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Raul Sciarretta, el maestro16/10/2000- Por Susana Bercovich Hartman -
“La vida se continúa más allá de la muerte como la suma de nuestros actos y de nuestras palabras” (J. Lacan, El Deseo y su Interpretación, a propósito de Hamlet)
Pensador agudo, autodidacta, el nombre de Raúl Sciarretta sin duda impregna de un estilo a generaciones enteras de psicoanalistas, filósofos y pensadores argentinos. Hombre polifacético, maestro y nunca amo, el filósofo tenía un estilo de transmisión que hoy surca el quehacer de muchos y que por lo mismo, sigue corriendo.
En la compleja relación maestro-discípulo y en el acto mismo de transmisión hay algo de la incorporación que se pone en marcha. A fuerza de beber la savia del maestro, uno se vuelve un poquito él. Tal vez asistimos al mismo fenómeno en toda relación amorosa (incluida la de analista-analizante): al estar tanto tiempo con otro, en ciertos puntos, se es el otro. Muchos de nosotros somos un poco Raúl Sciarretta, muchos portamos la huella de su pensamiento que es un método, que es su estilo.
El maestro no respondía, soltaba elementos para enseñar ciertos modos por los cuales la pregunta se torna formulable. En el modo de formular la pregunta está la respuesta. De ninguna manera se trataba para él de dar la respuesta, más bien su enseñanza radicaba en asegurar la pregunta hasta sus límites. Al modo socrático, en el arte de formular la pregunta el maestro transmite a la vez estilo y método.
Invierno de 1980, el país sumido aún bajo los efectos de una dictadura ciega, Buenos Aires triste y violenta. Apenas asomaba entonces al psicoanálisis cuando mi amiga Alicia, entrañable, inquieta como siempre, comenta un día: “¡Estudiemos a Lacan! Estudiemos con Raúl Sciarretta a Lacan!”. Sin saber bien a qué cosas estos nombres nombraban, pero envuelta en el entusiasmo de mi amiga que no era sino el signo de un deseo que a la vez dejó marca, tenía una extraña certeza: quería estudiar a Lacan con Raúl Sciarretta. Con el tiempo y sumando a esta experiencia otras del estilo, comprendí que la llamada “vocación” no constituye sino un fenómeno de transferencia.
Con otros amigos, inolvidables: Pat, Omar, Osvaldo, Constantino, Ernesto, Julio, le hicimos saber al maestro acerca de nuestro interés. En la sencillez que siempre lo caracterizó y sin perder el tiempo, su presencia campechana, el tono de su voz, en fin, su estilo, constituían por sí mismos una especie de transmisión en acto.
Su lugar, de un aire especial, las plantas que colgaban por el techo caían sobre los libros que tapizaban las paredes. Los libros, su universo, una sopa de letras que hace del objeto algo tabú, algo especial. Entre los libros, la mano del maestro iba sin vacilación de tal a cual autor y de tal a cual traducción situando página y cita llevada por un saber que no es de la memoria. Ignorante aún de lo que de allí se produciría, incluso sin entender gran parte de lo que se hablaba, el primer impacto provenía de sus gestos y de la atmósfera que rodeaba su presencia. Luego vinieron las palabras, de las que hoy se puede decir que también han sido gestos.
Una primera reunión, Buenos Aires noche y lluvia. Sus palabras iniciales y sorprendentes: “Van a aprender a leer” resonaron años después en cada libro que se abría.
Los miércoles por la noche nombres, conceptos y fórmulas, abrían mundos que inundaban la sala y la realidad toda en un caos que con el tiempo se ordenaría un poco sobre el fondo de su matiz preferido: Heidegger. Tal ordenamiento no es sino el modo de transmitirlo. Entonces, aprendí de Raúl algo que sólo después me he visto en posición de practicar, algo que apunta al lugar de un vacío que agujerea y hace concebible el pensar mismo: Raúl me enseñó que la transmisión no es de contenido sino de método, se transmite método en su bisagra con un estilo.
Al leer él cómo Lacan lee, el maestro nos habrá enseñado a leer; ignorantes en el momento, constituye el tipo de experiencias que no se aprecian en todas sus dimensiones sino años después cuando al abrir un seminario era imposible no pensar en él. La consistencia de su enseñanza radicaba en la transmisión de ciertas coordenadas que permiten leer no ese texto, sino casi cualquier texto. Después de haber sido tocado por su cercanía, uno ya no lee ciertos autores sin recordarlo, se lee con algo de su mirada en los ojos.
Raúl no sólo aseguraba el lugar de la pregunta sino que también y por la misma grieta socrática la transmisión de un saber se filtraba en principio por el lado del saber como deseo. El signo de ello: el deseo de saber nos precipitaba sobre los libros y también sobre el mundo cuando los miércoles ya tarde y como efecto directo de la presencia del maestro nos perdíamos en torrentes de ideas y de emocionantes proyectos.
Las circunstancias me llevaron a París, donde lo volví a ver 3 años después. Habían anunciado una conferencia suya en la Maison de l´Amerique Latine a la que asistí emocionada. Recordamos otros tiempos y compartimos un café memorable. Me pedía que lo tuteara, y ante mis fallidos intentos yo replicaba que no podría pues él era mi maestro. Inconsciente de lo que a su paso dejaba, éstas fueron sus palabras: “¡Che!, vos sabés que me encuentro con mucha gente que me dice lo mismo! Y yo no sé por qué!”. No olvidaré que luego de comentarle mi próximo viaje a México se despidió con un grito de “¡Viva Zapata!” que hizo voltear a los franceses de Saint Germain.
A partir de entonces cada viaje a Buenos Aires no era sin por lo menos un encuentro con él impregnados de fecundas pláticas cuyos frutos guardo como preciosidades.
Lo ví por última vez en diciembre pasado, siempre agradecido por llevarle un libro o una novedad, ya no quiso ir al restaurante de la vuelta. Sorprendido como siempre por el respeto del que era objeto, en aquella ocasión habló un poquito de su vida en la época de la dictadura:
“Me amenazaron mucho, hasta me llevaron preso, pero yo nunca quise salir del país.”
Y es porque no quiso salir del país, de su país, del que dejó constancia de cuánto amó, que en aquellos sórdidos tiempos muchos tuvimos el infinito privilegio de contar con el calor de su enseñanza.
Generoso del saber, sin imposturas, sencillo y claro, su vida constituye también su obra, la misma que al dejarnos, nos deja.
Agradecemos a Susana Bercovich Hartman el envío desde México de este recordatorio.
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