañó al trabajo sobre la perturbación del recuerdo en la Acrópolis.

 

  Y sería entonces, recién en 1936 que surgiría el probable motivo verdadero de esta simpatía: Rolland cumplía entonces 70 años y se le había pedido a Freud que escribiese algo para un homenaje al escritor. Es entonces que le escribe una carta y junto con ella incluye el relato del episodio que sufriera ante la Acrópolis. Mientras la  redacta se da cuenta de que Rolland tiene, la misma edad que su hermano Alexander.

 

  Ambos escritos tenían en común el compartir una reflexión acerca de sensaciones o fenómenos inusuales de la vida anímica. Así como en “El malestar” habían dialogado a propósito de “el sentimiento oceánico” ante una propuesta del escritor, ahora es él quien quiere relatar una particular vivencia experimentada ante la Acrópolis de desrealización” (enajenación según J. L. Etcheverry). Hay un párrafo que es muy curioso. Le dice:

 

  …me empeñé en hallar un asunto que fuera en algún sentido digno de usted y pudiera expresar mi admiración por su amor a la verdad, su coraje público, su humanitarismo y solicitud hacia el prójimo, o que testimoniara mi agradecimiento al literato que me ha regalado tantos momentos de goce y exaltación. Mas en vano; soy diez años mayor que usted, mi producción languidece. Lo que en definitiva le ofrezco es el don de alguien empobrecido que “ha visto antaño días mejores”.

 

  Es llamativa la auto descalificación en términos de “alguien empobrecido que ha visto antaño días mejores”. Unido al hecho de considerarse alguien cuya” producción languidece” nos dan la impresión de estar pidiéndole piedad. Es oportuno observar que por segunda vez apunta que es diez años mayor que Rolland; la  primera había sido en su primera carta del 19 de marzo de 1923.

 

  Le relata entonces una experiencia que le ocurriera en 1904, es decir treinta y dos añas antes. Habían planeado un viaje, junto con su hermano Alexander, diez años menor. Pero al mencionarlo percibe que Rolland tiene la misma edad que su hermano. Sería recién en esta oportunidad que Freud se da cuenta de la relación y que estaba hablando con un subrogado fraterno.

 

  Continúa relatando cómo se mostraron muy destemplados encontrando sólo obstáculos a la idea propuesta por un tercero, de viajar a Atenas en lugar de Corfú, lugar del que no dice en ningún momento por qué querían visitar. Parecería que no había razón alguna para ello y que quizás fuera sólo una moción encubridora. Pero, ¿sólo o especialmente de la Acrópolis? Tampoco hay ningún indicio de que Grecia fuese un lugar especial para Freud, como sí parece que lo era Italia con su Roma, que apareciera reiteradamente en sus sueños.

  Llegan entonces a verse frente a la Acrópolis y ocurre el episodio que dio motivo a su relato: Freud profiere esa extraña expresión,

 

  ¿Entonces todo esto existe efectivamente, tal como lo aprendimos en la escuela?

 

  Inmediatamente se asombra de esta expresión ya que sabe muy bien que nunca había dudado de que existiera. Se da cuenta de que le ha ocurrido una desrealización. Acuden a su interrogación respuestas de muy diverso orden, explicaciones metapsicológicas, asociaciones acerca reacciones en las que se trata de declarar “non arrivé un suceso. Defensas de este tipo ocurren ante situaciones extremadamente penosas en las que se puede desear que no hubieran ocurrido. Pero haber podido contemplar la Acrópolis era lo contrario, la consumación de algo maravilloso. Algo en que

 

  (se) vivencia como unas realidades ciudades y países que durante tanto tiempo fueron quimeras lejanas e inalcanzables, uno se siente como un héroe que ha llevado a término grandes e incalculables hazañas”.

 

  Entonces le había dicho a Alexander:

 

  ¿Recuerdas cómo en nuestra juventud hacíamos día tras día el mismo camino, desde la calle… hasta la escuela, y después, cada domingo, íbamos siempre al Prater o emprendíamos una de las archisabidas excursiones al campo? (…) ¡Y ahora estamos en Atenas, de pie sobre la Acrópolis! ¡Realmente hemos llegado lejos!”

 

  Y no pudo dejar de comparar esta aventura con el momento en que Napoleón, al ser coronado emperador, dijera a uno de sus hermanos, probablemente el mayor, José:

 

  “¿Qué diría nuestro padre si pudiera estar presente?”

 

  Y entonces encuentra la solución a su malestar y, seguramente, también a su desmentida: debió tratarse de una conjunción en donde la satisfacción por haber llegado a Atenas se había mezclado con la vivencia de un sentimiento de culpa. Era también un fracaso al triunfar. Y entonces concluiría con esta reflexión:

 

  “Parece como si lo esencial en el éxito fuera haber llegado más lejos que el padre, y como si continuara prohibido querer sobrepasar al padre.

 

  El padre de Freud, un comerciante que no había concluido sus estudios secundarios, no habría podido apreciar y gozar de un viaje a Atenas y de un encuentro con la Acrópolis. Un sentimiento de piedad había empañado entonces el goce. El hombre que había ya alcanzado la grandeza podía ahora, convertido en un anciano imposibilitado de viajar, recordar a su padre y reclamar también indulgencia.

 

  Freud había sido un ferviente instigador de la escritura en sus seguidores. Joan Riviere comenta la ferviente expresión con que la había instado a hacerlo cuando le comentaba una de sus ideas:

 

  “Escríbala, exprésela en blanco y negro…expúlsela, prodúzcala, haga algo de ella fuera de usted, es decir, déle una existencia independiente de usted misma.” [8]

 

  No puede menos que asombrarnos, entonces, que durante tanto tiempo permaneciera este suceso en la oscuridad. En ese escrito, asoma la explicación encriptada durante treinta y dos años. Ha necesitado cuestionar la realidad de esta existencia porque involucraba dos historias de hermanos –Napoleón y José Bonaparte por un lado y Sigmund y Alexander Freud por otro- en relación con un padre que ya no estaba y a quien habían superado. La evocación y mediación elaborativa por medio de la escritura necesitó sortear los obstáculos de la culpa y la posibilidad de una transferencia fraterna, de Sigmund Freud, el premio Goethe por su trayectoria científica y humanística y Romain Rolland, el premio Nobel de Literatura, para finalmente poder expresarse.

 

 

  El mail del autor es lgoijman@einstein.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Carta del 9 de febrero de 1923; Epistolario

[2] Carta del 19 de marzo de 1923; Op. Cit.

[3]  Carta a Stefan Zweig del 11-5-1924; Op. Cit.

[4]  Carta a Lou A. Salomé del 13-5-1924; Op. Cit.

[5]  Carta a R. R. del 29-1-1926¸ Op. cit.

[6]  Carta a R. R. del 13-5-1926, Op. cit.

[7] Carta de mayo de 1931. Op. Cit.

[8] Joan Riviére, 1958. “A Character T rait of Freud’s · (Un rasgo de carácter de Freud). En « Psycho –Analysis and Contemporary Thought.Ed. J. D. Sutherland. Londres : Hogarth. Citado por Elliott Jacques en “La muerte y la crisis de la mitad de la vida“, Revista de Psicoanálisis, XXIII, 1 (1966), Buenos Aires.


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